10

Jueves, 6 de abril

Son las dos de la madrugada. Estoy abajo, hecha un ovillo en el sofá, delante de la televisión; me siento pesada y desorientada por culpa del cansancio, pero me da miedo meterme en la cama. Sé que no podría dormir. Cojo el mando a distancia y pulso el botón para quitar el sonido. Podría apagar la televisión, pero soy supersticiosa. Las imágenes que parpadean en la pantalla son un vínculo. Son lo que me impide precipitarme desde lo alto del mundo.

De noche, se manifiesta toda mi cobardía, esa sensación de flaqueza e indefensión que todos los días, durante veinticuatro horas, me esfuerzo por vencer.

La ventana del salón es un enorme cuadrado oscuro en el que se reflejan dos globos de luz dorada; bajo esos dos discos amarillos veo a mi doble, agotada, la imagen de una mujer que está completamente sola. Cuando era pequeña solía creer que si dejabas entrar la oscuridad en una habitación bien iluminada, se volvería oscura, de la misma forma en que por la mañana se iluminaba cuando dejabas entrar la luz. Mi padre me explicaba por qué no era así, pero a mí no me convencía. Normalmente echo las cortinas en cuanto el cielo pasa del color azul al gris.

Esta noche no tiene sentido; la oscuridad ya ha entrado en casa. Se debe a la ausencia de Yvon y al caos que ha provocado la policía, aunque estoy segura de que ellos creen que lo recogieren todo, de la misma forma que Yvon cree que está recogiendo cuando echa sobres rotos, bolsitas de té aplastadas y migas de pan sobre la tapa del cubo de la basura de la cocina.

Ha dejado aquí la mayor parte de sus cosas y me obligo a pensar que es una buena señal. He deseado llamarla durante toda la noche, pero no lo he hecho. Ocultar lo que me ocurrió hace tres años fue fácil. Presentarme en una comisaría y acusar a un hombre inocente de violación fue fácil. Entonces, ¿por qué es tan difícil llamar a mi mejor amiga y decirle que lo siento?

Yvon pensará que me da igual; nunca se le ocurriría imaginar que tal vez esté asustada. De las dos, yo soy la que da miedo. Ella me toma el pelo sobre eso, pero es verdad: cuando quiero, soy capaz de intimidar a la gente. Una mirada fija basta para que Yvon limpie todas las migas de la encimera o para que vuelva a tapar la bandeja de la mantequilla después de usarla. Nunca dejo las herramientas tiradas toda la noche en mi taller; siempre las vuelvo a colocar en su sitio, en la estantería: los mazos al lado del diamante para afilar, que está junto a los formones.

Tú lo entenderías. En el Traveltel, antes de meterte en la cama, dejas tu ropa cuidadosamente colgada en la parte de atrás del sofá. Nunca he visto un calcetín tuyo tirado en el suelo. Cuando se lo conté a Yvon, arrugó la nariz y dijo que le parecías un obseso. Le dije que no se trataba de eso; si pensaba así, estaba en un error. Es algo que haces con calma, aunque también con rapidez. Debes haber practicado mucho, porque siempre haces que parezca algo casual que tu ropa quede exactamente paralela al sofá.

¿Recuerdas que una vez te dije que, en el caso de que Yvon desapareciera, la policía podría hacer una lista de todo lo que había comido recientemente sin ningún problema? Ahora que tú has desaparecido, pensar en eso me pone los pelos de punta. Pero es verdad. Las escamas rosadas y secas pegadas en el fondo de la sartén apuntarían claramente a que había cenado salmón la noche antes. Y una sartén con grasa pegada y restos chamuscados sería la prueba de que había tomado salchichas para almorzar.

Me dijiste que debería insistir en que limpiara. Cuando lo hago, me acusa de ser una tirana: «Te estás convirtiendo en un monstruo», me dice, sacando a regañadientes un envase de leche que lleva tres semanas en la nevera.

Ahora ya estoy muy acostumbrada a ello, habituada a mi actitud de nadie-va-a-librarse-de-nada; no creo que pueda cambiarla. Me he convertido —al principio deliberadamente, aunque muy pronto dejó de suponer un esfuerzo— en alguien que transforma cualquier nadería en un problema. «Déjate llevar», me dice siempre Yvon. Pero, para mí, dejarse llevar significa dirigirme obedientemente, a punta de cuchillo, hacia el coche de un desconocido.

Si no me hubiera convertido en un monstruo es posible que aquel día, en la gasolinera, no hubieras reparado en mí. No sé hasta qué punto oíste o presenciaste la discusión. Nunca he conseguido sacarte ninguna información significativa, como si aquel día también habías ido a comer allí. Quizás estabas en la tienda, al otro lado del pasillo, y solo apareciste al oírme gritar. Me gustaría saberlo, porque me encanta la historia de cómo nos conocimos y quiero saberla al detalle.

Yo iba a visitar a una posible clienta, una anciana que buscaba a alguien que le restaurara un reloj de sol en forma de cubo que tenía en su jardín; me dijo que era del siglo XVIII y que estaba en muy mal estado. Le dije que lo que yo solía hacer básicamente eran encargos originales y que me dedicaba muy poco a la restauración, pero la noté tan abatida que transigí y acepté ir a echarle un vistazo. En cuanto salí me di cuenta de que estaba hambrienta y me detuve en el área de servicio de Rawndesley East.

Nadie en su sano juicio espera comer bien en un área de servicio, y estaba preparada para que el pollo, las patatas y los guisantes estuvieran fríos, grasientos e insípidos. Yo no soy como tú; de vez en cuando no me importa comer algo mediocre. La comida basura puede resultar reconfortante. Pero, en aquella ocasión, lo que me sirvieron en una bandeja era ofensivo. ¿Lo viste? ¿Estabas lo bastante cerca como para echarle un vistazo?

El pollo era de color gris y apestaba como un cubo de basura que nunca hubieran lavado. Su olor me provocó arcadas. Le dije al camarero que aquella comida estaba pasada. El puso los ojos en blanco, como si yo fuera una clienta conflictiva, y me dijo que ni siquiera lo había probado. Si sabía mal, añadió, podía devolverlo y él me serviría otro plato, pero no estaba dispuesto a llevárselo cuando ni siquiera lo había probado. Le dije que quería hablar con el encargado; de mala gana, me dijo que él estaba a cargo de todo, porque su jefe aún no había llegado.

—¿Y cuándo llegará? —le pregunté.

—No volverá antes de dos horas.

—Estupendo. Entonces esperaré. Y cuando llegue su jefe, le diré que le despida.

—Haga lo que quiera.

Aquel hombre se encogió de hombros. Se llamaba Bruce Doherty: lo decía su placa.

—¡Solo tiene que echar un vistazo a este pollo para saber que está malo! ¡Está podrido! Si no me cree, pruébelo.

—No, gracias —dijo, con una sonrisa de suficiencia.

Me tomé aquello como si admitiera que el pollo estaba pasado y que él lo sabía; se estaba regodeando en ello, demostrándome que le daba igual.

—¡Voy a asegurarme de que le despidan, gilipollas! —le grité a la cara—. ¿Y qué va a hacer entonces? ¿Va a trabajar como neurocirujano? ¿O como científico espacial? No, puede que trabaje en algo que encaja más con su talento: ¿limpiar la mierda de los servicios u ofrecer su culo a los hombres de negocios que pasan por aquí?

Él me ignoró. Detrás de mí había gente haciendo cola; se volvió hacia la primera persona que estaba esperando y dijo:

—Siento todo esto. ¿Qué le pongo?

—Mire, estoy muy ocupada —le dije—. Lo único que quiero es un plato que no sea puro veneno.

Una mujer de mediana edad vestida de forma desaliñada que estaba esperando a que la sirvieran me tocó el brazo.

—Allí hay niños —me dijo, señalando una mesa que estaba al otro lado del comedor. Me deshice de su mano.

—Estupendo —dije—. Niños que, si dependiera de usted, de él y de toda la gente que hay aquí, ¡comerían pollo podrido y morirían de disentería!

Después de eso, todos me dejaron en paz. Llamé a la mujer a la que iba a visitar por lo del reloj de sol y le dije que me había entretenido. Entonces me senté a la mesa más próxima a la barra, con mi bandeja de comida nauseabunda frente a mí, esperando a que llegara el encargado. Sentía la rabia hirviendo en mi interior, pero creo que conseguí parecer tranquila. No puedo controlarlo todo, pero sí lograr que ningún desconocido adivine cómo me siento con solo mirarme.

De vez en cuando observaba a Bruce Doherty. No transcurrió mucho tiempo hasta que empezó a sentirse incómodo. No se me pasó por la cabeza la posibilidad de darme por vencida. Estaba decidida a conseguir que se hiciera un poco de justicia. Se me ocurrió que podría destrozar el local. Me pasearía por el comedor arrojando las bandejas de comida de la gente al suelo. Cogería mi plato de bazofia envenenada y se la tiraría a la cara al encargado.

Después de esperar durante casi una hora y media vi que te dirigías hacia mí. Mi rabia había ido en aumento hasta bloquear cualquier idea o sentimiento. Ese fue el motivo por el que de entrada no reparara en tu extraño aspecto. Llevabas tu camisa gris de cuello Mao y unos vaqueros; me sonreías, mientras en una mano se balanceaba una bandeja, como si fueras un camarero. Lo primero que vi fue tu sonrisa. Estaba muerta de hambre y mareada; solo me sostenían mis vengativas fantasías. Me sentía fría y vacía por dentro y tenía un sabor metálico en la boca.

Te acercaste directamente hacia mí, con el brazo que tenías libre en la espalda. Solo te vi bien cuando te sentaste frente a mí. Me di cuenta de que la bandeja que llevabas en la mano no era igual que las que había en la barra, abandonadas en las mesas y en una pila que había delante de la barra donde Doherty seguía sirviendo aquella bazofia letal. Tu bandeja no era de ese plástico que imita a la madera; era de madera de verdad.

En la bandeja había un cuchillo y un tenedor envueltos en una servilleta de tela blanca, una copa vacía y una botella de vino blanco: Pinot Grigio, tu favorito. Eso, al igual que nuestro encuentro en el área de servicio, sentó las bases para una tradición. Nunca hemos compartido una botella de vino que no fuera Pinot Grigio, y quedamos en el Traveltel —aunque tú digas que no es lo bastante romántico y que podríamos encontrar algo mucho más acogedor por el mismo precio— porque el área de servicio de Rawndesley East fue donde nos conocimos. Tienes la mentalidad de un coleccionista compulsivo, ávido por conservarlo todo y no perder nada de lo que tuvo. Tu amor por las tradiciones y los rituales es una de las muchas cosas que me atrajeron de ti: la forma en que aprovechas cualquier cosa buena y agradable que ocurre por casualidad, tratando de convertirla en una costumbre.

Intenté explicarle esto a la policía —que un hombre que insiste en beber el mismo vino, en la misma habitación y el mismo día de la semana no rompería de pronto su sagrada rutina desapareciendo sin avisar—, pero lo único que hicieron fue mirarme con indiferencia.

Cogiste la bandeja que me había servido Doherty, la dejaste en la mesa de al lado y luego colocaste la tuya delante de mí. Junto a la servilleta y los cubiertos había una fuente de porcelana con una tapa plateada en forma de cúpula. La levantaste sin decir nada, sonriendo con orgullo. Yo estaba asombrada y confusa. Como te dije luego, pensé que eras el jefe de Doherty; de alguna forma, te habías enterado de lo ocurrido, quizás a través de otro empleado, y habías venido a enmendarlo.

Sin embargo, no llevabas el uniforme azul y rojo ni una placa con tu nombre. Y aquella no era una forma normal de enmendar las cosas. Aquello era magret de canard aux poires. Me dijiste el nombre del plato cuando volvimos a vernos. A mí me parecieron lonchas de pechuga de pato muy tiernas —doradas por los lados y rosadas por el centro— dispuestas en un pulcro círculo en torno a una pera entera cocida. Olía como si hubiera caído del cielo. Estaba tan hambrienta que estuve a punto de echarme a llorar.

—Se supone que con el pato hay que tomar vino tinto —me dijiste, como quien no quiere la cosa. Esas fueron las primeras palabras que te escuché pronunciar—. Pero pensé que, teniendo en cuenta que es mediodía, sería mejor un vino blanco.

—¿Quién es usted? —pregunté, dispuesta a enfadarme y esperando no tener que hacerlo, porque estaba desesperada por comerme lo que me habías traído. Doherty estaba observando, tan perplejo como yo.

—Me llamo Robert Haworth. La oí mientras le gritaba a ese bruto. —Moviste la cabeza en dirección a la barra—. Es evidente que nunca le servirá un almuerzo que sea comestible, o sea, que pensé que podría hacerlo yo.

—¿Lo conozco? —pregunté, aún perpleja.

—Verá —dijiste—, no podía dejar que se muriera de hambre, ¿verdad?

—¿De dónde ha salido esta comida? —Tenía que haber alguna trampa, pensé—. ¿La ha preparado usted?

Me preguntaba qué clase de hombre escucha a una desconocida quejándose por una mala comida y sale corriendo hacia su casa para prepararle algo mejor.

—No. Es del Bay Tree.

Es el restaurante más caro de Spilling. Mis padres me llevaron en una ocasión y, con el vino incluido, les costó casi cuatrocientas libras.

—¿Y…?

Me quedé mirándote fijamente y esperé, dejando claro que necesitaba más explicaciones. Tú te encogiste de hombros.

—Vi que estaba en apuros y quise ayudarla. Llamé al Bay Tree Y les expliqué la situación. Les encargué este plato. Luego me subí a mi camión y fui a recogerlo. Soy camionero.

Pensé que querías algo de mí. No sabía qué era, pero estaba a la expectativa. No pensaba probar ni un bocado, a pesar de que me dolía el estómago y se me hacía la boca agua, hasta saber cuáles eran tus intenciones.

De pronto, apareció Doherty. En su camisa lucía una enorme mancha de grasa que tenía más o menos la forma de Portugal.

—Me temo que no puede…

—Deje que la señora se coma en paz su almuerzo —le dijiste—. No está permitido traer comida…

—Y a usted no le está permitido vender comida que no es comestible —le interrumpiste.

Tu tono de voz fue tranquilo y educado en todo momento, pero yo no soy tonta, y Doherty tampoco lo era. Ambos sabíamos que ibas a hacer algo. Sin dar crédito, vi que cogías la bandeja con el pollo, las patatas y los guisantes; luego, abriste el cuello de la camisa de Doherty y le echaste la comida dentro. Doherty lanzó un exclamación, indignado, algo parecido a un gemido o un gruñido, y bajó la vista para mirarse. Luego se alejó trastabillando por el comedor, derramando los guisantes que salían de su uniforme. Algunos cayeron al suelo mientras se alejaba y algunos se pegaron a las suelas de sus zapatos. Nunca olvidaré esa imagen mientras viva.

—Lo siento —dijiste, cuando se hubo ido. Me dio la impresión de que habías perdido algo de seguridad en ti mismo. Hablabas de forma más atropellada y parecías haberte encogido ligeramente—. Mire, solo pretendía ayudar —murmuraste. Parecías avergonzado, como si hubieras decidido que servirme un apetitoso plato de un excelente restaurante hubiera sido una estupidez—. Hay demasiada gente que solo se queda mirando y no hace nada para ayudar a alguien que está en apuros —dijiste.

Aquellas palabras lo cambiaron todo.

—Lo sé —dije enérgicamente, pensando en los hombres vestidos de etiqueta que habían aplaudido a mi violador dos años atrás—. Le agradezco su ayuda. Y esto —añadí, señalando el pato— tiene un aspecto exquisito.

Tú sonreíste, más tranquilo.

—Entonces, al ataque —dijiste—. Espero que le guste.

Te volviste para irte y yo me quedé nuevamente sorprendida. Había dado por sentado que al menos te quedarías y hablaríamos mientras comía. Pero me habías dicho que eras camionero. Tendrías que entregar algo urgente, respetar un horario. No podías permitirte perder todo el día sin hacer nada en un área de servicio. Ya habías hecho bastante por mí.

En ese instante supe que no podía dejar que te fueras. Aquel era un momento crucial en mi vida. Iba a convertirlo en un momento crucial. En vez de perder todas mis energías reaccionando ante las cosas malas que me habían pasado, iría detrás de una buena.

Desapareciste por la doble puerta acristalada que había frente a la gasolinera y ya no podía verte. Aquello me asustó y me hizo entrar en acción. Dejé la comida allí y salí afuera a toda velocidad. Estabas en el aparcamiento, a punto de subir a tu camión.

—¡Espere! —grité, sin que me importara mi indecoroso aspecto, corriendo salvajemente hacia ti.

—¿Hay algún problema?

Parecías preocupado. Yo estaba sin aliento.

—¿No piensa devolver… la bandeja y la fuente al Bay Tree? —dije.

Fue patético, lo sé, pero en ese momento me pareció una excusa razonable. Tú sonreíste.

—No había pensado en eso. Probablemente debería hacerlo, sí.

—Bueno…, entonces, ¿por qué no vuelve a entrar? —dije, flirteando descaradamente.

—Supongo que podría hacerlo —dijiste, frunciendo el ceño—. Pero… la verdad es que debería ponerme en marcha.

No iba a permitir que te fueras. Cuando menos me lo esperaba, había ocurrido algo excitante, y estaba decidida a no dejarlo escapar.

—¿Habría hecho lo que hizo…, traer esa comida y el vino…, por cualquiera? —pregunté.

—¿Se refiere a cualquiera a quien le hubieran servido un plato de pollo podrido?

Me eché a reír.

—Sí.

—Seguramente no —admitiste, desviando la mirada como un tímido colegial.

Aquel fue el momento más feliz de mi vida. Entonces supe que yo era alguien especial para ti. Hiciste algo que nadie habría hecho por mí y aquello me hizo sentir libre. Me hizo sentir que podría ser tan loca como tú, que podría hacer cualquier cosa. No había límites ni reglas. Vi tu anillo de casado, pero no le presté ninguna atención. Estabas casado. ¿Y qué? «Mala suerte, señora de Robert Haworth —pensé—: voy a quitarle a su marido». Estaba siendo totalmente despiadada.

Durante dos años no había pensando en la posibilidad de acostarme con un hombre. La idea del sexo me repugnaba. Pero ya no. Quería quitarme la ropa allí mismo, en el aparcamiento, y ordenarte que me hicieras el amor. Tenía que ocurrir; tenía que conseguir que fueras mío. Conocerte me permitió olvidarme de mi historia al instante. Tú no sabías nada sobre mí, salvo que era una mujer atractiva y con carácter. Aquel magret de canard aux poires podría haber sido perfectamente un zapato de cristal que me hubiera entregado un príncipe. Ahora todo era distinto, me habían salvado y rescatado. Mi vida había dejado de ser una pesadilla para convertirse, en cuestión de unos minutos, en un cuento de hadas.

Una hora más tarde pedíamos la habitación once en el Traveltel por primera vez.

Suena el timbre de la puerta. Corro hacia la entrada, pensando que se trata de Yvon.

Pero no es ella. Es el subinspector Sellers, que ya estuvo aquí por la mañana.

—Tenía las cortinas abiertas —dice—. Vi que aún seguía levantada.

—¿Pasaba por casualidad por delante de mi casa a las dos de la madrugada?

Me mira como si fuera una pregunta estúpida.

—No exactamente.

Espero que siga hablando. Me da tanto miedo enterarme de que me has dejado a posta como de que te ha ocurrido algo terrible.

—¿Se encuentra bien? —me pregunta Sellers.

—No.

—¿Puedo pasar un minuto?

—¿Acaso puedo impedírselo?

Me sigue a través del salón y se sienta en una punta del sofá, posando su prominente barriga sobre sus muslos. Yo me quedo de pie junto a la ventana.

—¿Está esperando que le ofrezca algo de beber? ¿Un Ovaltine?

No puedo dejar de actuar. Es algo compulsivo. Escribo los diálogos mentalmente y los suelto con voz quebradiza.

—El lunes le dijo al subinspector Waterhouse y a la inspectora Zailer que si se presentaban en casa de Robert Haworth encontrarían algo.

—¿Qué han encontrado? —le espeto—. ¿Han encontrado a Robert? ¿Está bien?

—El martes le contó al subinspector Waterhouse que Robert Haworth la había violado. ¿Ahora le preocupa cómo está?

—¿Está bien? ¡Contésteme, cabrón!

Empiezo a sollozar; estoy demasiado exhausta para controlarme.

—¿Qué creía que iban a encontrar en casa del señor Haworth? —pregunta Sellers—. ¿Cómo podía estar tan segura de ello?

—¡Se lo dije! Se lo dije a Waterhouse y a Zailer: vi algo en el salón de Robert, a través de la ventana. Y me dio un ataque de pánico. Pensé que iba a morirme.

—¿Qué fue lo que vio?

—No lo sé. —Sigue habiendo un vacío enorme en mi recuerdo de aquella horrible tarde, pero estoy segura de que vi algo. Estoy más segura de eso que de cualquier otra cosa. Espero hasta estar lo bastante tranquila como para hablar—. Debe conocer esa sensación. Es como cuando ves a un actor por televisión y sabes que su nombre está escondido en algún lugar de tu cabeza, aunque tu memoria es incapaz de recordarlo.

Estoy tan exhausta que apenas puedo ver bien. El subinspector Sellers es una mancha borrosa.

—¿Dónde estuvo la noche del miércoles al jueves? —me pregunta—. ¿Puede decirme, minuto a minuto, lo que hizo durante ese período de tiempo?

—No sé por qué debería hacerlo. ¿Robert está bien? ¡Dígamelo!

Siempre merece la pena luchar, aunque el precio que haya que pagar sea muy alto. Esta forma de ver las cosas ya no está de moda. Día tras día, el mundo se sume en una lánguida apatía; un evidente ejemplo de ello es que incluso son condenadas las guerras que se libran para liberar a alguien de un yugo. Sin embargo, yo opino de forma muy distinta.

—¿Cómo pueden tratarme así? —le grito a Sellers—. Yo soy una víctima, no una delincuente. Pensaba que la policía actuaba de otra forma: pensaba que, en los tiempos que corren, se suponía que trataban a las víctimas con un poco de consideración.

—¿Y de qué es usted víctima? —me pregunta—. ¿De una violación? ¿O de la desaparición de su amante?

—Soy yo la que debería preguntarle de qué se me acusa.

—Nos mintió en su declaración; no puede esperar que confiemos en usted.

—Solo dígame si Robert está vivo.

Hace tres años me prometí que nunca volvería a suplicar. Habría que escucharme ahora.

—Robert Haworth nunca la violó, ¿verdad, señorita Jenkins? Su declaración es falsa.

La cara de caucho de Sellers está llena de manchas rojas; me dan ganas de vomitar.

—Dije la verdad —insisto.

Con las defensas por los suelos y mis reservas de energías a cero, recurro a lo que me resulta más fácil: fingir.

Fue lo primero que pensé después de la violación, lo único que me importó una vez que estuve segura de que la agresión, en todas sus fases, había terminado y yo había sobrevivido: cómo ocultarle al mundo lo que me habían hecho. Sabía que podría sobrellevar mejor un trauma en secreto que la vergüenza de saber que era de dominio público.

Nadie ha sentido nunca compasión por mí. De todos mis amigos y conocidos, soy quien más éxito ha tenido. Tengo una profesión que me encanta. Vendí una fuente tipográfica a Adobe cuando aún estaba en la universidad y empleé el dinero para montar una empresa rentable. A los ojos del mundo debe parecer que lo tengo todo: un trabajo gratificante y creativo, seguridad económica, un montón de amigos, una familia fantástica y una bonita casa que pagué al contado. Hasta que sufrí la agresión, no me faltaban los novios y, aunque no carecía de sentimientos ni nada parecido, la mayoría parecían quererme a mí más de lo que yo los quería a ellos. Toda la gente que conozco me envidia. No paran de decirme lo afortunada que soy por mi privilegiada situación.

Todo eso habría cambiado si la gente hubiera descubierto lo que me ocurrió. Me habría convertido en la pobre Naomi. Habría seguido estando siempre —en la imaginación de toda la gente que conocía, de todos aquellos que me importan— en el estado en el que estaba cuando aquel hombre me dejó tirada en Thornton Road, después de que hubo acabado conmigo: desnuda, salvo por el abrigo y los zapatos, con la cara llena de lágrimas y mocos, y el semen de un desconocido goteando por mi cuerpo.

Ni hablar: no iba a dejar que eso ocurriera. Me quité el antifaz y comprobé que no había nadie. La calle estaba vacía. Me dije que tenía suerte de que nadie me hubiera visto. Corrí a toda prisa hacia mi coche y me dirigí hacia mi casa. Mientras conducía asumí mentalmente el control de la situación. Empecé a hablarme a mí misma, pensando que era importante imponerme algún tipo de orden lo antes posible. Me dije que daba igual cómo me sintiera…, ya me preocuparía por eso más tarde. De momento, simplemente no iba a permitirme sentir nada. Traté de pensar como lo haría un soldado o un asesino. Lo único que importaba era comportarme como si estuviera bien, haciendo todo lo que habría hecho en circunstancias normales, a fin de que nadie sospechara nada. Me convertí en un lustroso robot, idéntico, por fuera a la Naomi de antes.

Hice un excelente trabajo. Otro éxito, algo que la mayoría de la gente no habría sido capaz de conseguir. Nadie sospechó nada, ni siquiera Yvon. La única parte que fui incapaz de controlar fue la de los novios. Le dije a todo el mundo que quería concentrarme en mi carrera durante un tiempo, sin distracciones, hasta que conocí a alguien especial. Hasta que te conocí a ti.

—Vístase —dice el subinspector Sellers.

Siento que el corazón se me va a salir del pecho.

—¿Va a llevarme a ver a Robert?

—Voy a llevarla a la Unidad de Custodia de la comisaría de Silsford. Puede venir voluntariamente o puedo detenerla. Depende de usted. —Al ver mi expresión de congoja, añade—: Alguien ha intentado asesinar al señor Haworth.

—¿Intentado? ¿Quiere decir que no lo ha conseguido?

Mis ojos se quedan mirando fijamente los suyos, exigiendo una respuesta. Después de lo que me parece una eternidad, él cede y asiente con la cabeza.

Una sensación de triunfo se apodera de mí. Ha sido gracias a mi mentira, porque te he acusado de un crimen que no has cometido, por lo que han registrado tu casa. Me pregunto qué dirá Yvon cuando le cuente que te he salvado la vida.