Lunes, 3 de abril
Si estuvieras aquí para escucharme podría explicártelo. Estoy rompiendo la promesa que te hice, la única que me pediste que te hiciera. Estoy segura de que te acuerdas. Tu voz no sonó nada superficial cuando me dijiste: «Quiero que me prometas algo».
«¿Qué?», pregunté yo, apoyándome en un codo y rozándome la piel con la sábana de nailon amarilla en mi impaciencia por enderezarme y prestar atención. Estaba desesperada por complacerte. Me pides tan poco que siempre estoy buscando alguna forma insignificante y sutil de darte más. «¡Lo que quieras!», dije, echándome a reír, deliberadamente exagerada. Una promesa es lo mismo que un voto, y quería que entre nosotros existieran votos que nos unieran.
Mi exuberancia te hizo sonreír, pero no por mucho tiempo. Cuando estamos juntos en la cama estás muy solemne. Piensas que es una tragedia que tengas que irte pronto, y ese es siempre el aspecto que tienes: el de un hombre que se prepara para una calamidad. Normalmente, después de que te vas, me echo a llorar (no, nunca te lo he contado, porque si fomento tu vena tremendista estoy perdida), pero cuando estamos en nuestra habitación me siento tan eufórica como si me hubiese tomado una potente droga alucinógena. Parece imposible que alguna vez vayamos a separarnos, que ese momento llegue a su fin. Y en cierta forma no ocurre. Cuando vuelvo a casa y estoy preparando pasta o esculpiendo números romanos en mi taller, no estoy realmente allí.
Sigo estando en la habitación once del Traveltel, con su áspera alfombra sintética de color castaño rojizo —cuyo tacto, bajo los pies, parece el de las cerdas de un cepillo de dientes— y sus dos camas individuales arrimadas, con unos colchones que no son sino unas gruesas colchonetas de espuma de color naranja, de esas que usaban en mi instituto para cubrir el suelo del gimnasio.
Nuestra habitación. Me convencí de que te quería, de que no se trataba solo de un capricho o de atracción física, cuando te oí decirle a la recepcionista:
—No, tiene que ser la habitación once, la misma que la última vez. Necesitamos que sea siempre la misma habitación.
Dijiste «necesitamos», no «queremos». Para ti todo es importante, nada es fortuito. Nunca te tumbas en el sofá deshilachado y descolorido ni te quitas los zapatos para levantar luego los pies. Te sientas erguido, completamente vestido, hasta que estamos a punto de meternos en la cama.
Luego, cuando nos quedamos a solas, me dijiste:
—Me preocupa que lo de vernos en un deprimente motel se convierta en algo sórdido. Al menos, si tenemos siempre la misma habitación, será más acogedor.
Entonces te pasaste los quince minutos siguientes disculpándote porque no podías permitirte un sitio mejor. Incluso en aquel momento —¿cuánto tiempo hacía que nos conocíamos?, ¿tres semanas?— supe que no debía ofrecerme a compartir los gastos.
Me acuerdo de casi todo lo que me dijiste a lo largo de este último año. Tal vez si fuera capaz de recordar las palabras exactas, esa frase crucial, daría con la clave para poder llegar hasta ti. En realidad no lo creo, pero seguiré pensando en lo que dijiste, por si acaso.
—¿Y bien? —pregunté, apretándote el hombro con el dedo—. Aquí me tienes, una mujer desnuda dispuesta a prometerte lo que quieras. ¿Piensas ignorarme?
—Esto no es ninguna broma, Naomi.
—Lo sé. Lo siento.
Te gusta hacerlo todo despacio, incluso hablar. Cuando te apremian, te enfadas. Creo que nunca te he hecho reír; ni siquiera recuerdo haberte visto reír de verdad, aunque a menudo me dices que sí lo haces…, en el pub, con Sean y Tony.
—Me he reído hasta llorar —dijiste—. Me he reído hasta que se me han saltado las lágrimas. —Y luego, volviéndote hacia mí, me preguntaste—: ¿Sabes dónde vivo?
Me sonrojé. Me habías pillado, maldita sea. Eras consciente de que me había obsesionado contigo, que reunía cualquier hecho o detalle que estuviera a mi alcance. Me había pasado toda la semana repitiendo mentalmente tu dirección; a veces incluso la había dicho o canturreado en voz alta mientras estaba trabajando.
—Me espiaste mientras lo escribía, ¿verdad? En la ficha de la recepcionista. Me di cuenta de que estabas observándome.
—Chapel Lane número 3, Spilling. Lo siento. ¿Preferirías que no lo supiera?
—En cierto modo sí —dijiste—. Porque esto debe ser algo totalmente seguro. Ya te lo dije. —Entonces te sentaste y te pusiste las gafas—. No quiero que esto acabe. Quiero que dure mucho tiempo, toda mi vida. Tiene que ser algo seguro al cien por cien, algo totalmente al margen del resto de mi vida.
Lo entendí de inmediato y asentí con la cabeza.
—Pero… ahora la recepcionista del Traveltel también sabe tu dirección —repuse—. ¿Y si te mandan una factura o algo así?
—¿Por qué iban a hacerlo? Siempre pago antes de irme.
¿Hace que las cosas sean más fáciles el hecho de seguir un ritual burocrático antes de irte, esa pequeña ceremonia que se desarrolla en la frontera que hay entre nuestras vidas y tu otra vida? Ojalá pudiera hacer algo parecido antes de irme. Siempre me quedo a pasar la noche —aunque dejo que tú pienses que solo lo hago de vez en cuando— y salgo a toda prisa del Traveltel a la mañana siguiente; apenas me paro para sonreírle a la recepcionista. En cierto modo me parece demasiado informal, demasiado rápido y fácil.
—No hay nada que mandar —dijiste—. En cualquier caso, Juliet ni siquiera abre su propio correo, y mucho menos el mío.
Capté un ligero tic en tu mandíbula inferior y cierta tensión en tu boca. Siempre te ocurre lo mismo cuando mencionas a Juliet. Aunque desearía no hacerlo, también estoy reuniendo detalles sobre ella, y casi siempre implican un «por no hablar de»; «no sabe cómo poner en marcha un ordenador, por no hablar de cómo utilizar Internet»; «nunca contesta al teléfono, por no hablar de que sea ella quien llame a alguien».
En muchas ocasiones he querido decir que debe de ser un bicho raro, pero me he reprimido. No debo permitir que la envidia que siento por ella me haga ser cruel. Me besaste fugazmente antes de decir:
—Nunca debes ir a mi casa ni llamarme allí. Si Juliet te viera, si descubriera lo nuestro, se quedaría destrozada.
Me encanta cómo empleas las palabras. Tu forma de hablar es más poética y más solemne que la mía. Todo lo que yo digo es duro, está lleno de detalles prosaicos. Miraste a través de mí y yo me volví; por tu expresión, esperaba ver a lo lejos una cordillera de color gris y púrpura envuelta en una nube blanca en vez de la tetera de plástico beis con la etiqueta «Rawndesley East Services Traveltel», la que suele añadir un poco de cal a los tés calientes que nos tomamos.
¿Qué estás mirando en este momento? ¿Dónde estás? Habría querido preguntarte más cosas. ¿A qué te referías cuando dijiste que eso destrozaría a Juliet? ¿Que se lanzaría al suelo, sollozando, perdería el control y se volvería violenta? La gente puede quedarse destrozada de muchas maneras y nunca he conseguido entender si tienes miedo de tu mujer o tienes miedo por ella. Pero tu tono de voz era solemne y supe que tenías más cosas que decirme. No quería interrumpirte.
—No se trata solo de eso —murmuraste, arrugando con las manos el cubrecama con dibujos de diamantes—. Se trata de ella. No puedo soportar la idea de que la veas.
—¿Por qué?
Pensé que sería poco diplomático decirte que no tenías por qué preocuparte con respecto a eso. ¿Creías que sentía curiosidad y estaba desesperada por saber con quién estabas casado? Incluso ahora me horroriza la idea de ver a Juliet. Ojalá no supiera su nombre; me gustaría que, en mi mente, fuera alguien irreal. Lo ideal sería que para mí fuera solo «ella», así tendría menos motivos para sentir celos. Pero cuando nos conocimos no podría haber dicho eso, ¿verdad? «No me digas cómo se llama tu mujer, porque creo que podría enamorarme de ti y no soportaría saber nada acerca de ella».
Dudo que seas capaz de imaginarte la angustia que he sentido a lo largo de este último año, cuando, al acostarme todas las noches, pensaba: «En este momento, Juliet estará en la cama, junto a Robert». No es el hecho de imaginármela durmiendo a tu lado lo que hace que mi rostro se retuerza de dolor y se me revuelvan las entrañas; es la idea de que para ella eso es lo normal, lo rutinario. No me atormento con la imagen de los dos besándoos o haciendo el amor; en vez de eso, me imagino a Juliet en su lado de la cama, leyendo un libro —algo aburrido sobre algún miembro de la familia real o sobre jardinería— y sin apenas mirarte cuando entras en la habitación. No se da cuenta de que te desnudas y de que te acuestas en la cama, a su lado. ¿Llevas pijama? No sé por qué, pero no soy capaz de imaginármelo. En cualquier caso, lleves lo que lleves, Juliet está acostumbrada a ello después de tantos años de matrimonio. Para ella no se trata de algo especial; es tan solo otra aburrida y cotidiana noche en casa. No hay nada en particular que quiera o necesite contarte. Es perfectamente capaz de concentrarse en los detalles del príncipe Andrés y el divorcio de Fergie o en cómo plantar un cactus. Cuando empiezan a cerrársele los ojos, deja caer el libro en el suelo y se vuelve hacia su lado de la cama, lejos de ti, sin ni siquiera darte las buenas noches.
Quiero tener la oportunidad de darte por sentado. Sin embargo, nunca lo haría.
—¿Por qué no quieres que la vea, Robert? —pregunté. Parecías absorto en algún pensamiento que estaba atrapado en un rincón de tu mente. Tenías ese característico aspecto que sueles tener a menudo: el ceño fruncido y la mandíbula inferior apretada—. ¿Acaso hay algo… malo en ella?
Si hubiera sido otra, habría añadido: «¿Te avergüenzas de ella?», pero durante los tres últimos años he sido incapaz de emplear la palabra «vergüenza». Tú no lo entenderías, porque no te lo he contado. Hay cosas que yo también prefiero guardarme para mí.
—Juliet no ha tenido una vida fácil —contestaste. Por tu tono de voz, lo dijiste a la defensiva, como si yo la hubiese insultado—. Me gustaría que pensaras en mí como soy cuando estoy aquí, contigo, y no como soy en esa casa, con ella. ¡Odio esa maldita casa! Cuando nos casemos, compraré otra casa.
Recuerdo que me entró la risa tonta cuando dijiste eso, porque hacía poco que había visto una película en la que el marido llevaba a su esposa a ver una casa que había diseñado y construido para ella. Era grande, muy bonita, y estaba envuelta con un enorme lazo rojo. Cuando él le quitaba las manos de los ojos y exclamaba: «¡Sorpresa!», ella se ponía de mal humor; estaba enfadada porque no le había consultado y le había enseñado la casa como un hecho consumado.
Me encanta cuando tomas decisiones por mí. Quiero que te sientas dueño de mí. Si quiero algo es porque tú también lo quieres. Salvo Juliet. Tú dices que no la quieres, pero no estás listo para dejarla. No se trata de «si», dices, sino de «cuando». Pero aún no es el momento. Eso es algo que me resulta difícil de entender.
Te acaricié el brazo. No soy ni nunca he sido capaz de tocarte sin sentir un mareo, un hormigueo, y entonces me sentí culpable porque se suponía que íbamos a tener una conversación seria y no a pensar en el sexo.
—Te prometo que mantendré las distancias —dije, sabiendo que necesitabas tenerlo todo bajo control y que no soportarías que las cosas se te escaparan de las manos.
Si alguna vez estamos casados —cuando estemos casados— te diré cariñosamente que eres un obseso del control y tú te echarás a reír.
—No te preocupes —dije, levantando la mano—. Palabra de scout. No voy a presentarme de improviso en tu casa.
Pero aquí estoy, en mi coche, aparcado justo enfrente. Sin embargo, dime una cosa: ¿acaso tengo otra elección? Si estás ahí, me disculparé, te explicaré lo preocupada que he estado y sé que me perdonarás. Si estás ahí, puede que no me importe que me perdones o no, pero al menos sabré que estás bien. Han pasado más de tres días, Robert, y poco a poco estoy empezando a volverme loca.
Cuando me metí en tu calle, lo primero que vi fue tu camión rojo aparcado al final, sobre la hierba, más allá de unas casas, antes de que la calle se estreche hasta convertirse en un camino. Sentí que mi pecho se hinchaba, como si alguien me hubiera inyectado helio, al leer tu nombre en uno de los lados de la furgoneta. (Siempre me dices que no la llame furgoneta, ¿verdad? Nunca dejarías que te llamara «el hombre de la furgoneta roja», aunque lo he intentado en varias ocasiones). «Robert Haworth», en enormes letras negras. Me encanta tu nombre.
El camión es el de siempre, pero aquí, aparcado sobre la hierba, entre las casas y los campos, en un espacio en el que apenas cabe, me parece muy grande. Lo primero que pienso es que, para un camionero, es un sitio bastante incómodo para vivir: debe de ser una pesadilla maniobrar para llegar hasta la calle principal.
Lo siguiente que pienso es que hoy es lunes. Tu camión no debería estar ahí. Deberías haber salido a trabajar con él. Ahora empiezo a preocuparme en serio, demasiado como para sentirme intimidada —al ver tu casa, vuestra casa, la tuya y la de ella, Juliet— y huir fingiendo que probablemente todo va bien.
Sabía que el número de tu casa era el 3 y supongo que me imaginé que la numeración llegaría hasta el 20 o el 30, como en muchas calles, pero tu casa es la tercera y la última. Las otras dos están una frente a otra, más cerca de la calle principal y de la Brasserie Old Chapel, que está en la esquina. Tu casa está un poco más abajo, orientada hacia los campos que hay al final del camino. Todo cuanto puedo ver de ella desde la calle es una parte del tejado de pizarra y una larga pared rectangular de piedra beis con tan solo una pequeña ventana cuadrada en la parte superior derecha: tal vez sea un baño o un trastero.
He aprendido algo nuevo sobre ti. Compraste la clase de casa que yo nunca compraría; una casa cuya parte trasera da a la calle y cuya fachada no pueden ver los transeúntes porque queda oculta. Da la impresión de que es un sitio poco acogedor. Sé que así se consigue más intimidad, y tiene sentido que la parte delantera tenga las mejores vistas, pero las casas como la tuya siempre me han parecido desconcertantes, como si, de una forma muy grosera, hubieran dado la espalda al mundo. Yvon está de acuerdo conmigo; lo sé porque siempre pasamos frente a una casa parecida cuando vamos al supermercado. «Las casas así están hechas para ermitaños que viven en su propio mundo y no paran de decir: “¡Bah, tonterías!”», dijo Yvon la primera vez que pasamos frente a esa casa.
Sé lo que ella diría sobre el número 3 de Chapel Lane si estuviera aquí: «Parece la casa de alguien que podría decir: “No te atrevas a entrar”. ¡Y efectivamente así es!». Solía hablarte sobre Yvon, pero dejé de hacerlo cuando frunciste el ceño y me dijiste que te parecía sarcástica y vulgar. Esa fue la única ocasión en que me sentí ofendida por algo que habías dicho. Te conté que ella era mi mejor amiga, que lo había sido desde el instituto. Y sí, es sarcástica, pero solo en el buen sentido, para animar a la gente. Es directa e irreverente y cree firmemente que deberíamos ser capaces de reírnos de todo, incluso de las cosas malas. Incluso del amor desesperado por un hombre casado al que no puedes tener. Yvon cree que eso es algo de lo que habría que reírse especialmente, y la mitad del tiempo es su frivolidad lo que me mantiene cuerda.
Cuando te diste cuenta de que me sentó mal que la criticaras, me besaste y dijiste:
—Voy a contarte algo que leí una vez en un libro y que me ha hecho la vida más fácil: «Cuando nos ofenden y ofendemos a alguien, nos hacemos tanto daño a nosotros mismos como a los demás». ¿Entiendes lo que quiero decir?
Asentí con la cabeza, aunque no estaba muy segura de haberlo entendido.
Nunca te lo conté, pero le repetí tu aforismo a Yvon, aunque por supuesto no le expliqué el contexto. Fingí que habías hecho otro comentario ofensivo, uno que no tenía nada que ver con ella.
—Es muy práctico —dijo ella, riéndose tontamente—. A ver si lo entiendo: resulta que eres tan culpable cuando amas a un cabrón que cuando eres un cabrón. ¡Gracias por compartir esto con nosotras, mente privilegiada!
Me preocupa pensar en lo que puede pasar en nuestra boda, cuando al final nos casemos. No consigo imaginaros a ti y a Yvon manteniendo una conversación que no acabe rápidamente en el mutismo por tu parte y en una escandalosa risotada por la suya.
Anoche fue ella quien llamó a tu casa. La volví loca, se lo supliqué, la amargué durante toda la noche hasta que accedió a hacerlo. Me pone ligeramente enferma la idea de que ella haya escuchado la voz de tu mujer. Es dar un paso más hacia algo a lo que no quiero enfrentarme, la realidad de la presencia física de Juliet. Ella existe. Si ella no existiera, tú y yo ya podríamos estar viviendo juntos, y ahora sabría dónde estás.
Por su voz, parecía que Juliet estuviera mintiendo. Eso fue lo que dijo Yvon.
En la parte trasera de tu casa hay una pared de ladrillo con una puerta de madera marrón. No figura el número 3 en ninguna parte; solo soy capaz de saber cuál es tu casa tras un proceso de eliminación. Salgo del coche y me tambaleo ligeramente, como si mis piernas no estuvieran acostumbradas a moverse. Aunque sopla el viento, hay una luz muy brillante, casi espectacular, que me obliga a entornar los ojos. Tengo la sensación de que tu calle está excesivamente iluminada, como si esa fuera la forma en que la naturaleza quisiera decirme: «Aquí es donde vive Robert».
La puerta es alta, me llega hasta el hombro. Se abre con un crujido: entro y me paro en un camino de tierra batida, para contemplar tu jardín. En una esquina, junto a un montón de cajas de cartón aplastadas, hay una bañera vieja, con dos ruedas de bicicleta en su interior. El césped está mal cortado y hay más hierbas que plantas. Es evidente que en algún momento hubo parterres además del césped, pero ahora todo se funde en un apelmazado color verde y marrón. Lo que estoy viendo hace que me sienta furiosa con Juliet. Tú trabajas todos los días, a veces toda la semana, y no tienes tiempo de cuidar del jardín. Pero ella sí. No ha trabajado desde que os casasteis, y no tenéis hijos. ¿Qué hace durante todo el día?
Me dirijo hacia la puerta principal; cuando recorro uno de los laterales de la casa, veo otra pequeña ventana en la parte de arriba. ¡Oh, Dios, se me ocurre que podrías estar atrapado en el interior de la casa! Pero es evidente que no lo estás. Eres un hombre fuerte, de anchas espaldas, de 1,90 de altura. Juliet no podría encerrarte en ningún sitio. A no ser que… Pero no, es mejor que no sea ridícula.
He decidido ser eficiente y audaz. Hace tres años me prometí que nunca volvería a tener miedo de nada ni de nadie. Iré derecha hasta la puerta principal, pulsaré el timbre y haré las preguntas que debo hacer. Tu casa, me doy cuenta de ello en cuanto la rodeo, es una casa de campo, larga y baja. Desde fuera da la sensación de no haber sido restaurada desde hace décadas. La puerta es de un color verde apagado y todas las ventanas son cuadradas y pequeñas, con los cristales divididos en forma de diamante por unas líneas de plomo. Hay un árbol muy alto; de su rama más gruesa cuelgan cuatro deshilachados trozos de cuerda. Puede que antes hubiera un columpio. Aquí, en la parte delantera de la casa, el césped está combado; más allá, se aprecia una de esas vistas por las que se pelearían los pintores paisajistas. Veo hasta cuatro campanarios. Ahora sé lo que te atrajo de esta casa de campo que da la espalda al mundo. Al fondo veo Culver Valley, con su río que serpentea hasta Rawndesley. Me pregunto si con unos prismáticos podría ver mi casa.
No puedo pasar ante la ventana sin mirar dentro. De pronto, me siento eufórica. Estas son las habitaciones de tu casa, con todas sus cosas. Acerco la cara al cristal y coloco las manos en forma de copa en torno a mis ojos. Un salón. Vacío. Es curioso… Siempre me había imaginado las paredes pintadas con colores oscuros, llenas de reproducciones de cuadros clásicos con pesados marcos de madera: Gainsborough, Constable, cosas así. Pero las paredes de tu salón son blancas, irregulares, y el único cuadro que hay representa a un desaliñado anciano con un sombrero marrón que observa a un muchacho que toca la flauta. Una alfombra lisa de color rojo cubre la mayor parte del suelo; debajo se ven unas láminas de madera baratas que no se parecen en nada a la madera.
La habitación está ordenada, lo cual es una sorpresa después de haber visto el jardín. Hay un montón de adornos, demasiados, colocados en pulcras filas, por todas partes. La mayoría son casitas de cerámica. Qué raro. No logro imaginarte viviendo en una casa llena de objetos tan cursis. ¿Es una colección? Cuando era una adolescente, mi madre trató de animarme para que coleccionara unas espantosas criaturitas de cerámica que creo que se llamaban whimsies. «No, gracias», le dije. Estaba mucho más interesada en coleccionar pósters de George Michael y Andrew Rígele.
Le echo la culpa a Juliet de haber convertido tu salón en una urbanización en miniatura, como la culpo también de las láminas de madera baratas. El resto de la habitación es aceptable: un sofá azul marino con una butaca a juego; los apliques de la pared, con una pantalla semicircular de escayola para que puedan verse las bombillas; un taburete de madera tapizado en cuero; una cinta métrica y un calendario de mesa. Todo tuyo, tuyo, tuyo. Sé que es una idea absurda, pero me siento identificada con esos objetos inanimados. Estoy exultante. En una de las paredes hay un aparador con puertas de cristal con más casas de cerámica: una hilera de casas diminutas, las más pequeñas de todo el salón. Debajo de ellas hay una vela de color miel que parece no haberse encendido nunca…
El cambio llega de repente, sin previo aviso, como si algo hubiera estallado en mi cerebro. Me aparto de la ventana, doy un traspié y estoy a punto de caerme. Me agarro el cuello de la blusa con una mano, por si fuera eso lo que me impide respirar; con la otra mano, me protejo los ojos. Me tiembla todo el cuerpo. Si no soy capaz de coger pronto un poco de aire, creo que me voy a desmayar. Necesito oxígeno urgentemente.
Espero a que se me pase, pero me encuentro cada vez peor. Ante mis ojos aparecen unos puntos oscuros que se esfuman enseguida. Me oigo lanzar un gemido. No puedo mantenerme en pie; supone demasiado esfuerzo. Me derrumbo, apoyándome en las manos y las rodillas, jadeando y sudando. Ya no pienso en ti ni en Juliet. El césped está increíblemente frío; tengo que dejar de tocarlo. Durante unos segundos me quedo ahí tirada, incapaz de comprender qué es lo que me ha hecho acabar en este estado.
No sé cuánto tiempo me quedo paralizada y sin aliento, en esta indecorosa posición… Puede que sean segundos o tal vez minutos. No creo que puedan ser más de unos minutos. En cuanto me siento capaz de moverme, me pongo de pie y salgo corriendo hacia la puerta sin mirar el salón. Aunque me lo propusiera, no podría mirar en esa dirección. No sé a qué se debe mi certeza, pero lo sé. La policía. Debo acudir a la policía.
Rodeo a toda prisa la casa con las manos extendidas hacia la puerta, tratando de alcanzarla desesperadamente lo antes posible. Creo que era algo horrible. Vi algo horrible a través de la ventana, algo tan inconcebiblemente aterrador que sé que no pudo ser fruto de mi imaginación. Aun así, no sería capaz de decir, ni aunque la vida me fuera en ello, de qué se trataba.
Una voz me detiene, una voz de mujer.
—¡Naomi! —grita—. ¡Naomi Jenkins!
Dejo escapar un grito ahogado. El hecho de oír que gritan mi nombre completo me resulta espeluznante.
Me doy la vuelta. Ahora estoy en el otro lado de la casa; desde aquí no corro el riesgo de ver la ventana de tu salón. Me da mucho más miedo eso que esta mujer, que supongo que debe ser tu esposa.
Pero ella no sabe cómo me llamo. No sabe ni que existo. Tú mantienes tus dos vidas completamente separadas. Está acercándose a mí.
—Juliet —digo.
Ella tuerce brevemente la boca, como si se estuviera reprimiendo una sonrisa amarga. La observo atentamente, como hice con la cinta métrica, la vela y el cuadro del viejo y el muchacho. Ella es otra cosa que te pertenece. Sin tu sueldo, ¿cómo sobreviviría? Probablemente encontraría a otro hombre dispuesto a mantenerla.
Me siento vacía e inútil cuando pregunto:
—¿Cómo sabes quién soy?
¿Cómo es posible que esta mujer sea Juliet? Por todo lo que me has contado sobre ella, me había imaginado a un ama de casa tímida y poco sofisticada, mientras que la persona que está frente a mí, de pelo rubio, lleva unas trenzas hechas con mucho esmero, un traje de chaqueta oscuro y unas finas medias negras. Le arden los ojos mientras se dirige lentamente hacia mí, tomándose deliberadamente su tiempo, tratando de intimidarme. No, esta no puede ser tu mujer, la que no responde al teléfono y no sabe encender un ordenador. ¿Por qué se ha vestido con tanta elegancia?
Las palabras acuden a mi mente antes de que pueda detenerlas: para un funeral. Juliet se ha vestido para un funeral.
Doy un paso atrás.
—¿Dónde está Robert? —grito.
Tengo que intentarlo. He venido aquí decidida a encontrarte.
—¿Fuiste tú quien llamó anoche? —dice.
Todas sus palabras penetran en mi cerebro, como una flecha disparada a muy poca distancia. Quiero esquivar su voz, su cara, toda su presencia. No puedo soportar la idea de que a partir de ahora seré capaz de ver escenas y escuchar conversaciones entre los dos. He perdido para siempre ese escondite reconfortante y oscuro en el que podía imaginar.
—¿Cómo sabes mi nombre? —digo, estremeciéndome a medida que se acerca más a mí—. ¿Qué le has hecho a Robert?
—Creo que las dos le hacemos lo mismo a Robert, ¿no es así?
Me sonríe con suficiencia. Tengo la sensación de que se está divirtiendo. Lo tiene todo bajo control.
—¿Dónde está Robert? —pregunto de nuevo.
Avanza hacia mí hasta que nuestros rostros están tan solo a pocos centímetros de distancia.
—Sabes lo que te dirían en un consultorio sentimental, ¿verdad?
Echo la cabeza hacia atrás, esquivando su cálido aliento. Forcejeando con la puerta, tiro del pestillo. Puedo irme cuando quiera. ¿Qué podría hacerme esta mujer?
—Pues te dirían que estás mejor sin él. Considéralo como un favor que te hago, aunque no lo merezcas.
Alzando apenas la mano, me saluda brevemente, moviendo los dedos de forma casi imperceptible antes de darse la vuelta para regresar a la casa.
No puedo mirar hacia dónde se dirige. Ni siquiera puedo pensar en ello.