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6/4/06

—Prue Kelvey y Sandy Freeguard.

El subinspector Sam Kombothekra, del DIC de West Yorkshire, trajo consigo fotografías de las dos mujeres, y ahora estaban colgadas con un alfiler en el tablero de Charlie, junto a otras de Robert Haworth, Juliet Haworth y Naomi Jenkins. Charlie le pidió a Kombothekra que le contara al resto de su equipo lo que ya le había dicho por teléfono.

—Prue Kelvey fue violada el 16 de noviembre de 2003 y Sandy Freeguard unes meses después, el 20 de agosto de 2004. Le tomamos muestras completas a Kelvey, pero no conseguimos nada de Freeguard, o sea, que no hay ADN. Esperó una semana hasta presentar la denuncia, pero su agresión fue idéntica a la de Kelvey, de modo que estábamos bastante seguros de que se trataba del mismo hombre.

Kombothekra hizo una pausa para aclararse la garganta. Era alto y flaco, tenía el pelo negro y brillante, la piel aceitunada y una prominente nuez que Charlie no podía dejar de mirar. Cuando hablaba, se movía arriba y abajo.

—Ambas mujeres fueron a obligadas a subir a un coche a punta de cuchillo por un hombre que sabía sus nombres y que se comporto como si las conociera hasta que estuvo lo bastante cerca para sacar el arma. Prue Kelvey solo dijo que era un coche negro, pero Sandy Freeguard fue más concreta: un coche con cinco puertas cuya matrícula empezaba por «Y». Freeguard describió una chaqueta de pana que se parece a la que mencionó Naomi Jenkins. En los tres casos se trataba de un hombre alto, blanco, con el pelo corto de color castaño. Kelvey y Freeguard fueron obligadas a sentarse en el asiento del acompañante y no en el de atrás y esa es la primera diferencia entre nuestros dos casos y la declaración de Naomi Jenkins.

—Los dos primeros de otros muchos —terció Charlie.

—Correcto —dijo Kombothekra—. Una vez en el coche, a ambas mujeres se les vendaron los ojos con un antifaz, otro punto de coincidencia, pero, a diferencia de Naomi Jenkins, en ese momento les ordenaron que se quitaran la ropa de cintura para abajo. Temían por sus vidas y ambas hicieron lo que les decían.

Proust sacudió la cabeza.

—De modo que tenemos tres casos…, tres de los que tengamos noticia…, de mujeres obligadas a subir a un coche a plena luz del día para recorrer, por lo que sabemos, una larga distancia con un antifaz en los ojos. ¿Nadie vio el coche y le pareció sospechoso? Creo que alguien que pasara por la calle habría visto a una pasajera con antifaz.

—Quien viera eso pensaría que quería echar una siesta —dijo Simón.

Sellers asintió con la cabeza para demostrar que estaba de acuerdo.

—Ninguna de ellas acudió a nosotros de inmediato —dijo Kombothekra—. Tras los llamamientos que emitimos por televisión, tres testigos se pusieron en contacto con nosotros, aunque ninguno de ellos fue capaz de decirnos mucho más que lo que ya sabíamos: un coche negro con cinco puertas, una pasajera con algo que le tapaba los ojos y nada sobre el conductor.

—Así pues, el asiento delantero en vez del trasero y orden de que se quitaran la ropa de cintura para abajo durante el trayecto y no al llegar —resumió Proust.

—Kelvey y Freeguard fueron agredidas sexualmente sin parar durante todo el trayecto. Ambas dijeron que el violador conducía con una mano y empleaba la otra para acariciar sus partes íntimas Ambas declararon que no fue brusco ni violento. Sandy Freeguard dijo que le pareció que hacía eso para demostrar que tenía poder para hacerlo; se trataba más de ejercer ese poder que de infligir dolor. Las obligó a sentarse con las piernas abiertas. En los dos casos, les dijo algo parecido a lo que Naomi Jenkins afirma que dijo su agresor: «¿No quieres entrar en calor antes de que empiece el espectáculo?». —Kombothekra consultó sus notas—. La versión de Kelvey fue: «Siempre me gusta calentar antes de que empiece el espectáculo, ¿a ti no?». Evidentemente, en ese momento ella no sabía a qué espectáculo se refería. A Freeguard le dijo: «Esto es solo un pequeño calentamiento antes del espectáculo».

—Así pues, sin duda alguna se trata del mismo hombre —dijo Proust.

—Parece muy probable —repuso Charlie—. Aunque en cada caso estamos seguros de que el público es distinto, ¿no?

Kombothekra asintió con la cabeza.

—Así es. Y en el caso de la historia de supervivientes número treinta y uno de la página web «Habla y Sobrevive» también. Su autora describe a cuatro hombres, dos de ellos con barba, y tres mujeres. Y dice que eran de mediana edad. Kelvey y Freeguard afirmaron que su público estaba formado por hombres jóvenes.

—¿Y qué hay de la historia de la superviviente de la otra página web, Tanya, de Cardiff? —preguntó Simón—. Si es que ese es su verdadero nombre… Esa parece la más distinta a las demás. Las únicas similitudes son las referencias a la estrella del espectáculo y al calentamiento, y podrían ser una coincidencia; quizás fueran dos agresores completamente distintos.

Charlie sacudió la cabeza.

—El público lo formaba un solo hombre. Mientras uno de los hombres violaba a Tanya, el otro miraba. Se emplearon las palabras «espectáculo» y «calentamiento»…, y, de momento, eso basta como punto de coincidencia hasta que se demuestre que no hay relación alguna. Y se sacaron fotos. ¿Sam?

—Sandy Freeguard dijo que le sacaron fotos desnuda y tumbada sobre el colchón. Como en el caso de Naomi Jenkins, se mencionó la palabra «recuerdo». Prue Kelvey dice que cree que le sacaron fotos; oyó unos clics que supuso que eran de una cámara pero la diferencia fundamental es que en su caso no le quitaron el antifaz en ningún momento. El violador se lo dejó puesto durante la agresión. Parecía estar enfadado con ella y no paró de decirle que era tan fea que tenía que seguir con el rostro tapado o no sería capaz de mantener relaciones sexuales con ella.

—No está mal —dijo Gibbs. Era la primera vez que hablaba desde que había empezado la reunión—. No es nada especial, pero tampoco es un adefesio.

Todos volvieron los ojos hacia las fotos del tablero, salvo Charlie. No le hacía falta: ya las había examinado con atención y le había sorprendido la falta de parecido físico entre las víctimas. Normalmente, en cualquier agresión en serie de índole sexual, el violador siempre prefería un mismo tipo de mujer.

Prue Kelvey era guapa, tenía el rostro delgado, la frente estrecha y un pelo oscuro que le llegaba hasta los hombros. Naomi Jenkins llevaba un peinado parecido, aunque tenía el pelo más ondulado y de color más bien castaño rojizo; su rostro no era tan flaco y era más alta. Kombothekra había dicho que Prue Kelvey solo medía 1,57 de altura, mientras que Naomi Jenkins medía 1,73. Sandy Freeguard tenía un tipo físico totalmente distinto: era rubia, de rostro cuadrado y con unos diez kilos de más, mientras que Kelvey era muy flaca y Jenkins estaba delgada.

—Aunque a ti no te interese, a nosotros sí nos importa lo que les ocurrió a esas mujeres —le dijo Charlie a Gibbs, sintiéndose avergonzada por su comentario.

Sam Kombothekra había fruncido el ceño al oír la palabra «adefesio». Charlie no le culpaba por ello.

—¿Acaso he dicho eso? —soltó Gibbs, desafiando a Charlie—. Solo estoy diciendo que Kelvey no es especialmente fea. Así que debió haber otra razón para dejarle puesto el antifaz durante violación.

—Pues piensa antes de hablar —le espetó Charlie—. Hay muchas maneras de decir las cosas.

—Oh, estoy pensando, por supuesto —repuso Gibbs, en tono amenazante—. He estado pensando mucho. Más que tú.

Charlie no tenía ni idea de lo que quería decir.

—¿Tenemos que escucharte a ti y a Gibbs discutiendo, inspectora? —dijo Proust con impaciencia—. Prosiga, subinspector Kombothekra. Le pido disculpas en nombre de mis agentes. Normalmente no suelen pelearse como si fueran unos críos.

Charlie tomó nota mentalmente para no recordarle a Muñeco de Nieve el próximo cumpleaños de su mujer. Sam Kombothekra le sonrió; Charlie pensó que lo hacía para pedirle disculpas en nombre de Proust. Al instante, la opinión sobre él subió varios enteros. Cuando llegó le juzgó como lo que, a sus cincuenta años, ella y sus amigas habrían llamado un perdedor. Sin embargo, tuvo que corregir su apresurado juicio: Sam Kombothekra era simplemente un hombre cortés y bien educado. Más tarde, si conseguía estar un momento a solas con él, se disculparía por la impertinencia de Proust y el grosero comentario de Gibbs.

—Prue Kelvey estimó que estuvo en el coche alrededor de una hora —continuó Kombothekra.

—¿Dónde vive? —preguntó Simón.

—En Otley.

Proust parecía irritado.

—¿Ese lugar existe? —preguntó.

Un poco presuntuoso, pensó Charlie, viniendo de un hombre que vivía donde vivía. ¿Qué se creía, que Silsford era Manhattan?

—Así es —repuso Kombothekra.

Otra de las costumbres que molestaron a Charlie cuando conoció a Proust era que siempre contestaba a una pregunta diciendo «Eso es» o «Yo soy», en vez de decir simplemente «Sí».

—Está cerca de Leeds y Bradford, señor —dijo Sellers, que había nacido en Doncaster, o «Donnie», como él solía llamarlo.

El ligero asentimiento de cabeza de Proust dio a entender que la respuesta era vagamente aceptable.

—Sandy Freeguard dijo que estuvo en el coche una hora, dos lo sumo —prosiguió Kombothekra—. Vive en Huddersfield.

—Que está cerca de Wakefield —añadió Charlie sin poder evitarlo.

Charlie puso cara de póquer; Proust nunca podría acusarla de no intentar ayudar.

—Entonces, parece que ese teatro donde esas mujeres fueron atacadas está más cerca de donde viven Kelvey y Freeguard que de Rawndesley, que es donde vive Naomi Jenkins —dijo Proust.

—No creemos que Kelvey y Freeguard fueran atacadas en el mismo lugar que Jenkins y la superviviente número treinta y uno —le dijo Simón—. En las declaraciones de Kelvey y Freeguard no se menciona ningún escenario ni ningún teatro. —Kombothekra asintió con la cabeza—. Ambas describen una sala larga y estrecha con un colchón en un extremo y el público de pie en el otro. Nada de sillas ni una mesa. Los espectadores de las violaciones de Kelvey y Freeguard tomaron copas, pero no cenaron. Freeguard dijo que era champán, ¿verdad?

—Entonces la diferencia es significativa —dijo Proust.

—Hay más similitudes que diferencias —intervino Charlie—. El comentario sobre lo de calentar antes del espectáculo… es algo que coincide en los tres casos. Kelvey dijo que la sala en la que estaba era muy fría y, en su declaración, Naomi Jenkins afirmó que el violador mantuvo deliberadamente apagada la calefacción hasta que llegó el público y que se burló de ella a costa de eso. Freeguard fue atacada en agosto, de modo que no es extraño que no mencionara lo del frío.

—Tanto Sandy Freeguard como Prue Kelvey afirmaron que la sala en la que estuvieron tenía una acústica muy rara. —Señalo Kombothekra al volver a consultar sus notas—. Kelvey dijo que pensó que podía ser un garaje y Freeguard también dijo que no parecía la habitación de una casa. Pensó que podía ser una especie de módulo industrial. Dijo que las paredes no parecían de verdad La que pudo ver desde el colchón no era sólida; dijo que estaba cubierta por algún material, algo grueso. Ah, y en la sala que describió Freeguard no había ventanas.

—En su declaración Jenkins mencionó una ventana —dijo Charlie.

—¿Pensó que podía darse por sentado que Kelvey y Freeguard fueran atacadas en el mismo lugar? —le preguntó Proust a Kombothekra.

—Sí. Todo el equipo lo pensó.

—Jenkins fue atacada en un sitio distinto —dijo Simón con certeza.

—Si es que fue atacada —dijo Proust—. Aún tengo mis dudas. Esa mujer es una mentirosa compulsiva. Pudo haber leído las historias de esas otras dos supervivientes en la página web, ambas enviadas antes que la suya, y decidir inventarse una fantasía similar. Luego conoció a Haworth y le incorporó a su fantasía, primero como salvador y luego como violador, cuando él, comprensiblemente, se hartó de ella y la dejó.

—Muy agudo, señor —dijo Charlie sin poder evitarlo.

Simón le sonrió y ella tuvo ganas de echarse a llorar. De vez en cuando compartían una broma que nadie más entendía; entonces, la trágica sensación de que no estaban juntos y probablemente nunca lo estarían abrumaba a Charlie. Pensó en Graham Angilley, a quien había dejado insatisfecho y confuso en Escocia, tras prometerle que lo llamaría. Aún no lo había hecho. Graham era demasiado superficial para hacerla llorar. Pero quizás eso era bueno, quizás lo que le hacía falta era una relación menos intensa.

Kombothekra negó con la cabeza.

—En la declaración de Jenkins hay algunos detalles que coinciden con las de Kelvey y Freeguard, cosas que no podría saber leyendo las historias de Internet. Por ejemplo, Jenkins dice que la obligaron a describir sus fantasías sexuales con todo detallé y a enumerar sus posturas sexuales favoritas. A Kelvey y Freeguard les ordenaron que hicieran lo mismo. Y las obligaron a decir obscenidades y a decir lo mucho que disfrutaban del sexo mientras las estaban forzando.

Colin Proust lanzó un gruñido, indignado.

—Soy consciente de que ninguno de los violadores con los que nos hemos encontrado eran precisamente unos caballeros, pero este se lleva la palma. —Todos asintieron con la cabeza—. No hace esto porque esté desesperado, ¿verdad? No es un cabrón triste y atormentado. Lo que hace es algo que planifica desde una posición de poder, como si fuera su pasatiempo favorito o algo así.

—En efecto. Aunque esa posición de poder sea imaginaria —dijo Sam Kombothekra.

Simón estaba de acuerdo con él.

—No tiene ni idea de lo enfermo que está. Apostaría algo a que él no se considera un enfermo, sino simplemente un tipo cruel.

—Para él no se trata de una cuestión de sexo —dijo Charlie—. De lo que se trata es de humillar a las mujeres.

—Sí es una cuestión de sexo —la contradijo Gibbs—. Humillarlas es lo que lo pone cachondo. Si no, ¿por qué hacerlo?

—Por el espectáculo —dijo Simón—. Quiere prolongarlo, ¿no es así? Primer acto, segundo acto, tercer acto…, obligando a las mujeres a hablar de sexo mientras las viola, un espectáculo que es tanto verbal como visual. Así consigue un espectáculo más completo. Y el público, ¿pagará o serán amigos a los que invita?

—No lo sabemos —dijo Kombothekra—. Hay muchas cosas que no sabemos. No haber detenido a ese tipo es uno de nuestros mayores y más desalentadores fracasos. Podrán imaginarse cómo se sienten Prue Kelvey y Sandy Freeguard. Si ahora lo detuviéramos…

—Tengo una teoría —dijo Sellers, mostrando de pronto un rostro radiante—. ¿Y si fue Robert Haworth quien violó a Prue Kelvey y Sandy Freeguard y luego les contó a Juliet y Naomi lo que había hecho? Eso explicaría que ambas conocieran el modus operandi.

—Por el motivo que admitió —sugirió Charlie—. Ella creía que no lo buscaríamos con mucho empeño. Una vez lo encontramos, decidió retirar la denuncia y pensó que todo quedaría olvidado. No contó con que nosotros descubriríamos lo de Kelvey y Freeguard.

Simón negó enérgicamente con la cabeza.

—Ni hablar. Naomi Jenkins está enamorada de Haworth…, sobre eso no me cabe ninguna duda. Puede que Juliet Haworth sea capaz de estar con un hombre que viola a otras mujeres, ya sea por diversión o por interés, pero Naomi Jenkins nunca lo haría.

Proust lanzó un suspiro.

—Tú no sabes nada sobre mujeres, Waterhouse. No seas absurdo. Mintió desde el principio. ¿O no es así?

—Sí, señor. Pero creo que, en esencia, es una persona decente, que solo mintió porque estaba desesperada… Mientras que Juliet Haworth…

—¡Me llevas la contraria a propósito, Waterhouse! No sabes nada sobre esas dos mujeres.

—Veremos qué pasa con el ADN de Robert Haworth, si coincide con alguna otra muestra —intervino Charlie diplomáticamente—. El laboratorio está trabajando en ello en estos momentos, de modo que mañana tendremos los resultados. Ah, y Sam ha conseguido una copia de la foto de Haworth para enseñársela a las dos mujeres de West Yorkshire.

—Otra coincidencia entre el relato de Jenkins y los de Kelvey y Freeguard es que se invitó a unirse a la violación a un miembro del público —dijo Kombothekra—. En el caso de Jenkins, un hombre llamado Paul. Kelvey dijo que su violador invitó a todos los hombres que estaban presentes, aunque tenía muchas ganas de que aceptara alguien llamado Alan. Al parecer no dejaba de decir: «Vamos, Alan, ¿seguro que no te animas?». Los demás hombres también insistían, incitándole a hacerlo. Sandy Freeguard contó a misma historia, solo que el hombre se llamaba Jimmy.

—¿Y? ¿Acabaron participando Alan o Jimmy? —preguntó Proust.

—No, ninguno de los dos lo hizo —contestó Kombothekra— Freeguard nos contó que el tal Jimmy dijo: «Creo que prefiero no implicarme».

—Cuando te enteras de que hay hombres así empiezas a lamentar que no exista la pena de muerte —murmuró Proust.

Charlie hizo una mueca disimuladamente. Lo último que le hacía falta era otra diatriba de Muñeco de Nieve sobre los buenos tiempos de la horca. Aprovechaba cualquier pretexto para lamentar la abolición de la pena de muerte: el robo de algunos CD en una tienda de HMV en la ciudad, un reparto de propaganda durante la noche… La disposición del inspector jefe para aplicar la pena de muerte de forma indiscriminada a la población civil deprimía a Charlie, aunque dio la casualidad de que estuvo de acuerdo con él respecto al hombre que había violado a Naomi Jenkins, Kelvey y Freeguard, fuera quien fuera.

—¿Y las diferencias? —se preguntó Charlie en voz alta—. Tiene que tratarse del mismo hombre…

—Puede que perfeccione su método con cada nueva violación —sugirió Sellers—. Le gusta mantener la rutina, pero quizás los pequeños cambios hacen que le resulte más excitante.

—Y por eso ordenó a Freeguard y Kelvey que se desnudaran en el coche —dijo Gibbs—. Para que conducir fuera más entretenido.

—¿Y por qué el cambio de sitio, en lo que respecta a Freeguard y Kelvey? ¿Y por qué eliminar la elaborada cena? —espetó Muñeco de Nieve con impaciencia.

Charlie había estado esperando que el humor de Proust empeorara. Cuando había demasiadas dudas, solía irritarse. Charlie se dio cuenta de que, de pronto, Sam Kombothekra se había quedado callado. Hasta entonces no conocía a Proust y nunca había experimentado una de sus invisibles instalaciones frigoríficas, sin duda alguna, se debía estar preguntando por qué no era capaz de moverse o hablar.

—Quizás había empezado la temporada y necesitaban el escenario para Jack y las habichuelas mágicas. —Charlie habló de forma deliberadamente relajada, tratando de derretir el ambiente. Sabía por experiencia que era la única del equipo capaz de conseguirlo. Simón, Sellers y Gibbs parecían aceptar como algo inevitable el hecho de quedarse petrificados por el desdén de Muñeco de Nieve durante horas, a veces incluso días—. En su declaración, Jenkins afirma que su agresor también sirvió la cena aprovechando un descanso entre las diversas agresiones. Y la superviviente número treinta y uno también dice lo mismo.

—¿Estás insinuando que lo que hizo fue racionalizar su operación? —preguntó Simón.

—Tal vez —repuso Charlie—. Piensa en lo que contó Naomi Jenkins. Eso debió de dejarle agotado, ¿no te parece? Un secuestro, seguido de un largo trayecto en coche, varias violaciones, servir una cena elegante a más de diez invitados y luego otro largo viaje de regreso.

—Es posible que nuestro hombre se trasladara a West Yorkshire entre la violación de Jenkins y la de Kelvey —dijo Kombothekra—. Eso explicaría el cambio de sitio.

—O quizás siempre haya vivido en West Yorkshire, teniendo en cuenta que Jenkins dijo que su trayecto fue mucho más largo —apuntó Sellers.

—Puede que fuera una pista falsa y algo que convirtiera la «actuación» de ese tío en algo demasiado agotador para seguir haciéndolo —dijo Charlie—. Quizás vivía en Spilling y así fue como conoció a Jenkins, o supo de su existencia y estuvo dando vueltas en círculo para que ella pensara que la había llevado al otro extremo del país.

—Esa es una especulación absurda —murmuró Proust, irritado.

—Puede que tenga un trabajo que le deje tiempo para secuestrar a sus víctimas —sugirió Gibbs.

—Hay algo sobre lo que todavía no hemos hablado —dijo Charlie.

—Eso me parece poco probable —rezongó Proust.

Charlie le ignoró.

—Todas las mujeres afirmaron que su secuestrador conocía sus nombres y muchos detalles sobre ellas. Pero ¿cómo lo sabía? Debemos averiguar si tienen algo en común más allá de lo que es obvio: son mujeres de clase media que han tenido éxito en su trabajo. Naomi Jenkins diseña relojes de sol; Sandy Freeguard es escritora…, escribe libros para niños, y Prue Kelvey es una abogada especializada en inmigración.

—Era —la corrigió Sam Kombothekra—. No ha vuelto a trabajar desde la agresión.

—No podemos estar seguros en el caso de la superviviente número treinta y uno —continuó Charlie—, pero escribe como alguien que hubiera recibido una buena educación.

—Jenkins, Kelvey y Freeguard dicen que su violador les preguntó cómo se sentían siendo mujeres que habían tenido éxito en su profesión, por lo que tendremos que asumir que eso es algo que vincula los casos —dijo Kombothekra.

—Pero luego está la historia de la superviviente de la página web de SVIAS, Tanya, de Cardiff —le recordó Simón—. Es camarera y su forma de escribir es muy pobre. No estoy seguro de que su violación forme parte de la misma serie.

—Cronológicamente, fue la primera —dijo Sellers—. ¿Podría ser que se tratara de un ensayo y que luego el violador pensara que aquello era algo increíble, pero que prefería hacerlo con una mujer elegante y con público?

—Posiblemente —repuso Charlie—. Tal vez…

Se interrumpió, pensativa. Proust lanzó un pesado suspiro.

—¿Acaso estamos a punto emprender un viaje a un mundo fantástico?

—Los dos hombres que describió Tanya estaban en el restaurante donde trabajaba, tomándose un curry. Era el único miembro del personal que estaba allí; los hombres estaban borrachos y era tarde. Quizás esa fue la primera agresión, algo espontaneo que surgió de improviso. Uno de los hombres se olvidó de todo, o lo consideró algo ocasional, pero el otro le cogió gusto…

—Ya basta, inspectora. Parece que estés intentando venderle un guión a Steven Spielberg. Y ahora, si esto es todo… —añadió, frotándose las manos.

—El caso de Tanya, de Cardiff, por la razón que sea, es raro —dijo Charlie—. Vamos a seguir la pista de las mujeres que han triunfado en su profesión. Gibbs, echa un vistazo a las asociaciones de mujeres trabajadoras o algo parecido.

—Ayer escuché algo en Radio 4 —dijo Simón—. Algo sobre una organización que agrupaba a la gente que trabajaba por su cuenta. Tanto Jenkins como Freeguard son autónomas. Puede que el violador también lo sea.

—Kelvin no lo es. No lo era —dijo Gibbs.

—¿Sabemos algo de Yvon Cotchin? —le preguntó Charlie.

—Me pondré con ello —dijo Gibbs, con expresión asqueada—. Pero no vamos a sacarle nada. Nos dirá exactamente lo que Jenkins le ha dicho que nos diga.

Charlie le miró fijamente.

—Ya deberías haber hablado con ella. Te lo dije, y te lo repito otra vez. Sellers, busca algo relacionado con la venta en Internet de entradas para asistir a violaciones en directo, espectáculos de sexo en vivo, esas cosas. Y habla con SVIAS y con los de «Habla y Sobrevive» para ver si tienen alguna forma de contactar con Tanya, de Cardiff, y con la superviviente número treinta y uno. Puede que su dirección esté oculta, pero eso no significa que no tengan su nombre y sus señas.

Sellers se levantó, dispuesto a ponerse a trabajar.

—Simón, tú céntrate en el tema del teatro. ¿Se me ha escapado algo?

—Creo que sí. —Sam Kombothekra parecía avergonzado—. El antifaz. A las tres mujeres las llevaron de vuelta al lugar donde el agresor las había abordado. Y las tres seguían llevando el antifaz cuando se fue. ¿Es posible que ese tipo trabaje para una compañía aérea? Supuestamente, un piloto o un auxiliar de vuelo tendrían fácil acceso a todos los antifaces que quisieran.

—Bien pensado —dijo Charlie diplomáticamente—. Aunque bueno, es fácil comprar un antifaz en cualquier sucursal de Boots.

—Ah. —Kombothekra se ruborizó—. Nunca he ido a Boots —masculló, y Charlie deseó haber mantenido la boca cerrada. Vio que Proust miraba hacia su despacho por el rabillo del ojo—. Señor, necesito hablar un momento con usted —dijo Charlie, conteniendo la respiración. El inspector jefe odiaba que las cosas se sucedieran sin solución de continuidad.

—¿Hablar? Espero que sea breve. Me voy a preparar una taza de té, si me lo permiten —gruñó Muñeco de Nieve—. De acuerdo, inspectora, de acuerdo. Estaré en mi despacho. Venga de inmediato.

—¡Caray! ¿Siempre es así? —preguntó Sam Kombothekra después de que Proust hubo cerrado de golpe la puerta de cristal. La sala se estremeció.

—Sí —dijo Charlie, con una sonrisa.

Kombothekra nunca habría adivinado que Charlie hablaba en broma.

—Rotundamente no. Si esa absurda idea fuera tuya, puede que tratara de quitártela de la cabeza, pero esta absurda idea es de otra persona y normalmente sueles ser buena echando por tierra esa clase de cosas.

Proust dejó de sorber su té. Siempre sorbía ruidosamente, incluso cuando bebía té con leche y mucho azúcar. Charlie pensó que era un desastre tomando té.

—Estoy de acuerdo con usted, señor —dijo Charlie—. Solo quería comprobar que no estaba siendo demasiado estricta. Juliet Haworth me dijo sin ambages que si la dejábamos hablar con Naomi Jenkins a solas nos contaría la verdad. No quería descartar esa posibilidad sin consultarlo antes con usted.

Proust movió la mano, desdeñoso.

—Ella no nos diría nada, aun cuando aceptáramos su petición. Lo único que quiere es torturar a Jenkins. Alguna de las dos acabaría muerta o en el hospital, haciendo compañía a Robert Haworth. Ya tenemos bastante lío por ahora.

—Sí, así es —dijo Charlie—. ¿Y qué me dice de una conversación entre Juliet Haworth y Jenkins estando yo presente? Podría intervenir si viera que las cosas se pusieran feas. Si Juliet Haworth estuviera de acuerdo con eso…

—¿Y por qué iba a estar de acuerdo? Ella ya lo especificó: a solas con Jenkins. ¿Y por qué iba a aceptar Jenkins?

—Ya ha aceptado. Con una condición.

Proust se levantó, sacudiendo nerviosamente la cabeza.

—¡Todo el mundo pone condiciones! Juliet Haworth ha puesto una y Naomi Jenkins otra. Si Robert Haworth sobrevive, seguro que también pondrá condiciones. Inspectora, ¿qué es lo que estás haciendo mal para que todos piensen que pueden imponer sus reglas?

«¿Por qué siempre soy yo quien hace las cosas mal?». Charlie tenía ganas de gritar. Según Proust, según Olivia… Estar mal con su hermana hacía que Charlie se sintiera frágil. Tenía que arreglar las cosas cuanto antes. ¿Por qué había sido tan estúpida? Había oído el nombre de Graham y eso bastó: la coincidencia le hizo perder todo sentido de la proporción. Su novio imaginario se había convertido en realidad. Y había caído en la trampa. Se lo explicaría todo a Olivia. La llamaría por la noche…, no podía aplazarlo más.

Tyrannosaurus Sex. Charlie ahuyentó de su mente el insulto de Olivia y, cansinamente, empezó a defenderse ante Proust.

—Señor, he abordado este caso exactamente igual que…

—¿Sabes lo que me dijo Amanda el otro día?

Charlie suspiró. Amanda era la hija de Muñeco de Nieve. Estudiaba Sociología en la Universidad de Essex. No faltaba mucho Para su cumpleaños; Charlie tomó nota mentalmente para señalarlo más tarde con un círculo en el calendario que Proust tenía sobre su escritorio.

—Pues resulta que doce estudiantes de su curso, ¡doce!, compartían una misma circunstancia cuando llegó el día del examen. Todos afirmaron ser disléxicos o… ¿cómo se llama esa otra cosa?

—Naomi Jenkins hablará con Juliet Haworth si, a cambio, la llevamos a ver a Robert Haworth al hospital. —Al ver la furiosa expresión del inspector jefe, Charlie añadió—: Y no me ha pedido verle a solas. Estaré allí en todo momento, vigilándola.

—¡No seas absurda, inspectora! —bramó Proust—. Es sospechosa de intento de asesinato. ¿Cómo sonaría eso si la prensa llegara a enterarse? ¡El fin de semana todos estaríamos trabajando como reponedores en un supermercado!

—Estaría de acuerdo con usted si Haworth estuviera consciente, señor, pero mientras no lo esté, mientras no sepamos seguro que va a vivir…

—¡No, inspectora! ¡No!

—Señor, ¡tendría que ser más flexible!

Proust juntó las cejas. Se hizo un largo silencio.

—¿De veras? —dijo él, finalmente.

—Creo que sí. Lo que está ocurriendo es alarmante, y el factor crucial, la clave de todo, está en las relaciones personales. En la relación entre Haworth y Jenkins, entre Haworth y su mujer, y entre Juliet y Jenkins. Si quieren hablar, sea en las circunstancias que sea, deberíamos aprovechar esa oportunidad. Si nosotros estamos presentes, habrá más pros que contras, señor. Podríamos conseguir una información de vital importancia viendo cómo se comporta Jenkins junto a la cama de Haworth…

—¿Te refieres a cuando la veas sacar una enorme piedra de su bolsillo?

—… y de cómo reaccionan Juliet Haworth y Jenkins.

—Ya te he dado mi respuesta, inspectora.

—Si sirve de algo, Simón está de acuerdo conmigo. Cree que de heríamos decirles que sí a ambas con la debida supervisión.

—Sí sirve de algo —repuso Proust—. Eso refuerza mi oposición a todo cuanto me propones. ¡Waterhouse!

«Ese réprobo inútil no», daba a entender su tono. Simón había cerrado más casos que cualquier otro agente bajo la supervisión de Proust, incluida Charlie.

—Hablando de otra cosa…

—¿Señor?

—¿Qué le pasa a Gibbs?

—No lo sé.

Ni le importaba.

—Bueno, pues descúbrelo, sea lo que sea, y arréglalo. Estoy harto de verle merodeando frente a mi despacho como un fantasma. ¿Te ha contado Sellers su idea?

—¿La idea de Gibbs?

—Obviamente no. La idea de Sellers de comprarle a Gibbs un reloj de sol como regalo de boda.

Charlie no pudo evitar sonreír.

—No, nadie me lo ha comentado.

—Sellers ha pensado en un reloj de sol con una fecha, la de la boda de Gibbs, pero no me convence. Es demasiado confuso. No puede haber una línea que indique una sola fecha, inspectora. Lo he leído. Cualquier línea indicaría dos días, porque cada fecha tiene su doble, ya sabes. Hay otro día, a lo largo del año, en que la inclinación del sol será la misma que la de la fecha de la boda de Gibbs. Así pues, el gismo, lo que llaman nodo, también proyectaría su sombra en la línea de la fecha ese otro día. —Proust negó con la cabeza—. No me gusta. Es demasiado confuso, demasiado aleatorio.

Charlie no entendía exactamente de qué estaba hablando.

—Pero la idea de Sellers hizo que se me ocurriera otra a mí. ¿Qué tal un reloj de sol para nuestra humilde morada, en la pared de la parte de atrás, donde solía estar el viejo reloj? Nunca se sustituyó ese reloj…, solo hay un enorme espacio vacío. ¿Cuánto te parece que puede costar un reloj de sol?

—No lo sé, señor. —Charlie se imaginó a Proust sometiendo propuesta al superintendente Barrow y casi estuvo a punto soltar una carcajada—. Si quiere puedo preguntárselo a Naomi Jenkins.

El inspector jefe chasqueó la lengua.

—Evidentemente, no podríamos encargárselo a ella. Y antes tengo que conseguir la aprobación de las altas instancias. Pero no puede ser muy caro, ¿verdad? ¿Cuánto crees? ¿Unas quinientas libras por uno que sea bien grande?

—De verdad que no tengo ni idea, señor.

Proust cogió un enorme libro de tapas negras que estaba encima de la mesa y empezó a hojearlo.

—Waterhouse fue muy amable al traerme esto. Hay un capítulo sobre relojes de sol de pared…, ¿dónde está? También hay relojes que se pueden fijar en una pared sin necesidad de instalación.

—Señor, ¿quiere que lo averigüe? Los precios, el tiempo que tardaría, todo eso. Usted está ocupado.

Charlie sabía que eso era lo que quería oír.

—Excelente, inspectora. Eso es muy considerado de tu parte.

Proust sonrió y Charlie descubrió, para su vergüenza, que se sentía invadida por una inesperada racha de elogios. ¿Era algo propio de la naturaleza humana ansiar la aprobación de las criaturas más despreciables que uno conocía? Se volvió para salir.

—¿Inspectora?

—¿Mm?

—Tú me entiendes, ¿verdad? No podemos dejar que Juliet Haworth y Naomi Jenkins mantengan una conversación privada sin presencia policial. Y, del mismo modo, no podemos permitir que Jenkins esté a solas con Haworth en la habitación de un hospital. Es demasiado arriesgado.

—Si usted lo dice, señor —dijo Charlie, indecisa.

—Dígales a Naomi Jenkins y a Juliet Haworth que aquí somos nosotros quienes ponemos las condiciones. ¡Somos nosotros quienes dirigimos el espectáculo, no ellas! Si esos dos… encuentros llegaran a producirse, deberá ser con la presencia de agentes en ambos casos. Y no solo de agentes… Quiero que tú estés allí, inspectora. Me da igual el trabajo que tengas y tu nivel de estrés —dijo, remarcando las palabras—. Eso no es algo que pueda delegarse.

Charlie fingió una expresión apesadumbrada, pero por dentro saltaba de júbilo.

—Si insiste, señor… —dijo.