Martes, 4 de abril
Detrás de la barra del Star Inn solo hay una persona: un hombre flaco y bajito de rostro alargado y nariz enorme. Está silbando mientras saca brillo a unas jarras de cerveza con un deshilachado trapo verde. Es poco después de mediodía. Yvon y yo somos sus primeras clientas. El hombre levanta la vista y nos sonríe. Sus dientes son largos, como los de un caballo; tiene un hueco en ambos lados de la cabeza, encima de las orejas, como si le hubieran apretado las sienes con unas enormes pinzas.
¿Te parece una descripción precisa? Tú nunca describes las cosas. Me parece que no te gusta imponer a la gente tu visión del mundo, de modo que te quedas meramente en los sustantivos: camión, casa, pub. No, no es verdad. Nunca te oído emplear la palabra «pub». Tú dices «local», lo que supongo que es una especie de descripción.
No sé por qué me siento tan decepcionada al ver que el Star está vacío, con la excepción de ese camarero de aspecto tan peculiar. No es que esperara que estuvieras aquí. Si hubiera tenido una mínima esperanza de que así fuera, me habría estado engañando a mí misma. Si pudieras salir a tomar algo, podrías contactar conmigo. Yvon me aprieta el brazo, consciente de mi sombría expresión.
Al menos sé que estoy en el lugar indicado. En cuanto he entrado, todas mis dudas se han disipado. Cuando me hablas del r te refieres a este sitio. No me sorprende que escogieras un lugar apartado, metido en el valle, junto al río. Aunque está en el pueblo, no puede verse desde la calle principal de Spilling. Tienes que tomar la calle que hay entre la tienda de marcos y el centro de medicina alternativa y seguirla hasta dejar atrás el parque Blantyre.
El pub es una sala enorme, con la barra al final. El aire huele a humedad, como a levadura, y el ambiente está lleno del humo del tabaco de la noche anterior.
El camarero sigue sonriendo.
—Buenos días, señoras. O buenas tardes, mejor dicho. ¿Qué les pongo?
Deduzco que es de esa clase de jóvenes que acostumbran a hablar como lo haría un viejo. En cierto modo, me alegra no tener la opción de decidir con quién hablar. Así puedo concentrarme en lo que debo decir.
Las paredes están cubiertas con páginas de viejos periódicos enmarcadas: el Rawndesley Telegraph y el Rawndesley Evening Post. Echo un vistazo a la que tengo más cerca. En una columna hay un artículo sobre una ejecución que tuvo lugar en Spilling en 1903; hay una foto de una soga y, al lado, otra del desgraciado criminal. La segunda columna la encabeza el titular «Un granjero de Silsford gana el premio al cerdo más grande», junto a un dibujo del animal y de su dueño, ambos muy orgullosos; el cerca se llama Snorter[1].
Parpadeo para ahuyentar las lágrimas. Por fin veo todo lo que tú ves, tu mundo. Ayer vi tu casa y hoy este pub. Me siento como si estuviera haciendo una visita guiada por tu vida. Esperaba que eso me acercara más a ti, pero ha tenido justo el efecto contrario. Es horrible. Me siento como si estuviera viendo tu pasado y no ti presente, y, sin lugar a dudas, algo que nunca podré compartir. Es como si estuviera atrapada detrás de una pantalla de cristal o de un cordón rojo y no pudiera alcanzarte. Quiero gritar tu nombre.
—Voy a tomar un gin-tonic. Doble —dice Yvon, en voz muy alta, pensando en mí, intenta que su voz suene jovial, como si hubiéramos salido de juerga—. ¿Naomi?
—Una clara —me oigo decir a mí misma.
No he tomado una clara desde hace años. Cuando estoy contigo, solo tomo el Pinot Grigio que traes o el té de nuestra habitación del Traveltel.
El camarero asiente con la cabeza.
—Enseguida —dice.
Tiene un marcado acento de Rawndesley.
—¿Conoce a Robert Haworth? —le suelto, demasiado ansiosa para perder el tiempo pensando en la mejor manera de abordar el asunto. Yvon parece preocupada: le dije que sería sutil.
—No. ¿Debería?
—Es un cliente habitual. Viene mucho por aquí.
—Bueno, eso creemos —me corrige Yvon.
Es mi sombra, la que razona, la que está aquí para amortiguar cualquiera que sea el efecto que yo pueda sufrir. Conmigo, a solas, es sarcástica y tajante, pero en público suele seguir las convenciones sociales. Puede que tú entendieras eso mejor que yo. A menudo, cuando pareces preocupado y ausente, pienso que libras una batalla interior en la que dos fuerzas te arrastran en direcciones opuestas. Yo nunca he sido así, ni siquiera antes de conocerte. Siempre he sido una persona sin vueltas. Y, desde que te conocí, me he sentido totalmente atraída por ti. No hay más.
—Lo es —digo, con firmeza.
Esta mañana, cuando Yvon consultó las páginas amarillas, encontró lo que ella llamó «los tres candidatos»: el Star Inn de Spilling, el Star & Gater de Combingham y el Star Bar de Silsford. Descarté de inmediato los dos últimos: Combingham está a muchas millas y es horrible, y el Star Bar lo conozco. Voy algunas veces y me tomo una taza de té de menta orgánico. Casi suelto carcajada al imaginarte sentado en uno de esos bancos bajos de cuero oyendo el menú de infusiones.
—Tengo una foto suya en el móvil —le digo al camarero—. Sabrá quién es en cuanto lo vea.
Él asiente amablemente.
—Podría ser —dice, colocando las copas sobre la barra—. Serán siete libras con veinticinco, por favor. Viene mucha gente, pero no conozco todos sus nombres.
Saco el teléfono del bolso, tratando de prepararme para lo peor, como hago a cada momento. No es fácil. En todo caso, es duro. Quiero gritar al ver que en la pantalla no hay ningún icono de un sobrecito. Sigo sin recibir ningún mensaje tuyo. Siento que una repentina punzada de miedo y dolor, mezclados con pura incredulidad, contrae mi pecho. Pienso en la inspectora Zailer y en el subinspector Waterhouse y siento deseos de machacar sus insensibles y obtusas cabezas una contra otra. Prácticamente admitieron que no iban a hacer nada.
—¿Y qué me dice de Sean y Tony? —le suelto al camarero, pasando las fotografías del móvil mientras Yvon paga las copas—, ¿los conoce?
Mi pregunta le arranca una risa gutural.
—¿Sean y Tony? Me está tomando el pelo, ¿verdad?
—No.
Dejo de juguetear con el móvil y levanto la vista. El corazón se me acelera. Esos nombres le dicen algo.
—¿No? Bueno, yo soy Sean. Y Tony también trabaja aquí, en la barra. Vendrá esta noche.
—Pero… —No sé qué decir—. Robert habló de ustedes como si…
Di por sentado que tú, Sean y Tony veníais juntos aquí. Aunque, pensándolo bien, nunca dijiste que tal cosa hubiese ocurrido. Puede que yo me lo imaginara y llegara a una conclusión equivocada.
Vienes aquí solo. Y Sean y Tony ya están porque trabajan aquí.
Vuelvo a examinar el móvil. No quiero que Yvon se dé cuenta de que estoy perpleja. ¿Cómo podría ser malo lo ocurrido? He dado con Sean y Tony. Ellos te conocen y son tus amigos. Lo único que debo hacer es enseñarle una foto a Sean, y él te reconocerá. Elijo esa en que estás en el Traveltel, frente a tu camión, y extiendo el móvil por encima de la barra.
En los ojos de Sean detecto una inmediata expresión de reconocimiento y vuelvo a respirar.
—¡Elvis! —Se echa a reír—. Tony y yo lo llamamos Elvis. Por su cara; se parece. A él no le molesta.
Casi me echo a llorar. Sean es amigo tuyo. Incluso se refiere a ti con un apodo.
—¿Por qué lo llaman así? —pregunta Yvon.
—¿Acaso no es evidente?
Yvon y yo negamos con la cabeza.
—Es como una versión aumentada de Elvis Costello, ¿no? Elvis Costello después de haberse comido un montón de pasteles. —Sean se ríe de su ocurrencia—. Él sabe que le llamamos así.
—¿No sabía que se llamaba Robert Haworth? —pregunta Yvon.
Por el rabillo del ojo veo que no está mirando a Sean, sino a mí.
—No creo que nunca nos haya dicho su nombre. Siempre ha sido Elvis. ¿Está bien? Anoche Tony y yo comentamos que no lo habíamos visto desde hacía tiempo.
—¿Cuándo? —pregunto bruscamente—. ¿Cuándo lo vio por última vez?
Sean frunce el ceño. Debo haber parecido demasiado alterada. Lo he disuadido. Idiota.
—Por cierto, ¿quién es usted? —pregunta.
—Soy la novia de Robert.
Nunca había dicho esto hasta ahora. Ojalá pudiera decirlo una y otra vez. Ojalá pudiera decir que soy su esposa en lugar de su novia.
—¿Alguna vez mencionó a Naomi? —pregunta Yvon.
—No.
—¿Y a Juliet?
Sean niega con la cabeza. Empieza a parecer desconfiado.
—Mire, esto es muy importante —digo. Esta vez me aseguro de que mi voz suene tranquila y no demasiado fuerte—. Robert está en paradero desconocido desde el jueves pasado…
—Espera… —Yvon me agarra del brazo—. Eso no lo sabemos.
—Yo sí lo sé —digo, soltándome—. ¿Cuándo le vio por última vez? —le pregunto a Sean.
Está asintiendo con la cabeza.
—Pues habrá estado aquí… —dice—, el jueves o el miércoles, algo así. Pero normalmente suele venir todas las noches para tomarse una pinta y charlar; por eso, después de varias noches sin aparecer, Tony y yo empezamos a preguntarnos por él. A ver, no es algo que no suela ocurrir. Tenemos un montón de clientes así: son puntuales como un reloj durante años y luego, de pronto y sin previo aviso, ¡zas!, desaparecen y no vuelves a verles más el pelo.
—¿Y no dijo nada de que se iba? —pregunto, aunque ya conozco la respuesta—. ¿No comentó que tenía planeado marcharse de vacaciones o algo así?
—¿Dijo algo sobre Kent? —tercia Yvon.
Sean niega con la cabeza.
—Nada de eso. Dijo: «Nos vemos mañana», como siempre. —Se echa a reír—. A veces decía: «Nos vemos mañana, Sean…, si nos dejan». ¡Si nos dejan! Un poco pesimista, ¿no?
Me quedo mirando el suelo de madera oscura, mientras sientas la sangre latiéndome en las orejas. Nunca te he escuchado emplear esa expresión. ¿Y si la usaste con Sean por alguna razón? ¿Y si en esa ocasión no te dejaron?
Yvon está dándole las gracias a Sean por su ayuda, como si la conversación hubiera terminado.
—Un momento —digo, obligándome a salir de la oleada de pavor que me ha mantenido temporalmente en silencio—. ¿Cuál es su apellido? ¿Tony qué?
—Naomi…
Yvon parece alarmada.
—¿Le parece bien que dé sus nombres a la policía? Puede contarles lo que acaba de decirnos, que está de acuerdo en que Robert ha desaparecido.
—Él no ha dicho eso —dice Yvon.
—No me importa. Como digo, Tony y yo pensamos que era un poco raro. El mío es Hennage, Sean Hennage. Y el de Tony es Wilder.
—Espérame aquí —le digo a Yvon, y, antes de que pueda objetar nada, estoy fuera, con el bolso y el móvil.
Me siento en una de las mesas metálicas blancas. Me pongo el abrigo y tiro de las mangas hasta cubrirme las manos. Aún falta un poco para que la gente pueda tomarse algo en la terraza. Solo es primavera nominalmente. Veo tres cisnes deslizándose en fila por el río mientras marco el número que esta mañana me he pasado una hora buscando y que me pondrá directamente en contacto con el DIC de la comisaría de policía de Spilling. Quería llamar enseguida para preguntar qué es lo que están haciendo exactamente la inspectora Zailer y el subinspector Waterhouse para dar contigo, pero Yvon me ha dicho que era demasiado pronto y que debía darles una oportunidad.
Estoy segura de que no están haciendo nada. No creo que levanten un solo dedo para ayudarte. Creen que me has abandonado por iniciativa propia, que has preferido a Juliet antes que a mí y que estás demasiado asustado para decírmelo directamente. Solo tú y yo sabemos hasta qué punto esa es una idea ridícula.
El subinspector Gibbs es quien contesta al teléfono. Me dice que Zailer y Waterhouse han salido. Suena descortés, casi grosero. ¿Tanto le molesta hablar conmigo que trata de emplear el menor número de palabras posible para contestar a mis preguntas? Esa es la impresión que me da. Es posible que haya oído hablar de ti, y piensa que soy una chalada que te acosa cuando tú preferías estar solo, y que obligo a la policía a hacer el trabajo sucio. Cuando le digo que quiero dejar un mensaje finge que tiene un bolígrafo a mano y que está apuntando los nombres de Sean y Tony, pero no es así. Lanza un gruñido y me dice «Lo tengo» demasiado pronto. Sé cuándo alguien está anotando algo; hay pausas largas y a veces repiten parte de lo que escriben entre dientes o comprueban cómo se deletrea.
El subinspector Gibbs no hace nada de todo eso. Me cuelga el teléfono cuando yo aún sigo hablando.
Paseo junto a la reja blanca que separa la terraza del pub del río. Tengo que llamar de nuevo a la comisaría y exigir que m dejen hablar con el máximo responsable —el inspector jefe o superintendente— y quejarme de la forma en que me han tratado. Soy muy buena quejándome. Era lo que estaba haciendo la primera vez que me viste, y esa es la razón por la que te enamoraste de mí…, siempre me lo dices. No tenía ni idea de que me estuvieras observando y escuchando, de lo contrario estoy convencida de que me habría moderado un poco. Gracias a Dios no lo hice. Maravillosamente salvaje: así fue como me describiste aquel día. A ti nunca se te ocurriría protestar por nada… en beneficio propio, quiero decir, aunque sé que siempre me defenderías. Sin embargo, esa es la razón por la que admiras mi espíritu combativo, mi convicción de que la desgracia y la miseria no deben formar parte de nuestras vidas. Te impresionó que tuviera el valor de quejarme de esa forma.
No puedo volver al pub; todavía no. Estoy demasiado alterada. Los ojos se me llenan de lágrimas de rabia, desdibujando las frías y plácidas aguas que tengo frente a mí. Me odio a mí mis cuando lloro; realmente me detesto. Y eso no me hace ningún bien. ¿Qué sentido tiene decidir no sentirse débil e indefensa de nuevo si todo lo que eres capaz de hacer cuando tu amante desaparece en medio de la nada es quedarte de pie junto a un río llorar? Es patético.
Yvon volverá a decir que le dé una oportunidad a la policía pero ¿por qué debería hacerlo? ¿Por qué la inspectora Zailer el subinspector Waterhouse no están aquí, en el Star, preguntándole a Sean cuándo te vio por última vez? ¿Se tomarán la molestia de ir a tu casa y hablar con Juliet? Los amantes que desaparecen sin dar ninguna explicación deben figurar al final de su lista de prioridades. Sobre todo ahora, cuando por todo el país, aparentemente, hay una red de psicópatas que planea hacerse volar por los aires llevándose con ellos trenes llenos de hombres, mujeres y niños inocentes. Criminales peligrosos… Esa es la gente que la policía quiere detener.
Siento un vuelco en el corazón cuando una idea empieza a cobrar forma en mi cabeza. Trato de ahuyentarla, pero no se va; avanza despacio entre tinieblas, poco a poco, como una figura que emerge de una oscura caverna. Me seco los ojos. No, no puedo hacerlo. El mero hecho de pensar en ello suena como una terrible traición. Lo siento, Robert. Debo estar volviéndome completamente loca. Nadie haría algo así. Además, me resultaría físicamente imposible. No sería capaz de pronunciar las palabras.
«¿Qué clase de persona hace algo así? ¡Nadie!». Eso es lo que me dijo Yvon cuando le conté cómo nos conocimos, cómo llamaste mi atención. Te dije que diría eso, ¿te acuerdas? Me sonreíste y dijiste: «Dile que soy alguien que hace cosas que nadie haría». Y se lo dije. Ella fingió que la frase le daba náuseas y se metió el dedo en la garganta.
Me agarro a la reja para sostenerme, sintiéndome vacía, como si este nuevo miedo que se ha apoderado repentinamente de mí fuera capaz de pulverizarme los huesos y los músculos. «No puedo hacerlo, Robert», susurro, consciente de que no tiene sentido. Tuve exactamente esta misma sensación cuando nos conocimos: la inquebrantable certeza de que todo lo que iba a ocurrir había sido decidido de antemano por una autoridad mucho más poderosa que yo, una autoridad que no me debía nada y a la que no me vinculaba ningún contrato, pero que, sin embargo, me obligaba a todo. Por mucho que yo lo hubiera intentado, no habría podido cambiar nada.
Y ahora ocurre lo mismo. La decisión ya ha sido tomada.
Sean me sonríe cuando entro de nuevo en el pub; es una sonrisa sosa y forzada, como si no nos hubiéramos visto antes, como si no acabáramos de ponernos de acuerdo en que has desaparecido, e que hay serios motivos para preocuparse. Yvon está sentada en la mesa más alejada de la barra, jugando con el móvil. Se ha descargado un nuevo juego al que se ha vuelto adicta. Es evidente que, en mi ausencia, ella y Sean no han estado hablando. Y eso me pone furiosa. ¿Por qué siempre debo ser yo quien tome la iniciativa?
—Tenemos que irnos —le digo a Yvon.
Aunque nunca te lo he contado, su nombre no ha sido siempre Yvon. Hay muchas cosas sobre ella que no te he contado. Dejé de hablar de ella cuando se me ocurrió que podrías sentir celos. No estoy casada y, después de ti, Yvon es la persona más importante de mi vida. Estoy más unida a ella que a cualquier miembro de mi familia. Ha vivido conmigo desde que se divorció, que es algo de lo que tampoco te he hablado.
Yvon es bajita y delgada —mide 1,52 y pesa cuarenta y cinco kilos— y tiene un pelo largo y lacio que le llega hasta la cintura. Normalmente se lo recoge en una cola de caballo que suele enroscarse alrededor del brazo cuando está trabajando o jugando en el ordenador. Cada pocos meses fuma un cigarrillo tras otro, mentolados, de la marca Consulate, durante una o dos semanas, pero luego lo vuelve a dejar. Cuando llegan a su fin, me prohíbe mencionar esos períodos de vida sana.
La bautizaron como Eleanor —Eleanor Rosamund Newman—, pero a los doce años decidió que quería llamarse Yvon. Les preguntó a sus padres si podía cambiarse el nombre y los muy tontos accedieron. Los dos son profesores de lenguas clásicas en Oxford, estrictos en cuanto a la educación, pero nada más. Ambos están convencidos de que es importante que los niños expresen su personalidad siempre y cuando eso no interfiriera en el rendimiento escolar.
—Son un par de merluzos —dice Yvon a menudo—. ¡Tenía doce años! Creía que Too Shy, de Kajagoogoo, era la mejor canción que se había escrito jamás. Y quería casarme con Limahl. Deberían haberme encerrado en un armario hasta que hubiera madurado un poco.
Cuando Yvon se casó con Ben Cotchin, ella adoptó el apellido de su marido. Sus amigos y su familia, incluida yo, nos quedamos perplejos cuando decidió conservarlo después del divorcio. «Cada vez que me cambio el nombre empeoro las cosas —dijo—. No voy a correr otra vez ese riesgo. De todos modos, me encanta tener una mierda de nombre, mal escrito, y el apellido de un alcohólico vago y consentido. Es un fantástico ejercicio de humildad. Siempre que abro un sobre dirigido a mí o relleno el impreso del censo electoral me acuerdo de lo estúpida que soy. Y eso mantiene mi viejo ego a raya».
—¿Volvemos a casa? —me pregunta.
—No. A la comisaría de policía.
Me muero por decírselo. Siempre suelo tener en cuenta las opiniones de Yvon a la hora de tomar mis decisiones. A menudo no sé qué pienso sobre algo hasta que no sé lo que opina ella. Pero esta vez no puedo arriesgarme. Además, esa no es la cuestión. Conozco todas las razones por las que está mal y es una locura, pero aun así voy a hacerlo.
—¿A la comisaría de policía? —Yvon empieza a protestar—. Pero…
—Lo sé, debería darles una oportunidad —digo, amargamente—. Pero no se trata de eso. Se trata de algo distinto.
—Salgamos a hablar afuera —dice Yvon—. Este sitio no me gusta nada. Está demasiado cerca del río, y el agua hace mucho ruido.
Incluso aquí dentro el ambiente es húmedo y frío. Me siento como una de las criaturas de Viento en los sauces.
Yvon se levanta y se echa el chal de color púrpura sobre los hombros.
—No quiero hablar. Solo necesito un empujón. No tienes por qué ir conmigo; puedes dejarme allí y volver a casa. Yo iré más tarde.
Empiezo a andar hacia el aparcamiento.
—¡Naomi, espera! —Yvon sale corriendo detrás de mí—. ¿Qué ocurre?
Después de todo, callar no resulta tan difícil. No es el primer secreto que no le cuento. He tenido tres años para practicar.
Yvon agita las llaves del coche en el aire, apoyada contra su Fiat Punto rojo.
—Dímelo o no te llevo a ninguna parte.
—No me crees, ¿verdad? No crees que Juliet le haya hecho algo a Robert. Crees que él me ha dejado y que no ha tenido agallas para decírmelo.
El graznido de unos pájaros resuena encima de nuestras cabezas. Es como si quisieran unirse a la conversación. Levanto los ojos hacia el cielo gris; casi espero ver una bandada de gaviotas mirándome. Pero, ajenas a lo que ocurre, van a lo suyo, como de costumbre.
Yvon suelta un gruñido.
—¿Puedo remitirte a mis cuarenta y siete anteriores respuestas a la misma pregunta? No sé dónde está Robert ni por qué no se ha puesto en contacto contigo. Y tú tampoco. Es muy, muy improbable que Juliet lo haya cortado en trocitos y lo haya enterrado bajo el suelo de madera, ¿vale?
—Ella sabía mi nombre. Sabía lo nuestro.
—Aun así sigue siendo poco probable.
Yvon transige y abre el coche. Me siento decepcionada. Si hubiera insistido un poco, podría haberme convencido para que se lo contara. La mayoría de la gente no es tan insistente como yo.
—Naomi, estoy preocupada por ti.
—Es por Robert por quien deberías estar preocupada. Algo le ha ocurrido. Está en peligro.
Me pregunto por qué soy la única a quien eso le resulta tan evidente.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste algo? —pregunta Yvon una vez dentro del coche—. ¿Cuándo fue la última vez que dormiste de un tirón?
Cada una de sus preguntas me la planteo pensando en ti. ¿Estarás en algún sitio, hambriento y cansado, cada vez más desesperanzado, preguntándote por qué no pongo más empeño en encontrarte? Yvon cree que soy melodramática, pero yo te conozco. Y solo algo que te mantenga paralizado o encerrado, o que te haya provocado una pérdida de memoria, te impediría ponerte en contacto conmigo. Hay muchas tragedias que resultan poco probables, pero aun así ocurren. La mayoría de la gente no se cae de un puente ni muere en un incendio, pero algunas sí.
Quiero decirle a Yvon que las estadísticas son irrelevantes e inútiles, pero no puedo malgastar las palabras. Necesito todas mis fuerzas para armarme de valor y dar el siguiente paso. De todos modos, es evidente. Aun cuando las probabilidades sean de una entre un millón, podría tratarse de ti. Siempre le ocurre a alguien, ¿no?
Yvon está de acuerdo con Juliet; ella también cree que estoy mejor sin ti. Piensa que eres un reprimido y un machista y que tu forma de hablar es altisonante y pretenciosa, que dices muchas cosas que suenan profundas y llenas de sentido, pero que en realidad carecen de él y son trilladas. Dice que presentas tópicos como si fueran verdades profundas que acabas de descubrir. En una ocasión me acusó de intentar moldear mi personalidad para que encajara con lo que yo me imagino que deseas, aunque a la mañana siguiente se retractó. Por la expresión de su cara diría que lo había dicho en serio, pero pensó que había ido demasiado lejos.
No me ofendí. El hecho de conocerte me ha cambiado. Eso ha sido lo mejor. Saber que tengo un futuro a tu lado me ha ayudado a enterrar todo lo que odiaba de mi pasado. Y deseo con todas mis fuerzas que siga enterrado.
Seguimos la calle arbolada, mientras el ruido del agua se va apagando detrás de nosotras. Los árboles aún no tienen hojas y sus ramas desnudas apuntan al cielo.
Yvon no me pregunta de nuevo por qué quiero ir a la comisaría de Policía. Intenta una nueva táctica.
—¿Estás segura de que no sería mejor que te llevara a casa de Robert? Si estás tan convencida de que viste algo a través de la ventana…
—No.
El miedo que siento con solo oír hablar de ello es como una mano que me agarrara el cuello.
—Podríamos llegar fácilmente al fondo de ese misterio —señala Yvon. Comprendo por qué cree que es una idea razonable—. Lo único que tienes que hacer es volver a mirar. Te acompañaré.
—No.
La policía irá en cuanto escuchen lo que tengo que decirles. Si hay algo que descubrir, ellos lo harán.
—Por el amor de Dios, ¿qué fue lo que viste? No creo que vieras a Robert esposado a un radiador, cubierto de magulladuras. Quiero decir que te acordarías de eso, ¿no?
—No te lo tomes a broma.
—¿Qué recuerdas haber visto en esa habitación? Aún no lo has dicho.
No lo he hecho porque soy incapaz de hacerlo. Ya fue bastan duro describir tu salón a la inspectora Zailer y al sub inspector Waterhouse; en mi cerebro se produce un reflejo que lo mantiene a distancia, ahuyentando la imagen.
Yvon deja escapar un suspiro cuando no consigo responder. Enciende la radio del coche y pulsa una tecla tras otra, sin encontrar nada que le apetezca escuchar. Al final deja una emisora en la que suena una vieja canción de Madonna, pero baja tanto el volumen que apenas se oye.
—Pensabas que Sean y Tony eran los mejores amigos de Robert, ¿verdad? Así es como él se refirió a ambos. Pues te engaño. Solo son dos camareros que trabajan en ese pub.
—Y así fue como conocieron a Robert. Y es evidente que se hicieron amigos.
—Ni siquiera sabían su verdadero nombre. ¿Y por qué va todas las noches al Star? ¿Por qué está todas las noches en Spilling? Pensé que era camionero.
—Ya no trabaja de noche.
—Y entonces, ¿qué hace? ¿Para quién trabaja?
Yvon aumenta la velocidad, y yo levanto las manos para detenerla.
—Dame una oportunidad —digo—. No hay ningún misterio en eso. Él trabaja por su cuenta, pero básicamente trabaja para supermercados… Asda, Sainsbury’s, Tesco…
—He pillado lo de los supermercados —masculla Yvon—. No hace falta que me hagas una lista.
—Dejó de trabajar por las noches porque a Juliet no le gustaba quedarse sola. De modo que casi todos los días él carga en Spilling y va a Tilbury, donde vuelve a cargar otra vez. Y a veces carga en Dartford…
—Escúchate —dice Yvon, lanzándome una mirada de perplejidad—. Estás hablando como él. «¡Carga en Dartford!». ¿Acaso sabes qué significa eso?
La situación empieza a resultar irritante. Bruscamente, le digo:
—Entiendo que significa que, en Dartford, carga mercancías en su camión que luego transporta hasta Spilling.
Yvon niega con la cabeza.
—No lo entiendes. Sabía que no lo harías. Es como si él se hubiera apoderado de ti, pero, y tú, ¿qué has obtenido a cambio? El no te ofrece más que promesas vacías. ¿Por qué nunca puede pasar toda una noche entera contigo? ¿Por qué Juliet no puede quedarse sola?
Me quedo mirando fijamente la calle.
—No lo sabes, ¿verdad? ¿Le has preguntado alguna vez qué es lo que le ocurre exactamente a su mujer?
—Si quiere decírmelo, lo hará. No quiero someterlo a un interrogatorio. Se siente desleal hablando conmigo de los problemas de su mujer.
—Muy noble de su parte. Es curioso, porque cuando te folla no se siente desleal. —Yvon lanza un suspiro—. Disculpa. —Noto algo su voz: puede que sea desdén o una fatigada amabilidad—. Mira, ayer viste a Juliet. Parecía autosuficiente, una mujer adulta y sana, y no ese ser frágil y desgraciado que te describió Robert…
—Él no me la ha descrito. Nunca me ha contado nada en concreto.
Estoy empezando a enfadarme. Necesito todas mis energías para buscarte, para ser positiva y dejar de volverme loca de miedo y preocupación. Y tener que hacer eso y al mismo tiempo defenderte es demasiado. Y demasiado absurdo, teniendo en cuenta que las críticas vienen de alguien que no te conoce.
—¿Por qué no puedes conseguir que se comprometa? Si no puede dejar a Juliet ahora, ¿cuándo será capaz de hacerlo? ¿Qué diferencia hay entre ahora y más adelante?
Quiero protegerte contra la hostilidad de Yvon, y por eso no digo nada. Podrías haber mentido sobre por qué no podías dejar a Juliet inmediatamente; muchos hombres lo habrían hecho. Podrías haberte inventado alguna historia que me hubiese mantenido a raya: una madre enferma, algún problema de salud. La verdad resulta mucho más difícil de aceptar, pero me alegra que me la contaras.
—No tiene nada que ver con Juliet —me dijiste. Ella no cambiará. Nunca cambiará.
En tu voz me pareció notar lo que sonaba como determinación, pero puede que fuera una especie de violenta resignación, al tener que llenar un vacío donde antes había esperanza. Al hablar, entornaste los ojos, como si reaccionaras ante un dolor muy agudo.
—Para ella, dejarla ahora sería lo mismo que si lo hiciera dentro de uno o de cinco años.
—Entonces, ¿por qué no la dejas ahora? —te pregunté.
Yvon no es la única que se lo ha preguntado.
—Se trata de mí —admitiste—. Esto no tiene sentido, pero… Hace mucho tiempo que estoy pensando en dejarla. Planeándolo, deseando hacerlo. En cierto modo, es probable que haya pensado demasiado en ello. Se ha convertido en algo… casi irreal en mi imaginación. Estoy paralizado. Se ha convertido en algo demasiado difícil para mí. Me preocupo demasiado por los detalles…, por cómo y cuándo hacerlo. Mentalmente, ya he iniciado el proceso para dejarla. La apoteosis…, lo que he querido hacer desde hace mucho tiempo. —Sonreíste, con tristeza—. El problema es que ese proceso aún no se ha manifestado, salvo en mi cabeza.
Te tomaste tu tiempo para decirme esto, escogiendo con mucho cuidado las palabras exactas, las que mejor describían lo que sentías. Me he dado cuenta de que no te gusta hablar de ti, salvo cuando es para decirme lo mucho que me quieres o que solo sientes de verdad cuando estás conmigo. Eres lo contrario a un hombre distante y que solo piensa en sí mismo. Yvon cree que estoy obsesionada contigo, y está en lo cierto, pero ella nunca ha visto cómo te comportas. Nadie salvo yo sabe el deseo con que me miras, como si pensaras que no vas a volver a verme. Nadie ha sentido lo que se siente cuando me besas. Comparada con la tuya, mi obsesión se queda corta.
¿Cómo puedo explicarle todo esto a Yvon? Ni siquiera yo consigo entenderlo del todo.
—¿Y si dejar a Juliet siempre te parece algo demasiado difícil? —te pregunté—. ¿Y si siempre te sientes paralizado?
No soy tonta del todo. He visto las mismas películas que Yvon sobre mujeres que desperdician toda su vida esperando a que sus amantes casados se divorcien y se comprometan con ellas de verdad. Sin embargo, nunca te he considerado una pérdida de tiempo, da igual lo que pase. Aun cuando nunca dejes a Juliet, aun cuando todo lo que pueda tenerte sean tres horas a la semana, no me importa.
—Siempre me sentiré paralizado —dijiste. No era eso lo que yo quena oír, y volví la cabeza para que no vieras mi decepción—. Siempre me he sentido como me siento ahora: al borde del abismo, sin estar listo para saltar. Pero lo haré. Me obligaré a hacerlo. Hubo un momento en que realmente quería casarme con Juliet. Y lo hice. Y ahora es contigo con quien estoy desesperado por casarme. Es algo que deseo cada minuto.
Cuando recuerdo las cosas que me has dicho y escucho claramente tu voz en mi cabeza, me siento como un animal moribundo. No puede haberse terminado. Tengo que verte de nuevo. Quedan dos días hasta el jueves. Estaré en el Traveltel a las cuatro. Como de costumbre.
Yvon me da un codazo.
—Debería cerrar esa bocaza que tengo —dice—. ¿Qué puedo decir yo? Me casé con un alcohólico que era un vago porque me enamoré de la glorieta de su jardín y pensé que sería ideal para trabajar. Tuve lo que me merecía, ¿no es así?
Yvon miente constantemente sobre su historia de amor, haciendo que ella parezca mucho peor de lo que es. Se casó con Ben Cotchin porque lo amaba. Y sospecho que todavía lo ama, a pesar de que es un alcohólico sin oficio ni beneficio. Yvon y su empresa, Summerhouse - Diseño de páginas web, se han instalado en el reconvertido sótano de mi casa, y la glorieta de Ben, si hay que dar crédito a los espías de Yvon, es básicamente un sitio muy espacioso para tomar copas.
Casi hemos llegado. Veo la comisaría de policía, una imagen borrosa de ladrillos rojos a lo lejos que se va acercando. Siento un enorme nudo en la garganta. No puedo tragar saliva.
—¿Por qué no nos vamos un par de días? —dice Yvon—. Necesitas relajarte, cortar un poco con todo este estrés. Podríamos ir a las chalets de Silver Brae. ¿Te he enseñado la tarjeta? Gracias a mis contactos, nos alquilarían una chalet por casi nada; ya sabes cómo funcionan esas cosas. Después de haber hecho lo que tengas que hacer en la comisaría, podríamos…
—No —le espeto.
¿Por qué todo el mundo me habla de esos malditos chalets de Silver Brae? La inspectora Zailer ya me preguntó por ellos después de haberle dado la tarjeta por error. Me preguntó si tú y yo habíamos estado allí.
No quiero recordar la única ocasión en que te enfadaste conmigo, no cuando has desaparecido. Es curioso, porque hasta ahora no me ha importado. Me olvidé de ello en cuanto ocurrió. Y estoy segura de que tú también. Pero, de pronto, ese mal recuerdo parece haber cobrado significado y mi mente trata de ahuyentarlo.
Lo más probable es que eso no tenga nada que ver con tu desaparición. ¿Por qué tendría eso que empujarte a dejarme ahora, meses después de haber ocurrido? Además, todo ha ido bien desde entonces. Mejor que bien: perfecto.
Yvon tenía un montón de esas tarjetas en su mesa y cogí una. Pensé que necesitabas tomarte un buen descanso, lejos de Juliet y de sus absurdas exigencias, de modo que alquilé un chalet para darte una sorpresa. No por una semana, tan solo para un fin de semana. Tuve que negociar un precio especial por teléfono con una mujer bastante antipática que parecía empeñada en que yo no aumentara sus ingresos quedándome en uno de esos chalets.
Sé que por norma no te gusta pasar noches fuera de casa, pero pensé que si solo era una, no pasaría nada. Me miraste como si te hubiera traicionado. Estuviste horas sin hablarme…, ni siquiera una palabra. «No deberías haberlo hecho —me decías constantemente—. Nunca deberías haberlo hecho». Te encerraste en ti mismo, con las rodillas apoyadas en el pecho, y ni siquiera reaccionaste cuando te zarandeé por los hombros, histérica por sentirme tan culpable y arrepentida. Fue la única vez que estuviste a punto de echarte a llorar. ¿Qué estarías pensando? ¿Qué pasaba por tu cabeza que no pudieras o quisieras contarme?
Estuve mal toda la semana, pensando que quizás lo nuestro había terminado y maldiciéndome por mi osadía. Pero el jueves siguiente, para mi sorpresa, volvías a ser el mismo. No mencionaste el asunto. Cuando quise disculparme, te encogiste de hombros y me dijiste: «Sabes que no puedo salir de casa. Lo siento mucho, cariño. Me habría encantado, pero no puedo». No entendí porqué no me dijiste eso en su momento.
Nunca se lo he contado a Yvon, y ahora no puedo hacerlo. ¿Cómo podría esperar que me entendiera?
—Lo siento —digo—. No quería ser desagradable.
—Tienes que tranquilizarte —dice, muy seria—. Sinceramente, creo de verdad que Robert está bien, esté donde esté. Eres tú quien está de los nervios. Y sí, sé que no estoy en posición de echarte un sermón. Tengo el récord del matrimonio más breve de la historia, y era muy jovencita cuando eso vapuleó mi vida. Cuando me divorcié, la mayor parte de mis amigas seguían sacando sobresalientes…
La exageración me hace sonreír. Yvon está obsesionada porque se divorció a los treinta y tres años. Piensa que lleva un estigma por haberse divorciado a esa edad tan temprana. En una ocasión le pregunté cuál era una buena edad para divorciarse, y ella, sin dudarlo ni un momento, me dijo: «A los cuarenta y seis».
—Naomi, ¿me estás escuchando? No estoy hablando de cuando Robert salió a dar un paseo. Si quieres saberlo, estás de los nervios desde mucho antes.
—¿Qué quieres decir? —digo, totalmente a la defensiva—. Eso es una gilipollez. Antes del jueves estaba bien. Era feliz.
Yvon niega con la cabeza.
—¡Te has quedado a pasar la noche en el Traveltel, sola, mientras Robert volvía a casa con su mujer! Eso es enfermizo. ¿Cómo puede permitirlo? Y, pasadas las siete, cuando él se va, ¿por qué no vuelves a casa? Mierda, estoy despotricando. Y eso que intento ser diplomática.
Yvon tuerce a la izquierda para entrar en el aparcamiento di la comisaría. «Nada de salir huyendo —me digo—. Nada de cambiar de opinión en el último momento».
—Robert no sabe que siempre me quedo a pasar la noche.
Puede que lo que hago los jueves por la noche suene como una locura, pero es algo que no tiene que ver contigo.
—¿No lo sabe?
—Nunca se lo he dicho. Se preocuparía al pensar que me quedo allí sola. En cuanto a por qué lo hago…, puede que suene como una locura, pero el Traveltel es nuestro hogar. Aunque él no pueda quedarse, yo sí quiero hacerlo. Allí me siento más unida a él que en casa.
Yvon asiente con la cabeza.
—Lo sé, pero…, por Dios, Naomi, ¿acaso no eres capaz de ver que eso es parte del problema? —No sé de qué me habla. Pero sigue hablando, con voz agitada—. Te sientes unida a él en una miserable y anónima habitación mientras él está en su casa, con los pies sobre la mesa, viendo la tele con su mujer. Las cosas que no le cuentas y las que él no te cuenta, ese extraño mundo que ambos habéis creado, solo existe en una habitación y únicamente durante tres horas a la semana. ¿Acaso no lo ves?
Puede que un día te cuente que me he quedado todos los jueves sola en el Traveltel. Solo he dejado de contártelo porque me siento ligeramente avergonzada… ¿Y si pensaras que es una exageración? Puede que haya otras cosas que no te haya contado sobre mí, pero solo hay una que realmente quiera ocultar, a ti y a todo el mundo. No puedo creer que haya acabado en esta situación y que lo que estoy a punto de hacer se haya convertido en algo necesario e inevitable.
Yvon maldice entre dientes. El Punto ha chocado contra un poste.
—Tienes que bajar —dice—. Aquí no hay sitio para aparcar.
Asiento con la cabeza y abro la puerta del coche. Siento que el viento me congela la piel. Esto no puede estar pasando. Después de tres años de guardar celosamente un secreto, estoy a punto de derribar la barrera que he levantado entre el mundo y yo. Voy a quitarme la máscara.