3/4/06
—¿Liv? ¿Estás ahí? —La inspectora Charlie Zailer habló por el móvil en voz baja mientras tamborileaba sobre la mesa con los dedos. Miró por encima del hombro para comprobar que no había nadie escuchando—. Deberías estar preparando el equipaje. ¡Vamos, coge el teléfono!
Charlie maldijo en voz baja. Probablemente, Olivia estaba haciendo algunas compras de última hora: no quería comprar un aftersun o un dentífrico en un supermercado extranjero. Se pasaba semanas elaborando una lista de lo que le haría falta y lo compraba todo antes de salir de viaje. «En cuanto salgo de casa, estoy de vacaciones —decía—, lo cual significa que nada de compras ni encargos. Solo tumbarse en la playa, sin hacer nada».
Charlie oyó la voz de Colin Sellers detrás de ella. Él y Chris Gibbs habían vuelto después de haberse ido con la única intención de intercambiar unos cuantos insultos con dos miembros de otro equipo. Charlie bajó la voz y, hablando por teléfono entre dientes, dijo:
—Mira, he hecho algo realmente estúpido. Estoy a punto de entrar en un interrogatorio y podría alargarse un poco, pero te llamo en cuanto termine, ¿vale? ¡No te muevas de ahí!
—¿Algo realmente estúpido, inspectora? Seguro que no.
A Sellers nunca se le ocurriría fingir que no había escuchado una conversación privada por casualidad, pero Charlie sabía que solo quería tomarle el pelo. Nunca sería capaz de ir más allá ni de usar esa conversación en su contra. De hecho, ya la había olvidado y se había concentrado en su ordenador.
—Coge una silla —le dijo a Gibbs, aunque este le ignoró.
¿De verdad le había dicho a su hermana «¡No te muevas de ahí!» en ese tono tan imperioso? Charlie cerró los ojos, arrepentida. La ansiedad la convertía en una mandona, algo que no le convenía en absoluto. Se preguntó si habría forma de borrar el mensaje del buzón de voz de Olivia. Sería una buena excusa para hacer esperar un poco más a Simón. Sabía que ya se estaría preguntando qué era lo que la retenía. Estupendo. Que se impacientara.
—Vamos allá —dijo Sellers, asintiendo con la cabeza a la pantalla del ordenador—. Podría imprimir también esto ahora. ¿Qué te parece?
Era evidente que Sellers daba por sentado que no estaba trabajando solo, aunque Gibbs ni siquiera miraba la pantalla: mataba el tiempo, sentado detrás de Sellers, mordiéndose las uñas. A Charlie le recordaba a un adolescente decidido a demostrar lo mucho que se aburría cuando estaba rodeado de adultos. Si no fuera tan evidente que el tema le preocupaba, Charlie habría pensado que Gibbs mentía acerca de su inminente boda. ¿Quién querría casarse con ese cabrón malhumorado?
—Gibbs —dijo Charlie de repente—. Deja los ejercicios de meditación para tu tiempo libre y ponte a trabajar.
—Lo mismo digo. No soy yo quien ha llamado a su hermana.
Las palabras salieron de su boca como un torrente; era como si se las hubiera escupido. Ella se quedó mirándolo fijamente, incrédula.
—Cómo hacer la vida más fácil, de Christopher Gibbs —murmuró Sellers, jugueteando con su corbata. Como de costumbre, la llevaba muy suelta, y el nudo, demasiado apretado, se balanceaba como un colgante.
A Charlie le recordaba a un oso despeinado. ¿Cómo era posible, se preguntaba, que Sellers, que era más alto, más grueso, más enérgico y físicamente más fuerte que Gibbs, pareciera un bonachón? Gibbs era bajo y flaco, pero desprendía una fiereza condensada, contenida en un envase demasiado pequeño. Charlie lo utilizaba cuando quería intimidar a alguien. A veces, ella misma debía hacer un esfuerzo para no sentirse intimidada ante su presencia.
Gibbs se volvió hacia Sellers.
—¡Tú cierra el pico!
Charlie apagó el teléfono y lo metió en el bolso. Seguro que Olivia intentaría llamarla mientras estuviera ocupada con el interrogatorio, y cuando volviera a intentar ponerse en contacto con ella, su hermana habría salido de nuevo… ¿o acaso no era eso lo que siempre ocurría?
—Continuará —le dijo fríamente a Gibbs. Ahora no podía enfrentarse a él.
—¡A partir de mañana, vacaciones, inspectora! —gritó Sellers cuando Charlie salía del despacho. Era una forma de decirle en clave: «Tómatelo con calma con Gibbs, ¿vale?». No, por supuesto que no se lo tomaría con calma.
En el pasillo, a una distancia prudencial del Departamento de Investigación Criminal, Charlie se detuvo, sacó el espejo que llevaba en el bolso y lo abrió. Tenía la piel marchita y un aspecto desgarbado. Tenía que comer más y hacer algo con respecto a esas huesudas mejillas, rellenar aquellos huecos. Sus gafas nuevas, con montura de pasta negra, no mejoraban mucho el soñoliento aspecto de sus ojos.
Y luego estaba ese pelo corto, oscuro y rizado, en el que ya habían aparecido algunas canas. Teniendo en cuenta que solo tenía treinta y seis años, no le parecía justo. Además, el sostén no se le ajustaba bien; ningún sostén se le ajustaba bien. Unos meses atrás había comprado tres de la que creía que era su talla, y todos resultaron ser demasiado grandes aunque con la copa demasiado pequeña. No tenía tiempo de hacer algo al respecto.
Sintiéndose incómoda con la ropa que llevaba y consigo misma, Charlie cerró el espejo y se dirigió hacia la máquina de bebidas. Los pasillos, en la parte original del edificio, la que en tiempos había albergado los baños Spilling, tenían paredes de ladrillo rojo. Mientras caminaba, Charlie oyó el ruido del agua corriendo a toda velocidad bajo sus pies. Sabía que se debía a algo relacionado con las tuberías del sistema de calefacción central, pero ese ruido daba la extraña sensación de que la función principal de la comisaría aún siguiera siendo de índole acuática. Charlie sacó un café moca de la máquina que había junto a la cantina y que habían instalado hacía poco para quienes no tenían tiempo de entrar a tomar algo, aunque lo irónico era que las bebidas de la máquina eran bastante más variadas y apetecibles que las que servía la gente supuestamente experta que atendía la barra. Charlie se tomó el café de un trago, sintió que la boca y la garganta se le abrasaban, y fue el encuentro de Simón.
Él pareció muy aliviado cuando Charlie abrió la puerta de la sala de interrogatorios número uno. Muy aliviado y luego avergonzado. Simón tenía los ojos más expresivos que Charlie hubiera visto jamás. Sin ellos, puede que su rostro hubiese sido el de un matón. Su nariz era larga y torcida; su mandíbula inferior, ancha y prominente, le daba un aspecto resuelto, como el de un hombre dispuesto a ganar todas las peleas. O el de alguien que temía perderlas y quería disimularlo. Charlie lo vapuleó mentalmente. «No seas blanda con él; es un mierda. ¿Cuándo te darás cuenta de que hace falta esforzarse mucho para ser tan irritante como Simón Waterhouse?». Pero eso era algo que Charlie realmente no creía. Ojalá pudiera.
—Lo siento. Me he entretenido —dijo Charlie.
Simón asintió con la cabeza. Delante de él, sentada, había una mujer pálida y de ojos rasgados; llevaba una falda larga negra, unos zapatos marrones de ante y un jersey verde de cuello de pico que parecía de cachemira. Su pelo, ondulado, era de color castaño rojizo —un color que a Charlie le recordó el de las castañas por las que solía pelearse de niña con Olivia— y le caía en una melena hasta los hombros. En el suelo, junto a sus pies, había un bolso de Lulu Guinness de color verde y azul; Charlie pensó que debía de haberle costado varios cientos de libras.
La mujer frunció los labios mientras escuchaba las disculpas de Charlie y cruzó los brazos con más fuerza. ¿Irritación o ansiedad? Era difícil de decir.
—Esta es la inspectora Zailer —dijo Simón.
—Y usted es Naomi Jenkins.
Una vez más, Charlie sonrió para disculparse. Había decidido estar más relajada y ser menos áspera en los interrogatorios. ¿Lo habría notado Simón?
—Déjeme echar un vistazo a lo que tenemos hasta ahora —dijo Charlie, cogiendo el montón de papeles que Simón había escrito con su pulcra letra.
En una ocasión, Charlie había bromeado sobre su letra, preguntándole si, cuando era un niño, su madre lo había obligado a inventarse un país imaginario y a llenar un montón de cuadernos con cuentos sobre esas tierras de ficción, como las hermanas Brontè. La broma no le había sentado bien. Simón era muy susceptible con respecto a su infancia: sus padres le prohibían ver la televisión, ya que pensaban que debía hacer cosas que desarrollaran su imaginación.
Una vez hubo leído por encima lo que Simón había escrito, Charlie dedicó su atención al otro montón de notas que había sobre la mesa. Las había tomado la agente Grace Squires, que había interrogado brevemente a Naomi Jenkins antes de mandarla al DIC. Según esas notas, ella había insistido en hablar con un inspector.
—Voy a resumir la que creo que es la situación —dijo Charlie—. Usted está aquí para informar de la desaparición de un hombre, Robert Haworth. ¿Él ha sido su amante a lo largo del último año?
Naomi Jenkins asintió con la cabeza.
—Nos conocimos el 24 de marzo de 2005. El 24 de marzo, un jueves.
Su voz era grave y áspera.
—Muy bien.
Charlie intento que su voz sonara más firme que brusca. Un exceso de información podía resultar tan problemático como la escasez de ella, sobre todo en un caso sencillo. Habría sido muy fácil llegar a la conclusión de que no había caso: había un montón de hombres casados que abandonaban a sus amantes sin dar ninguna explicación. No obstante, Charlie se recordó a sí misma que había que darle una oportunidad. No podía permitirse cerrarse ante una mujer que decía necesitar ayuda; ya lo había hecho antes y aún se seguía sintiendo mal, aún seguía pensando cada día en toda la escalofriante violencia que habría podido evitar si no hubiera llegado a la conclusión más fácil.
Hoy escucharía como debía hacerlo. Naomi Jenkins parecía una mujer seria e inteligente. Sin duda alguna, estaba alerta. Charlie tenía la sensación de que se había contestado todas las preguntas antes de que se las hubieran formulado.
—Robert tiene cuarenta años; es camionero. Está casado con Juliet Haworth. Ella no trabaja. No tienen hijos. Usted y Robert habían decidido verse todos los jueves en el Traveltel del área de servicio Rawndesley East, entre las cuatro y las siete de la tarde. —Charlie levantó la vista—. ¿Todos los jueves durante un año?
—Desde que nos conocimos no habíamos fallado nunca. —Naomi se echó hacia delante y se colocó el pelo detrás de la oreja—. Siempre pedimos la habitación once. Es lo habitual; Robert es quien paga.
Charlie se encogió de hombros. Podría habérselo imaginado, pero le pareció que Naomi Jenkins estaba imitando su forma de hablar: resumía los hechos rápida y eficientemente. Se esforzaba demasiado.
—¿Y qué hacen si la habitación once no está libre? —preguntó Simón.
—Siempre está libre. Saben que queremos esa habitación, de modo que la dejan libre. Nunca hay demasiada gente.
—Así pues, el pasado jueves fue allí para encontrarse con el señor Haworth, como de costumbre, solo que él no se presentó. Y no se ha puesto en contacto con usted para explicarle por qué no acudió. Su móvil está desconectado y no ha respondido a sus mensajes —resumió Charlie—. ¿Correcto?
Naomi asintió con la cabeza.
—Eso es todo lo que tenemos hasta ahora —dijo Simón. Charlie repasó por encima el resto de las notas. Hubo algo que le llamó la atención y que despertó su interés por lo inusual—. ¿Es diseñadora de relojes de sol?
—Sí —repuso Naomi—. ¿Por qué? ¿Acaso es eso importante?
—No, no lo es. Es una profesión poco habitual, eso es todo. ¿Diseña relojes de sol para venderlos?
—Sí.
Naomi parecía un poco impaciente.
—¿Para… empresas o…?
—Ocasionalmente para empresas, pero, en general, para particulares que tienen jardines muy grandes. A veces para algunas escuelas o universidades.
Charlie asintió con la cabeza. Pensó que sería bonito tener un reloj de sol en su minus patio delantero. Su casa no tenía jardín, gracias a Dios. Charlie odiaba la idea de tener que segar o cortar…, ¡vaya pérdida de tiempo! Se preguntó si Naomi compraría tallas pequeñas en un sitio como Marks & Spencer.
—¿Ha llamado por teléfono a casa del señor Haworth?
—Mi amiga Yvon, que está viviendo en mi casa, llamó anoche. Contestó Juliet, su mujer. Dijo que Robert estaba en Kent, pero su camión está aparcado delante de su casa.
—¿Estuvo usted allí?
Se lo preguntó Charlie, al mismo tiempo que Simón decía:
—¿Qué clase de camión?
Esa era la diferencia entre un hombre y una mujer, pensó Charlie.
—Es grande, de color rojo. No sé nada sobre camiones —dijo Naomi— pero Robert se refiere a él como un cuarenta y cuatro toneladas. Lo verán cuando vayan a su casa.
Charlie ignoro este último comentario y evitó la mirada de Simón.
—¿Estuvo en casa de Robert? —insistió Charlie.
—Sí. Esta tarde, a primera hora. Después vine directamente aquí… —Dejó de hablar de golpe y entonces bajó la vista hacia sus rodillas.
—¿Por qué? —preguntó Charlie.
Naomi Jenkins se tomó unos segundos para serenarse. Cuando levantó la mirada, había un destello de desafío en sus ojos.
—Después de estar en su casa, supe que algo iba mal.
—¿Mal en qué sentido? —preguntó Simón.
—No sé qué, pero Juliet le ha hecho algo a Robert. —Su rostro palideció ligeramente—. Y se las ha arreglado para que él no pueda ponerse en contacto conmigo. Si por algún motivo el pasado jueves no pudo acudir al Traveltel, me habría llamado enseguida. A menos que físicamente no pudiera hacerlo. —Naomi dobló los dedos de ambas manos. Charlie tenía la sensación de que hacía un gran esfuerzo por parecer tranquila y demostrar que lo tenía todo bajo control—. Él no está tratando de ignorarme. —Naomi dirigió su comentario a Simón, como si esperara que él le llevara la contraria—. Robert y yo nunca hemos sido tan felices como ahora. Desde que nos conocimos hemos sido inseparables.
Charlie frunció el ceño.
—Sí son inseparables; de hecho, lo son seis días de cada siete, ¿verdad?
—Usted sabe a qué me refiero —dijo Naomi bruscamente—. Mire, Robert apenas puede esperar hasta el jueves siguiente. Y a mí me ocurre lo mismo. Estamos desesperados por vernos.
—¿Qué sucedió cuando fue a casa del señor Haworth? —preguntó Simón, jugueteando con su bolígrafo.
Charlie sabía que Simón odiaba cualquier cosa que implicara un desorden emocional, aunque nunca lo hubiera dicho.
—Abrí la puerta y me metí en el jardín. Rodeé la casa hasta llegar a la entrada… Viendo la casa desde la calle, la puerta de entrada está en la parte de atrás. Quería ser muy directa: llamar al timbre y preguntarle a Juliet a la cara dónde estaba Robert.
—¿Sabía la señora Haworth que usted y su marido tenían una aventura? —interrumpió Charlie.
—Yo creía que no. Él está desesperado por dejarla, pero, hasta que lo haga, no quiere que ella sepa nada de mí. Eso le complicaría demasiado la vida… —Naomi frunció el entrecejo y su expresión se ensombreció—. Pero luego, cuando yo intentaba irme, ella fue detrás de mí… Pero eso ocurrió después. Usted me preguntó qué pasó. Para mí es más fácil contarlo tal como ocurrió, por orden, o no tendría sentido.
—Adelante, señorita Jenkins —dijo Charlie amablemente, preguntándose si aquella regañina era el preludio de un incontrolable ataque de histeria. Ya lo había visto en otras ocasiones.
—Preferiría que me llamara Naomi. «Señorita» y «señora» suena ridículo, por motivos distintos. Estaba en el jardín y me dirigí a la puerta principal. Entonces… pasé por delante de la ventana del salón y no pude evitar mirar dentro. —Tragó saliva con dificultad. Charlie estaba esperando—. Vi que la habitación estaba vacía, pero quise echar un vistazo a las cosas de Robert. —Su voz se quebró.
Charlie se dio cuenta de que Simón tensaba los hombros. Naomi Jenkins acababa de ganarse la antipatía de la mitad de su público.
—No en plan morboso o acosador —añadió, indignada. Al parecer, aquella mujer era capaz de leer la mente—. Es evidente que si la persona a la que amas tiene otra vida de la que no formas parte echas desesperadamente de menos esos detalles cotidianos que comparten las parejas que viven juntas. Es algo que empiezas a desear. Yo sólo… Me había imaginado a menudo cómo sería su salón, y ahí lo tenía, delante de mí.
Charlie se preguntó cuántas veces más oiría la palabra «desesperadamente».
—Mire, no tengo miedo de la policía —dijo Naomi.
—¿Por qué iba a tenerlo? —preguntó Simón.
Ella negó con la cabeza, como si él no la hubiese entendido.
—En cuanto empiecen a investigar, descubrirán que Robert ha desaparecido. O que ha sucedido algo más grave. Pero no quiero que se fíe de mis palabras, inspector Waterhouse. Quiero que investigue y lo descubra por sí mismo.
—Subinspector Waterhouse —la corrigió Charlie—. Subinspector. —Charlie se preguntaba cómo se sentiría si Simón decidiera hacer los exámenes para ser inspector y los aprobara, si ella ya no fuera su superior. Era algo que podría llegar a ocurrir. Pero decidió que no debía preocuparse por ello—. ¿El señor Haworth tiene coche? Puede que lo haya cogido para ir a Kent.
—Es camionero. Necesita el camión para trabajar, y cuando no está conmigo dedica cada minuto a su trabajo. Debe hacerlo, porque Juliet no tiene ingresos… Todos los gastos dependen de él.
—Pero ¿tiene coche?
—No lo sé. —Naomi se sonrojó—. Nunca se lo he preguntado. —A la defensiva, añadió—: Apenas tenemos tiempo para estar juntos y no malgastamos el poco del que disponemos en cosas triviales.
—Bueno, así que estaba mirando a través de la ventana del salón del señor Haworth… —empezó Charlie.
—El Traveltel tiene una política de cancelaciones —dijo Naomi, cortando a Charlie—. Si cancelas antes del mediodía del día de la reserva, no te cobran la habitación. Le pregunté a la recepcionista, y Robert no había cancelado la reserva, algo que sin duda alguna habría hecho si hubiera decidido dejarme. El nunca malgastaría el dinero de esa manera.
Había cierto acoso verbal —casi como un castigo— en su forma de hablar. «Trata de ser tolerante y paciente para ver qué ocurre», pensó Charlie. Supuso que Naomi Jenkins mantendría esa actitud durante el resto del interrogatorio.
—Sin embargo, el pasado jueves el señor Haworth no se presentó —dijo Simón—, de modo que supongo que fue usted quien pagó.
Charlie había estado a punto de hacer exactamente la misma objeción. Una vez más, Simón se había hecho eco de sus pensamientos como nadie más era capaz de hacerlo.
Naomi arrugó el rostro.
—Sí —acabó por admitir—. Pagué yo. Es la única vez que lo he hecho. Robert es bastante romántico y, en ciertas cosas, antiguo. Estoy segura de que yo gano mucho más dinero que él, pero siempre he fingido que apenas gano nada.
—¿Es algo que él podría suponer por su ropa o por su casa? —preguntó Charlie, que supo, en cuanto entró en la sala de interrogatorios, que se encontraba frente a una mujer que gastaba bastante más que ella en ropa.
—A Robert no le interesa la ropa y nunca ha estado en mi casa.
—¿Por qué no?
—¡No lo sé! —Naomi parecía estar a punto de llorar—. Es muy grande. No quería que pensara que… Pero sobre todo fue por Yvon.
—Su amiga.
—Es mi mejor amiga y vive conmigo desde hace dieciocho meses. Sabía que ella y Robert no se iban a gustar en cuanto lo conocí, y no quería enfrentarme al hecho de que no se llevaran bien.
«Interesante —pensó Charlie—. Conoces al hombre de tus sueños y al momento te das cuenta de que tu mejor amiga lo odiaría».
—Miren, si Robert hubiera decidido terminar con nuestra relación se habría presentado, tal y como estaba previsto, y me lo habría dicho a la cara —insistió Naomi—. Cada vez que nos vemos hablamos de casarnos. Al menos me habría llamado. Es la persona más responsable que he conocido jamás; es así porque necesita controlar las cosas. Él sabría que, si desapareciera de repente, yo lo buscaría y que iría a su casa. Y entonces sus dos mundos chocarían, como ha ocurrido esta tarde. No hay nada que Robert pudiera odiar más. Haría todo lo posible para asegurarse de que su mujer y su… novia no se conocieran ni hablaran nunca. Y puesto que no estaba allí, sería mejor hacer algo. Robert preferiría morir antes que dejar que eso ocurriera.
Una lágrima se deslizó por la mejilla de Naomi.
—Me hizo prometer que nunca iría a su casa —murmuró—. No quería que viera a Juliet. Hizo que ella pareciera…, como si le pasara algo malo, como si estuviera loca o tuviera alguna enfermedad, como si fuera una inválida. Y entonces, cuando la vi, me pareció tan segura de sí misma…, incluso superior. Llevaba un traje de chaqueta negro.
—Naomi, ¿qué ocurrió esta tarde en casa del señor Haworth? —Charlie consultó su reloj. Seguramente Olivia ya estaría de vuelta.
—Creo que vi algo. —Naomi suspiró y se frotó la frente—. Tuve un ataque de pánico, el peor de mi vida. Perdí el equilibrio y me caí al suelo. Tuve la sensación de que me ahogaba. Me levanté en cuanto pude y traté de huir. Miren, estoy segura de que vi algo, ¿de acuerdo?
—¿A través de la ventana? —preguntó Simón.
—Sí. Ahora, al hablar de ello, estoy empezando a sentir un sudor frío, a pesar de que estamos lejos de allí.
Charlie frunció el ceño y se echó hacia delante en su silla. ¿Se le había pasado algo por alto?
—¿Qué vio? —preguntó.
—¡No lo sé! Todo lo que sé es que me entró el pánico y tuve que irme. Todas las razones que tenía para estar allí se esfumaron de repente, y tenía que irme lo antes posible. No podía soportar estar cerca de esa casa. Tuve que ver algo. Hasta ese momento yo me encontraba bien.
En opinión de Charlie, todo era demasiado confuso. La gente veía algo o no lo veía.
—¿Vio algo que le hizo pensar que Robert había sufrido algún daño? —preguntó Charlie—. ¿Sangre, algún objeto roto, pruebas de que había habido una discusión o una pelea?
—No lo sé. —La voz de Naomi sonó malhumorada—. Puedo decirles todo lo que recuerdo haber visto: una alfombra roja, un suelo de láminas de madera, un montón de horribles casitas de porcelana de todas las formas y tamaños, una vela, una cinta métrica, una aparador con las puertas de cristal, una televisión, un sofá, una butaca…
—¡Naomi! —Charlie interrumpió la crispada salmodia de aquella mujer—. ¿No cree posible que tal vez haya supuesto, erróneamente, que esa súbita reacción haya sido la consecuencia de algo extraño, de algún estímulo desconocido que pudiera haber sido originado por algo que vio a través de la ventana? ¿No podría ser la manifestación del estrés que ha ido acumulando desde hace un tiempo?
—No. No lo creo —contestó ella rotundamente—. Vayan a casa de Robert y descubrirán algo. Sé que lo harán. Si estoy equivocada, me disculparé por haberles hecho perder el tiempo. Pero no estoy equivocada.
—¿Qué ocurrió después del ataque de pánico? —preguntó Charlie—. Dijo que intentó huir…
—Juliet fue tras de mí. Me llamó por mi nombre. Y también sabía mi apellido. ¿Cómo podía saberlo? —Por un momento, Naomi pareció estar totalmente desconcertada, como una niña perdida—. Robert se aseguró de mantener sus dos vidas completamente separadas.
«Las mujeres son idiotas», pensó Charlie, incluyéndose a sí misma en el insulto.
—Quizás lo descubrió. Las esposas suelen hacerlo a menudo.
—Me dijo que estaría mejor sin él y que me había hecho un favor. O algo por el estilo. Eso es tanto como admitir que le ha hecho algo a Robert, ¿no?
—No del todo —dijo Simón—. Lo que tal vez quiso decir es que lo había convencido para que terminara la relación que mantenía con usted.
Naomi apretó los labios.
—Usted no escuchó su tono de voz. Quería que yo pensara que yo pensara que había hecho algo mucho peor que eso. Quería que yo temiera lo peor.
—Puede que sí —dijo Charlie, pensando en voz alta—, pero eso no significa que haya ocurrido lo peor. Ella tiene razones para estar enfadada con usted, ¿no?
Naomi parecía ofendida. O puede que indignada.
—¿Acaso no conocen a alguien que siempre llega media hora antes a una cita porque cree que va a llegar el fin del mundo si se presenta un segundo tarde? —preguntó—. ¿Alguien que llama por teléfono si va a llegar cinco minutos antes para disculparse por llegar «casi con retraso»?
«La madre de Simón», pensó Charlie. Por la forma en que se encorvó sobre sus notas, Charlie sabía que él estaba pensando lo mismo.
—Me lo tomaré como un sí —dijo Naomi—. Pues imagínense que un día han quedado con esa persona y no se presenta. Y no llama. ¿Acaso no pensarían, en cuanto llegara cinco minutos tarde, incluso tan solo un minuto, que le había ocurrido algo malo? ¿No pensarían eso?
—Déjelo en nuestras manos —dijo Charlie, levantándose. Probablemente, en aquel preciso instante, Robert Haworth estaba durmiendo en el suelo del apartamento de algún amigo, refunfuñando, junto a una pinta de cerveza, sin poder creer cómo había sido tan estúpido, como otros tantos hombres, y había dejado tirado por ahí el recibo de una tarjeta de crédito para que su mujer pudiera encontrarlo.
—¿Eso es todo? —espetó Naomi—. ¿Eso es todo cuanto tienen que decir?
—Déjelo en nuestras manos —repitió Charlie con firmeza—. Nos ha dado mucha información, y sin duda vamos a investigarla. En cuanto sepamos algo, nos pondremos en contacto con usted. ¿Cómo podemos localizarla?
Naomi chasqueó la lengua, rebuscando en su bolso. El pelo cayó sobre sus ojos y se lo colocó detrás de la oreja, soltando una maldición entre dientes. Charlie estaba impresionada: la mayoría de la gente de clase media trataba de no maldecir en público y, si lo hacían, se disculpaban de inmediato, lo cual resultaba irónico, ya que la mayoría de los policías sueltan maldiciones continuamente. De todos los que Charlie conocía, el inspector jefe Giles Proust era el único que no lo hacía.
Naomi dejó caer una tarjeta sobre la mesa y también una fotografía suya y de un hombre de pelo castaño oscuro que llevaba unas gafas sin montura. Las lentes eran dos finos rectángulos que apenas cubrían sus ojos. Era fornido pero atractivo y parecía estar evitando la cámara.
—¡Aquí lo tienen! Y si no se ponen en contacto conmigo pronto, lo haré yo. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Quedarme sentada sin hacer nada, sin saber si Robert está vivo o muerto?
—Piense que está vivo hasta que tenga una buena razón para pensar lo contrario —dijo Charlie secamente.
¡Por Dios! Aquella mujer era la reina del melodrama. Charlie levantó la tarjeta y frunció el ceño.
—¿Chalets de Lujo Silver Brae? ¿Propietario G. Angilley?
Naomi hizo una mueca de dolor y se echó ligeramente hacia atrás, negando con la cabeza.
—Pensé que diseñaba relojes de sol…
—Me equivoqué de tarjeta. Sólo… Sólo…
Naomi rebuscó de nuevo en su bolso, ruborizándose.
—¿Fue a una de esas casas con el señor Haworth?
Charlie sentía curiosidad. Bueno, era poli.
—Ya le dije adónde iba con Robert. Al Traveltel. ¡Aquí está!
La tarjeta que en esta ocasión le tendió a Charlie era la suya. En ella había una fotografía en color de un reloj de sol: la mitad de una esfera inclinada, de piedra verdosa, con números romanos y una enorme ala de mariposa dorada que sobresalía del centro. También había una frase en latín, en letras doradas, aunque solo resultaba visible una parte: «Horas non».
Charlie estaba impresionada.
—¿Esto lo ha hecho usted? —preguntó.
—No. Quería que mi tarjeta profesional anunciara el trabajo de la competencia.
Naomi fulmino a Charlie con la mirada. Vale, había sido una pregunta estúpida. ¿La competencia? ¿Cuántos diseñadores de relojes de sol podía haber?
—¿Qué significa «Horas non»?
Naomi dejó escapar un suspiro, ofendida por la pregunta.
—Horas non numero nisi aestivas. «Solo marco las horas de sol».
Habló deprisa, como si quisiera acabar de una vez por todas. Las horas de sol hicieron pensar a Charlie en sus vacaciones y las de Olivia. Le hizo un gesto de asentimiento a Simón para zanjar el asunto y abandonó la sala de interrogatorios, cerrando de un portazo.
En el pasillo, conectó el móvil y pulsó la tecla de rellamada. Gracias a Dios, su hermana contestó después del segundo tono.
—¿Sí? —dijo Olivia, con la boca llena de comida. Salmón ahumado y crema de queso, pensó Charlie. O un bollo relleno de chocolate… Algo que pudiera sacarse de una bolsa y comerse al momento.
Charlie no captó ni el más mínimo suspense en la voz de su hermana cuando le preguntó:
—¿Qué otra nueva y previsible estupidez tienes que contarme?
—Gnomon —dijo Simón—. Una palabra interesante.
En la pantalla de su ordenador tenía la página web de Naomi Jenkins. La sala del DIC tenía un aire de abandono: montones de papeles diseminados en mes vacías, vasos de porexpán rotos por el suelo y silencio, salvo zumbido de los ordenadores y los fluorescentes. No había ni rastro de Sellers ni del gilipollas de Gibbs. El cubil acristalado del inspector jefe Proust, situado en un rincón, estaba vacío.
Charlie leía por encima del hombro de Simón.
—«Un gnomon es un proyector de sombras». ¿Acaso no es así como funcionan los relojes de sol? La forma en que se proyecta la sombra te indica qué hora es. Eh, mira, aquí dice que también los diseña en miniatura. Podría poner uno en el alféizar de la ventana.
—Yo que tú no se lo pediría —repuso Simón—. Probablemente te partiría la boca. Mira, los diseña de muchos tipos: de pared, con pedestal, verticales, horizontales, de metal, de piedra, de fibra de vidrio… Son impresionantes, ¿no?
—Me encantan. Salvo este. —Charlie señaló la foto de un cubo de piedra liso con unos gnómones triangulares de hierro pegados a dos de sus caras—. Me gustaría más con una frase en latín. ¿Crees que esculpe ella misma las letras? Aquí dice que están esculpidas a mano…
—«El tiempo es una sombra…» —leyó Simón en voz alta—. ¿Quién encargaría un reloj de sol con esa inscripción? Imagínatelo: tomar el sol y cuidar del jardín junto a algo que te recuerda que te acercas rápidamente a la muerte.
—Te ha quedado precioso —dijo Charlie, preguntándose si Simón sabía que estaba hasta las narices de él. Hasta las narices, desilusionada, lo que fuera, aunque tratara de ocultarlo con todo su empeño—. ¿Qué te ha parecido la señorita Jenkins?
Simón dejó el teclado y se volvió hacia ella.
—Ha reaccionado de una forma exagerada. Emocionalmente es un poco inestable. Ha dado a entender que ya había sufrido otros ataques de pánico.
Charlie asintió con la cabeza.
—¿Por qué crees que estaba tan enfadada y resentida? Creo que la hemos escuchado con atención, ¿no? ¿Y por qué dijo: «No tengo miedo de la policía»? Eso estaba fuera de lugar, ¿verdad? —Charlie asintió con la cabeza al ordenador—. ¿Hay algún perfil sobre ella en su página web? ¿Información personal o algo así?
—Si ese Haworth la está evitando, no lo culpo —dijo Simón—. Puede que sea una forma cobarde de dejarla y todo eso, pero ¿te imaginas tratando de romper una relación con ella?
—Él le prometió que se casarían, o sea que debe haber sufrido una decepción. ¿Por qué los hombres sois tan cabrones?
En la pantalla del ordenador apareció una fotografía de Naomi Jenkins. Estaba sonriente, sentada en un enorme reloj de sol semicircular negro, apoyada en su proyector de sombras plateado en forma de cono, el gnomon. Charlie pensó que habría que acostumbrarse a aquella palabra. Naomi llevaba el pelo de color castaño rojizo recogido hacia atrás y vestía unos pantalones de pana rojos y una sudadera azul descolorida.
—Aquí parece bastante normal —dijo Simón—. Una mujer feliz y de éxito.
—Es su página web —dijo Charlie—. La habrá diseñado ella misma.
—No, mira. Aquí abajo dice: «Summerhouse - Diseño de páginas web».
Charlie chasqueó la lengua, impaciente.
—No hablaba en sentido literal. Me refería a que habrá suministrado personalmente toda la información y las fotos. Cualquier freelance que tenga una página web para promocionar su empresa piensa muy a fondo qué imagen quiere dar.
—¿Crees que nos está mintiendo? —preguntó Simón.
—No estoy segura. —Charlie se mordió el pulgar—. No necesariamente, pero… No lo sé. Solo estoy haciendo suposiciones, pero dudo que el hecho de perder a su amante sea el origen de sus problemas. En cualquier caso, encontremos a Haworth, comprobemos que está bien y fin del asunto. Mientras tanto, yo… me iré a tumbarme en las playas de Andalucía.
Charlie mostró una amplia sonrisa. Había pasado más de un año desde que había conseguido tomarse más de cinco días libres. Y ahora iba a tomarse una semana de vacaciones en condiciones, como una persona normal. ¿Sería posible?
—Aquí tienes la tarjeta de la proyectara de sombras —dijo—. ¿No querrás otra de Chalets de Lujo Silver Brae, por casualidad? La señora Jenkins me mintió con respecto a eso. Cuando dije «Chalets de Lujo Silver Brae» pareció que le había dado. Apuesto a que ella y Haworth estuvieron allí. —Charlie le dio la vuelta a la tarjeta—. Olvidé devolvérsela. Hum… Tienen servicio de transporte desde el aeropuerto de Edimburgo. Si lo deseas, sirven comida casera, tienen un centro de spa, camas extra grandes… Quizás podrías ir con Alice.
Maldita sea. ¿Por qué había dicho eso?
Simón ignoró el comentario.
—¿Qué piensas sobre el asunto de la ventana? —preguntó Simón—. ¿Crees que vio algo?
—¡Oh, por favor! Eso era un montón de mierda. Estaba estresada y se le fue la olla… Así de simple.
Simón asintió con la cabeza.
—Ella dijo que a Haworth le gusta controlarlo todo, pero a mí me parece que la obsesa del control es ella. Insistió en contarnos la historia cronológicamente y nos ordenó que fuéramos a casa de Haworth. —Simón cogió la fotografía de Naomi con Robert Haworth y la estudió. Al fondo había un cartel de un Burger King, sobre una fila de coches—. Parece tomada en el exterior del Traveltel —dijo.
—Qué pintoresco.
—Es un poco triste, ¿no? Él nunca ha estado en su casa y llevan un año viéndose.
—Su relación es el verdadero misterio de este asunto —repuso Charlie—. ¿Qué tendrá él de malo para que ella no quiera que su mejor amiga lo conozca?
—Tal vez de quien ella se avergüenza sea de su amiga —sugirió Simón.
—¿Qué pueden tener en común una pretenciosa diseñadora de relojes de sol y un camionero que está sin blanca?
—¿La atracción física?
Parecía que Simón no quisiera pensar demasiado en ello.
Charlie estuvo a punto de decir: «¿Te refieres al sexo?», pero se contuvo a tiempo.
—El no tiene aspecto de camionero, ¿verdad? —Charlie frunció el ceño—. ¿Cuántos camioneros conoces que lleven camisas de cuello Mao y unas gafas cuadradas de diseño?
—No conozco a ningún camionero —dijo Simón, casi abatido, como si acabara de ocurrírsele que le hubiera gustado conocer a alguno.
—Bueno… —dijo Charlie, golpeándole en el hombro—. Pues eso pronto va a cambiar. Mándame un SMS cuando lo hayas encontrado, ¿vale? Me alegrará las vacaciones saber que ha emigrado a Australia para quitarse de encima a la diseñadora de relojes de sol. Pensándolo mejor, no. La última vez que me fui de vacaciones, Proust me llamó casi todos los días. Esto puede esperar hasta mi regreso.
Charlie se colgó el bolso del hombro y empezó a recoger sus cosas. Todo lo que tuviera que ver con el trabajo podía esperar una semana. Lo que no podía esperar era la explicación que Olivia le exigía. Charlie iba a salir directamente de la comisaría para reunirse con su hermana en el aeropuerto y tenía que hacer mejor las cosas de lo que lo había hecho por teléfono. ¿Por qué sentía la irresistible necesidad de contárselo todo a Olivia en el momento en que la jodía? Hasta que se lo confesaba, sentía pánico y estaba fuera de control; había sido así desde que eran dos adolescentes. Al menos había logrado que Olivia permaneciera en silencio durante tres o cuatro segundos, algo que antes nunca había ocurrido.
—No tengo ni idea de por qué lo he hecho —dijo, lo cual era cierto.
—Bueno, tienes tres horas para pensar en ello y llegar a una conclusión convincente —replicó Olivia una vez fue capaz de recuperar la voz—. Te lo volveré a preguntar en Heathrow.
«Sea lo que sea lo que te diga entonces, aún no tendré ni idea» pensó Charlie.