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6/4/06

A Simón no le gustaba la forma en que lo miraba Juliet Haworth. Era como si estuviera esperando que hiciera algo, y, cuanto más tardaba en hacerlo, más divertido le parecía a ella. Era Colin Sellers quien hacía las preguntas, pero ella lo ignoraba. Dirigía todas sus respuestas y sus incisos —que eran muchos— a Simón, aunque él no conseguía adivinar por qué. ¿Era porque lo había conocido primero?

—No es normal que alguien que se encuentra en su situación no quiera un abogado —dijo Sellers tranquilamente.

—¿Este interrogatorio va a ser idéntico al último? —preguntó Juliet—. ¡Qué aburrimiento!

Mientras hablaba, tenía las manos detrás de la cabeza, y se revolvía el pelo con ellas.

—¿Se aburrió de su marido? ¿Fue por eso por lo que le golpeó repetidas veces con una piedra?

—Robert no habla lo bastante como para aburrir a alguien. Es callado, pero no tiene nada de aburrido. Es muy profundo. Sé que suena cursi.

El tono de voz de Juliet era el de alguien locuaz y conspirador. Sonaba como el miembro de un grupo que halagara a otro que también formara parte de él. Simón pensó en esos programas de 100 Greatest de Channel 4 en los que aparecían famosos que siempre se deshacían mutuamente en elogios.

—Puede que el comportamiento de Robert sea previsible, pero sus ideas no lo son. Estoy segura de que Naomi ya les ha contado todo esto. Y también estoy segura de que ella está siendo de mucho más ayuda que yo. Mire. —Juliet se dio la vuelta para enseñarle a Simón que llevaba el pelo recogido en una trenza perfectamente entretejida—. Una trenza perfecta; me la hice sin espejos y sin nada. Impresionante, ¿verdad?

—¿Se ha comportado su marido de forma violenta con usted en alguna ocasión?

Juliet le frunció el ceño a Sellers, como si le hubiera irritado su intromisión.

—¿Podría conseguirme un coletero? —dijo, señalándose la nuca—. Si no volverá a soltarse.

—¿Solía ser violento?

Juliet se echó a reír.

—¿Acaso le parezco una víctima? Hace un minuto pensaba que le había machacado la cabeza a Robert con una piedra. Aclárese.

—Dígame, Juliet, ¿había abusado su marido de usted física o psicológicamente?

—¿Sabe una cosa? Creo que haré que su trabajo sea más excitante si no le cuento nada. —Señaló con la cabeza el expediente que Simón tenía en las manos—. ¿Tiene una hoja de papel? —preguntó, en voz más baja.

Hacía todo lo posible por dejar claras sus preferencias. Si lo que ella quería era que Simón jugara un papel más importante, él estaba dispuesto a hacer lo menos posible para que lo consiguiera. A Juliet parecía importarle un bledo lo que pudiera ocurrirle; por el momento, el único punto de apoyo que tenía Simón era el hecho de que ella parecía querer algo de él.

Sellers sacó un sobre arrugado de su bolsillo y lo deslizó por encima de la mesa hasta Juliet acompañándolo de un bolígrafo.

Ella se inclinó hacia delante, escribió durante unos segundos y luego, sonriendo, empujó el sobre hasta Simón. Él no hizo nada. Sellers cogió el sobre y lo examinó brevemente antes de tendérselo a Simón. Maldita sea. Ahora no tenía elección. Juliet ensanchó su sonrisa. A Simón no le gustaba la manera en que trataba de comunicarse con él en privado, excluyendo a Sellers. Consideró la posibilidad de abandonar la sala, y dejarle todo aquello a Sellers. ¿Cómo reaccionaría ella ante eso?

Juliet había escrito cuatro líneas en el sobre, un poema o una parte de él:

La incertidumbre humana es lo único

que hace que la razón sea fuerte.

Hasta que tropezamos, nunca sabemos

que cada palabra que decimos es una falsedad.

—¿Qué es esto? —preguntó Simón, irritado por no saber de qué se trataba. No podía habérselo inventado, al menos en tan poco tiempo.

—Mi pensamiento del día.

—Hábleme de las relaciones sexuales con su marido —dijo Sellers.

—Creo que no voy a hacerlo. —Juliet soltó una risita—. Hábleme de las suyas con su mujer. Veo que lleva un anillo de casado. Los hombres no suelen llevarlo, ¿verdad? —le preguntó a Simón—. A veces es difícil recordar que las cosas eran diferentes de como son ahora, ¿no cree? El pasado se esfuma y es como si el estado actual de las cosas siempre hubiera sido el mismo; hay que hacer un verdadero esfuerzo para recordar cómo solía ser antes.

—¿Diría que sus relaciones sexuales eran normales? —insistió Sellers—. ¿Siguen durmiendo juntos?

—De momento Robert está durmiendo en el hospital. Según el subinspector Waterhouse, puede que nunca se despierte.

Su tono de voz daba a entender que tal vez Simón hubiera mentido acerca de eso simplemente por ser malicioso.

—Antes de que fuera atacado, ¿diría que usted y su marido tenían unas relaciones sexuales normales?

Sellers parecía mucho más tranquilo que Simón.

—No pienso decir nada sobre eso; no, creo que no —repuso Juliet.

—Si estuviera en presencia de un abogado, o si dejara que j proporcionáramos uno, le aconsejaría que si no quiere responde a una pregunta dijera «sin comentarios».

—Si hubiera querido decir «sin comentarios», lo habría hecho. Mi comentario es que prefiero no responder a esa pregunta. Como Bartleby.

—¿Quién?

—Es un personaje de ficción —murmuró Simón—. Bartleby, el escriba. Cuando le pedían que hiciera algo, decía: «Preferiría no hacerlo».

—Salvo que fuera interrogado por la policía —dijo Juliet—. Él solo trabajaba en una oficina. O mejor dicho, no trabajaba. Un poco como yo. Supongo que sabrá que no tengo trabajo ni una carrera. Y no tengo hijos. Solo tengo a Robert. Y ahora puede que ni siquiera le tenga a él.

Juliet mostró el labio inferior, parodiando una expresión de tristeza.

—¿La ha violado alguna vez su marido?

Juliet pareció sorprendida, puede que incluso un poco enojada. Luego se echó a reír.

—¿Cómo?

—Ya ha escuchado la pregunta.

—¿Ha oído hablar de la navaja de Occam? ¿La explicación más sencilla y todo eso? ¡Tendrían que escucharse! ¿Que si Robert me ha violado alguna vez? ¿Que si se ha comportado de forma violenta en alguna ocasión? ¿Que si ha abusado psicológicamente de mí? El pobre está en el hospital, con una herida que podría ser mortal, y ustedes… —De pronto se interrumpió.

—¿Qué?

Sus ojos, astutos y cómplices, habían perdido su agudeza. Parecía distraída cuando dijo:

—Hasta hace muy poco tiempo era legal que un hombre violara a su mujer. Imagínense eso ahora; parece algo imposible. Me acuerdo de que una vez, siendo una niña, salí a pasear por la ciudad con mi madre y mi padre y vimos un cartel que decía: «La violación en el matrimonio… Consigamos que sea un delito». Tuve que preguntarles a mis padres qué significaba eso.

Hablaba de forma automática y no sobre lo que realmente estaba pensando.

—Juliet, si no intentó matar a Robert, ¿por qué no nos dice quién lo hizo? —preguntó Sellers.

Su expresión se aclaró de inmediato. Había recuperado la concentración, pero Simón captó un cambio de humor. La falta de seriedad se había esfumado.

—¿Le ha contado Naomi que Robert la violó?

Simón abrió la boca para contestar, pero no fue lo bastante rápido. Juliet abrió unos ojos como platos.

—Lo ha hecho, ¿verdad? ¡Esa mujer es increíble!

—¿Quiere decir que está mintiendo? —dijo Sellers.

—Sí, está mintiendo. —Por primera vez desde que había empezado el interrogatorio, Juliet parecía hablar totalmente en serio—. ¿Qué dijo exactamente que le había hecho?

—Responderé a sus preguntas cuando usted responda a las mías —dijo Sellers—. Me parece lo justo.

—Aquí no hay equidad que valga —dijo Juliet, desdeñosa—. Déjeme adivinar. Les contó que había unos hombres mirando mientras cenaban. ¿La violó Robert en un escenario? ¿La ataron a una cama? ¿Por casualidad los postes de la cama no tendrían unas bellotas esculpidas?

Simón reaccionó y se puso en pie.

—¿Cómo coño sabe todo eso?

—Quiero hablar con Naomi —dijo Juliet.

Estaba sonriendo de nuevo.

—Usted nos mintió sobre el paradero de su marido. Se pasó seis días en su casa mientras él estaba arriba, con una herida casi mortal tumbado sobre su propia mugre, y no llamó a una ambulancia. Sus huellas digitales están en esa piedra, en la sangre de Robert. Tenemos suficientes pruebas para condenarla. Nos da igual lo que nos cuente o lo que no.

El rostro de Juliet estaba impasible. No habría habido ninguna diferencia si Simón le hubiera leído la lista de la compra.

—Quiero hablar con Naomi —repitió Juliet—. En privado. A solas en plan íntimo.

—Lo veo difícil.

—Debería saber que eso es imposible, de modo que, ¿por qué se molesta en preguntar? —dijo Sellers.

—¿Quiere saber lo que le pasó a Robert?

—Sé que intentó matarlo, y eso es cuanto necesito saber —dijo Simón—. Vamos a acusarla de intento de asesinato, Juliet. ¿Está segura de que no quiere un abogado?

—¿Por qué iba a intentar matar a mi marido?

—Aunque no haya un motivo, conseguiremos una condena; eso es lo único que nos importa.

—Puede que eso sea verdad para su amigo —dijo Juliet, señalando a Sellers con la cabeza—, pero no creo que lo sea para usted. Usted quiere saber. Y su superior también. ¿Cómo se llama? La inspectora Zailer. Es una mujer, y a las mujeres les gusta saber toda la verdad. Y, bueno, yo soy la única que la conoce. —Su voz sonó inequívocamente orgullosa—. Dígale a su superior de mi parte que si no me deja hablar con esa zorra de Naomi Jenkins seré la única que sabrá la verdad. De usted depende.

—No podemos permitirlo —le dijo Simón a Sellers mientras volvían a la sala del DIC— Charlie dirá que no puede ser, y es lógico. ¿Jenkins y Juliet Haworth a solas en una sala de interrogatorio? Tendríamos que enfrentarnos a otro intento de asesinato. Cuando menos, Haworth se burlaría de Jenkins con los detalles de su violación. Imagínate los titulares: «La policía permite que una asesina humille a una víctima de violación».

Sellers no estaba prestando atención.

—¿Por qué Juliet Haworth cree que no me importa saber la verdad? ¡Zorra engreída! ¿Por qué debería importarte más a ti que a mí?

—Yo no me preocuparía por eso.

—¿Cree que soy un lerdo o algo por el estilo? ¿Que no tengo imaginación? Vaya ironía. Debería oír la historia que le he contado a Stace para justificar la semana que voy a pasar con Suki. ¿Sabes que incluso redacté un programa de actividades de la concentración de nuestro equipo en un impreso con membrete de la policía?

—No quiero saberlo —dijo Simón—. No voy a mentirle a Stacey si me la encuentro cuando estés fuera y me pregunta por qué no estoy contigo…, sea donde sea que se suponga que hayas ido.

Sellers se echó a reír.

—Ahora dices eso, tío, pero sé que llegado el caso mentirías por mí. ¡Dejémonos de chorradas!

Simón estaba ansioso por dejar el tema. Ya lo habían discutido antes, demasiado a menudo. Sellers siempre se ponía de buen humor cuando lo criticaban, lo cual irritaba a Simón casi tanto como ver que él trataba sus escrúpulos como si fueran una especie de pose. Sellers no tenía imaginación, al menos en ese aspecto: era incapaz de concebir que alguien desaprobara sinceramente su infidelidad. ¿Por qué querría alguien frustrar sus ganas de divertirse cuando no suponía ningún sacrificio y nadie salía herido? Simón pensó que era demasiado optimista. La diversión era algo momentáneo, pero Sellers no era capaz de ver que podía convertirse en otra cosa, como en perder a su mujer y a sus hijos si Stacey Sellers llegaba a enterarse. Simón pensó que hasta que alguien no había sufrido de verdad no era capaz de saber hasta dónde podía llegar el dolor.

—Se me ha ocurrido algo como regalo de boda para Gibbs —dijo Sellers—. Sé que todavía falta un poco, pero preferiría quitarme el tema de encima lo antes posible. Tengo cosas más importantes en las que pensar. —Sellers hizo un gesto lascivo—. Preparar las vacaciones…, lubricantes…, polvos…

—Separaciones matrimoniales —murmuró Simón, pensando en el poema que Juliet Haworth había escrito en el sobre. No era la típica esposa de un camionero, de la misma forma que Naomi Jenkins tampoco era la amante habitual de un camionero. Ambas debían de tener más cosas en común entre ellas que con él, pensó Simón. Era difícil saber si estaba en lo cierto, teniendo en cuenta que Haworth aún hablaba menos que esas dos mujeres—. ¿De qué se trata?

—Un reloj de sol.

Simón se echó a reír en su cara.

—¿Para Gibbs? ¿Y no preferiría una lata de Special Brew? ¿O un vídeo porno?

—¿Sabes que Muñeco de Nieve tiene un libro sobre relojes de sol?

—Sí. ¿Y sabes quién le compró ese libro y aún no ha recuperado lo que le costó?

—Le he echado un vistazo. Puedes ponerle algo llamado nodo.

—¿Te refieres a un gnomon?

—No, eso lo tienen todos los relojes de sol. Normalmente, un nodo suele ser una bola, aunque no necesariamente. Se coloca sobre el gnomon, y todos los años su sombra señala una fecha en particular…, la boda de Gibbs y Debbie, por ejemplo. La línea que señala esa fecha se cruza con las líneas de abajo, las que marcan las horas y las medias horas. Y en esa fecha, todos los años, la sombra del nodo sigue el recorrido de toda la línea. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Los detalles son irrelevantes —dijo Simón—. No creo que sea una buena idea. Gibbs nunca querría un reloj de sol; se quedaría muy decepcionado.

—Puede que Debbie sí quiera uno. —Sellers parecía dolido—. Los relojes de sol son bonitos. A mí me gustaría tener uno. Y Proust también lo dijo.

—Debbie quiere casarse con Gibbs, por lo que debemos suponer que tiene tan mal gusto como él.

—¡De acuerdo, aguafiestas! Solo quería zanjar el tema, eso es todo. Cuando vuelva de mi semana con Suki solo faltarán un par de días para la boda. Tendréis un montón de problemas para resolver el asunto si lo dejáis para el último momento. ¡Dios, hablar sobre ello me ha desanimado! Ya sé que Gibbs no es precisamente…

—Precisamente.

—Olvídalo —dijo Sellers cansinamente.

—¿Cómo crees que ha ido la cosa? —le preguntó Simón—. ¿Robert Haworth violó a Naomi Jenkins y se lo contó a su mujer? ¿O a Jenkins la violó otro, se lo contó a su amante y luego este reveló su secreto y se lo dijo a su mujer?

—Y quién cono lo sabe —dijo Sellers—. En ambos casos estás dando por sentado que Haworth le contó lo de la violación a su mujer. Quizás fue Naomi Jenkins quien se lo dijo. No puedo dejar de pensar que ambas están compinchadas para despistarnos. Son dos arpías resabidas y sabemos que están mintiendo. ¿Y si no fueran las enemigas y rivales que pretenden ser?

—¿Y si no tenemos nada? —dijo Simón, desalentado—. Con Haworth aún inconsciente y esas dos mujeres tomándonos el pelo no vamos a ninguna parte, ¿no es así?

—Yo no diría eso —dijo Charlie, acercándose hacia ellos por el pasillo.

Simón y Sellers se volvieron. Charlie tenía mala cara. No parecía estar contenta, como solía estar cuando hacían progresos.

—Simón, necesito una muestra de ADN de Haworth lo antes posible. Y no una de las que los forenses consiguieron en su casa, antes de que me digas que ya la tenemos. Quiero que le saquen otra muestra. No voy a correr ningún riesgo.

Charlie siguió andando mientras hablaba; Simón oyó a Sellers ladeando detrás de él mientras trataban de seguir su paso.

—Sellers, consígueme información sobre Haworth, su esposa Y Naomi Jenkins. ¿Dónde está Gibbs?

—No estoy seguro —dijo Sellers.

—Eso no me vale. Quiero que me traigáis a Yvon Cotchin para interrogarla; es la amiga de Jenkins. Y poned a trabajar a los forenses con el camión de Robert Haworth.

—¿De qué va todo esto? —preguntó Sellers, rojo como un tomate, una vez que se hubo esfumado el repiqueteo de los tacones de aguja de Charlie.

Simón no quería hacer suposiciones ni deseaba especular sobre lo que podía ser tanto un progreso como malas noticias.

—No puedes seguir encubriendo a Gibbs —dijo, cambiando de tema—. ¿Qué le ocurre? ¿Se trata de la boda?

—Estará bien —repuso Sellers, resuelto.

Simón pensó en el reloj de sol que había en la tarjeta de Naomi Jenkins, en su leyenda. No pudo recordarla en latín, pero la tradujo como «Solo cuento las horas de sol». Eso le venía a Sellers como anillo al dedo.