Renard trabaja en la redacción de Soeur Ernestine, primer título de su obra anticlerical La Bigote (La beata). Lee a Guitry Le Beau Dimanche, otro título de la misma obra. Durante los meses que pasa en París, frecuenta los círculos socialistas; se presenta a las elecciones municipales de Chitry, donde es elegido concejal, y luego alcalde. Publica sus obras teatrales Le Plaisir de rompre, Le Pain de ménage, Poil de Carotte y Monsieur Vernet,además de otra edición de sus Histoires naturelles ilustrada por Bonnard.
2 de enero. Mamá se podría pasar horas charlando con una niña, con un gato: con un ronroneo de respuesta se conforma.
No miente: inventa. Se lo inventa todo con una facilidad insignificante, incluso sus sueños.
No se puede decir que robe: ella desplaza. Cuando sabe que estás buscando un dado, lo esconde. No lo devuelve enseguida: deja que lo busques.
No son hurtos de persona adulta; son pequeños robos de urraca.
Hombre sólido y fuerte como un armario… lleno de ropa sucia.
4 de enero. Celosa de la felicidad de Marinette, cólera contra la mujer que ha encontrado la forma de ser feliz con un hombre cuyo carácter le resulta insoportable a todo el mundo.
A las siete o a las ocho de la mañana, Guitry aparta las sorprendidas mantas, se envuelve en un chal, en una manta de viaje, y pone manos a la obra con Monsieur Bergeret. Colabora con Anatole France.
Cuenta anécdotas.
Organizaron una colecta para el pintor Degroux, que no tenía ya ni un chavo. Este coge el dinero y dice:
—Os sorprenderé por mi ingratitud.
Un farmacéutico le fuerza a aceptar su hospitalidad y le da una habitación en el tercer piso. Por la noche, al sufrir diarrea, Degroux sube al antepecho de la ventana y se alivia. A la mañana siguiente, el farmacéutico ve a los transeúntes detenerse y mirar la casa. ¡Con unas caras!
A un comisario de policía que le explica sus tareas, le responde:
—¡Cómo puede usted hacer un oficio semejante!
Mamá se irá furiosa por la felicidad de Marinette. Le dice:
—¡Con ese carácter no me extraña que sea feliz!
Y se echa a llorar.
Escribe a la gente de Chitry que la hemos recibido muy bien, pero que está enferma y va a regresar.
Se apresura a añadir que no queríamos que se fuese.
6 de enero. Nos oye hablar en la habitación de Baïe. Abre la puerta, aparece como lady Macbeth, dice: «¡Pobre pequeña Baïe! ¡Ratoncita mía!», y vuelve a cerrar la puerta.
Si alguien entra conmigo en mi despacho, se sienta en la escalera a escuchar.
—¿Qué está haciendo ahí, mamá?
—Me caliento.
—Está en plena corriente de aire. Entre aquí: estará mejor.
Habla con los gatos, a los que llama «niños mimados». Se la oye llorar en la cama.
—¡He pasado una buena semana, pero ya se ha acabado!
Casi nos enternecemos, pero nos damos cuenta de que solo llora con la boca.
—Subo a despedirme de Jules.
—No hace falta —dice Marinette—. Ahora baja.
Al pie de la escalera:
—Hasta pronto, Jules, y gracias. ¡Adiós!
Y me estrecha la mano, me besa, bajo el velo, en la mejilla izquierda. Tiene un temblor de lágrimas. Yo no digo ni una sola palabra. Quizá es la última vez que me besa… y que yo no la beso.
¡Mi madre!
En el coche de punto que se la lleva, dice con amargura:
—Estos viajes solo dejan tristeza.
—¡Oh! ¡Mamá!
—Quiero decir, querida, que dejan un gran vacío.
14 de enero. La traducción de «Es un hombre al que aprecio mucho» es: «¡Que lo zurzan!».
21 de enero. El ciempiés solo tiene —las he contado— veinte patas.
30 de enero. Si pensásemos en la suerte que hemos tenido sin merecerla no nos atreveríamos a quejarnos.
15 de febrero. Paseo por Versalles en el automóvil de Guitry.
A cada instante me siento un ricachón. Miro a los peatones con ojos llenos de vanidad; o ni siquiera los miro: soy un hombre absorbido por grandes negocios, o bien me doy aires de persona acostumbrada, hastiada de todo.
¡Pero, pobre imbécil, el coche no es tuyo!
11 de marzo. Los moralistas que elogian el trabajo me recuerdan a esos papanatas que, engañados por el anuncio de una barraca de feria, intentan convencer a otros de que también entren.
1 de abril. Los pueblos como Chaumot o Chitry son la mejor prueba de que el universo no tiene sentido.
8 de abril. Mamá. De todas formas es una mujer que fue joven y a quien las señoras de la región llamaban Rosa.
16 de abril. Ya no deseo el éxito, y siento que ya me llegaría demasiado tarde.
Quizá la vida no sea más que una enfermedad, la filoxera de nuestro planeta.
18 de abril. Mujer perversa: simplemente es una mujer estúpida.
19 de abril. Creo que acabaré suicidándome. Porque ahora, en cuanto me siento un poco cansado de vivir, me divierte la idea negra e imaginar el gesto.
10 de mayo. Marinette ya no entiende nada. Dice que parezco un iluminado. Llora.
—Tengo la impresión —dice— de que ya no eres literato.
—Soy el mismo, pero desarrollado, ampliado.
La llamita que quisiera ver en sus ojos sigue sin encenderse.
—¡Tantos esfuerzos para un resultado tan pequeño! —continúa—. ¡Esta gente que no te entiende, que se cree superior a ti! ¡Es todo tan grotesco!
—No se pierde nada. Si agito un solo cerebro, me basta. Además, nunca hay que preocuparse del resultado.
—¡Con todo lo que arriesgas!
—¿Qué?, insultos, una estocada… Pero si no hiciese lo que tengo que hacer, me moriría de aburrimiento y de pena.
18 de mayo. Mamá dice:
—El día más hermoso de mi vida: el 15 de mayo de 1904, en que han elegido a mi hijo alcalde de Chitry.
23 de mayo. Para el ojo lúcido, la modestia no es más que una forma, más visible, de la vanidad.
8 de junio. Estilo puro, como el agua es clara, a fuerza de trabajo, a fuerza de rozarse, por decirlo así, con las piedras.
En París, cuento mis historias de elecciones y de alcaldía:
—¡Oh! ¡No me digas! ¡Y yo que creía que ibas a hacernos reír!
2 de julio. La desnuda tierra bretona. Entre ella y el hombre, nada. De ahí la nostalgia, el más bello elogio de la naturaleza y la más bella crítica del patriotismo.
6 de agosto. ¡Hay que oír a mamá hablando del «vicio»!
—He tenido mis defectos, y aún los tengo, pero siempre he podido caminar con la cabeza bien alta.
Sí, pero papá cornudo quizá habría sido más feliz.
1 de septiembre. Cerdo: una patata con orejas.
La golondrina alza el vuelo. Más lejos, se posa sobre un montículo.
Tener una escopeta es peligroso. Uno cree que no mata. Disparo, no para matarla, sino para ver qué pasa. Me acerco. Está tumbada sobre el vientre, las patas se agitan, el pico se abre y cierra: esas tijeritas cortan sangre.
¡Golondrina, ojalá te convirtieses en mi pensamiento más fino, en mi remordimiento preferido!
Ha muerto por las demás.
He roto mi permiso de caza y he colgado la escopeta del clavo.
19 de septiembre. La patria es todos los paseos que puedas dar a pie alrededor de tu pueblo.
24 de septiembre.
—Y también pienso en el socialismo —le digo a Marinette—. Es atractivo. Yo me repito: «Hay que vivir, escribir, ganar dinero para ti, para Fantec y para Baïe», pero no puedo impedirme pensar en el socialismo. En él hay todo un mundo nuevo en el que no se trata de ganar una posición social, sino de dedicarse a los demás.
—Eso —dice— es lo que no comprendo.
—¿Eso, qué?
—Que veas claramente lo que hay que hacer y no lo hagas.
—¿Así que si a ti —le digo— te entusiasmase una hermanita de los pobres, te harías hermanita de los pobres?
—Sí.
—¿Y tu marido? ¿Y tus hijos?
No responde, porque el horno está caliente y hay que meter las perdices.
Le digo a Baïe, sentada sobre el aparador, mientras la beso:
—Tu madre no sabe lo que se dice.
—¡Oh, sí! —responde Baïe, como si tratase a su mamá de loca.
Aunque no soy socialista militante, estoy convencido de que ahí estaría mi verdadera vida. Si no lo soy no es por ignorancia: es por flaqueza. Tú estás aquí, y vosotros, tú, mis hijos, nuestra herencia burguesa y mis costumbres de hombre para quien a fin de cuentas el arte es un oficio. Me falta valor para romper estas cadenas. Aunque no aspiro a los trescientos mil francos de derechos de autor de Capus, aspiro a diez mil, a quince mil. Aunque la Academia me dé igual, aspiro a tener cierto éxito. Aunque me río de la vida mundana, aún tengo dos o tres amigos que son parisienses y con los que me gusta pasar dos o tres noches por semana. Soy incapaz de hacer lo necesario para brillar en ese mundo, y no soy capaz de lanzarme, desnudo, al otro. Eso es todo.
4 de octubre. Todo hombre vale más que su forma de expresarse.
5 de octubre. Un día creo en el progreso humano, lo reclamo con todas mis fuerzas; los otros seis días, descanso.
11 de octubre. En los campos de patatas, todos los campesinos parecen cavar sus tumbas.
Noche. La luna, Júpiter. Brumas móviles. Tropa de árboles que cruza un vado. Un perro caza. Bueyes invisibles.
Castillo sombrío, pero la luz del comedor indica que hay gente cenando confortablemente, de etiqueta.
Los álamos delgados, los olmos gruesos. Cuando las brumas se mueven, los unos se ahogan, los otros yerguen la cabeza.
Se oye correr el río en las profundidades de la tierra.
Por instantes, todo se ahoga. Es el diluvio.
Con la boca ya llena de humedad, regresamos. Tenemos un poco de miedo.
15 de octubre. Regreso a París.
Camino pensativo, como las personas que en la mesa sostienen la servilleta con el mentón.
18 de octubre. Ayer París me pareció una ciudad sucia, triste, innoble, que no merece que sea tan caro vivir en ella. Nunca había visto tanta gente en las calles; ¿es que no caben en el metro?
Una mujer me pregunta:
—Por favor, señor, ¿la calle Tronchet?
—¿La calle Tronchet? Espere, debe de ser a la derecha.
Y al levantar la vista, veo que estamos en esa calle.
Flammarion arrastra los pies por la acera enfangada.
—No, la cosa no marcha —dice.
—¿En el campo?
—Me he quedado en París.
—¿Para trabajar?
—Siempre, y además me he peleado con mi yerno. ¡Oh! He envejecido mucho. La vida me asquea.
—¡Vamos! —digo.
—¡Sí, sí! Y usted, ¿qué hace?
—Pues hombre, nada.
—He leído su entrevista. No ha dicho nada. Adiós.
—Adiós. Pero consuélese —le digo.
¿Por qué habría de consolarse? ¡Es libre!
Y, en el bulevar, Montégut en persona, el que está escribiendo una novela «inmensa».
19 de octubre. A la señora de Noailles no le ha gustado el artículo del Matin, mi contestación a la encuesta de Vauxcelles sobre la literatura. Es la diosa. Le he faltado al respeto. He herido a la diosa del talento.
Tiene demasiado genio, y un talento insuficiente: el talento es el genio corregido. Ella tiene esa clase de genio propio de las personas de talento deficientes en buen gusto.
¡Ah, qué maravillas se escribirían si no tuviéramos gusto! Pero resulta que el gusto es toda la literatura francesa.
20 de octubre. Cada uno tiene una tara secreta que le roe. La mía es la pereza, pero me gusta rascármela.
21 de octubre. En el Salón de Otoño. Cuadros de Carrière, Renoir, Cézanne, Lautrec.
Carrière bien, pero un poco demasiado malicioso.
La majestad en el vicio: Lautrec.
Cézanne, bárbaro. Hay que haber apreciado muchos pastiches célebres para disfrutar de este mecánico del color.
Renoir, quizá el mejor, y —¡ya era hora!— a este no le asusta la pintura: mete todo un jardín en un sombrero de paja. Primero te deslumbra. Luego miras, y las bocas de sus chicas sonríen con una finura… ¡Y esos ojos que se abren en flores! Los míos también se abren.
Vallotton, una insignificante tristeza de tapicero.
La hermosa vida de Cézanne, siempre en un pueblo del Midi. Ni siquiera ha venido a su exposición de otoño. Le gustaría que lo condecorasen.
Eso es lo que quieren los pintores pobres y ancianos cuya vida fue admirable, y que por fin, al acercarse a la muerte, ven que los marchantes de pintura se enriquecen con sus obras.
Renoir, viejo y condecorado, decía:
—¡Je, je! Sí, bajas la nariz, ves esa cinta encarnada, y ¡diablos! yergues la cabeza.
Vollard, el marchante de cuadros, dice:
—Le guardo rencor a mi padre por no haberme enseñado nada del arte. No puedo charlar con una chica guapa en la calle sin sentirme como un patán.
22 de octubre. Me siento como un náufrago que no puede abordar ni en la orilla derecha, la de la novela, ni en la izquierda, la del teatro, y que acaba por pensar: «¡Pero si aquí en medio estoy bien! No tengo más que sostenerme con mis propias fuerzas y mirar las dos orillas».
24 de octubre. El feminismo es no contar con el príncipe azul.
2 de noviembre. Paseo. Hojas: mariposas quemadas.
Willy en un coche de señor, con su sombrero de alas planas. Si se lo cambiase, ya no distinguiríamos a Willy de sus colaboradores.
Pasa una joven, morena, peluda, estúpida.
De repente, reconoces a una mujer a la que no habías visto desde hacía veinte años, con la que bailaste, hablaste de amor. Imposible recordar cómo se llama. En su mirada hay sorpresa. Ya no sabe hasta qué punto tiene que dar un paso atrás.
Actriz. Pasmada, con un ojo en la sala y la oreja en el apuntador.
13 de noviembre.
—¡Es usted modesto!
—¡Sí, pero hay que ver lo que me cuesta!
17 de noviembre. No somos tan malos, y algunos autores deben más de un falso éxito a que nos ha dado apuro parecer envidiosos.
28 de noviembre. Guitry me viene a ver. Le digo:
—¿Por qué no interpreta la obra de Lemaitre?
—¡Imposible! ¡Un hombre que felicita a Syveton! ¡No! ¡No! Mire: quisiera interpretar Monsieur Alphonse[19] y Soeur Ernestine; pero nada de francmasones.
—No es más que una réplica —le digo—. Aunque la quite, la obra seguiría siendo anticlerical.
—Eso no me molesta —dice.
Le planteo algunas objeciones. Me responde:
—Échele otra ojeada.
Al día siguiente le digo:
—El primer acto está bien. Del segundo tendríamos que hablar un poco.
—El sábado iré a verle —dice.
Releo mi comedia. Vuelvo a entusiasmarme. El sábado, nada de Guitry, ni una palabra, y esta mañana todos los diarios me informan que va a interpretar la obra de Lemaitre, La Massière.
29 de noviembre. Guitry no responde. Es una amistad terminada. La verdad es que me siento más ligero. Quizá este hombre a quien debo momentos deliciosos ha hecho mucho daño al bárbaro, al trabajador que yo era.
El recuerdo de esta amistad no es poca cosa, y me sería más penoso renunciar a él que a la misma amistad.
Él me ha dado más de lo que le he devuelto.
Era el amigo rico. Comidas, automóvil, teatro, dinero, ingenio, ¡cuántas historias! Yo le debo un montón de cosas, y él, ¿qué me debe? Poca cosa.
No soy rico, ni deslumbrante. Quizá me deba esto: que a la gente le sorprendía mi amistad con él. Yo le servía de honesta plataforma. Sin mí, quizá caiga en la estima de gente que se cree más moral que los demás.
Aunque uno sea de un tipo superior como Guitry, siempre acaba cansándose de un hombre «escrupuloso» y despreciando a quien lo acepta todo.
1 de diciembre. Sala de redacción. Una docena de jóvenes trabajan y charlan bajo farolas eléctricas. Acentos del Midi. Me siento muy incómodo. Afortunadamente hay una chimenea a la que acodarse.
Esperamos a Jaurès. Ha pronunciado un discurso admirable en la Cámara a mayor gloria de Juana de Arco y ha salvado a Chaumié. Pero resulta que su carta a Déroulède es auténtica.[20] Estupor. El secretario nos muestra el manuscrito: lo conserva. Yo habría dado buen dinero por una de esas tres hojas: escritura grande, sin tachones. Se critica la decisión de Jaurès. Uno afirma que Dérouléde disparará al aire, que ya lo hizo con Clemenceau.
Jaurès se me acerca, me estrecha la mano, y le digo:
—¡Oh! Mientras dure este ridículo asunto, todos sus amigos van a dejar de quererle y de admirarle.
—Será una lástima —dice—, pero estoy seguro de tener razón. Me he tomado tiempo para pensarlo. Ya no podía más. Además, a veces los noto a todos, ahí, dispuestos a insultarme a través de mi mujer o de mi hija. Recibo cartas asquerosas. Veo trepar a las babosas. Me siento cubierto de escupitajos. Quiero frenar esto con un gesto ridículo, pero necesario. No quiero que se crean que se lo pueden permitir todo, que por la calle me encasqueten las orejas de burro.
—Sócrates habría aceptado esas orejas y habría dicho cosas muy hermosas. Si hubiera usted leído diez versos de Déroulède, no le habría escrito.
Jaurès ríe y dice:
—Debería usted escribirnos algo sobre el tema para L’Humanité.
—Usted solo piensa en sus enemigos, y no en sus amigos, en esa multitud del Trocadero que la otra tarde le aclamaba y a la que esto no le parece bien.
—He pensado en todos —dice.
Habría que decirle: «En el fondo, usted no es un verdadero socialista: usted es el genio del socialismo».
—¿Se ha batido ya antes?
—¡Tan poco…! —dice.
—Usted sería un buen confesor —me dice su secretario.
—Me confiesa de los pecados que no he cometido —dice Jaurès.
—¡Oh! Si le parezco indiscreto…
—¡Para nada, para nada! —me responde.
Nos deja, estrechándonos la mano. En la calle, cuando nos adelanta, Athis y yo le detenemos.
—¡Ah! ¿Otra vez?
—¡No! Espero no haberle dicho una palabra que le haya molestado…
Dice que no y camina a nuestro lado. No volvemos a hablar del duelo. Me pregunta cómo ha ido El rey Lear. Luego:
—Por lo menos hemos salvado a Chaumié. Le hemos salvado, pero censurado. Casi confiesa que se equivocó.
—¿Es un orador?
—Es un buen hablador.
—¿Y a Thalamas, le conoce?
—Es un hombre estupendo.
—Tengo curiosidad por leer mañana, en L’Officiel, qué ha dicho usted de Juana de Arco.
—Oh, mire usted, en esta batalla no he podido decir nada muy interesante.
—Necesito beber algo caliente. ¿Quiere acompañarme?
Se para ante un café, y con su acento:
—¿Seguro que es un café co-guec-to?
Miro y leo: «Café Napolitano».
—¡Oh, muy correcto!
Entramos.
—¿Quiere una cerveza? —pregunta Jaurès.
Es medianoche pasada.
—No. Tomaré un grog americano.
—¿Qué es eso?
—Agua caliente con ron.
—¿Es bueno?
—Le relajará más que cualquier cosa fría.
Vierte agua en el suyo y pide una pajita.
Lleva una corbata pequeña y un cuello pequeño y blando como si hubiera estado bailando hasta las seis de la mañana: un cuello empapado de sudor parlamentario. Su figura es un poco un tomate parlamentario.
Es la salida de los teatros. Entran Lambert hijo, luego Bernstein y Sacha, que se acercan a saludarme. Jaurès debe de creer que conozco a todo el mundo y que me paso las noches en el café.
Me confirma que cuando habla mira a alguien, trata de fijarse en alguna cara.
—Es interesante —dice— este efecto sobre la multitud.
Le detallo el retrato que le he hecho.
—Sí —dice—. No me había fijado. Es eso.
Reconoce que apresura el final de las frases porque teme que el público aplauda demasiado pronto.
La gente nos mira. ¿Conocen a Jaurès? ¿Desconfían?
Paga y saca del bolsillo monedas de diversos tamaños mezcladas con monedas de plata; deja diez céntimos de propina, como un provinciano generoso.
Athis le dice:
—Aquí hace mucho calor. ¡Cuidado al salir! Cúbrase.
—No —dice él—. Es superficial.
Cuando dice estas palabras ingenuas es cuando su acento resulta más cómico.
Fuera, dice:
—París es admirable.
Pero le preocupa perder el tranvía.
—¿No les hago dar un rodeo?
—No —digo.
Imposible llamarle «maestro». Pero tampoco puedo llamarle «ciudadano».
—Usted ha sido profesor —le digo—. Debe de haber influido en algunos de sus alumnos.
—No —dice—. Yo era demasiado joven. Que yo sepa, ninguno ha destacado.
Pero le preocupa su tranvía de La Madeleine. Hay uno, dispuesto a partir. Jaurès va a salir corriendo, luego:
—No —dice—. Está maniobrando.
Añade que, además, los alumnos solo toman lo que haya de malo en su maestro.
—Hasta pronto, querido amigo. Cuídense.
—Se va a batir —dice Athis— y nos dice a nosotros que nos cuidemos.
—¿Trabaja usted mucho, Jaurès?
—Sí, pero en política. Se descansa, se cambia de tema, se escribe y se habla. La Cámara y la tribuna son divertidas. Estoy convencido de que un artista que se dedicase solo a su arte no aguantaría tal cantidad de trabajo.
—Pero fíjese en Victor Hugo.
—Es verdad —dice.
Vuelvo a casa lleno de admiración asombrada y tierna por este hombre extraordinario, y, un poco envanecido por haber hablado de tú a tú con él, no puedo dormir. ¿Qué arriesgaba yo? Pero a la mañana siguiente me levanto a las diez, sabiendo que él ya está trabajando, que no piensa en su duelo. Ayer: su carta a Déroulède, una improvisación admirable sobre Juana de Arco, el artículo de cabecera de L’Humanité.
Deseos de sacrificarme, de trabajar para él. Como una rata que sale de su madriguera, estoy deslumbrado por este animal que husmea la naturaleza entera. ¡Es algo muy diferente de aspirar a ser académico!
¿Querría este hombre ser rico? ¿Querría ser ministro? No puedo creerlo. Cierto es que quiere batirse con Déroulède, y quizá eso sea algo semejante.
Me despierto con la idea de dedicarle la nueva edición de las Bucoliques. ¡Ah! ¡Menuda hazaña!
15 de diciembre. Vida feliz. Un tullido sube la calle du Rocher en su carrito de tres ruedas; y propulsándose con sus dos planchas de hierro, canta a voz en grito.
16 de diciembre. Por fin sé lo que distingue al hombre de la bestia: los problemas de dinero.
Por más que haga, el remordimiento más doloroso del artista es no ganar dinero.
26 de diciembre. Todavía no desprecio el teatro lo bastante para triunfar en él.