Renard se dedica intensamente a la crónica y a la crítica teatral. En agosto recorre en coche, con el actor Guitry, la Auvernia y la Provenza. A la muerte de Huysmans, es elegido miembro de la Academia Goncourt, un honor que le interesa sobre todo por la dotación económica que lleva aparejado.
1 de enero. Quiero ser bueno, trabajar como un negrito inocente. A decir verdad, siento que esto se acaba, que allá al fondo, en la niebla, se está dibujando el final, y que hay que aprovechar lo que queda. Si quieres hacer algo, ya es tiempo.
2 de enero. Un hombre con carácter no tiene buen carácter.
3 de enero. Creo que Heredia ha escrito estos dos versos:
Ci-gît Ferdinand Brunetière
Avec son œuvre tout entière.
[Aquí yace Ferdinand Brunetière
con su obra toda entera.]
12 de enero. El señor Ravel, el músico de las Histoires naturelles, moreno, rico y fino, insiste en que esta noche tengo que ir a escuchar sus melodías.
Le confieso mi ignorancia y le pregunto qué ha podido añadir a las Histoires naturelles.
—Mi intención no ha sido añadir, sino interpretar.
—¿En qué sentido?
—Decir con la música lo que usted dice con palabras, por ejemplo cuando se halla ante un árbol. Yo pienso y siento como músico, y querría pensar y sentir las mismas cosas que usted. Mi música es instintiva, sentimental (por supuesto, lo primero es conocer el oficio), y la música de d’Indy es intelectual. Esta noche casi todos serán D’Indys. No aceptan la emoción y no quieren explicarla. Yo opino lo contrario; pero si me admiten es que lo que he hecho les parece interesante. Esta prueba es muy importante para mí. En todo caso, confío en mi intérprete: es admirable.
12 de febrero. A los jóvenes. Os voy a enseñar una verdad que quizá os resulte desagradable, porque vosotros siempre esperáis cosas nuevas. Esta verdad es que no envejecemos. Con el corazón, está claro: ya se sabía, por lo menos en cuanto al amor. Pues bien: con el espíritu sucede lo mismo. Permanece siempre joven. Uno no comprende la vida a los cuarenta años mejor que a los veinte, pero lo sabe y lo confiesa. Eso es juventud.
22 de marzo. Teatro. Encima de que solo quieren cumplidos, exigen que les demos nuestra sincera opinión.
18 de junio. Un escritor es un hombre que jamás tiene motivo para quejarse, pero tiene que saber privarse de casi todo.
19 de junio. País natal, país mortal.
25 de junio. Hemos venido a este mundo a reír.
En el purgatorio o en el infierno no podremos.
Y en el paraíso no sería correcto.
19 de julio. El señor Roy. Tan respetuoso que si por hipocresía hablo mal de mí, no me contradice.
24 de julio. Viene, me tiende una carta. En el sobre dice: «Para el señor y la señora Renard, alcalde de Chitry».
—¿De parte de quién viene?
No quiero coger la costumbre de no recibir a los pobres con severidad.
—De parte del señor Perrin.
Abro el sobre. Una carta en la que leo: «Antiguo gendarme… Perdió la vista…», y cosas que leo sin comprender, porque solo pienso en qué voy a decirle, y dos o tres documentos amarillentos, renegridos, como quemados en un incendio, o por la miseria.
—Pero —le digo—, el señor Perrin es usted. Usted me ha dicho que viene de su parte.
—Sí —dice sonriente—. Vengo de parte mía.
Lo dice como un hombre que está solo en el mundo.
Está en el camino con su mujer y sus tres hijos. Se dirige a Mácon. Es demasiado tarde para que vaya a Corbigny: la alcaldía estaría cerrada. No le darían lecho. Pide una ayuda.
—¿Qué sabe hacer?
—Desde que perdí la vista…
—Los municipios pequeños no disponen de fondos para socorrerle.
—Ya lo sé.
Tiene aires de bandido y de pobre diablo. Le doy unas monedas.
—Puedo darle pan —me dice Marinette en voz baja. Él la ha oído. Espera.
—Ya tiene bastante —digo.
Digo todo esto con severidad, como un burgués al que importunan. Y él me ha hablado con la cabeza descubierta, y yo ni siquiera he tocado el ala de mi sombrero. ¿Por qué? ¿Por qué?
Y cuando Philippe se ha ido al pueblo, le he dicho que mirase si el hombre estaba bebiendo. ¿Acaso era asunto mío?
Se había ido.
3 de agosto. Cuando considero los apetitos burgueses, me siento capaz de prescindir de todo.
11 de agosto. Imagino muy bien mi busto en la plaza del cementerio viejo con esta inscripción:
A JULES RENARD
sus compatriotas indiferentes.
20 de agosto. El cometa de agosto de 1907. Desde las dos de la mañana se le ve muy bien al este. Parece una pálida estrella fugaz que se ha detenido para caer sobre el bosque Narteau, y también un taco de billar lanzado al cielo.
Con la linterna en la mano, la bata roja, el pañuelo de lana y la gorra sobre el gorro de algodón, ¿no parezco un viejo astrólogo sin telescopio?
Afortunadamente, una nube lo oculta. Nada más monótono que estas maravillas.
Todo esto no demuestra la existencia del diablo.
En el horizonte, un poco antes que el sol, se eleva Saturno o Júpiter. Es más bonito que el cometa.
29 de agosto. El coche, el tedio vertiginoso.
4 de septiembre. Tan poco me importa la calidad como la cantidad de los lectores.
10 de septiembre. Indiferente como un buey que no se ha podido vender en la feria.
12 de septiembre. Coches en la carretera, cazadores en los campos, la tierra se vuelve inhabitable.
20 de septiembre. La luna sin sexo.
Un caballo estalla de risa en la noche.
4 de octubre. Teatro. ¡Y pensar que Dios, que lo ve todo, tiene que ver esto!
6 de octubre. La política debería ser la cosa más hermosa del mundo: un ciudadano al servicio de su país. Es la más baja.
7 de octubre. Teatro de Capus: libélulas que bailan sobre un lago de tristeza.
Parque Monceau. Sigue ahí. Paso por donde pasé el año pasado, por donde pasaré el año que viene: ¿por qué no? Durante las vacaciones no ha cambiado nada, y nada va a cambiar.
Tengo la impresión de que soy inmortal. ¡No! ¡No voy a morir tan pronto!
—Sí, en efecto —dice Capus—. Antoine me ha pedido que dé una conferencia el treinta y uno de octubre. Le he respondido que la daré si ese día representan algo mío en el Odéon, pero que desde luego no iré expresamente.
Tiene algo más que ingenio: ya no tiene corazón.
Ha perdido la deliciosa inseguridad de la juventud.
—¿Piensas en la Academia? —le pregunto.
—No puedo hacer nada: la cosa está en manos de otros. Claretie, Hervieu, Lemaitre, me dicen que voy bien. La primera plaza para un autor dramático será para mí. Hay que estar en la Academia, porque te pone al abrigo de los ataques. Tú también ingresarás en ella, dentro de dos o tres años, cuando los de la generación precedente se hayan instalado. De repente, tu plaza estará a punto. Tus Frères farouches, sí, un título muy bueno. Es una frase de La Bruyère. ¡Oh, está muy bien! Es lo mejor que has hecho hasta ahora. Es… es más profundo.
Seguro que no ha leído ni una línea.
20 de octubre. Un director de teatro no mide el valor de los críticos según la tirada de los periódicos en que trabajan. Los coloca por orden de talento. Para el hombre genial, un palco; para el hombre con talento, dos butacas en las primeras filas. Además, tampoco los valora de una vez por todas: los vigila. Con un buen artículo se puede adelantar dos filas, y con uno malo, retroceder hasta quedarse con una sola butaca, situada detrás de los sombreros de algunas damas conocidas. Pero el servicio nunca se cancela del todo: el crítico dejaría de sufrir.
El director jamás se equivoca. Si eso ocurre, es porque todo el mundo se equivoca alguna vez. Pero su criterio permanece infalible.
La justicia no existe: existe nuestro gusto y nuestro humor. Lo que tiene que hacer el crítico es formarse un gusto y controlar su humor.
Nunca he creído en los amigos, y, como un tonto, siempre he contado con ellos y creído que, a mis espaldas, ellos solitos se ocupaban de resolver mis problemas.
Hay días en que el revuelto estómago del público rechaza hasta las más bajas concesiones.
23 de octubre. Ayer tarde, al volver a las seis, me encuentro a Mirbeau y Thadée en mi despacho.
—Su elección es segura —me dice Mirbeau—. Tenemos sus cinco votos.
—¿Puedo decir ya que estoy muy contento?
—No. Pero hay una formalidad indispensable: ha de presentar su candidatura. Son los estatutos del Consejo de Estado. Hennique me ruega que le pida a usted unas palabras. Votará por usted. Y la señora Daudet le ha dicho que Léon votará por usted. Seguramente en la segunda vuelta obtendrá los cinco votos.
Descaves le dice a Hennique: «Si hubiera ciento cincuenta vueltas, yo votaría por Renard ciento cincuenta veces».
—Pero —digo—, yo he hablado mal de los Goncourt. Os lo reprocharán.
—Yo —dice Mirbeau—, he escrito que ya no los leo.
Todo el día inquieto. De repente, muchas ganas de llorar como un hombre feliz y sin valor contra la felicidad.
Y a cada instante, poses y palabras teatrales.
24 de octubre. He dormido mal. A partir de las cinco, espero. En toda la mañana, nada. Ni una carta, ni un periódico agradable.
Marinette está alegre. Mi actitud la sorprende un poco. La verdad, soy un estúpido, y me duele.
En el fondo no me importa mucho, pero toda la superficie nerviosa está agitada. Aunque tuviera la certeza, mis nervios no se calmarían.
26 de octubre. Despertado temprano. ¿Y si, a fin de cuentas, salgo elegido? Por Le Figaro me entero de que aún no hay resultados:
«Pese a los esfuerzos de los señores Descaves y Mirbeau por el señor Jules Renard…», etc., y los demás diarios dicen que Victor Margueritte obtuvo cuatro votos, Céard tres, yo dos.
No saco ninguna conclusión. No pienso en nada. Intento descansar, cuando llega Paul Margueritte. Es el segundo académico que recibo.
Cree que en caso de empate el voto de Hennique vale doble.
—Si usted se retira —dice— no sé por quién votarán Descaves y Mirbeau. Si se queda, tiene cuatro votos: Descaves, Mirbeau y los Rosny, y Céard otros cuatro: Bourges, Daudet, Geffroy, Hennique. Yo votaré en blanco, pero como el voto de Hennique cuenta doble…
Me dice que votar contra mí le parte el corazón, pero tiene un compromiso con su hermano.
—No cederé el paso a su hermano —le digo—. Su forma de comprender la vida no es la mía. Condecorado al mismo tiempo que yo, luego oficial de la Legión de Honor, presidente de la Sociedad de Hombres de Letras, pronto será senador, ¿y qué más? ¿Qué tiene que ver todo eso con la Academia Goncourt?
Nos separamos como buenos amigos. Le deseo… lo que quiere.
Telegrama de Mirbeau, confirmado con una visita por la tarde en compañía de Thadée. En las primeras rondas se despeja el terreno, pero Hennique anunció la candidatura de Céard, al que no creían candidato. Céard, tres votos; Margueritte, tres; Camille de Sainte-Croix, uno (el de Bourges); yo, dos. En las rondas siguientes: Céard, tres; Margueritte, cuatro; yo, dos. La cosa se pone emocionante. Justin Rosny declara:
—Mi hermano y yo estamos dispuestos a apoyar a Renard, pero necesita un cuarto voto.
Silencio. Finalmente, Hennique dice:
—Cedo.
—Entonces —dijo Justin Rosny— Renard tiene que ganar por unanimidad. A un artista como él hay que acogerle como se merece.
Pero Léon Daudet, a Hennique que ya había cogido la pluma:
—¡Cómo! ¿Nos abandona?
Y —¡minuto supremo!— se ve a Hennique dudar. A él también se le parte el corazón. De repente dice:
—¡No, no! Treinta años de amistad… No puedo. Mantengo mi voto por Céard.
Vuelta a empezar. La decisión se pospone.
Y todo el mundo me echa flores. Ni siquiera Léon Daudet dice nada contra mí.
—¡Pero si Céard no es trigo limpio! —dice Mirbeau.
—La vida privada no es asunto nuestro —responde Daudet.
—¿Y si buscamos a alguien sobre el que estemos todos de acuerdo? —dice Bourges—. Un poeta, por ejemplo.
—¿Quién? —pregunta Mirbeau.
A Bourges no se le ocurre ninguno.
Descaves, a través de su mujer, me pide que tenga paciencia ocho días más.
¡No! No quiero parecer ni testarudo ni que me sacrifico. ¡Además, caramba! Vencedor moral de esa velada, con los votos de los Rosny, que me importaban, me reanimo y en serio, en el fondo, me da igual.
Y además, confesémoslo: la publicidad de esta historia me divierte.
La Academia Goncourt me parece enferma: parece un asilo para viejos amigos. La literatura dejará de interesarse por ella.
1 de noviembre. A medianoche, al volver de cenar en casa de Brandès, encontramos a la portera que se levanta para darme esta carta: «¡Esta vez, sí! Lucien Descaves, Octave Mirbeau, J.-H. Rosny».
Propondré que nos aumenten el sueldo.
Ahora habría que adquirir una justa oscuridad.
1 de diciembre. Soy indiscreto, pero nunca veo a nadie.
10 de diciembre. El amor, que en la vida no ocupa más que un rinconcito, en el teatro se adueña de todo el espacio.
11 de diciembre. La obra no ha tenido éxito en París, pero en provincias funciona muy bien: cada día cambia de ciudad.
Todos somos antisemitas. Algunos de entre nosotros tienen el valor o la coquetería de que no se les note.
14 de diciembre. Sobre un fondo de hostilidad, todos los detalles adquieren relieve.
17 de diciembre. Escribir un libro con la forma de L’Écornifleur, en el que acabaría con la familia: papá, mamá, la hermana, el hermano, la esposa y los hijos.
23 de diciembre. La cólera desgasta. Si no tuviésemos cuidado, pronto nos matarían los patanes.
26 de diciembre. Ya está aquí 1908. Otra vez vuelta a empezar.