5/4/06
Juliet Haworth llevaba una bata de satén de color lila. Cuando abrió la puerta, una parte de su rostro mostraba las arrugas de quien ha estado durmiendo. Eran las tres y media de la tarde. No parecía estar enferma; tampoco se disculpó por su aspecto ni pareció sentirse avergonzada de que la hubieran pillado con un salto de cama en pleno día, como le habría ocurrido a Simón.
—¿Señora Haworth? Soy el subinspector Waterhouse, otra vez —dijo.
Ella sonrió mientras bostezaba.
—Aún no ha acabado conmigo, ¿verdad? —dijo ella. El día antes había sido violenta y abrupta. Al parecer, hoy Simón le parecía divertido.
—La dirección de Kent que me dio… Mintió. Su marido no está allí.
—Mi marido está arriba —repuso ella, volviendo la cabeza y balanceándose ligeramente, agarrando con una mano el pomo dorado de la puerta. Miró a Simón provocativamente a través de la rendija. ¿Trataba de dar a entender que ella y Robert Haworth estaban en plena relación sexual y que Simón los había interrumpido?
—Si eso es verdad, me gustaría hablar con él. En cuanto me haya explicado por qué me mintió con respecto a lo de Kent.
Juliet ensanchó su sonrisa. ¿Estaba decidida a demostrar que nada de lo que Simón le dijera podía preocuparla? Él se preguntaba por qué su humor había mejorado desde ayer. ¿Sería porque Robert había vuelto? Volviéndose, ella gritó:
—¡Robert! Vístete. Aquí hay un policía que quiere verte.
—Su marido nunca estuvo en el número 22 de Dunnisher Road de Sissinghurst; en esa dirección no lo conocen.
—Yo me crie en esa casa; fue el hogar de mi niñez.
Juliet Haworth parecía satisfecha de sí misma.
—¿Por qué mintió? —volvió a preguntarle Simón.
—Si se lo digo, no me creerá.
—Inténtelo y veremos.
Juliet asintió con la cabeza.
—Sentí la imperiosa necesidad de mentir. Sin razón alguna… Simplemente me apetecía hacerlo. ¿Lo ve? Le he dicho que no me creería, y así es. Pero es la verdad. —Se desató el cinturón, se ciñó la bata y volvió a atárselo—. Ahora, en cuanto lo he visto, he pensado que seguramente volvería a mentirle. No tenía por qué decirle que Robert está arriba, pero luego he cambiado de opinión y me he dicho: ¿por qué no?
—¿Es consciente de que la obstrucción a la justicia es un delito?
Juliet soltó una risita tonta.
—Totalmente. Si no fuera así no tendría gracia, ¿verdad?
Simón se quedó tieso y se sintió cohibido. Aquella mujer tenía algo que bloqueaba su capacidad para razonar con claridad. Le hacía sentirse como si ella supiera más que él mismo acerca de lo que hacía y pensaba. ¿Esperaba que entrara a su habitación para ir en busca de su marido o que siguiera desafiándola respecto a sus flagrantes mentiras? Naomi Jenkins también había reconocido tranquilamente haber mentido cuando Simón habló con ella el día antes. ¿Acaso Robert Haworth se sentía atraído por mujeres que mentían?
Simón no creía que Haworth estuviera arriba. No había respondido al grito de su esposa diciéndole que se vistiera. Juliet seguía mintiendo. Simón era reacio a entrar en la casa y dejar que ella cerrara la puerta detrás de él. Algo le decía que no saldría indemne. No es que pensara que Juliet Haworth fuera a agredirle físicamente: no obstante, le estaba costando entrar en la casa, como sabía que debía hacer. Ayer ella se había mostrado igualmente decidida a conseguir que se quedara fuera.
Simón deseó que Charlie hubiera estado con él. Calar a otras mujeres era su especialidad. Y también habría dado lo que fuera por poder hablar con ella sobre Naomi Jenkins y la forma en que cambió su historia. Pero Charlie estaba de vacaciones y además estaba enfadada con él, aunque tratara de ocultarlo a toda costa. Simón se acordó repentinamente de eso con una especie de desconcertante irritación. Todo lo que había dicho era que quizá llamara a Alice Fancourt, solo para ver cómo estaba. Seguro que, después de todo ese tiempo, a Charlie no le importaría. En cualquier caso, no tenía derecho a que le importara. Ella no era su novia, nunca lo había sido. Y lo mismo ocurría con Alice, pensó Simón con una leve punzada de arrepentimiento.
—Puede que ahora todo esto le parezca divertido —le dijo a Juliet Haworth—, pero no se lo parecerá tanto cuando estemos en la unidad de custodia y le enseñe su celda.
—¿Sabe una cosa? Pienso que es divertido. Lo pienso de veras —dijo ella, colgándose de la puerta.
Simón le puso una mano en el hombro y la apartó. Ella no opuso resistencia. Luego empezó a subir las escaleras. La alfombra que había bajo sus pies tenía pequeñas motas de color blanco y unos remiendos que Simón no fue capaz de identificar. Se inclinó para tocar una de las motas; su textura era terrosa.
—Quitamanchas —dijo Juliet—. Nunca me molesto en aspirarlo cuando se ha secado. Aun así, el polvo blanco siempre es mejor que una mancha, ¿no?
Simón no respondió a su explicación. Continuó subiendo las escaleras, deseando alejarse de ella. A medio camino le llego un desagradable olor, que se volvió nauseabundo cuando alcanzó el rellano. Era un olor familiar: una mezcla de sangre, excremento y vómitos. Simón notó un espasmo en la boca del estómago y se le erizó el vello del brazo. Delante de él había una puerta cerrada y en el pasillo otras dos, entreabiertas.
—¿Ha encontrado a Robert? —gritó Juliet desde abajo, con voz cantarina.
Simón se estremeció. Se imaginó que sus palabras eran tentáculos que se cerraban en torno a él, y lo arrojaban a aquel mundo extraño y depravado en el que ella vivía. Cerró los ojos durante un segundo y luego se dirigió hacia la puerta cerrada. La llave no estaba echada y se abrió con facilidad. Aquel hedor golpeó a Simón en la cara y tuvo que hacer un esfuerzo para no vomitar. Lo que vio fue una mezcla de colores y horror, una piel gris, con unos rasgos retorcidos por el dolor. Proust lo había pronosticado: «Pues cuidado, porque a finales de semana esto se habrá convertido en una investigación por asesinato».
Sin lugar a dudas, aquel hombre era Robert Haworth. Estaba desnudo, tumbado boca arriba en un lado de la cama de matrimonio. La sangre de la herida que tenía en la cabeza había empapado el colchón y se había secado. Uno de sus brazos colgaba en un lado de la cama. Junto a su mano, Simón vio sus gafas; le faltaba uno de los cristales y el otro estaba roto.
En un rincón de la habitación Simón vio una enorme cuña para la puerta de piedra, aproximadamente del tamaño de un balón de rugby. La parte superior estaba oscura y pegajosa; tenía sangre y pelos apelmazados. Simón se estremeció. Colocó los dedos en el pulso de Haworth, no porque albergara alguna esperanza, sino porque era lo que debía hacer. Al principio creyó que se había imaginado aquel latido débil pero insistente. Y eso debió de ocurrir. La piel gris, la sangre y la mugre que había en torno al cuerpo de Haworth ofrecían la clara imagen de la muerte. Sin embargo, unos segundos más tarde Simón se convenció de que no se lo había imaginado. Había pulso. Robert Haworth seguía con vida.
—Vamos a meternos mano, inspectora —susurró Graham, besando a Charlie en el cuello. Estaban en la cama, medio desnudos, con la cabeza tapada con el edredón—. ¿Tus subordinados te llaman inspectora? ¿O te llaman señora, como en la serie Principal sospechoso?
—¡Chist! —siseó Charlie—. ¿Y si Olivia se despierta? ¿No podríamos ir a tu casa?
Charlie no había andado a tientas estando en la misma habitación que su hermana desde que tenían quince y trece años, respectivamente. Vistas en perspectiva, aquellas fiestas eran ridículas: docenas de parejas moviéndose por el salón pobremente iluminado de la casa de alguien, besuqueándose y metiéndose mano mientras de fondo sonaba la música de Ultravox o Curiosity Killed the Cat.
—¿Mi casa? Ni hablar —le dijo Graham al oído—. No dejaré que cruces el umbral de la puerta hasta que Steph le dé un buen repaso. Mi dejadez te escandalizaría.
—¿Steph limpia tu casa y también los chalets?
—Así es. Ella es mi sistema de reciclado personal. Es mi burra de carga, en el trabajo y en casa. Pero olvidémonos de ella. Lo que ahora me interesa es tu cuerpo…
Charlie pensó que era raro sentir y oír a Graham aunque apenas pudiera verle. En el chalet había un montón de rincones oscuros que le recordaban que estaba realmente en el campo. Incluso en Spilling, un pueblo que seguía teniendo mercado, el cielo, de noche, no era de un color negro puro, sino sucio. Se lo comento a Graham mientras volvían un poco achispados y dando traspiés del viejo granero que ahora albergaba las instalaciones del spa y un bar pequeño y muy acogedor.
—Aquí disfrutamos de noches como Dios manda —dijo él con orgullo—. No hay contaminación lumínica.
Charlie pensó que era una interesante forma de decirlo. Hasta entonces nunca había pensado en la luz como un agente contaminante, pero ahora podía ver a qué se refería. Sintió el torso desnudo y velludo de Graham contra su piel. No estaba muy segura de que le gustaran los torsos velludos, pero podría soportarlo. Por lo demás, era un hombre atractivo. Si fueran una pareja, la gente diría que Graham estaba fuera de su alcance. Se obligó a pensar en él como un todo y no como un compendio de ciertas partes del cuerpo: su novio imaginario hecho realidad. Tenía unas piernas largas y musculosas y un bonito trasero; Charlie no pudo evitar darse cuenta de ello. En una ocasión, Colin Sellers la había acusado de pensar como un hombre en cuestiones de sexo. Seguramente eso era bueno. ¿Por qué no podía ser algo sencillo? Era más sensato tener una relación puramente física con un hombre como Graham que llorar todas las noches sobre la almohada por una no relación con alguien como Simón Waterhouse, que metía el vino tinto en el frigorífico y ni siquiera era capaz de hacerse un corte de pelo decente. Graham tiró delicadamente de la blusa de Charlie y murmuró:
—No tengo ni idea de cómo se saca esto…
A ella le dio la risa tonta, consciente de que él se había quitado más ropa que ella y que no se andaba con rodeos. Charlie se había dado cuenta de que Graham no tenía ninguna duda sobre lo que estaban haciendo, lo cual estaba bien. A Charlie le recordaba —más por su actitud que por su aspecto— a Folly, el labrador negro de sus padres, que saltaba encima de ella y la lamía entusiasmado siempre que podía. Decidió guardarse la comparación para ella. Graham parecía ser un tipo bastante duro, aunque nunca se sabía.
Charlie le ayudó a quitarle las bragas.
—Creo que no es del todo consciente de lo sexy que es usted, señora —susurró Graham, acariciándole delicadamente el cuerpo con los dedos—. ¿O debo decir jefa?
—Sin comentarios.
—Tu lápiz de labios rojo y tus vaqueros…
—Son unos vaqueros viejos, muy normales.
—Exacto.
Charlie intento besarlo, pero él se apartó y dijo:
—Eres muchísimo más sexy que Helen Mirren…
—¿Hay alguna razón en especial por la que me estés comparando con ella?
—… y que esa rubia arrugada de Silent Witness.
—¿Y que Trevor Eve en Caso cerrado? —sugirió Charlie.
—No, él es más sexy que tú —repuso Graham muy seguro.
Charlie se echó a reír y él le tapó la boca con la mano.
—Cuidado o despertarás a tu hermana mayor.
—En realidad es mi hermana pequeña.
—¿Y entonces por qué dejas que te mangonee?
El móvil de Charlie empezó a sonar. Como tono, había elegido los primeros acordes de The Real Slim Shady, de Eminem. Un error. Cuanto más tardaba en responder, más fuerte sonaba.
—¡Mierda! —susurró Charlie, revolviendo en la oscuridad, sacando objetos de su bolso al azar. Localizó el teléfono justo cuando dejó de sonar.
La habitación se iluminó. Charlie parpadeó y se volvió hacia Graham. Dio por sentado que él había encendido una lámpara para ayudarla a encontrar el teléfono, pero seguía tumbado, tapado casi por completo con el edredón. Él emitió un gruñido y se cubrió la cabeza. «Estupendo —pensó Charlie—. Justo cuando necesito un héroe que corra a rescatarme». Rodeándose con los brazos, se volvió y echó un vistazo.
Olivia había descorrido las cortinas y la observaba con los ojos entrecerrados a través de los barrotes de su cama. Llevaba su pijama japonés con estampado de flores y parecía estar tensa y alerta; no tenía el aspecto de quien se acaba de despertar.
—Sí, lo he oído todo —dijo—. Pero a vosotros os da igual.
—¿Por qué no has dicho nada? —dijo Charlie, que se puso primero las bragas y luego la blusa.
«Otra vez no», pensó, mientras el lamentable recuerdo de ella y Simón en el cuarenta aniversario de Sellers acudía a su cabeza. Estaba furiosa con Olivia por haber hecho eso, aunque ella no sabía nada acerca del incidente de la fiesta. Era el único hecho significativo que Charlie no le había contado. —¿Por qué fingías estar durmiendo?
—¿Por qué no has comprobado si estaba durmiendo antes de tener relaciones sexuales en mi habitación?
—¡Esta no es tu habitación! Tu habitación está ahí arriba. Esta es mi habitación.
Charlie sintió que la invadía la ira y que explotaba en su interior como unos fuegos artificiales, bloqueándolo todo. Por un momento se olvidó de que Graham estaba allí hasta que su cabeza emergió de la cama.
—Al parecer, he abusado de vuestra hospitalidad —dijo—. Las dejo solas, señoras.
—Tú no vas a ninguna parte —le dijo Charlie tranquilamente.
—Tú te quedas. —Olivia se puso en pie y empezó a meter la ropa en su maleta—. Charlie quiere estar contigo, no conmigo. Con una noche de esta mierda tengo bastante. Me quedaré hecha polvo si me paso toda una semana siendo la tercera en discordia, mientras os escucho a los dos follando todas las noches hasta la extenuación.
Olivia se puso su largo abrigo beis sobre el pijama; su aspecto era el de alguien que se dirigía a una fiesta de disfraces.
—Es casi medianoche —dijo Graham—. ¿Adónde vas a ir?
—Tomaré un taxi hasta Edimburgo. Me da igual lo que cueste. Tengo el teléfono. Se lo pedí a la camarera mientras a vosotros se os caía mutuamente la baba y pasabais de mí. Estaba planeando mi fuga.
—Esto es culpa mía —dijo Graham—. Soy incorregible enemistando a la gente…
—Déjala que se vaya si es lo que quiere —dijo Charlie.
—Nadie va a dejarme que me vaya ni nadie va a detenerme —dijo Olivia cansinamente—. Me voy y punto.
—Espera un segundo —dijo Graham, cogiendo sus pantalones y sacando el móvil del bolsillo trasero. Charlie y Olivia lo observaron mientras pulsaba las teclas—. Steph, una de las señoras de la número tres necesita ir a Edimburgo. Estará en recepción dentro de un momento, ¿de acuerdo? —Su semblante se ensombreció mientras escuchaba la respuesta—. Muy bien, vístete. Ha surgido un problema.
Charlie había visto fugazmente a Steph por la noche. La burra de carga. Graham le había llamado eso a la cara y le había guiñado el ojo. Como respuesta, ella había esbozado una sonrisa. Charlie dedujo que tras aquella sonrisa había una complicada historia. Supuso que Graham y Steph se habían acostado.
Le había sorprendido su aspecto. Por la mañana, Graham la había descrito como una mujer de campo. Charlie se había imaginado a alguien con la piel tostada por el sol y de pantorrillas y tobillos anchos. Pero, en realidad, Steph era delgada y de piel clara; tenía el pelo castaño, con mechas de color dorado, naranja y rojo.
—¿Crees que trabaja de tapadillo para Dulux? —había susurrado Olivia.
Charlie no estaba muy segura de querer que Steph acompañara a su hermana.
—Liv, no te vayas en plena noche —dijo—. Es tarde. ¿Por qué no hablamos mañana sobre todo esto?
—Porque estás demasiado ocupada halagándote a ti misma con cualquier cosa que tenga pene como para hablar conmigo, por eso.
Cargando con su maleta, Olivia bajó pesadamente las escaleras con sus zapatos de tacón alto de Manolo Blahnik.
—Olivia, la última cosa que deseo es arruinarte las vacaciones —dijo Graham.
Ella le ignoró y miró a Charlie.
—¿Cuánto tiempo vas a seguir haciendo esto? Follarte a todo lo que se mueva, solo para demostrarle algo al maldito Simón Waterhouse.
Charlie sintió que una oleada de vergüenza invadía su rostro.
—Tienes un problema, Char. Y ya es hora de que te enfrentes a él. ¿Por qué no… dejas de intentar llenar el vacío equivocado y vas a ver a un psiquiatra o algo así?
Después de que Olivia cerró la puerta de golpe, Charlie se echó a llorar, cubriéndose la cara con las manos. Graham la estrechó entre sus brazos.
—Solo lloro porque estoy muy enfadada —le dijo.
—No estés enfadada. Pobre Gordita. No debía ser muy divertido para ella oírnos mientras nos besuqueábamos, ¿verdad?
—¡No llames así a mi hermana!
—¿Cómo? ¿Después de que ella acaba de llamarte puta y a mí…, sí, voy a decirlo con todas sus letras, sí, «cualquier cosa que tenga pene»?
Graham se arriesgó a esbozar una leve sonrisa. Aunque seguía llorando, Charlie no pudo evitar echarse a reír.
—¿Es que tienes que ponerle un mote a todo el mundo? Yo soy la «señora», Steph «la burra de carga» y Olivia es «la Gordita»…
—Lo siento. De veras. Solo trataba de relajar el ambiente, —dijo, acariciándole la espalda a Charlie—. Mira, mañana lo arreglas. Steph nos dirá a qué hotel ha ido. Te llevo a Edimburgo y tú le das un beso y haces las paces con ella como Dios manda, ¿vale?
—Vale. —Charlie sacó el tabaco y el mechero del bolso—. Si me dices que en este chalet no se puede fumar, te parto la cara.
—No te atreverías, señora. Jefa.
—Todo lo que Liv dijo sobre mí…
—Te estaba atacando porque se sentía excluida. Ya me había olvidado de ello.
—Gracias. —Charlie le apretó la mano a Graham. «Gracias a Dios, es un caballero», pensó. Aun así, acostarse con él ya había dejado de ser una posibilidad, no después de que las palabras de Olivia empezaron a zumbarle en la cabeza. «Deja de intentar de llenar el vacío equivocado». Zorra.
—Charlie, deja de preocuparte —dijo Graham—. La relación que tienes con la Gordita es sólida, eso es evidente; es mucho mejor que la que tienen la mayoría de los hermanos.
—¿Te estás cachondeando de mí?
—No, lo digo muy en serio. Os gritáis, y eso es una buena señal. Hace años que no hablo con mi hermano como Dios manda.
—Dijiste que tuviste un negocio con él.
De pronto, Graham parecía muy triste.
—Y lo tenemos. A pesar de todo, lo tenemos, pero ha hecho todo lo posible por arruinarlo, ese es el problema. Yo soy el hermano prudente y sensato…
—Me cuesta creerlo —dijo Charlie, tomándole el pelo.
—Es verdad. Yo no corro riesgos absurdos que no podemos permitirnos, porque quiero que el negocio funcione. Así que yo lo levanto y él lo echa a perder. O al menos lo intenta.
—¿Cómo podéis seguir trabajando juntos si no os habláis? —preguntó Charlie.
Graham trató de sonreír, pero su frente seguía llena de arrugas.
—Es demasiado absurdo —dijo—. Si te lo contara, te reirías.
—Adelante.
—Nos comunicamos a través de la burra de carga. —Graham negó con la cabeza—. En fin… —dijo, inclinándose y tratando de que Charlie volviera a la cama—, no hablemos más de nuestros problemas familiares. Tenemos el chalet solo para nosotros. Follemos hasta la extenuación, tal y como ha sugerido tu encantadora hermana, y ya nos mostraremos arrepentidos mañana, cuando vayamos a buscarla.
—Graham… —empezó Charlie, esquivando su beso—. Creo que estos chalets son perfectos. La cena de esta noche fue algo increíble y el spa es tan bueno como el de cualquier hotel. Creo que el negocio marchará bien. Ni siquiera tu incompetente hermano podría conseguir que un sitio así no fuera rentable.
—¿Eso cree, inspectora? Eh, acabo de tener una idea genial. Puesto que te ha gustado tanto la cena, voy a llamar a la burra de carga y a pedirle que mañana nos sirva el desayuno en la cama —dijo, cogiendo de nuevo el teléfono.
—¡No! —gritó Charlie, agarrándole el brazo—. ¡Está con Olivia!
—¡Oh, vaya! ¡Joder! No vamos a parecer muy arrepentidos si ya estamos pensando en las salchichas y las patatas salteadas con cebolla de mañana, ¿verdad? Mmm…
—He recibido una llamada —recordó Charlie de pronto.
En medio de todo aquel drama se había olvidado de que había sonado el teléfono y que entonces se había iniciado la pelea con Olivia. ¿Y si no hubiera ocurrido? ¿Qué habría hecho Olivia? ¿Habría disimulado, despierta, furiosa y rencorosa, oyéndoles a ella y a Graham follando?
—Eso puede esperar, ¿no? —preguntó Graham.
—Solo déjame ver quién era.
—No tendrás más hermanas gordas y terroríficas, ¿verdad, jefa?
—¡No la llames así!
Charlie pulsó la tecla de las llamadas perdidas y vio el número de Simón. Nunca la llamaba cuando ella estaba de vacaciones, a menos que se tratara de algo importante. Simón era muy meticuloso a la hora de respetar la intimidad, mucho más de lo que cualquiera habría deseado.
—Tengo que hacer una llamada urgente —dijo Charlie—. Lo siento, es por trabajo. Voy a salir afuera. —Se puso el abrigo y metió los pies en las zapatillas de deporte, pisando la parte de atrás con los talones—. Tú espérame aquí.
—Creo que lo haré, porque no llevo nada puesto. Y date prisa o puede que esté durmiendo cuando vuelvas. Igual que el marido agotado por el exceso de trabajo de algún telefilme cuando su mujer se pasa demasiado tiempo en el baño poniéndose guapa; cuando sale, se queda mirándole y le sonríe tiernamente.
—¿De qué estás hablando, chalado?
—Así, ¿ves? ¡Ya me estás sonriendo tiernamente!
Charlie negó con la cabeza, desconcertada, y salió llevándose el tabaco, el mechero y el teléfono. Graham le gustaba. Le gustaba mucho. Era divertido. Quizás a Olivia también le habría gustado si hubiese manejado las cosas con más discreción. Qué noche más desastrosa. Encima, Simón la había llamado y ella no había contestado. Charlie se sentía más culpable por eso que por lo de Olivia. Encendió un Marlboro light y le dio una larga calada. Al otro lado del campo estaba la recepción, donde Graham tenía su despacho. Las luces seguían encendidas, pero el coche que antes estaba aparcado allí había desaparecido. La pequeña ventana cuadrada de color amarillo, la pantalla azul celeste del móvil de Charlie y la punta de vivo color naranja de su cigarrillo eran las únicas luces que podía ver. En aquel lugar se sentía más en el extranjero que en España.
Buscó el número del móvil de Simón en la pantalla y pulsó la tecla de llamada, pensando en qué iba a decirle en cuanto le contestara: «Pensaba que había dejado claro que no quería ninguna interrupción durante mis vacaciones». Sin embargo, no se lo diría con demasiada aspereza.