Miércoles, 5 de abril
Oigo que la puerta trasera se cierra de golpe. A ese ruido le sigue el de unos pasos que se dirigen desde la casa hacia el cobertizo, donde estoy trabajando. Cuando hablo con los clientes lo llamo «mi taller», aunque en realidad solo es un cobertizo no muy grande con una mesa, un banco de madera y mis herramientas. Cuando empecé a trabajar en esto mandé abrir dos ventanas. No podía trabajar en un lugar que no tuviera ventanas, ni siquiera un día. Necesitaba luz.
Son demasiados pasos para que se trate de Yvon. Sin necesidad de volverme, sé que es la policía. Sonrío. Una visita de cortesía. Por fin me han tomado en serio. Es posible que otros oficiales se estén dirigiendo hacia tu casa, si es que ya no están allí. El hecho de saber que muy pronto tendré noticias tuyas hace que el paso del tiempo sea más soportable. Ya falta poco. Intento concentrarme para asimilar lo que tienen que decirme.
Después de estos días de terror ciego y visceral me siento como si hubiera tenido que trepar hasta una cornisa. Es un alivio poder quedarse en ella durante un tiempo, consciente de que, aunque yo no haga nada, otros sí lo hacen.
Sigo aplicando pintura dorada con el pincel. La leyenda del reloj en el que estoy trabajando en este momento reza: «Más vale tarde que nunca». Es un regalo que —con un cierto retraso— un hombre quiere hacerle a su mujer por sus bodas de plata; me dijo que esperaba que el gesto fuera lo bastante grandilocuente como para que ella le perdonara el olvido. Quería una escultura para el jardín de su casa. Le estoy haciendo un pilar con un bloque de piedra, con el reloj en la parte superior.
Oigo que la puerta se abre detrás de mí y noto el aire en la espalda, a través del jersey.
—Naomi. Hay dos policías que quieren verte. —La voz de Yvon suena inquieta, aunque trata de parecer natural y tranquila.
Me doy la vuelta. Un hombre corpulento vestido con un traje gris me está sonriendo. Es una sonrisa turbia, como si no esperara lucirla durante demasiado tiempo. Tiene una barriga prominente, el pelo del color de la paja, con la parte superior en punta, llena de fijador; tiene un sarpullido, obra del afeitado. Su compañero, bajito, moreno y delgado, de ojos pequeños y frente estrecha, se desliza entre el hombre corpulento e Yvon y empieza a dar vueltas por mi taller sin que nadie lo haya invitado a hacerlo. Coge la sierra de cinta, la observa y vuelve a dejarla en su sitio; luego, hace lo mismo con la sierra de calar.
—No toque mis cosas —digo—. ¿Quiénes son ustedes? ¿Dónde está el subinspector Waterhouse?
—Soy el subinspector Sellers —dice el hombre grueso. En la mano sostiene una cartera de plástico con una tarjeta—. Y este es el subinspector Gibbs.
No me molesto en comprobar sus credenciales. Evidentemente, son policías. Tienen algo en común con Waterhouse y la inspectora Zailer, algo difícil de definir. Puede que sea la rigidez de su actitud. Se comportan como si en sus cabezas hubiera mapas y tablas. Un ligero barniz de cortesía oculta un impulsivo desdén. Confían el uno en el otro, pero en nadie más.
—Tenemos que echar un vistazo a su casa —dice el subinspector Sellers—. Y también al jardín y a los anexos, incluido este cobertizo. Trataremos de ocasionarle las menores molestias posibles.
Sonrío. De modo que se acabó la cháchara y empieza la acción. Estupendo.
—¿No necesitan una orden de registro? —pregunto, aunque no tengo intención de echarlos.
—Si creemos que una persona desaparecida está en peligro, tenemos derecho a hacer un registro —dice el subinspector Gibbs fríamente.
—¿Están buscando a Robert Haworth? No está aquí, pero registren cuanto quieran. —Me pregunto si te estarán buscando como criminal o como víctima. Puede que como ambas cosas. Le dije al subinspector Waterhouse que había considerado la posibilidad de tomarme la justicia por mi cuenta.
—Puede que tengamos que llevarnos algunas cosas —dice Sellers, sonriendo de nuevo ahora que ve que no voy a oponer resistencia—. Su ordenador. ¿Desde cuándo lo tiene?
—Desde hace poco —digo—. Un año más o menos.
—Esperen un momento —dice Yvon—. Yo también vivo y trabajo aquí. Si van a registrar la casa, ¿podrían dejar mi despacho tal y como lo encuentren?
—¿A qué se dedica? —pregunta Sellers.
—Soy diseñadora de páginas web.
—También tendremos que llevarnos su ordenador. ¿Desde cuándo lo tiene?
—¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí? —pregunta Gibbs antes de que Yvon pueda contestar a la última pregunta.
—Dieciocho meses —responde ella con voz temblorosa—. Miren, me temo que no pueden llevarse mi ordenador.
—Me temo que sí podemos.
Gibbs sonríe por primera vez; una sonrisa dura, de regocijo. Se dirige hacia el alféizar de la ventana, coge un reloj de sol de bolsillo hecho con latón y tira de la cuerda. Es pequeño pero sólido, Y veo que eso lo decepciona. Pensó que podría romperlo. Sellers carraspea; me pregunto si será una reprimenda.
—¿Y cómo voy a trabajar? —pregunta Yvon—. ¿Cuándo voy a recuperar mi ordenador?
—Se lo devolveremos lo antes posible —dice Sellers—. Lamento las molestias. Es pura rutina, pero tenemos que hacerlo. —Yvon parece ligeramente aliviada—. Muy bien, entonces. —Se vuelve hacia mí—. Empezaremos por la casa.
—¿Dónde está el subinspector Waterhouse? —vuelvo a preguntar. La respuesta se me ocurre mientras aún sigo hablando—. Está en casa de Robert, ¿verdad?
Sé que estás ahí, en el número 3 de Chapel Lane. Lo sé. Pienso en el ataque de pánico que me dio frente a la ventana de tu salón y en cuando me caí al suelo. Cada hoja era como una fría marca que se congelaba contra mi piel. Empiezo a jadear y me obligo a alejar el recuerdo antes de que se apodere de mí.
—¿Robert? —Sellers parece perplejo—. Ha acusado a ese hombre de secuestrarla y violarla. ¿Cómo se le ocurre llamarle por su nombre?
Yvon se ha puesto pálida. Evito su mirada. A menos que Sellers y Gibbs sean totalmente incompetentes, encontrarán varios libros sobre agresiones sexuales y sus secuelas en el último cajón de la mesilla de noche, así como una alarma y un spray antiviolación. Tengo todos los accesorios para apoyar mi historia, toda la deprimente parafernalia de la víctima, oculta bajo una funda de almohada doblada.
—Una mujer puede llamar a su violador como le plazca —digo, furiosa.
El subinspector Gibbs se va mientras aún sigo hablando, y cierra de un portazo. Sellers acepta mi respuesta contrayendo ligeramente su rostro. Luego también se da la vuelta para irse. Lo veo mientras alcanza a su colega fuera, en el camino. Ambos se dirigen hacia la casa.
Yvon no los sigue, a pesar de que le doy la espalda y cojo el pincel. Tengo la espalda dura y rígida por culpa de la tensión, dispuesta a repeler lo que sé que está a punto de decirme.
—Siento lo de tu ordenador —murmuro—. Estoy segura de que no se lo quedarán durante mucho tiempo.
—¿Robert te secuestró y te violó? —dice, con voz tensa.
—Por supuesto que no. Cierra la puerta.
Se queda inmóvil, sacudiendo la cabeza. Al final me levanto y cierro la puerta.
—Les dije una mentira…, una mentira muy gorda…, para que pensaran que Robert es peligroso y se pusieran a buscarlo inmediatamente.
Yvon se queda mirándome fijamente, aterrada.
—¿Acaso tenía otra elección? —digo—. La policía se lo tomaba a cachondeo. Quiero saber qué le ocurrido a Robert. Sé que algo le ha ocurrido. Necesitaba encontrar una forma de que lo buscaran.
—¿Ese fue el motivo por el que querías que te llevara ayer a la comisaría? —Su voz suena plana, sin inflexión—. ¿Qué historia te inventaste? ¿Qué les dijiste exactamente?
—No voy a entrar en detalles, ¿vale?
—¿Y por qué no?
—Porque… Acabo de decirte que fue una mentira, una estupidez. ¿Por qué me miras así?
—Le dijiste a la policía que Robert…, el hombre que según dices es tu alma gemela, el hombre con el que quieres casarte y pasar el resto de tu vida… ¿Le dijiste a la policía que te secuestró y te violó?
Está intentando conmocionarme diciendo lo que he hecho con toda su desnudez, pero hace ya mucho tiempo que he superado la conmoción. Ahora, esa mentira, ese paso demencial que he dado, es tan solo una parte de mi vida, como todo lo demás: el amor que siento por ti, la terrible experiencia que viví a manos de un hombre cuyo nombre ignoro y este reloj de piedra que tengo frente a mí, con un sonriente sol pintado en el centro.
—Ya te he explicado el motivo —insisto—. A la policía no le importaba encontrar a Robert cuando tan solo era un hombre casado, mi amante, que había desaparecido. Quería meterles prisa. Y ha funcionado —añado, señalando hacia la casa—. Están aquí, investigando.
—Deben de creer que estás loca. Seguramente se estarán preguntando si lo has acuchillado o algo por el estilo.
—Me da igual lo que crean mientras lo busquen con todo su empeño.
—Saben que estás mintiendo. —Yvon parece triste. En su tono de voz hay una nota de pánico—. Y si aún no lo saben, lo descubrirán.
En el fondo, todavía es la adolescente obediente que estaba interna en un colegio. Es convencional en la forma en que casi todo el mundo suele serlo. Soy consciente de que, en este asunto, la mayoría de la gente no estaría de acuerdo conmigo, sino con ella, lo cual es una idea extraña.
No digo nada. Por mucho que lo intente, la policía no puede demostrar que no fui violada y secuestrada, y no pueden probar que no fuiste tú quien lo hizo hasta que te encuentren.
¿Debería contarle a Yvon la verdad sobre lo que me pasó? Ayer me demostré a mí misma que era capaz de hacerlo, de contar lo sucedido. No fue tan horrible como, durante tres años, había creído que sería. Mientras volvía a casa desde la comisaría tuve la sensación de que había recuperado parte de la dignidad que aquellos hombres me arrebataron. Ya no estaba tan asustada como para no hablar.
Nadie entenderá nunca esto…, ni siquiera tú, Robert, pero me ayuda pensar que he contado la historia tal como lo hice: como parte de una estrategia para manipular a la policía. No de buena fe, no como una buena chica humillada. Puede que el hecho de que el subinspector Waterhouse me hablara como si fuera una delincuente lo hiciera más fácil. Después de haber hecho una falsa declaración puede que, técnicamente, lo sea. Ya no soy la presa del hombre que me atacó. Ahora soy su igual; ambos somos delincuentes.
—No puedes amar a Robert —dice Yvon, con voz ahogada—. Si lo amas, ¿cómo puedes contar una mentira tan horrible sobre él? Te odiará.
—Retiraré la denuncia en cuanto lo encuentren. Puede que me meta en un lío por haber mentido a la policía, pero eso no me importa. A Robert no puede ocurrirle nada malo si reconozco que he mentido.
—¿Estás segura? ¿Acaso la policía no puede seguir adelante, independientemente de lo que hayas dicho? Ellos tienen una copia de lo que les contaste ayer, ¿verdad? ¡Y pueden utilizarla!
—Yvon, eso no va a ocurrir —digo pacientemente, aunque noto que mi certeza empieza a tambalearse—. Incluso en las mejores circunstancias, es muy difícil conseguir una condena por violación, aun cuando la víctima sea un testigo creíble. Es imposible que la policía siga adelante con esto cuando hayan encontrado a Robert y yo haya cambiado mi historia por segunda vez. Un tribunal no se lo tomaría en serio.
—¡Eso no lo sabes! ¿Qué sabes tú sobre cómo funcionan la policía y los tribunales? ¡Nada!
—Mira, les he dado una fecha, ¿verdad? —Hago una pausa, incapaz de decir «30 de marzo de 2003» en voz alta—. Teniendo en cuenta que Robert no me violó en esa fecha, podré probar que no lo hizo. Él estaba trabajando…, trabaja todos los días. Tendrá una coartada, alguien que lo viera cargando el camión o que recibiera una mercancía, alguien que lo viera en un área de servicio o en el aparcamiento para camiones. O puede que estuviera con Juliet. —Había pensado eso docenas de veces—. Robert no correrá ningún peligro.
—¡Al diablo con Robert! —La ansiedad de Yvon se está convirtiendo en rabia—. ¿Sabes una cosa? Creo que él está bien, estupendamente. ¡Los hombres como él siempre lo están!
—¿Qué se supone que significa eso?
—Podrías ir a la cárcel, Naomi. Perjurio, ¿no se llama así lo que has hecho?
—Probablemente.
—¿Probablemente? ¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto loca? Esto es demencial, es…
Yvon se echa a llorar.
—Hay cosas peores que ir a la cárcel por un tiempo —le digo, tranquila—. No van a encerrarme de por vida, ¿verdad? Y podré decir, sinceramente, que mentí porque estaba desesperada. Hasta ahora no me he metido en ningún lío. He sido una ciudadana modelo…
—Ni siquiera eres capaz de ver lo que está pasando, ¿verdad?
Pienso en lo que acaba de decir.
—En cierto modo, sí. Pero en otro no —digo, con franqueza—. Pero, de los dos, el que más me importa es el que me da la razón. —Rebusco en mi cabeza algo que decir y que pueda ayudar. ¿Cómo puede alguien como yo hacerle comprender las cosas a alguien como Yvon? Su tolerancia se esfuma en cuanto aparece un problema, y se cierra en banda. Como un país que ha puesto en marcha un estricto plan de emergencia después de un ataque—. Mira, cuando dices que lo que he hecho está mal, ¿estás segura de no querer decir que es simplemente inusual? —sugiero.
—¿De qué coño estás hablando?
—Bueno…, la mayoría de la gente no haría lo que yo estoy haciendo, lo sé. La mayoría de la gente aguardaría pacientemente, lo dejaría todo en manos de la autoridad competente y esperaría lo mejor. La mayoría de la gente no exageraría la situación diciendo que su amante es un criminal peligroso, esperando que la policía lo buscara con más empeño.
—¡Exacto! ¡La mayoría de la gente no lo haría! —La preocupación que siente por mí se ha convertido en pura rabia—. En realidad, nadie lo haría, ¡salvo tú!
—Eso es lo que me echas en cara, ¿verdad? Puesto que el noventa y nueve por ciento de mujeres no lo harían, ¡en tu opinión tengo que estar equivocada!
—¿No ves lo retorcido que es? ¡Es justo al revés! Puesto que es un error, ¡el noventa y nueve por ciento de mujeres no lo harían!
—¡No! A veces hay que tener valor y hacer algo que no encaje en el modelo que se sigue, aunque solo sea para mover un poco las cosas, para conseguir que pase algo. ¡Si todo el mundo pensara como tú, las mujeres aún no podrían votar!
Nos miramos fijamente, jadeando.
—Voy a contárselo —Yvon da un paso atrás, como si estuviera a punto de echar a correr hacia la casa—. Le contaré a la policía todo lo que acabas de decirme.
Me encojo de hombros.
—Les diré que estás mintiendo. —Su rostro se contrae y rectifica su amenaza.
—Si tú no se lo cuentas, lo haré yo. Hablo en serio, Naomi. ¿Qué coño te pasa? ¿Se te ha ido la olla?
La última vez que me insultaron así estaba atada con unas cuerdas —primero a una cama y luego a una silla— y no pude hacer nada. Y ahora no pienso aguantarlo viniendo de mi supuesta mejor amiga.
—He hecho todo lo posible para explicártelo —digo, fríamente—. Si aún sigues sin entenderlo, te fastidias. Y si le cuentas a la policía lo que acabo de decirte, ya puedes ir buscándote otro sitio donde vivir. De hecho, puedes irte ahora mismo.
Acabo de cruzar otro límite. Últimamente parece que es algo que hago a todas horas. Ojalá pudiera borrar mis duras palabras, tragármelas y conseguir que nunca se hubieran pronunciado, pero no puedo. Tengo que mantener esa expresión impertérrita y desafiante. No quiero parecer pusilánime.
Yvon se da la vuelta para irse. —Que Dios te ayude— dice, con voz temblorosa.
Tengo ganas de gritarle que solo alguien tremendamente convencional habría pronunciado esa última frase antes de irse.