«He construido castillos en el aire tan hermosos que me conformo con las ruinas», escribió Jules Renard en 1890. Del edificio literario que levantó —las obras completas ocupan diecisiete volúmenes— permanecen aún en pie unos cuantos títulos —Poil de Carotte, Histoires naturelles o L’Écornifleur—, pero sobre todos ellos se alza, soberbio, su Diario, 1887-1910, unas páginas fascinantes que además de ser un testimonio cruel, siempre irónico, de la vida literaria del París de fin de siglo y un retrato cáustico de la condición humana, reflejan el insaciable desasosiego de un escritor enfermo de literatura.
Renard, que reconocía como única admiración a Victor Hugo y que coleccionaba ediciones de Les Caractères de La Bruyère, apostó por aferrarse sin desvíos a la forma clásica y a una moralidad de la escritura pegada a la vida. En una época en que el naturalismo se desvanecía, respetaba el valiente acto de Zola en defensa de Dreyfus, pero se mofaba de su prosa de documento. Apreciaba a los simbolistas, fundó el Mercure de France y fue colaborador de La Plume y La Revue blanche, pero desdeñaba «esa pequeña nadería que es el símbolo». Él, en cambio, hizo su propia apuesta: un realismo que tuviera «un lirismo concentrado, preciso», tan sobrio y medido que sus obras se hicieron fragmentarias y sus frases casi versos, cargados con imágenes leves e intensas como un poema japonés. En su búsqueda de la profundidad más transparente, talló sus palabras, exactas, a veces con el espíritu de un burlón melancólico y otras con el de un poeta zen.
Jules Renard (1864-1910) fue un escritor furtivo y original al que los historiadores suelen dejar en los márgenes de las grandes corrientes literarias porque su obra —dicen— no transita por los puentes que comunican a Baudelaire con Apollinaire, ni a Jarry con Beckett, ni a Flaubert con Joyce y, sin embargo, el drama íntimo expresado día a día en su Diario está poseído por los mismos demonios.
A diferencia de otros diaristas de la época, como los hermanos Goncourt, que callan lo esencial y esquivan la mirada sobre sí mismos, la escritura de Renard registra sus turbulencias más íntimas con un estilo cortado a diamante, reflejo de su imagen escindida en trozos de espejo roto, con aristas de un humor cortante que hace daño. Su reiterado grito de desesperación «No serás nada» nace del mismo desasosiego existencial ante la escritura y la vida que sintieron Kafka o Beckett —autores que le habrían horrorizado— o del Pessoa que escribía «No soy nada. Nunca seré nada. No puedo siquiera ser nada. Esto aparte, tengo en mí todos los sueños del mundo». Ellos se atrevieron a traducir su desorden interior inventándose una nueva literatura. Renard intentó —no siempre con éxito— embridarlo, congelar sus emociones por medio de la distancia irónica en frases miniatura.
La observación de la naturaleza fue el refugio de un escritor nacido en una familia de campesinos de la Francia central. «De la main à charrue à la main à plume» [«De la mano en el arado a la mano en la pluma»], encajaba mal en el ambiente mundano del París finisecular. Sus contemporáneos lo retratan, no sin malicia, como un grandullón con cráneo de matemático y ojos agudos, taciturno y reservado, boca maliciosa, descuidada barba con la punta en forma de áspid y, sobre todo, con el pelo color peligro, «Poil de Carotte», el sobrenombre que le dio su madre y que le persiguió como una maldición inseparable hasta el mismo momento de su muerte.
Renard intentó anatemizar las tribulaciones de su infancia escribiendo Poil de Carotte, él mismo como protagonista, el menor de tres hermanos, fruto de un nacimiento no querido. Actualmente sigue siendo el libro que ha obtenido más éxito internacional, con numerosas ediciones y varias versiones en el cine. Primero escribió la historia en forma de novela, y en ella no disimula el odio feroz que sentía por su madre. Siempre huraña y despreciativa, Renard le dedica páginas durísimas en el Diario hasta el punto de que llega a lamentar que su nacimiento no le hubiera ocasionado la muerte en el parto.
El conflicto familiar fue, de hecho, el gran tema que marcó obsesivamente su vida y aniquiló su imaginación creativa. Sus padres aparecen retratados en varias de sus obras (Les Cloportes, Sourires pincés, Poil de Carotte, La Bigote) primero bajo los nombres de Lerin y después como el señor y la señora Lepic, tenue máscara que él mismo se encargó de levantar en el Diario y en la correspondencia.
El señor Lepic odia la charlatanería, el desorden, la mentira y los curas, todo lo que ama la señora Lepic. Después de veintisiete años de matrimonio, las trifulcas han convertido al marido en un hombre agrio que se refugia en el silencio, el sarcasmo y la caza, y a ella en una mujer cruel y egoísta que intenta mantener la apariencia de una familia feliz. El padre real de Renard, anciano y enfermo, acabaría disparándose un tiro en el corazón, gesto que al siempre dubitativo Renard llenó de respeto y admiración tardíos. Su madre, con trastornos seniles, moriría ahogada en el fondo de un pozo, tal vez un suicidio campesino.
En el Diario, Renard recogió la muerte de su madre con un escueto: «Agosto. El 5, muerte de mamá, enterrada el 7». Y solo después de comentar un incidente sin importancia, una propuesta de colectivismo y un juicio sobre Maeterlinck, retoma el relato de la tragedia con una frialdad ártica, incapaz de sentir dolor. Su tono, por impávido, destila desdén: «Se ha perdido una pantufla» y, después, en el funeral: «Luto: la mentira negra». Sin embargo, unos años antes había descrito un sueño turbadoramente incestuoso que sucedía ante la mirada indiferente de su padre. «Mi madre, de la que solo hablo con terror —decía—, me inflamaba. Y este fuego aún recorre mis venas.»
Si los amigos de Renard le reprochaban su incapacidad de novelar un hecho que no hubiera vivido y que, por tanto, no pudiera narrar un asesinato sin haberlo cometido antes; si consideraban que le faltaba recibir una puñalada en el corazón, una sacudida moral que desencallara los obstáculos, puestos por él mismo, para escribir una gran novela; y si, en fin, le aconsejaban, con sorna, que viviera de una vez un gran crimen, ahí lo tenían, en su Diario: Edipo tiznado de Hamlet, solo que el sustituto del padre no era, a los ojos irónicos de Renard, un amante o un rey impostor. Era el cura.
A su padre lo trata con menor saña. En la novela, Poil de Carotte envía al señor Lepic una carta que obtiene una rápida respuesta de extrañeza: no la entiende. El hijo le contesta secamente: estaba escrita en verso y él no se había dado cuenta. En el Diario, Renard anota, con un reproche silencioso, que su padre nunca le había comentado y ni siquiera leído ninguno de sus libros. Más tarde, ya con una sólida carrera literaria, haría una versión teatral menos descarnada. En realidad, no se había portado tan mal con él. Era su compañero de caza y nunca le negó el dinero cuando el joven Renard vagabundeaba como poeta en París, después de haber abandonado sus estudios en la École Normale.
Renard frecuentaba entonces la bohemia parisina y escribía versos a la moda —Les Roses— que recitaba su amante, Danièle Davyle, actriz de la Comédie. Siempre transcribiendo la vida en su literatura, Renard la retrató como «Blanche» en Le Plaisir de rompre, una obra sobre la ruptura con la amante para contraer un «beau mariage». En efecto, después de rechazar numerosos empleos —como un puesto en los ferrocarriles del África colonial— para ser preceptor de los hijos de un novelista de poca monta, contrajo matrimonio con Marie Morneau, la Marinette de su diario, provista de una dote de trescientos mil francos con la que se costeó la edición de su segundo libro, Crime de village, y le permitió ser primer accionista del Mercure de France, su ingreso en la vida literaria de París.
Era el París en que Verlaine arrastraba su lastimosa ebriedad por cafetines baratos, el París que concentraba los mejores talentos que ha dado la literatura francesa moderna. No solo los grandes nombres que identificaron después la época, sino un ecléctico grupo mal avenido, que incluye a Rachilde, la mujer de Vallete, director del Mercure, ansiosa coleccionista de todas las perversiones sexuales; el místico terrible Léon Bloy; el mago andrógino que se hacía llamar Sâr Péladan; el excéntrico Pierre Loti; el dandy lánguido Pierre Louÿs; el profeta airado Octave Mirbeau o el modelo de decadentes Joris-Karl Huysmans.
Alphonse Daudet —casado con una hija de Victor Hugo— abrió a Renard las puertas del gran mundo. Conoció a Rodin, Edmond Goncourt, Sarah Bernhardt, Gide, Mallarmé, Valéry, Cladel, Jarry, Barrès, Moréas… También a Marcel Schwob, en quien vio a su primer cómplice literario. Pero el entusiasmo que puso en la amistad de Schwob pronto derivó en una amarga ruptura, el primero de una lista de desengaños que se fue haciendo cada vez más corta a medida que se convertía en una persona tímida, desconfiada y escéptica.
Renard se encontraba más a gusto cultivando la misantropía y armando una estricta moralidad laica que quería oponer a la moral religiosa. «Tengo un cerebro de anarquista y un corazón de monje», decía. Perezoso para todo, se impuso el reto moral de sacar adelante un modelo de familia mejor que el que siempre había reprochado a sus padres. Sedentario hasta el punto de aborrecer las literaturas extranjeras, era tan humilde que solo aspiraba a una «pequeña gloria». Pero si él no podía ser Victor Hugo, tampoco lo eran los demás. De Goncourt despreciaba sus frases grandilocuentes y vanas, de Barrès que hubiera reinventado la mejor manera de ser nuevo: «complicar la expresión de cosas antiguas». Consideraba que «todos los cuentos de Schwob son prestados» y que Mallarmé era «también en francés, intraducible». De Rostand, «un poeta de las masas que se creen de élite», envidiaba su éxito, mientras suspiraba por su elegante mujer; a Léon Daudet le reprochaba su antisemitismo y a otro de sus amigos, el impagable Capus, su inmensa banalidad.
No apreciaba ni la música ni la pintura. Cuando Ravel estrenó la pieza musical basada en sus Histoires naturelles, ni siquiera asistió al concierto. Aunque fue incapaz de entender el arte de su tiempo, su propuesta no estaba tan alejada de los principios generales del impresionismo: encontrar el punto de contacto entre arte y verdad, mediante el reflejo de fragmentos de la vida o de la naturaleza en la forma más imparcial posible, dejando en segundo plano la emoción propia, el arte imaginativo, las grandes construcciones narrativas.
El programa literario de Renard se basaba en La Fontaine y La Bruyère; en la búsqueda implacable de la palabra exacta —«le mot juste!, le mot juste!», escribía desesperándose— y la frase mínima: sujeto, verbo, predicado. Es el modo de trabajar de un poeta en guerra con el ornato de los decadentes: en él significaba horas enteras de ensoñación, de destilar pacientemente el lenguaje hasta hallar la frase en la que cada palabra se hace imprescindible.
En Histoires naturelles, ilustradas por Toulouse-Lautrec, o Bucoliques, que inspiró a Apollinaire, lograba a veces el efecto poético por condensación y disociación de ideas. El método de la disociación —el encuentro fortuito de la máquina de coser y el paraguas en la mesa de disección— es una estrategia del humor; es decir, del surrealismo, que Pierre Reverdy y Breton teorizarían después: cuanto más lejanas y justas son las relaciones entre dos realidades que el poeta aproxima, más potente es la imagen resultante. También Gómez de la Serna usó esta técnica en greguerías sospechosamente parecidas a las frases de Renard. Si para este el murciélago «vuela con su paraguas», para el autor español «vuela con su capa puesta», y también, como antes hizo Renard, compara el agua de los charcos helándose en la noche con una herida que cicatriza.
Renard tenía más ingenio que imaginación y más talento que capacidad narrativa. La observación de la naturaleza y de la condición humana le hizo un moralista: las personas, descritas por su pluma sarcástica, se metamorfosean a veces en objetos, y los animales, «los hermanos feroces», aparecen —como en La Fontaine— humanizados. Podía ser despiadado con los demás porque él lo era consigo mismo. En el campo de las ideas, se declaraba admirador de Jaurès y próximo al socialismo. Sorprende, por ser una de sus escasas páginas pasionales, leer en su Diario el feroz manifiesto contra los adversarios de Dreyfus y en favor de Zola, un tema que le separó de Daudet y Lemaitre, aunque reconociera, en un ataque de sinceridad, que «todos somos antisemitas», aunque algunos lo disimulen.
El rigor de su estilo, el compromiso casi místico por contar «no toda la verdad, pero únicamente la verdad» y su célebre ironía, tan temida por sus rivales, explican que su Diario sea considerado un clásico de la literatura y uno de los textos en el que un escritor ha sabido retratar con más sinceridad esos aspectos de la condición humana —«en cuanto quieres mirarte al espejo, tu aliento lo empaña»— que siempre se silencian. Ni Rousseau, Constant, Amiel, Gide o Leiris describieron con tal capacidad de lucidez, ironía e introspección la sociedad de su época y las oscuras oscilaciones de su experiencia interior.
El reconocimiento definitivo le llegó con el ingreso en la Academia Goncourt, creada contra la Academia Francesa. Renard habría preferido entrar en la institución oficial (como todos los escritores de la época, incluso el príncipe de los malditos, Verlaine), pero se conformó con la reputación y la tranquilidad económica que le proporcionaba el legado Goncourt. A partir de entonces, se hizo más sociable. Muertos casi todos sus personajes, conformado con su sequía creativa y atemperada por la edad su insatisfacción sexual, adquirió la apariencia de un escritor aburguesado. Solo la apariencia. Enfermo de arterioesclerosis, sus últimas palabras son de serenidad poética —«Nieve sobre el agua: silencio sobre silencio»— y, al tiempo, de recuperación de su desgarro: «Esta noche, quiero levantarme. Pesadez. Una pierna cuelga fuera. Luego, un hilillo húmedo fluye a lo largo de la pierna. Tiene que llegar al talón para que me decida. Se secará en las sábanas, como cuando yo era Poil de Carotte».
Renard fue consciente, al final, de la importancia literaria que había adquirido su largo monólogo consigo mismo. «Este Diario —escribió en 1900— es lo mejor y más útil que he hecho en la vida.» El temible burlón, el feroz realista, era en verdad un extrañado que se veía a sí mismo «desde el centro de un sueño», «como un reflejo en el agua», y para el que la literatura no era «sino la continua corrección de lo que me sucede, como alguien que febrilmente busca en un libro qué hacer para reanimar al ahogado que yace en la orilla». No es extraño, pues, que volcara lo mejor de su talento precisamente en el Diario, que registra su risa, su ética del lenguaje, sus continuas contradicciones, sus temores, sus odios y sus sueños. En definitiva, la idea de Schopenhauer del arte como refugio de esa absurda, ridícula voluntad de vivir.
El Diario se ofrece ahora por primera vez al lector español en una amplia selección que acabará por despojar a Jules Renard de la imagen parcial, de aforista de almanaque, que impusieron los humoristas de posguerra. La difusión de su obra no se ha podido beneficiar del prestigio publicitario que valora más una vida legendaria y excéntrica que la buena escritura. Una escritura que ha fascinado a escritores tan distintos como Sartre y Josep Pla, Apollinaire y Léon-Paul Fargue, y enlaza un vértigo de ecos literarios: Teócrito, Esquilo, Horacio, La Fontaine, La Bruyère, Sterne, la poesía japonesa, René Char o la moderna estética de la fragmentación. Afortunadamente, no se cumplió la chanza de Renard, cuando, al imaginarse la posteridad, pronosticó que le sería erigido un monumento con esta inscripción: «A Jules Renard, sus compatriotas indiferentes».
El diario de Renard comenzó a editarse, poco después de su muerte, en Le Cri de Paris, al cuidado de Gillois. En 1925 Henri Bachelin publicó las obras completas en la editorial Bernouard, incluyendo el diario inédito. Jean Léautaud recoge en sus memorias una conversación con Bachelin en la que este le cuenta cómo la viuda de Renard censuró parte sustancial del diario y, una vez copiado por el editor, quemó el manuscrito. En Le Boulevard du temps qui passe, André Gillois asegura que Léautaud exagera la importancia y el contenido sexual de los pasajes suprimidos, aunque confirma, en cambio, que la viuda Renard quemó tres mil doscientas de las cuatro mil ochocientas cartas cuya copia conservaba el escritor, para no dejar rastro de sangrantes alusiones a terceros.
La presente edición es una antología esencial del Diario. Se ha basado en las ediciones de Léon Guichard y Gilbert Sigaux para La Pléiade, Gallimard (1960) y en la de Henry Bovillier publicada por Robert Laffont en 1990. En la traducción se ha procurado mantener con fidelidad el estilo de Renard, tan medido que la ausencia de una palabra hace que la frase se desmorone, y el añadido de una, la traiciona. La selección de los pasajes permite seguir la peripecia literaria, psicológica y vital del autor, se detiene en los personajes que fueron más importantes para él y en los que con el paso del tiempo han ganado un relieve más acusado, y prescinde de las escenas que se han convertido en confusas para el lector español o cuya comprensión requeriría un amplio aparato de notas explicativas. Hemos privilegiado la lectura del Diario como retrato del mundo cultural de su tiempo e incluido buen número de sus célebres aforismos. Este libro puede leerse pues fragmentariamente, eligiendo una página al azar, o como una novela desestructurada, al estilo Renard, donde se mezclan la narración, la historia, el pensamiento, la observación de la naturaleza y del comportamiento humano.
J. M.