4

4/4/06

Cuando se dirigía hacia la puerta principal de la casa de Haworth, Simón se detuvo frente a la que supuso que era la ventana por que había mirado Naomi Jenkins cuando sufrió el ataque de pánico. Las cortinas estaban echadas, pero había un pequeño espacio entre ellas a través del cual Simón pudo ver el salón del que les había hablado Naomi. Se dio cuenta de que había sido muy precisa en cuanto a los detalles. Un sofá y una butaca de color azul marino, un aparador con puertas de cristal, una cantidad exagerada de casitas de adorno de muy mal gusto, un cuadro de un viejo desaliñado observando a un muchacho medio desnudo que toca la flauta… Todo estaba allí, tal y como ella lo había descrito. Simón no observó nada raro, nada que pudiera explicar la súbita y extrema reacción de Naomi.

Siguió su camino hasta la puerta principal y vio el descuidado jardín, que parecía más un patio lleno de trastos que otra cosa. Pulsó el timbre, pero no oyó nada. ¿Acaso las paredes eran demasiado gruesas, o es que el timbre estaba estropeado? Volvió llamar, pero con idéntico resultado. Nada. Estaba a punto de golpear la puerta cuando una voz femenina, en un tono que daba entender que no le había dado tiempo a contestar, gritó:

—¡Ya voy!

Si Charlie hubiese estado allí, le habría enseñado la placa y tarjeta de identificación, dispuesta a enfrentarse a quien le abriera la puerta. Simón tendría que haber imitado a su superior y hacer lo mismo y quedarse allí, cosa que no le gustaba. Cuando iba solo, únicamente se identificaba ante la gente si se lo pedían. Se sentía cohibido, casi ridículo, enseñando la placa de inmediato, mostrándosela a la gente en cuanto empezaban a hablar. Se sentía como si estuviera actuando.

La mujer que tenía enfrente, con una expresión expectante en el rostro, era joven y atractiva. El pelo, rubio, le llegaba hasta los hombros; tenía los ojos azules y algunas pecas en la nariz y las mejillas. Sus cejas eran dos finos y perfectos arcos; era evidente que había dedicado mucho tiempo a ellas y que debía haberle dolido. A Simón le parecieron desagradables y poco naturales. Recordó que Naomi Jenkins había hablado de un traje de chaqueta. Hoy, Juliet Haworth llevaba unos vaqueros azules y una sudadera negra de cuello de pico. Su olor desprendía un fuerte aroma a limón.

—¿Hola? —dijo, enérgicamente.

—¿La señora Juliet Haworth?

Ella asintió con la cabeza.

—¿Está en casa su marido, Robert Haworth? Quería hablar un momento con él.

—¿Y usted es…?

Simón odiaba presentarse; odiaba el sonido de su voz pronunciando su nombre. Era un complejo que tenía desde que iba a la escuela, aunque estaba decidido a que nadie lo descubriera.

—Soy el sub inspector Simón…

Juliet Haworth lo cortó con una sonora carcajada.

—Robert no está. ¿Es usted policía? ¿Un sub inspector? ¡Joder!

—¿Sabe dónde está?

—En Kent, en casa de unos amigos. —Ella asintió con la cabeza—. Naomi ha denunciado su desaparición, ¿verdad? Por eso estuvo aquí.

—¿Cuánto tiempo lleva el señor Haworth en Kent?

—Varios días. Mire, a esa zorra de Naomi le falta un tornillo. Es una maldita…

—¿Cuándo volverá? —la interrumpió Simón.

—El próximo lunes. ¿Quiere que lo lleve a la comisaría para demostrar que sigue con vida, que no lo he golpeado hasta matarlo en un ataque de celos?

Juliet Haworth torció la boca. «¿Estaba admitiendo que sentía celos o burlándose de ello?», se preguntó Simón.

—Estaría bien que viniera a verme cuando regrese, sí. ¿En qué parte de Kent se encuentra?

—En Sissinghurst. ¿Quiere la dirección?

—Eso sería de gran ayuda, sí.

Juliet pareció irritada por su respuesta.

—Dunnisher Road, número 22 —dijo, lacónicamente.

Simón anotó la dirección.

—¿Sabe que esa mujer está como una chota? Si la conoce ya debe saberlo. Robert lleva meses intentando acabar con esa historia, pero ella no se da por aludida. En realidad, está bien que se haya presentado usted aquí. Debería haber sido yo quien acudiera a la policía y no ella. ¿Hay algo que yo pueda hacer para impedir que ella venga aquí a todas horas? ¿Podría pedir una orden de alejamiento?

—¿Cuántas veces se ha presentado aquí de improviso?

—Estuvo aquí ayer —dijo Juliet, como si aquella fuera la respuesta a la pregunta de Simón—. Miré a través de la ventana de mi habitación y la vi en el jardín, intentando huir antes de que yo bajara.

—De modo que solo ha estado aquí una vez. Ningún juzgado le concedería una orden de alejamiento.

—Quiero ser previsora. —Juliet parecía hablar ahora en el tono de quien está conspirando. Mientras hablaba, entornó un ojo, en un gesto que era un guiño a medias—. Volverá. Si Robert no da un paso para acercarse a ella, cosa que no hará, no pasará mucho tiempo hasta que Naomi Jenkins esté viviendo en una tienda de campaña en mi jardín.

Juliet se echó a reír, como si aquella idea, más que preocupante, fuera divertida. Entonces dio un paso para entrar de nuevo en casa, pero se quedó de pie en el umbral de la puerta. Detrás de ella, en el vestíbulo, Simón vio una alfombra de color marrón claro, un teléfono rojo sobre una mesa de madera y un montón de zapatos, zapatillas de deporte y botas tirados por el suelo. Apoyado en la pared, llena de marcas y arañazos, había un espejo cuya superficie, en la parte central, estaba manchada con una especie de fijador. A la derecha del espejo había un calendario, largo y estrecho, sujeto con una chincheta; en la parte superior había una foto del castillo de Silsford y una línea con cada día del mes, aunque sin nada escrito. Ni Robert ni Juliet habían anotado nada.

—El camión del señor Haworth está aparcado ahí fuera —dijo Simón.

—Lo sé. —Juliet no hizo nada por disimular su impaciencia—. Le he dicho que Robert está en Kent. Pero no dije que su camión también estuviera allí.

—¿Tiene otro vehículo?

—Sí, un Volvo V40. Y, para ahorrarle el trabajo, le informo de que también está aparcado ahí fuera. Robert se fue a Sissinghurst en tren. Es camionero; cuando no trabaja, intenta no conducir.

—¿Tiene el número de teléfono del sitio donde está?

—No. —Su rostro se ensombreció—. Se llevó el móvil.

Simón creyó que aquello no era normal.

—Pensé que había dicho que estaba en casa de unos amigos. ¿No tiene su número de teléfono?

—Son amigos de Robert, no míos.

El labio fruncido de Juliet sugería que no habría querido compartir aquellas amistades ni aun cuando su marido se lo hubiera ofrecido.

—¿Cuándo habló con Robert por última vez? —preguntó Simón.

Su contraataque había dado resultado. Viendo que Juliet estaba impaciente por que se fuera, se sintió inclinado a quedarse.

—No quisiera ser desagradable, pero ¿a usted qué le importa? Anoche, ¿vale? Me llamó anoche.

—Naomi Jenkins afirma que él no contesta al móvil.

Al parecer, a Juliet le pareció muy estimulante esa información. Su rostro se animó, y sonrió.

—Debe de estar subiéndose por las paredes. Robert, siempre tan fiable, no le devuelve las llamadas… ¡Qué vendrá después!

Simón detestaba la forma en que los celos convertían a la gente en unos salvajes. Él mismo había sido uno de esos salvajes en más de una ocasión; la humanidad se esfumaba, sustituida por la brutalidad. Se imaginó a Juliet como una depredadora, relamiéndose los labios mientras su presa moría desangrada delante de ella. Sin embargo, puede que aquello no fuera justo, puesto que Naomi Jenkins había reconocido que quería que Haworth dejara a Juliet y se casara con ella.

Ayer, Naomi le anotó el número del móvil de Robert. Más tarde, Simón le dejaría un mensaje a Haworth y le diría que lo llamara. Se aseguraría de que el tono de su voz fuera el de un hombre de mundo. «Fingiré ser Colin Sellers», se dijo.

—Hágame un favor, ¿vale? —dijo Juliet—. Dígale a Naomi que Robert se ha llevado el móvil y que no está estropeado. Quiero que sepa que él ha recibido todos sus mensajes, pero que no piensa contestárselos.

Tiró de la puerta hacia ella, impidiendo a Simón ver el interior de la casa. Lo único que podía ver ahora era la pequeña mesa semicircular en la que estaba el teléfono, justo detrás de ella.

Simón le dio su tarjeta.

—Cuando vuelva su marido, dígale que se ponga en contacto conmigo inmediatamente.

—Ya le he dicho que lo haré. Y ahora, ¿puedo irme? O, mejor dicho, ¿puede irse, por favor?

Simón podía imaginársela echándose a llorar en cuanto le hubiera cerrado la puerta. Su actitud, se dijo, era demasiado frágil y ligeramente artificial. Puro teatro. Se preguntaba si Robert Haworth habría ido a Kent para tomar su decisión final: Juliet o Naomi. Si había sido así, no era sorprendente que su mujer estuviera al borde de un ataque de nervios.

Simón se imaginó a Naomi sentada en su casa, tensa, intentando encontrarle una explicación lógica al hecho de que Haworth la hubiera abandonado. Sin embargo, el amor y la lujuria no respetaban la lógica, ese era el problema. Pero ¿por qué de repente a Simón le daba lástima Naomi Jenkins y no la esposa engañada?

—Naomi pensaba que yo no sabía que existía —dijo Juliet, con una sonrisa maliciosa—. ¡Estúpida zorra! Pues claro que lo sabía. Encontré una fotografía suya en el móvil de Robert. Y no estaba sola. Era una foto de los dos, abrazados, en una gasolinera. ¡Qué romántico! No estaba buscando nada…, la encontré por casualidad. Robert se había dejado el teléfono en el suelo. Estaba colocando los adornos navideños, y lo pisé sin querer. Empecé a pulsar teclas al azar, asustada, porque pensé que lo había roto, y de repente vi esa foto. Fue un shock —murmuró, más para sí misma que para Simón. Sus ojos empezaron a volverse vidriosos—. Y ahora tengo a la policía en casa. Si quiere que se lo diga, creo que Naomi Jenkins quiere pegarme un tiro.

Simón se apartó de ella. Se preguntaba cómo se las habría arreglado Robert Haworth para asistir a sus citas semanales con Naomi si Juliet conocía su aventura desde antes de Navidad. Si solo lo hubiera sabido desde la semana pasada, eso podría explicar la precipitada marcha de Haworth para quedarse con sus amigos de Kent.

Simón había empezado a preguntarse algo mentalmente, pero antes de que pudiera darle forma, Juliet Haworth dijo:

—Estoy harta de todo esto.

Y le cerró la puerta en las narices.

No era la única que estaba harta. Simón levantó la mano para llamar de nuevo al timbre, pero al final decidió no hacerlo. En ese momento, formular cualquier otra pregunta habría sido entrometerse. Con una sensación de alivio, volvió al coche, puso el motor en marcha, sintonizó Radio 4 y, al llegar al final de la calle, ya se había olvidado del pequeño y sórdido triángulo amoroso de Robert Haworth.

Charlie entró en el bar del hotel Playa Verde y colgó su bolso en el taburete que había junto al que ocupaba su hermana. Al menos Olivia había seguido sus instrucciones y la había esperado en vez de salir corriendo hacia el aeropuerto y tomar un vuelo en primera clase a Nueva York, tal y como le había amenazado con hacer. ¡Por Dios! ¡Qué ridícula estaba con ese vestido negro que le dejaba la espalda al descubierto! ¿Qué esperaba Liv? El viaje les había costado cuatrocientas libras, una oferta de última hora.

—No he encontrado nada —dijo Charlie. Se quitó las gafas y se secó las gotas de lluvia que tenía con el dobladillo de la blusa.

—¿Cómo que no has encontrado nada? Debe de haber un millón de hoteles en España. Y no creo que no haya ninguno que no sea mejor que este.

Olivia se quedó mirando su copa de vino para asegurarse de que estaba limpia antes de tomar un sorbo.

Ni ella ni Charlie trataban de hablar en voz más baja de lo habitual ni les importaba si el camarero las estaba escuchando. Era un hombre mayor de Swansea que llevaba dos enormes mariposas de color azul tatuadas en los antebrazos. Charlie le había oído contar antes a un cliente que se había mudado allí después de haber trabajado durante veinte años como profesor de autoescuela.

—No echo de menos Inglaterra —dijo—. El país se ha ido a la mierda.

Su única concesión a su nuevo país de residencia era contarle a toda la gente que se acercaba a la barra que la jarra de sangría estaba a mitad de precio y que la oferta seguiría vigente hasta el fin de semana.

Esa noche, Charlie y Olivia eran sus únicas clientas, aparte una obesa pareja con la piel de color naranja rodeada por un montón de maletas. Estaban encorvados sobre un cuenco plateado con seis cacahuetes que removían ocasionalmente con sus enormes dedos, como si esperaran que apareciera algo interesante debajo de ellos. You Wear It Well, de Rod Stewart, sonaba como música de fondo, aunque había que hacer un esfuerzo para poder escuchar bien la canción.

Las cuatro paredes del bar Arena estaban cubiertas por papel pintado de color verde, rojo y con cuadros escoceses. El techo era de Artex, con manchas de nicotina. Aun así, era el único lugar donde estar si alguien tenía la mala suerte de alojarse en el hotel Playa Verde, porque al menos servían alcohol. Para consternación de Olivia, en la minúscula habitación que ella y Charlie compartían no había minibar; cuando llegaron, empezó a abrir todos los cajones del armario; se inclinaba para mirar dentro, sin parar de decir: «Tiene que estar en alguna parte».

Una cortina de tela que apestaba a cigarrillos y a grasa colgaba de la estrecha ventana de la habitación. No debían de haberla lavado desde hacía años. La cama que eligió Olivia, porque estaba junto al baño, se encontraba tan cerca de este que bloqueaba la puerta; cuando Charlie tuviera que usarlo por la noche tendría que saltar por encima de la cama de su hermana. Por la tarde, cuando le echó un vistazo, descubrió dentífrico seco pegado a uno de los dos vasos de plástico que había junto al lavabo y pelos de algún desconocido atascados en el desagüe de la bañera. Hasta entonces, sin motivo aparente, la alarma contra incendios había sonado en dos ocasiones, y en cada una de ellas transcurrió más de media hora antes de que alguien tuviera el detalle de desconectarla.

—¿Has mirado en Internet? —preguntó Olivia.

—¿Qué crees que he estado haciendo durante las dos últimas horas?

Charlie respiró profundamente y pidió un brandy con jengibre, tras rechazar una vez más la sangría a mitad de precio y hacer asomar una falsa sonrisa a su rostro cuando el camarero le comentó que podía disfrutar de aquella oferta especial hasta el fin de semana. Encendió un cigarrillo, pensando que, en situaciones como aquella, fumar seguramente no sería malo para su salud, aunque si lo fuera el resto del tiempo. El fin de semana parecía estar muy, muy lejos. Así pues, disponía de mucho tiempo para suicidarse si comprobara que las cosas no mejoraban. Quizás debería suicidarse haciendo explotar una bomba en mitad de aquel maloliente hotel.

—Créeme, no habría ningún sitio al que hubieras dado el visto bueno —le dijo a Olivia.

—Entonces, ¿sí había hoteles disponibles?

—Algunos. Pero o no tenían piscina o no estaban junto al mar o no tenían aire acondicionado o solo disponían de buffet por las noches…

Olivia negó con la cabeza.

—Si seguimos así no creo que nos haga falta el aire acondicionado ni la piscina —dijo—. Hace frío y está lloviendo. Ya te dije que era demasiado pronto para viajar a España.

Charlie empezó a sentir que una ola de calor ensanchaba su pecho.

—También dijiste que no querías hacer un vuelo largo.

Olivia había propuesto viajar en junio para evitar lo que ella llamaba «las ansias de calor». A Charlie le pareció buena idea; lo último que deseaba era ver a su hermana saltando de la cama todos los días a las seis de la mañana, corriendo hacia la ventana y lamentándose: «¡Aún no hace nada de sol!». Sin embargo, el inspector jefe Proust había echado a perder el plan. Dijo que en junio habría demasiada gente de vacaciones. Para empezar, Gibbs se iba de luna de miel. Y antes, Sellers había reservado unas vacaciones clandestinas con su novia, Suki. La versión oficial era que se iba con el resto del equipo para seguir un curso de entrenamiento; mientras tanto, Stacey, su mujer, se quedaría en Spilling, lo que ofrecía no pocas ocasiones de que coincidiera con Charlie, Simón, Gibbs y Proust, la gente con la que Sellers le había dicho que estaría por ahí colgándose de una cuerda y arrastrándose por el barro. Charlie no se acababa de creer que la doble vida de Sellers hubiera durado tanto, teniendo en cuenta la sarta de mentiras que solía contar.

—Entonces, ¿no te molestaría que fuera un hotel sin piscina y sin aire acondicionado? —preguntó Charlie, suspicaz ante lo que parecía una solución muy fácil. Tenía que haber algún pero.

—Lo que me molesta es que no haga sol y que haga más frío que en Londres. —Olivia se irguió en su taburete, cruzando las piernas. Estaba muy elegante y parecía decepcionada, como una de esas solteras a las que dejan plantadas en una de esas largas y aburridas películas que Charlie detestaba, llenas de mujeres con sombrero y de dudosa reputación—. Pero no puedo hacer nada para remediarlo; y lo que no haré es sentarme junto a una piscina mientras está lloviendo. —Su mirada se iluminó de repente—. ¿Había algo con piscina cubierta? ¿O con spa? ¡Un spa sería genial! Me muero por uno de esos tratamientos de flotación en seco.

Charlie se sintió desfallecer. ¿Por qué no podría haber sido todo perfecto, al menos por esta vez? ¿Acaso era pedir demasiado? Si las cosas salían bien, no había nada más divertido que estar con Olivia.

—No lo he mirado —dijo Charlie—. Pero no lo creo muy probable, a menos que quieras gastarte una pequeña fortuna.

—El dinero no me importa —dijo rápidamente Olivia. Charlie sintió como si hubiera un volcán en erupción en su interior, un volcán que tenía que sofocar o en caso contrario explotaría, y lo arrasaría todo.

—Bueno, por desgracia, a mí sí me importa el dinero, de modo que a menos que quieras que busque dos hoteles distintos…

Olivia tenía una posición menos acomodada que Charlie. Era periodista freelance y pagaba una hipoteca colosal por un apartamento en el barrio londinense de Muswell Hill. Siete años atrás le diagnosticaron un cáncer de ovario. La operación para extirparle los dos ovarios y la matriz se le practicó de inmediato y pudo salvar la vida. Desde entonces había despilfarrado el dinero como si fuera la hija consentida de unos aristócratas. Conducía un BMW Z5 y solía tomar taxis de una punta a otra de Londres de manera habitual. Coger el metro era una de las muchas cosas a las que afirmaba haber renunciado para siempre, así como comprometerse, planchar y envolver regalos. A veces, cuando no podía dormir, Charlie se preocupaba por la situación económica de su hermana. Debía de tener muchas deudas…, y eso era algo que Charlie detestaba.

—Si no podemos conseguir un hotel en condiciones, preferiría hacer algo completamente distinto —dijo Olivia tras reflexionar un rato.

—¿Distinto?

Charlie estaba sorprendida. Olivia había vetado, sin demasiada ambigüedad, cualquier sitio equipado con cocina porque consideraba que requería demasiado esfuerzo, incluso después de que Charlie le aseguró que sería ella quien compraría y cocinaría lo que hiciera falta. En lo que a Charlie respectaba, no le costaba demasiado preparar unas tostadas por la mañana y una ensalada a la hora de comer. Charlie pensó que Olivia debería hacer su trabajo durante un par de días.

—Sí. Un camping o algo así.

—¿Un camping? ¿Y eso lo dice la que no quiso ir a Glastonbury porque la señora de la limpieza no le pone una funda de ganchillo al papel higiénico?

—Mira, no es mi opción preferida. Un bonito hotel en España, en junio, eso era lo que quería. Y si no puedo tenerlo, preferiría no estar en una triste caricatura de lo que deseaba. Al menos un camping sé que es un asco. Se supone que hay que dormir en el suelo, en una tienda, y comer bolsas de patatas fritas…

—Estoy segura de que si alguna vez intentaras ir a un camping te esfumarías como la bruja de El mago de Oz

—Y, ¿qué me dices de mamá y papá? Hace siglos que no vamos a verlos. Mamá nos espera con los brazos abiertos. Siempre me preguntan cuándo vamos a volver a ir con un tono de voz que amenaza con desheredarnos.

Charlie hizo una mueca. Hacía poco que sus padres se habían instalado en Fenwick, un pueblecito de la costa de Northumberland donde habían desarrollado una obsesión por el golf que no tenía nada que ver con el carácter relajado de ese deporte. Se comportaban como si el golf fuera un trabajo a jornada completa, ¿es que iban a ser despedidos si no jugaban de forma muy concienzuda? En una ocasión, Olivia los acompañó al club y luego le contó a Charlie que sus padres habían estado tan relajados como dos mulas cargadas de droga frente a los agentes de aduana de un aeropuerto.

Charlie no se creía capaz de enfrentarse con los tres miembros de su familia más cercana al mismo tiempo. No podía conciliar la idea de sus padres con la de unas vacaciones. Aun así, hacía siglos que había viajado al norte por última vez. Puede que Olivia tuviera razón.

El camarero subió el volumen de la música. Seguía sonando Rod Stewart, pero cantaba otro tema: The First Cut Is the Deepest.

—Me encanta esta canción —dijo el camarero, guiñándole el ojo a Charlie—. Tengo una camiseta que lleva escrito: «Rod es Dios». Suelo ponérmela casi siempre, pero hoy no la llevo.

Bajó los ojos hacia su pecho, aparentemente desconcertado.

La mezcla de Rod Stewart y el papel pintado de cuadros escoceses le sugirió una idea a Charlie.

—Ya sé adónde podemos ir —dijo—. ¿Qué te parecería volar a Escocia?

—Volaré a cualquier sitio donde pueda pasar unas buenas vacaciones. Pero ¿por qué Escocia?

—Estaríamos lo bastante cerca de papá y mamá para ir a comer un par de veces a su casa, pero no tendríamos que quedarnos con ellos. Podríamos tomarnos a toda prisa el asado de la cena y largarnos…

—¿Adónde? —preguntó Olivia.

—Alguien del trabajo me dio esta tarjeta de unos chalets de alquiler…

—Oh, por el amor de Dios…

—No, escucha. Sonaba bien.

—Estarán equipados con cocina.

Olivia puso cara de aprensión.

—La tarjeta dice que si lo deseas pueden servirte comidas caseras.

—¿Tres veces al día? ¿Desayuno, comida y cena?

¿Cómo era posible que necesitara una copa mientras aún tenía una en la mano que estaba tomando a largos tragos? Charlie encendió otro cigarrillo.

—¿Qué tal si llamo y pregunto? De verdad que sonaba muy bien, Liv. Las camas son enormes y todo eso. La tarjeta decía que eran chalets de lujo.

Olivia se echó a reír.

—Serías el sueño de cualquier jefe de marketing, en serio. Hoy en día, a cualquier cosa la llaman «lujo», incluso a cualquier cochambroso bed & breakfast

—Creo que también tenía spa —la interrumpió Charlie.

—Eso significa un cobertizo en ruinas con un charco de agua fría. Dudo que ofrezcan tratamientos de flotación en seco.

—¿De verdad quieres eso? ¿Por qué no subimos a la habitación y dejas que te tire por la ventana?

¿Acaso no decían que los buenos chistes siempre tienen un trasfondo de verdad?

—No me culpes por ser un poquito prudente. —Olivia miró a Charlie de arriba abajo, como si acabara de conocerla en ese momento—. ¿Por qué tendría que fiarme de ti cuando es muy evidente que estás loca? —Bajó la voz y siguió hablando con un áspero susurro—. ¡Te inventaste un novio!

Charlie desvió la mirada y lanzó un aro de humo al aire. ¿Por qué sentía la compulsión de contarle a su hermana todo lo que hacía, aun a sabiendas de que iba a criticarla de lo lindo?

—¿Le pusiste nombre? —preguntó Olivia.

—No quiero hablar de ello. Graham.

—¿Graham? ¡Por Dios!

—Esa mañana me tomé el desayuno en un bol de los Golden Grahams. Estaba demasiado agotada para ser creativa.

—Si yo hubiera hecho lo mismo que tú, estaría saliendo con un pastelito de manzana y canela. ¿Simón te creyó?

—No lo sé. Creo que sí. En cualquier caso, no se mostró muy interesado.

—Y Graham, ¿tiene apellidos? ¿Leche Semidesnatada, tal vez?

Charlie negó con la cabeza, sonriendo con poco entusiasmo. Se suponía que la capacidad para reírse de uno mismo era una virtud. Y eso era algo que Olivia esperaba que Charlie pusiera en práctica demasiado a menudo.

—Corta por lo sano en cuanto vuelvas —le aconsejó Olivia—. Dile a Simón que has terminado con Graham. Y únete de nuevo al mundo de los cuerdos.

Charlie se preguntaba si Simón les habría contado algo a Sellers y a Gibbs. O, que Dios no lo quisiera, al inspector jefe Proust. Toda la gente del DIC la consideraba un desastre en el terreno sentimental. Todos sabían lo que sentía por Simón y que él la había rechazado. Sabían que, durante los últimos tres años, se había acostado con más gente que la mayoría de ellos en toda su vida.

Charlie ya se había acostumbrado a su mentira, al nuevo estatus y a la dignidad que le proporcionaba. Quería que Simón pensara que tenía un novio como Dios manda y no otro de sus imposibles ligues de una noche… Una relación que podría durar, como una mujer adulta.

A Olivia no le había contado nada sobre Alice Fancourt y Simón. Era algo que la deprimía demasiado. ¿Por qué Simón había pensado de repente en Alice, después de casi dos años sin estar en contacto con ella? ¿Qué podía tener de bueno volver a verla ahora? Charlie había dado por sentado que él se había olvidado de Alice o que lo estaba intentando. Pero era como si nada hubiera ocurrido entre ellos.

Con mucha solemnidad, él le dijo a Charlie que pensaba llamar a Alice, como si esperara que fuera a reprochárselo. Simón sabía que a ella le importaría. Unos días después, cuando dejó caer al inexistente Graham en la conversación, fue obvio que a él no le importaba.

Olivia siguió hablando, como si Charlie corriera el peligro de olvidarse de todo.

—A Simón le da igual que tengas novio. No sé por qué crees que puedes ponerle celoso. Si te quisiera, te tendría desde hace tiempo.

¿Era posible que Simón descubriera que se había inventado a Graham? Charlie pensaba que, de ser así, no podría soportarlo.

—¿Quieres que llame a los chalets de Silver Brae o no? —preguntó cansinamente.

—No puede ser peor que este antro. —Olivia imitó el acento escocés—. Está bien, muchacha, ¿por qué no?