Renard siente malestares cardíacos y otros síntomas de la arterioesclerosis. Muerte de su madre en Chitry. El estreno de La Bigote levanta cierto escándalo por su contenido anticlerical. Reconciliación, después de nueve años de enfado, con Rostand.
9 de febrero. Ayer murió Mendès, arrollado por un tren. Él, que era un hombre ingenioso, detestaba la ironía.
¿Por qué debería entristecerme su muerte? Yo siempre le fui indiferente.
A Rostand le reprochaba sus negligencias.
—Usted que le conoce, dígale esto —me aconsejaba.
Productor, quizá; trabajador, no.
Una vanidad tan prodigiosa que no habría podido ponerla en verso.
A su lado, uno se sentía mediocre; a unos pasos, se quedaba uno muy tranquilo.
Un hombre para quien el mundo exterior no existía.
Su conversación era como sus duelos: con sus frases batía el aire, se descubría. Y nadie se atrevía a pincharle con una réplica.
Ese poeta tenía algo de burgués; como los burgueses enriquecidos, despreciaba a los humildes.
Creía en el pueblo, al que nunca miró.
Se ha dicho que era hermoso como un dios. Nadie se ha atrevido a decir que fuese hermoso como un hombre.
Inclinaos, pero al menos decid: «Porque ha muerto».
Ilustre a fuer de opulencia.
Capus me confiesa que siente un gran placer leyendo gramáticas. ¡Ya era hora!
28 de febrero. La literatura es un oficio en el que alguien que tiene talento tiene que demostrárselo continuamente a gente que no lo tiene.
10 de marzo. Existe la falsa modestia, pero no el falso orgullo.
12 de marzo. A Rostand quizá lo único que le falta es ser pobre y desconocido.
25 de marzo. Y ahora analizan botellitas de mi orina, y tengo albúmina. Y, con un aparatito que tiene algo de brújula y algo de cronómetro, Renault me toma la presión de las arterias y la aguja marca veinte. Es demasiado. Mis arterias, aunque muy flexibles, trabajan demasiado. Habrá que tomar notas sobre mi vejez.
7 de abril. Para gastarme, no he tenido que cometer excesos.
¿Va a prolongarse mucho esta vida?
Habría podido escribir media docena de libros más, pero ni uno mejor. Me parece que me he pasado la vida durmiendo.
La pluma ya se hace perezosa al escribir. ¿Y no le cuesta a mi cerebro acabar un pensamiento?
Habría que escribir un libro para que los jóvenes reflexivos lo releyesen de vez en cuando, y no el libro que hace pasar un par de horas deliciosas.
16 de abril. Capus me dice:
—Tengo vacas bretonas. Las he comprado en Bretaña. Como fui a buscarlas en coche, parece que me hayan salido más baratas.
»Estoy pensando en dos obras de teatro. Una, muy divertida, que te gustará mucho, con un fondo trágico, que será muy cómica… No lo entiendes. ¡No! No lo entiendes.
»Uno solo se libra de sus deudas si las cancela de golpe. Si no, no las paga nunca.
20 de abril. ¡Qué buen día ha hecho! ¡Y pensar que ha habido muertes!
Mi fidelidad como marido, cosa cómica, consolida mi reputación literaria.
3 de mayo. Recuerdos de Barfleur.
¡Qué difícil es explicar lo que uno hace!
—¿Así que usted escribe?
—Sin parar.
Lo más difícil es hacerles comprender por qué las cosas más cuidadas, o sea las mejores, se venden menos que las otras.
—¿Así que su trabajo no le obliga a vivir en París?
—No, al contrario.
—¡Debe usted de ganar mucho dinero!
¿Cómo negarlo sin humillarme?
—¿Así que usted es pescadera?
A la tercera réplica, estás empapado en sudor. Para acabar, dices que tu trabajo es muy agradable, que te deja tiempo libre e incluso que ganas mucho dinero. Añades que te han condecorado, que eres miembro de una academia.
La condecoración ya la habían visto, pero como no la entendían, preferían no hacer comentarios. Al fin se deciden:
—¡Oh, ya veo que ha hecho carrera!
La Academia no les impresiona, aunque les diga que rinde tres mil francos.
—Por ejemplo, Rostand, del que habrán oído hablar…
Asienten con la cabeza, pero en sus ojos fríos leo que no les suena de nada. Se pasa un rato agradable en este país.
4 de mayo. Cena Goncourt. El Consejo de Estado va a proclamar los estatutos. Casi seguro que tendremos nuestros cuatro mil francos.
Todo cansa. La misma imagen, que era una ayuda tan valiosa, acaba por fatigar. El estilo casi sin imágenes es superior, pero solo se llega a él tras dar mil vueltas y cometer mil excesos.
Esto lo ignoran los profesores, que empiezan por apagarte. Uno solo tiene que apagarse cuando está seguro de que en el momento que quiera reencontrará el estallido de luz.
El buen estilo no se ha de notar.
Michelet hizo lo contrario: es agotador. De ahí la superioridad de Voltaire o de La Fontaine. La Bruyère es demasiado rebuscado y Molière, demasiado indolente.
Algunos solo logran ser concisos usando la goma de borrar: suprimen las palabras necesarias.
Habría que escribir como se respira. El símbolo del buen estilo es un aliento armonioso, con sus lentitudes y sus ritmos precipitados, pero siempre natural.
Al lector solo le debemos la claridad. Él tiene que aceptar la originalidad, la ironía, la violencia, aunque le desagraden. No tiene derecho a juzgarlos. Se puede decir que no son asunto suyo.
5 de mayo. Solo pienso en los demás en las horas de pereza; pero soy perezoso.
El Luxembourg no es más que una bóveda de hojas en donde la gente sueña.
Mujeres escotadas cuyo pecho fresco y cálido se mueve como una sopa primaveral.
La sonrisa de las putas. Es agradable. ¡Con qué rapidez nace y se borra…! Relámpagos de calor.
8 de mayo. Pueblo. Barrios enteros infectados de orgullo, malignidad, envidia, avaricia. Solo la muerte puede sanearlos.
11 de mayo. Ya no puedo recorrer el paseo de las Tullerías de un extremo a otro. Tengo que sentarme y darle dos céntimos a las viejas que venden muguete.
—Un amigo mío —le digo a Gandillot— ha encontrado en su obra detalles interesantes.
La frase no le parece suficiente, y me vuelve la espalda.
Philippe nos escribe que mamá no tiene la cabeza muy en su sitio. Y Antoine me escribe que se propone volver a representar La Bigote.
La vida continúa. La pluma lanza un gritito fúnebre.
Del 15 al 19 de mayo, en Chaumot. Mamá. Su enfermedad, sus representaciones en el sillón. Cuando oye los pasos de Marinette, se acuesta.
Sus momentos de lucidez. Es entonces cuando hace su mejor comedia.
Tiembla, se frota las manos, castañetea los dientes, y con la mirada un poco extraviada:
—¡Tengo tanto por hacer! —dice—. ¡Oh, voy a ponerme a ello!
»Voy a trabajar. Cuando una trabaja…
Se pone a remendar una media.
Es una anciana de rostro todavía hermoso y rasgos severos, de bruja o de vieja gitana, con sus cabellos blancos ondulados.
Los espárragos que le damos se los echa a los conejos.
Las mujeres vienen a verla como ladronas. Ya no le queda ni una camisa, ni una sábana: lo ha regalado todo.
Acababa diciendo: «Ya no necesito dinero».
A veces, me parece treinta años más joven, luchando con mentiras contra Poil de Carotte. Pero dice, con fingida dulzura:
—¿Me riñes? ¡Pues vaya, qué severo eres conmigo!
Le cierra a Ragotte la puerta en las narices, pero Ragotte dice:
—Me envía el señor.
La puerta se abre.
Tres estados: lucidez, reblandecimiento, sufrimiento auténtico. Cuando está en el estado de lucidez sigue siendo la señora Lepic.
Envía a Philippe a decirnos:
—¡No os vayáis! Siento que estoy perdida.
En su forma de cogerte las manos y apretar, casi hay intenciones de hacer daño.
24 de mayo. No veo en la vida más que razones para no escribir una novela.
Del 11 al 16 de junio, en Chaumot. Mamá quiere sentarse en el pozo para ver las hojas que flotan al fondo. Guarda algo en el armario y de vez en cuando va a mirarlo. De repente se levanta de su sillón con la mirada extraviada y va al jardín.
Da lástima ver sus piernas varicosas. La cabeza aún es bella, con los cabellos ondulados, muy pocos de los cuales están blancos.
Un libro que enseguida te entran ganas de haberlo vivido.
15 de julio.
—¡Perdón! ¡Perdón! —dice mamá.
Me tiende los brazos y me atrae hacia ella.
Cae de rodillas ante Marinette, a la que no había reconocido, y a los pies de Amélie, sus dos hijas.
A los «¡perdón!, ¡perdón!» no se me ocurre otra respuesta que «mañana volveré».
Luego, se daba violentos puñetazos en la cabeza.
Agosto. El 5, muerte de mamá, enterrada el 7. Visita de Capus. Ha tenido un accidente de coche en Lormes. Muy orgulloso de su accidente, cae en medio del nuestro.
—Aquí —me dice— estás bajo la influencia de la meseta central.
Queremos el colectivismo para el castillo de enfrente, no para nuestra pequeña casa de campo. La situamos en la zona neutral.
Estoy decidido a no creer que envejezco: es una cuestión de vida o muerte.
Últimas palabras que le oí a mi madre:
—¿Volverás pronto a verme? Gracias por tu visita.
La señora Robin y Juliette acababan de irse. Baïe, Marinette y yo la habíamos dejado en el banco del jardín. Amélie nos seguía. Yo acababa de recibir el recado de Capus anunciando su visita. Ella, desde el banco, se volvía continuamente hacia mí para adivinar qué decía el recado.
No creo que se haya tirado al pozo. Fue a sentarse en el brocal tras charlar un poco con alguien que pasaba por allí. Anudó la cadena; luego, la embolia. Cayó de espaldas. Un chico que estaba en un carro, muy cerca, la vio. La criada de Amélie oyó «¡Floc!». La vio en el pozo, de espaldas, y gritó.
Acudo corriendo con piernas de plomo. Adelanto a gente que también corre. Arrojo mi sombrero y mi bastón Rostand y me inclino sobre el pozo.
Faldas a flor de agua, un ligero remolino, como cuando se ahoga a un animal. No se ve figura humana.
Quiero bajar en un cubo colgado de la cadena. La cadena está enredada. Mis botines son ridículamente grandes, como pescados que se doblan al fondo de un cubo.
Gritos: «¡No baje!». Una voz: «¡No hay peligro!». Por fin traen una escalera. Me cuesta sacar los pies del cubo. La escalera no llega al agua. Con la mano intento asir esa cosa muerta que ya no se mueve. La cabeza está bajo el agua. El vestido se desgarra. Vuelvo a subir. Lo único que he hecho ha sido mojarme un pie. ¿Qué cara pondría al salir del pozo?
Bajan dos hombres. Logran asirla y subirla.
Rostro un poco espantoso que sale del pozo.
La llevan a su cama. Marinette sigue ahí.
Ni una lágrima. Si no me controlase lo haría maquinalmente.
Paso la noche junto al cuerpo, igual que con papá. ¿Por qué? La misma impresión.
Accidente o suicidio, ¿qué diferencia hay desde el punto de vista religioso? Si es lo primero, el error es de ella, pero si es lo segundo, es de Dios.
Aquí está la bendita fosa. ¿Quién ganará, la beata o los masones?
Se ha perdido una pantufla.
¿Qué queda? Trabajar.
La menor contrariedad me trastorna. Lo material, un accidente, la muerte, no me conmueve. Preferiría conmoverme.
«Dolor, dolor atroz.» ¡No! No se presenta al instante, como el dolor físico.
Hay un dolor que, después del golpe, tarda mucho en penetrar, en instalarse.
Me impresiona el relámpago al borde de una densa nube.
Ni siquiera somos responsables de nuestro dolor.
¿Que Dios sea incomprensible va a ser la mayor prueba de su existencia?
La señal más clara de que somos escritores es lo incómodos que nos sentimos con el dolor.
Lo desencadena cualquier cosa, un desconocido que «nos acompaña en el sentimiento».
Ella bromeaba, se inclinaba sobre el brocal para mirar las hierbas húmedas que brillan al fondo, se arrodillaba para asustar a Amélie, lanzaba un grito y alzaba los brazos al aire para que la criada viniese corriendo, y decía que era para echar a una gallina del jardín. La madre de un ironista no debe gastar bromas.
No, no era comedia, pero yo era el primero en pensar que lo parecía.
Poil de Carotte:
—¡Hombre! Me preguntas la verdad: te la digo.
—¡Ah!, sí, me la dices. Es interesante.
He leído las cartas que le escribía papá. Cartas tiernas. Además dice: «Ruego a Dios que…». La mentira nunca es eterna.
La muerte no es artista.
Accidente impenetrable.
El juego lento de la luna sobre la sábana.
Ni un arañazo. Ha tenido que caer como un peso muerto.
Siento hastío. Pero ¿hastío de qué? No sabría decirlo.
16 de agosto. Recuerdo a Barrès diciéndome que el luto de los demás siempre le da risa.
22 de agosto. Luto: la mentira negra.
La verdad siempre desencanta. El arte está para falsificarla.
La vieja está tricotando en la cuneta, cerca de sus vacas. Se levanta.
—Señor Jules —me dice—, voy a mostrarle una buena bandada de perdices.
—¿Dónde?
—Allí, entre los matorrales. Me pasaron por delante, son gordas.
—Ya no cazo, buena mujer.
—¿Ya no caza?
—No. Se lo dejo a los jóvenes.
—¡Oh! Pero si usted aún no es muy viejo.
—Empiezo a serlo. A cada uno su turno.
—¡Qué lástima! ¡Eran hermosas! ¡Nunca las había visto tan hermosas!
¿Qué hacer? ¿Darle dinero? No basta con darle las gracias.
—Ya no cazo —le digo—, pero el año que viene volveré a cazar.
—¡Pero si aún será más viejo!
Nos liamos. Vuelve a sentarse, decepcionada.
—De todas formas, gracias.
—¡Oh, de nada!
En el camino, un hombre me coge de la mano.
—¿Se acuerda de mí? Soy Girard. Nos conocimos en el servicio militar.
Conduce un carro de sacos de cemento. Vive en Germenay. No ha cambiado. Sigue siendo pobre.
Empezamos a hablar cordialmente, y de repente se siente muy incómodo. Se ha dado cuenta de que ya no estamos en el servicio. ¿Por qué?
12 de octubre. Informan que acaban de fusilar a Ferrer[23] Si esta noche estrenasen La Bigote, ¡qué éxito! Estas cosas no me pasan nunca, ni quiero que me pasen.
¡Cuatro balas en la frente de un hombre inteligente!
21 de octubre. Ensayo general muy bueno. Tres ovaciones en el primer acto, tres en el segundo. Un éxito enorme, dice Antoine.
22 de octubre. Estreno aún más hermoso. Tres ovaciones en el primer acto, cuatro en el segundo. Aclamaciones. Los amigos, más emocionados que nunca.
Prensa muy buena, mezclada con un poco de desprecio clerical. Me llaman Homais y chabacano.
Cada vez he escuchado tras el telón sin emoción.
23 de noviembre. He vuelto a perder el equilibrio. Toco fondo. Curación inmediata, si trabajase.
27 de noviembre. A partir de hoy todos mis pensamientos están teñidos de muerte.
Hombre sin corazón, que solo ha tenido emociones literarias.
5 de diciembre. Visto a Rostand, después de nueve años. Le beso en la mejilla. Besa como los curas, y siento algo redondo como un queso holandés. Está irreconocible. Parece un caballero gordo y pacífico. El hombre que se abandona a la corriente y da apretones de mano en la orilla. Migrañoso. Se nota que el dolor de cabeza es inútil. Miope, se acerca y mira si has envejecido.
El lirismo, incluso según Richepin, es la exageración, una hinchazón. El realismo reacciona contra eso. Siempre es lo mismo: acción y reacción.
Las conquistas del realismo son solo de detalle.
El obrero es lírico, sin duda, y el burgués también. Hay que elegir. No se trata de dar voces: hay que medirse, regular la pasión mediante el arte.
Todos han querido agradar al público, o irritarle, lo que viene a ser lo mismo.
El romántico mira un armario de espejo y cree que es el mar. El realista mira el mar y cree que es un armario de espejo. Pero el hombre que tiene un espíritu preciso, ante el espejo dice: «Esto es un armario de espejo», y, frente al mar: «Es el mar».
10 de diciembre. Si hay algo más desagradable aún que el arribismo, es la exhibición de la modestia.
Cuando se la mira a la cara, la muerte es fácil de comprender.
Enfermo, quisiera pronunciar palabras profundas, un poco históricas, que mis amigos puedan repetir, pero me debilito demasiado.
Antes de morir quisiera dar la vuelta al mundo, ir allí y luego allá. Sí, pero allá sufriría una de mis jaquecas, y sería lo mismo.
Ni siquiera mi muerte será sorprendente: vendrá a su hora.
La hora solo emite sonidos húmedos. Los días se arrastran por el barro.
Tengo en mí una enfermedad que observar. Vale casi tanto como un crimen en la familia.
Siento el corazón como un péndulo de algodón que de vez en cuando choca ligeramente contra las paredes del reloj.
Ya voy abriendo el apetito paseándome por los cementerios.
Es admirable que los vivos que llevan a un muerto al cementerio no sientan a veces la necesidad, mientras están allí, de acostarse, fatigados, en la tumba.
¡Ah! ¡Ese que pasa también parece enfermo! Es lo contrario de la condecoración. Yo decía: «¡Cómo! ¿Ese también?».