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5/4/06

—¿Es poli? —El hombre que les estaba enseñando a Charlie y a Olivia la casa levantó los brazos, alarmado—. No le habría dicho que teníamos chalets libres si llego a saber que era uno de esos chicos de azul. Chicas, mejor dicho. —El hombre guiñó un ojo y se volvió hacia Olivia—. ¿Usted también es poli?

Tenía ese acento refinado que Charlie consideraba de «escuela pública».

—No —contestó Olivia—. ¿Por qué todo el mundo que nos conoce al mismo tiempo siempre piensa eso? —le preguntó a Charlie—. A ti nadie te pregunta si eres periodista. No tiene sentido ¿Acaso piensan que el deseo de hacer respetar la ley es hereditario? —Todos los que conocían a Olivia sabían lo ridículo que resultaba imaginársela persiguiendo a un delincuente por la calle o derribando la puerta de un fumadero de crack—. ¿Acaso su hermano tiene también un negocio como este? —preguntó, inocentemente.

Gracias a Dios, el hombre no se molestó, sino que se echó a reír.

—Puede que le sorprenda, pero, sí, mi hermano y yo hemos hecho negocios juntos durante varios años. ¿De modo que usted es periodista? Igual que…, ¿cómo se llama?, ¡Kate Adié!

Charlie no habría aguantado que aquel hombre cotilleara si no hubiera sido tan guapo y si a ella no le hubiera entusiasmado tanto el chalet. Y habría dicho que a Olivia también le encantaba. En el centro de un inmenso cuarto de baño, con suelo de pizarra negra, había una bañera, sostenida por cuatro pies dorados, que era lo bastante grande para dos personas. Junto al lavabo había una cesta de mimbre repleta de artículos de Molton Brown, y la reluciente alcachofa de la ducha, plana y enorme, parecía capaz de lanzar un tonificante chorro de agua.

Las dos camas eran más anchas que las camas de matrimonio normales. Su armazón tenía forma de trineo y era de madera de cerezo, con el cabezal curvo y el pie de madera. El simpático aunque ligeramente entrometido anfitrión —Charlie supuso que era el señor Angilley, cuyo nombre figuraba en la tarjeta— les dejó un menú de almohadas en cuanto llegaron. «Pluma de oca», dijo Olivia sin dudarlo ni un momento. «No me importaría compartir mis almohadas con usted, señor Angilley», se dijo Charlie, pero se guardó el pensamiento para ella. Aquel hombre tenía esa clase de atractivo inusual, rayano en lo inverosímil, como si le hubiera dibujado un gran artista o algo así. Casi demasiado perfecto.

En la pared del salón había una enorme televisión de plasma y aunque no había mini bar sí disponía de algo llamado «despensa» junto a la puerta de la cocina en la que había una gran variedad de bebidas alcohólicas y tentempiés. «Cuando llegue el fin de semana solo tienen que decirnos lo que han tomado…, ¡nos fiamos de ustedes!», les había dicho Angilley, guiñándole un ojo a Charlie. Normalmente no le gustaba que le guiñaran el ojo, pero tal vez no había que ser tan estricta con según qué cosas…

La cocina era pequeña, y Charlie sabía que a su hermana eso le había gustado. Olivia detestaba esas enormes cocinas con mesa en las que cabía un montón de gente y que a la mayoría de las mujeres les entusiasmaban. Pensaba que cocinar era una pérdida de tiempo y que nadie debería hacerlo, salvo por obligación profesional.

—No tengo nada que ver con Kate Adié —le dijo a Angilley—. Soy periodista especializada en arte.

—Muy sensato —repuso él—. Es mucho mejor pasarse el día en a arte moderno que en el centro de Bagdad.

—Eso es discutible —murmuro Olivia.

Charlie estudio los enormes ojos castaños de Angilley, en cuyo contorno vio patas de gallo. ¿Qué edad tendría? Supuso que cuarenta y tantos. El pelo, con raya en el medio, le daba un agradable aspecto descuidado. A Charlie le gustaba la chaqueta de tweed de color verde grisáceo que llevaba y el pañuelo que lucía en torno al cuello. Tenía la elegancia de un caballero de campo. Y no llevaba anillo de casado.

«Es mucho más atractivo que el maldito Simón Waterhouse».

—¿Cómo se llama?

Charlie decidió contraatacar con un poco más de cotilleo.

—Oh, disculpe. Soy Graham Angilley, el dueño.

—¿Graham? —Charlie miró a Olivia y sonrió. Su hermana la fulminó con la mirada—. Vaya coincidencia. —Charlie cambió automáticamente su actitud por la del flirteo. Inclinando la cabeza, le dirigió a Angilley una picara mirada—. Mi novio inventado también se llama Graham.

Él parecía exageradamente complacido. Sus mejillas se sonrosaron.

—¿Inventado? ¿Y por qué iba a inventarse un novio? Pensé que tendría un montón de novios de verdad. —Se mordió el labio y frunció el ceño—. No quería decir un montón, quería… Bueno, usted debe de tener muchos admiradores.

Charlie se echó a reír ante su bochorno.

—Es una larga historia —dijo.

—Disculpe. Normalmente suelo ser mucho más elegante y discreto.

Se metió las manos en los bolsillos y sonrió tímidamente. Él también sabía cómo flirtear, pensó Charlie; en general, ella nunca atacaba con prudencia o timidez.

—¿Hay algún buen restaurante cerca de aquí? —dijo Olivia.

—Bueno… Edimburgo no está lejos, si no les importa conducir alrededor de una hora —dijo Graham—, y aquí al lado hay un restaurante excelente. Y Steph cocina para todos los huéspedes q quieran comidas caseras de primera calidad. Siempre con ingredientes orgánicos.

—¿Quién es Steph? —preguntó Charlie, tratando de sonar tan indiferente como pudo. Se sentía inexplicablemente irritada.

—¿Steph? —Graham le sonrió, dándole a entender que había entendido las implicaciones de su pregunta—. Pues es todo mi personal en una sola persona: cocinera, asistenta, secretaria, recepcionista…, lo que usted quiera. Mi burra de carga. Aunque no debería meterme con nuestros amigos los equinos. —Se echó a reír—. No, para ser justos, Steph es muy atractiva si a uno le gustan las mujeres de campo. Y sin ella estaría perdido; es un encanto. ¿Les traigo un menú un poco más tarde? —Lo dijo mirando solo a Charlie.

—Eso sería genial —repuso ella, sintiéndose ligeramente mareada.

—Y no se olviden de echarle un vistazo al spa; está en el edificio que antes era el granero. Acabamos de instalar un tepidarium. Es el sitio perfecto para darse un capricho y relajarse.

—Eso es una buena señal —dijo Olivia una vez que se hubo ido—. Me apetece mucho más el tepidarium que una sauna o un baño turco.

Charlie se quedó perpleja, pero decidió no decir nada. Se preguntaba si, en alguna ocasión, su hermana habría trabajado un día entero.

—Sin embargo, no sé si me voy a arriesgar con la cocina de Steph. Tenemos que conseguir cuanto antes el teléfono de un taxi; así, si estamos muertas de hambre y la comida que preparan aquí es un asco, podremos ir a Edimburgo antes de que se nos empiecen a notar las costillas.

Charlie sacudió la cabeza con fingida desesperación. Tendrían que pasar meses, posiblemente años de privaciones antes de que a Olivia se le notaran las costillas.

—Supongo que quieres instalarte en la parte de arriba —dijo Charlie colocando su maleta encima de la otra cama.

—Por supuesto. De lo contrario, pensaría que estoy durmiendo en el salón. Tú dormirás en el salón.

—Aquí acaba el salón —dijo Charlie, señalando el sitio— y empieza mi habitación.

—¿Qué tienen de malo las paredes? Me gustaría saberlo. ¿Y qué tienen de malo las puertas? Odio estos absurdos espacios abiertos. ¿Y si roncas y no me dejas dormir?

Charlie empezó a deshacer el equipaje, deseando que el viaje que habían hecho le hubiera permitido comprarse algo de ropa nueva y sexy. Miró a través de la ventana abierta hacia la extensa arboleda, al otro lado del arroyo que discurría junto a la casa. Salvo la voz chillona de Olivia, en aquel sitio no se oía ningún ruido: no pasaban coches ni se percibía el murmullo de la gente dirigiéndose a su trabajo. Solo el ocasional canto de un pájaro rompía el silencio. A Charlie le encantaba ese aire puro y fresco. Por suerte, lo de España había sido un desastre. La gente decía que no hay mal que por bien no venga, aunque Charlie siempre pensó que aquello era absurdo, un descarado insulto para cualquiera que en alguna ocasión hubiera vivido alguna horrible o trágica experiencia.

—¿Char? Vamos a pasar unas vacaciones estupendas, ¿verdad?

Olivia parecía extrañamente exultante. Se había echado en la cama. Charlie levantó la vista y vio los pies desnudos de su hermana a través de los barrotes de madera. Deshacer el equipaje era otra de las cosas que Olivia no hacía, ya que consideraba que requería demasiado esfuerzo. Utilizaba su enorme maleta como si fuera un armario pequeño.

—Claro que sí.

Charlie se preguntó qué vendría a continuación.

—Prométeme que no permitirás que tu álter ego, el Tyrannosaurus Sex, tome el mando y lo arruine todo. He estado esperando ansiosamente esta semana y no dejaré que ningún hombre la arruine.

Tyrannosaurus Sex. Charlie trató de ahuyentar aquellas palabras, pero ya se le habían metido en el cerebro. ¿Así es como la veía Olivia? ¿Como un monstruo enorme y feo? ¿Como una desenfrenada depredadora sexual? Tuvo la sensación que en su interior se cerraban de golpe un montón de puertas, en un vano intento de proteger su ego contra un daño irreparable.

—¿Qué hombre? —preguntó, con voz quebrada—. ¿Angilley o Simón?

Olivia lanzó un suspiro.

—El hecho de que tengas que hacer esa pregunta pone de manifiesto la gravedad de tu problema —dijo.

—Dicho de otro modo, un desastre —dijo el inspector jefe Giles Proust—. ¿Te parece esa una evaluación justa de la situación, Waterhouse? ¿Tú cómo la definirías?

Simón estaba en el despacho acristalado de Proust. Un lugar que evitar, salvo para quien disfrutara sintiéndose observado por sus compañeros mientras era masacrado por aquel inspector jefe bajito y calvo: una película muda pero brutal contemplada a distancia, a través de los cristales. Simón se sentó en una silla verde sin brazos que vomitaba el relleno de su asiento mientras Proust daba vueltas a su alrededor, sorbiendo de vez en cuando un poco de té del tazón que sostenía en la mano y cuya inscripción rezaba: «El mejor abuelo del mundo». De vez en cuando, Simón se apartaba para evitar que le echara encima el té caliente. Si aquello hubiese sido una película, Proust habría sacado una navaja en cualquier momento y habría empezado a acuchillarle. Sin embargo, la navaja no era el arma preferida de Proust; le gustaba más dar rienda suelta a su envenenada lengua y a su distorsionada visión del mundo y del lugar que ocupaba en él.

Simón había tomado la imprudente iniciativa de entrar en la parida del inspector jefe sin haber sido convocado. Por lógica, como el resto de los miembros del DIC, nunca habría ido a ver a Muñeco de Nieve por iniciativa propia. El apodo hacía referencia a la capacidad de Proust para contagiar cualquiera de sus estados de ánimo —sobre todo los malos— a habitaciones llenas de testigos inocentes. Si dejaba de estar relajado y se ponía tenso, o pasaba de ser sociable a huraño, toda la sala del DIC quedaba helada. Nadie decía nada y todo el mundo se comporta de una forma tímida y forzada. Simón no sabía cómo se las arreglaba Proust para congelar el ambiente hasta ese punto. ¿Acaso serían los poros de su piel? ¿Tendría poderes psíquicos?

«Tú háblale como si fuera alguien normal».

Simón tenía muchas cosas que contarle y no tenía sentido andarse con rodeos.

—Ciertamente, la situación es complicada y preocupante señor.

Simón habría aceptado sin problemas la palabra «desastre» para definir la situación si no fuera por las claras implicaciones de que, en cierto modo, él era el responsable. ¿En cierto modo? Se regañó a sí mismo por ser tan ingenuo. Proust le hacía totalmente responsable. Lo que no sabía era por qué.

—En cuanto la señora Haworth te dio la dirección, deberías haberte puesto en contacto de inmediato con la policía de Kent. Tendrías que haberles mandado un fax con todos los detalles y sentarte allí al cabo de una hora.

A la policía de Kent no le habría gustado eso. Le habrían llamado por loco si se hubiera presentado tan solo una hora después.

—Eso habría sido injustificado, señor. Entonces no sabía lo que sé ahora. En aquel momento, Naomi Jenkins aun no había acusado a Haworth de violación.

—Sin embargo, entonces con la policía de Kent.

—¿Usted habría hecho eso, señor? ¿En mi posición? —Desafiarlo directamente era arriesgado. Mierda—, la señora Haworth me dijo que se encargaría de que su marido se pusiera en contacto conmigo en cuanto regresara. Me dijo que estaba tratando de terminar su relación con Naomi Jenkins, pero que ella no se daba por aludida. Le dejé un mensaje a Haworth en el móvil y esperaba que me contestara. Parecía bastante sencillo.

—Sencillo —dijo Proust, tranquilo. Parecía casi melancólico—. ¿Así es como lo describirías?

—No, ahora no. Ahora ya no es sencillo…

—En efecto.

—Señor, seguí el procedimiento correcto. Decidí aparcar el asunto durante un tiempo y volver a investigar a principios de la semana próxima si no sabía nada.

—¿Y qué factores contribuyeron a esa decisión?

Proust le dedicó una falsa y aterradora sonrisa.

—Realicé una evaluación del peligro. Haworth es un hombre adulto, y no hay indicios de que sea inestable o tenga tendencias suicidas…

Muñeco de Nieve vertió un poco de té mientras daba vueltas, moviéndose más deprisa que Fred Astaire. Simón deseaba que Charlie no se hubiese ido de vacaciones. Por algún motivo, cuando ella no estaba, el trabajo siempre era un asco.

—Robert Haworth tiene una esposa y una amante —dijo Proust—. Para ser más exactos: tiene una esposa que ha descubierto la existencia de su amante y una amante que no le permitirá terminar la relación que mantiene con ella. Puesto que no estás casado, Waterhouse, puede que no lo entiendas, pero vivir con una sola mujer que afirma sentir bastante cariño por ti y a la que nunca has engañado de verdad ya es bastante difícil. Hazme caso: soy un hombre que lleva treinta y dos años batallando en el campo del matrimonio. Si tienes que enfrentarte a dos mujeres que se quejan al mismo tiempo de lo traicionadas que se sienten… En fin, en su caso yo no me habría ido a Kent, sino mucho más lejos.

¿Batallando en el campo del matrimonio? Aquello era otra perla. Tenía que recordarlo y contárselo a Charlie. Si Muñeco de Nieve era capaz de parecer, aunque solo fuera un segundo, un hombre cuerdo y un ser humano normal era solo gracias a la paciencia sin límites de Lizzie Proust.

Si la conversación hubiera tenido lugar dos años atrás, o tan solo uno, llegados a este punto Simón se habría calentado y estaría impaciente, apretando los dientes y pensando mentalmente en el día en que le rompería la nariz a Proust con la frente. Hoy, sin embargo, se sentía cansado al tener que esforzarse por seguir comportándose como un adulto mientras hablaba con un hombre que, efectivamente, era un niño. «Oh, muy bien, Waterhouse, qué psicología», habría dicho Proust.

Simón se preguntó si era sensato empezar a pensar en sí mismo como un hombre proclive a tener un carácter violento. ¿O acaso aún era demasiado pronto para eso?

—¿Usted qué habría hecho, señor? ¿Me está diciendo que, basándonos en lo que sabíamos ayer, habría hablado con la policía de Kent?

Proust nunca le daba a nadie la satisfacción de una respuesta.

—Una evaluación del peligro —dijo Proust con desprecio, aunque era él quien le había dado a Simón las pautas de 2005 de la Asociación de Jefes de Oficiales de Policía acerca de los procedimientos que había que seguir con respecto a personas desaparecidas, y quien le había obligado a memorizarlo al pie de la letra—. Haworth está en peligro, y no debería decirle por qué. Está en peligro porque está liado, de alguna forma que aún está por determinar, con esa tal Naomi Jenkins. ¡Una evaluación del peligro! ¿Esa mujer se presenta un buen día y denuncia la desaparición de Haworth, afirmando que ha sido su amante desde hace un año y que no puede vivir sin él y luego, al día siguiente, vuelve diciéndome que lo olvide, que todo no era más que una gran mentira, y acusa a Haworth de haberla violado y secuestrado hace tres años? —Proust negó con la cabeza—. Pues cuidado, porque a finales de semana esto se habrá convertido en una investigación por asesinato.

—No estoy seguro, señor. Creo que es prematuro suponer eso.

—¡No tendría que suponer nada si hubieras llevado el asunto con profesionalidad! —le gritó Proust—. ¿Por qué no interrogaste adecuadamente a Naomi Jenkins el lunes y le sacaste toda la historia entonces?

—Lo hicimos…

—Esa mujer se está riendo de nosotros. Se presenta cuando le apetece, cuenta lo que le da la gana, y todo lo que hacéis es asentir y tomar nota de cada nueva mentira con todo detalle… Primero informa de la desaparición de alguien y luego denuncia una violación. ¡Está montando la función de Navidad y os ha contratado a vosotros para interpretar a las patas traseras de la mula!

—La inspectora Zailer y yo…

—Por todo lo sagrado, ¿en qué estabas pensando cuando le tomaste declaración sobre la violación? Es evidente que esa mujer es fantasiosa hasta lo compulsivo, ¡y aun así le concediste ese capricho!

Simón pensó en el relato que Naomi Jenkins hizo de su violación, lo que contó acerca de lo que le hicieron esos hombres. Era lo más horrible que había oído en su vida. Se planteó decirle a Proust cómo se había sentido realmente cuando ella se lo contó. Sin embargo, la proximidad física de Muñeco de Nieve repelía cualquier absurda idea que pudiera tener sobre la posibilidad de una comunicación sincera; solo había que echar un vistazo a ese hombre.

—Si miente con respecto a la violación, ¿cómo explica la carta, firmada con las iniciales N.J., que envió a esa página web en mayo de 2003?

—Es una fantasía que tiene desde hace años…, desde que nació, por lo que a mí respecta —dijo Proust con impaciencia—. Entonces conoció a Haworth y dio forma a su fantasía, incorporándole a su a surda historia. Nada de lo que diga esa mujer es fiable.

—Estoy de acuerdo en que su conducta es sospechosa —repuso Simón—. Evidentemente, su inestabilidad es un motivo para preocuparse seriamente por la seguridad de Haworth. —No pensamos lo mismo, podría haber añadido, pero no tenía ningún sentido—. Y es la razón por la que, en cuanto acabé de tomarle declaración me puse en contacto con la policía de Kent. Y acaban de responderme.

«Dicho de otro modo, boñiga de mente cerrada, dispongo de algunos hechos que podrían ser de tu interés si estuvieras dispuesto a dejar de echarme la culpa de todo durante dos segundos».

Simón tenía la sensación de que sus palabras volvían a él que no había conseguido pronunciarlas, que no había sido capaz de traspasar la rígida e invisible barrera que rodeaba permanentemente a Proust.

Insistió.

—La dirección que me dio Juliet Haworth existe, pero nadie sabe nada sobre Robert Haworth.

—Esa mujer también es inestable —dijo rotundamente Muñeco de Nieve, como si sospechara que las dos mujeres que había en la vida de Robert Haworth conspiraran deliberadamente para causarle problemas a él, Giles Proust—. ¿Y bien? ¿Has vuelto a esa casa para registrarla? ¿Has registrado la casa de Naomi Jenkins? Si te has leído la información sobre personas desaparecidas que te di…

—Lo he leído —le interrumpió Simón.

Las pautas de 2005 de la Asociación de Jefes de Oficiales de Policía acerca de los procedimientos que hay que seguir con respecto a personas desaparecidas apenas ofrecían ninguna novedad. Proust era reacio a los cambios. Semanas después de adelantar o atrasar los relojes, seguía haciendo distinciones entre «la hora antigua» y «la hora nueva».

—… sabrías que según la sección 17, apartado C…, ¿o es el D?…, puedes entrar en cualquier edificio si tienes motivos para pensar que alguien está en peligro…

—Lo sé, señor. Puesto que la inspectora Zailer no está, solo quería consultarlo primero con usted.

—Bueno, ¿y qué creías que diría yo? Un hombre ha desaparecido. Su amante es una lunática intrigante, y su mujer, en lugar de mostrarse preocupada por su paradero, trata con todas sus fuerzas de despistarte. ¿Qué creías que iba a decir? ¿Que te relajaras y te olvidaras de todo?

—Por supuesto que no, señor.

«Tengo que consultarlo contigo, maldito gilipollas». ¿Acaso Proust creía que Simón disfrutaba con esas conversaciones? Cuando estaba Charlie no era tan malo: ella actuaba como parachoques, protegiendo a su equipo de las amenazas del inspector jefe hasta donde podía. Asimismo, y cada vez con más frecuencia, tomaba decisiones que, por derecho, le correspondería tomar a Proust a fin de minimizar su estrés y proporcionarle esos días tranquilos que tanto le gustaba disfrutar.

—Por supuesto que no, señor —le imitó Proust. Lanzó un suspiro y disimuló un bostezo, una señal de que había perdido ímpetu—. Haz lo que tengas que hacer, Waterhouse. Registra la casa de Jenkins y la de Haworth. Revisa las facturas de las tarjetas de crédito y del teléfono. Habla con todo aquel a quien conozca Haworth: amigos, gente de su trabajo… Ya sabes lo que debes hacer.

—Sí, señor.

—Ah, y algo que me parece absolutamente elemental: métete en el ordenador de Naomi Jenkins. Así sabremos si la carta que afirma haber enviado a esa página web sobre violaciones fue escrita con él, ¿verdad?

—Sí, señor —dijo Simón, pensando que alguien sí sería capaz de saberlo, pero no él. Proust era un experto en todo aquello que no requería experiencia, y ese era su problema—. Siempre que se trate del mismo ordenador; puede que desde entonces se haya comprado otro.

—Diles a Sellers y a Gibbs que también se ocupen del caso. Ahora mismo es nuestra máxima prioridad.

Simón estuvo a punto de cometer el error de decirle que lo hiciera él. ¿Acaso Proust se estaba preparando para retirarse, se pregunto, delegando sus responsabilidades para que las asumiera cualquiera?

—Vuelve a interrogar a Jenkins. Y ve al Traveltel…

—Acabo de hablar por teléfono con la recepcionista.

Simón disfrutó de la satisfacción de frustrar al menos una de las innecesarias instrucciones de Proust. Dar consejos redundantes era uno de los pasatiempos favoritos de Muñeco de Nieve, aunque lo que más le gustaba era hacer advertencias que estaban fuera de lugar. Siempre les decía a Charlie y a Simón que tuvieran cuidado con el coche, que no dejaran la puerta de su casa abierta o que no se cayeran por un precipicio si salían de excursión por la montaña.

—Un hombre y una mujer cuyas descripciones se corresponden con las de Haworth y Jenkins han pasado todas las noches del jueves en la habitación once del Traveltel desde hace aproximadamente un año, tal y como Jenkins nos contó el lunes. Estoy esperando a que la recepcionista del Traveltel me llame y me confirme que se trata de ellos. Le he mandado por e-mail una copia de la foto…

—¡Por supuesto que se trata de ellos! —Proust depositó violentamente su tazón sobre la mesa.

—Señor, ¿no estará insinuando que no debería haberme molestado en comprobarlo?

Sin duda alguna, un error tan básico, en un mundo paralelo donde Simón había cometido muchos errores, aunque distintos, habría originado una bronca muy similar a la que ahora estaba aguantando.

El inspector parecía profundamente indignado. Y su tono de voz también sonó furioso cuando dijo:

—Tú solo ocúpate de ello, Waterhouse, ¿de acuerdo? ¿Hay algo más o puedes concederme unos minutos de tranquilidad para que pueda poner un poco de orden a este desastroso día?

—La recepcionista dijo que la pareja…, Haworth y Jenkins, si es que se trata de ellos, parecían estar muy a gusto juntos.

Proust levantó las manos.

—Bueno, entonces ya tenemos un misterio resuelto. Eso explica por qué se han encontrado todas las semanas en un motel de carretera. Sexo, Waterhouse. ¿O qué pensabas, que se tomaban un plato combinado por 8 libras y 99 peniques?

Simón ignoró el sarcasmo. En todo aquel asunto tan peculiar, la relación entre Robert Haworth y Naomi Jenkins era crucial, y la recepcionista del Traveltel, hasta donde Simón sabía, era una testigo objetiva e independiente.

—La chica me dijo que siempre estaban abrazados —dijo con firmeza—. Que se miraban constantemente a los ojos y todo eso.

—¿En recepción?

—Al parecer, sí.

Proust resopló ruidosamente.

—Ella siempre se quedaba a dormir y se iba a la mañana siguiente, mientras que él se iba por la noche, alrededor de las siete.

—¿Siempre?

—Eso es lo que dijo.

—¿Qué clase de absurda relación es esa? —dijo Proust, mirando su tazón vacío como si esperara que se hubiera vuelto a llenar por sí solo.

—Puede que una relación basada en los abusos —sugirió Simón—. Señor, he pensando en el síndrome de Estocolmo. Ya sabe, cuando una mujer se enamora del hombre que ha abusado de ella…

—No me hagas perder el tiempo, Waterhouse. Lárgate de aquí y haz tu maldito trabajo.

Simón se levantó y se dio la vuelta para salir.

—Ah, Waterhouse.

—¿Señor?

—Cuando salgas podrías comprarme un libro sobre relojes de sol; siempre me han parecido algo fascinante. ¿Sabías que la hora solar es más precisa que la que marca el reloj y que la del meridiano de Greenwich? Lo leí en algún sitio. Si lo que quieres es saber la posición exacta de la Tierra con respecto al Sol, la hora solar, entonces necesitas un reloj de sol. —Proust sonrió, y eso asustó a Simón: en el rostro del inspector, la felicidad no encajaba—. Los relojes nos han hecho creer que todos los días tienen la misma duración, veinticuatro horas exactas. Pero no es verdad Waterhouse; no es verdad. Algunos son un poco más cortos; y otros, un poco más largos. ¿Lo sabías?

Simón lo sabía muy bien. Los más largos eran los que se veía obligado a pasar en compañía del inspector jefe Giles Proust.