Exitoso estreno de Monsieur Vernet en el Théâtre-Antoine. El teatro —el suyo y el de los demás— absorbe cada vez más a Renard. En junio, asiste con emociones encontradas a la recepción de Rostand en la Academia Francesa.
3 de enero. Un hombre que confía mucho en el talento de los demás, a fin de poder decir: «Me han decepcionado».
19 de enero. Aunque no habla, se sabe que piensa tonterías.
1 de febrero. Hay gente tan aburrida que te hace perder un día en cinco minutos.
2 de marzo. El marido, la mujer y el cura forman el verdadero ménage à trois.
Cuando uno se alegra de ser joven y se fija en que está bien de salud, es la vejez.
3 de marzo. Léon Blum, muy inteligente y ni pizca de ingenio. Resulta muy agradable para quienes, como yo, se creen ingeniosos y no están muy seguros de ser inteligentes.
16 de marzo. Una golfa en el restaurante. De una amiga dice:
—Es una mujer de negocios. Para ganar veinte mil o treinta mil francos, ha hecho que uno de sus amantes condecore a los otros dos.
27 de marzo. —El mundo está mal hecho —dice Capus— porque Dios lo creó solo. Si hubiera consultado a dos o tres amigos, uno al segundo día, y otro al quinto, y el séptimo a otro, el mundo sería perfecto.
30 de marzo. Me fastidia el éxito de los demás, aunque mucho menos que si se lo mereciesen.
28 de abril. Ensayo de Monsieur Vernet. Escena del segundo acto. Wolff escucha, primero se interesa y luego desaparece sin decir nada. No sé qué pensar. Luego me dice que la escena le ha parecido larga, porque Antoine no se sabía su papel.
Ellen Andrée se echa a llorar y acaba de representar la escena a lágrima viva.
¡Qué desesperación! Casi acabo mendigando cumplidos.
—¿Le parece que la obra es clara? —le pregunto a Wolff.
—Clara como el agua. Antoine tendrá un éxito enorme. Cheirel estará deliciosa.
Insisto para que no pague la mitad del trayecto y entro en casa con pánico al desastre.
1 de mayo. A las cinco, Antoine viene a decirme que el ensayo que estoy esperando desde hace dos horas y media no tendrá lugar.
Las actrices hablan de sus callos.
—Yo —dice Desprès— tengo dos grandes, ¡enormes!
Hasta en esto quiere ser la primera.
Ensayo del segundo acto con vestuario.
Todos actúan mal, preocupados por la ropa y por los últimos retoques a los diálogos, y tratando de recitar como yo quiero, y contra Antoine, furioso, que no se sabe ya ni una palabra de su papel.
—¡Es una maravilla! —le dice Wolff.
—Es un desastre —responde Antoine—, y haciéndonos recitar así, Renard nos va a hundir.
Le dice a Alfred Natanson:
—No podemos darle lo que quiere.
A mí:
—Esto es basura. Representándola así, la obra se hunde.
—¡Me da igual! —le digo—. Prefiero un fiasco con la obra interpretada en el sentido que tiene, que un éxito con el que yo no tenga nada que ver.
—¡Bueno, bueno! Se la representaré así. ¡Oh, quédese tranquilo, no voy a traicionarle! Pero una noche recitaré como yo quiero, ante el público, y entonces verá usted.
2 de mayo. Antoine es encantador.
—Hoy sale mejor que ayer —dice.
—La verdad es que ayer no fue usted muy amable conmigo.
—¡Oh, no era nada personal, pero es que no salía! Mire, estoy en un mal momento. Noto que el teatro se me escapa de las manos, que se larga. No tengo autoridad sobre mi gente.
—¡Menos mal! —digo—. Creía que me atribuía no sé qué hostilidad contra usted. Yo le leo mi obra de la forma que me gusta. Pero si, en escena, es imposible conseguir esto, interprétela de otra forma. Desde el punto de vista teatral, siempre me inclinaré ante un artista como usted.
—Voy a darle lo que usted quiere —dice Antoine.
Interpreta muy bien el primer acto. Lo llena de cosas hermosas. Está tan contento que se saca la chaqueta, se desabotona el chaleco y se pone a clavar hiedra en el decorado.
Luego, actúa como yo quiero y siento una intensa emoción a mi alrededor. Vuelve a empezar. No está tan bien, pero ya he obtenido lo que quería, y se lo digo:
—Sí —dice—. No entendía el papel. Lo encontraba demasiado teatral. Lo representaba como un patán, que es lo que soy.
Ensayo. Antoine recita el primer acto en veintinueve minutos.
Signoret tiene la impresión de estar en una jaula de locos. Y yo tengo la impresión de que será un fiasco. No hay tiempo para un solo efecto. Nadie entiende nada.
Antoine me pregunta:
—¿Se han reído?
—La impresión general es que usted ha recitado diez veces demasiado deprisa.
—¡Al diablo con esa gente!
—Sí, pero ¿no me está enviando al diablo a mí también? No me hable en ese tono, Antoine.
Me ve enfadado, me aprieta el brazo y dice:
—¡No se preocupe! Le daré lo que quiere.
Siento que el segundo acto sale muy bien y Cheirel tiene un éxito delicioso.
—Es admirable —dice Picard—. No sobra ni una palabra.
Tristan ha tenido la misma impresión que en la lectura.
Antoine está furioso, sin duda por el éxito de Cheirel, y además porque el acto segundo está adquiriendo la importancia que yo siempre había previsto.
—Hemos actuado mal —dice Antoine—. El movimiento…
Vuelve a empezar.
—¡Antoine! —le digo delante de todos—. ¡Basta ya! No he entendido nada de lo que ha dicho y no pienso responderle.
Esta noche no he dormido. Escalofríos, ardor, fiebre.
No estoy tranquilo con el primer acto, y tengo que recordar que el segundo le ha gustado a Feydeau.
Permanezco en cama casi todo el día, nervioso y gemiqueante.
Marinette, admirable de valor, me enviará a Fantec para decirme cómo ha salido el primer acto. «Muy bien. Bien. Ha funcionado. No ha funcionado».
—Quédate tranquilo —me dice—. Te juro que te diré la verdad.
Poco a poco me voy tranquilizando. Además, dejando aparte el dinero, ¿qué es esta locura del teatro?
Las diez. Cada vez más tranquilo, como si esta noche no se representase, y esta calma no presagia nada bueno. Y el fracaso siempre es más vivo que el éxito.
Llega Fantec. Todo el primer acto ha salido muy bien.
8 de mayo. Ensayo general. Llego a tiempo para oír a Antoine aplaudir en la escena del segundo acto.
Sale y me dice:
—Mi escena demasiado larga, pero efecto enorme. Gran éxito.
Vienen Blum, Tristan, otros amigos: esto me recuerda el ensayo general de Poil de Carotte. Cheirel, encantada, me abraza. Todos nos abrazamos.
—Sin rencor —me dice Antoine.
Courteline se empeña en hablar solo de la otra obra que se representa hoy, y me dice:
—No está mal su cosa, Renard.
Al día siguiente, a las dos, reunión para buscar dónde se hace «demasiado larga». Tras una discusión en la que Antoine vuelve a hablar por hablar, suprimo la escena de Pauline. Antoine se siente más tranquilo y me dice:
—¡Ya verá!
Todo el mundo a mi alrededor aprueba la supresión.
—¿Por qué no me lo dijeron antes?
—No nos atrevíamos. ¡Con un escritor como usted!
Queda mejor que ayer.
El estreno. Me doy un paseo. En el primer acto, la actriz Luce Colas me dice:
—¡No hay tiempo de colocar ni una palabra!
Durante el segundo acto salgo a dar una vuelta. Regreso.
—¡Es un triunfo! —me dice ahora.
En efecto, reconozco en el público la misma expresión que cuando Poil de Carotte. La misma Séverine me dice:
—Es espléndido.
Y Antoine:
—Todavía hay algo que no acaba de marchar.
—¿Dónde?
—En mi escena.
—¿En qué lugar?
—No lo sé. Está un poco mejor que ayer, pero sigue fallando algo.
Me voy a cenar con Guitry y Brandès.
Me acuesto feliz, indiferente.
Al día siguiente abro los periódicos. Un Mendès glacial, un L’Écho de Paris mudo, un Paul Arène grosero con Cheirel, y una prensa —salvo la pequeña— sin ninguna relación con el éxito del estreno. Estupor. Depresión. ¿Qué hay que hacer, entonces?
Por la tarde, Antoine me recibe con un: «La prensa está fría».
La prensa ha frenado el flujo de reservas.
—¡Puercos! —dice Antoine.
La grosería de Arène ha hecho llorar a Cheirel.
Ni una oferta de publicación, de traducción. ¡Nada! Es un desastre económico. Pero me hago fuerte. Si tuviera un tema para una comedia en tres actos, me pondría a escribirla inmediatamente.
16 de mayo. La frase tiene que ser tan clara que dé placer a la primera, y que, sin embargo, se la relea a causa del placer que ha dado.
27 de mayo. El autor no tiene que asistir demasiado al teatro a escuchar su obra: comprobaría que lo que más efecto produce es la parte mediocre, y se animaría a ser mediocre en la siguiente obra.
4 de junio. Rostand ingresa en la Academia Francesa.
Mi cochero no se apresura.
—¿Es que no le impresiona la Academia Francesa?
Ni siquiera me responde.
Soldados. Hay pobres diablos que han reservado sitio.
Un guardia bajito me señala mi escalera: un negro intestino de gusano. Creo que mi sitio está en la tribuna de los músicos. Solo se ve desde la primera fila.
Parece que estemos en la buhardilla de un molino mirando el fondo de un horno donde un montón de gente se cuece de entusiasmo.
Entusiasmo envidioso de Coppée.
Cerca de mí, Le Bargy reclama veinte francos. Al fin logra desalojar a no sé qué dama que le había cogido el sitio.
Le Bargy, con las manos en la cadena de su reloj. Enfrente, la señora Rostand, con aires de señorita inglesa. Seguirá fervorosamente con los labios todo el discurso, que se sabe de memoria.
Rostand aparece precedido por el exangüe Claretie. Bravos.
Tiene la palabra el señor Edmond Rostand.
Empieza muy tenso pero a las primeras palabras se ha metido al público en el bolsillo. Esto va a ser como el estreno de Cyrano. Lee como Le Bargy, como Sarah, pero con algo personal, un acento del Midi que yo no le conocía: abuso de las dentales. Todas las estrofas tienen éxito, y no hay más que estrofas.
Veo su cráneo calvo, veo que cuando le aplauden se retuerce el bigote, pero no veo su monóculo. Su traje verde ajustado. Claretie, en cambio, desaliñado.
Yo creía que vendrían todos de etiqueta.
Las manos de Rostand, finas, blancas. La derecha apoyada en el atril.
Se equivoca en dos o tres palabras, la palabra «coquetería», creo.
Sarah llora, su hijo también.
Al hablar de su padre, su voz baja a profundidades de sótano: es allí donde encuentra el timbre de familia.
—Es hábil —dice un señor condecorado sentado junto a mí que acaba por informarme de que es primo del señor de Vogüé.
Todos los efectos hacen efecto. Acabo harto, y mi bastón solo golpea el parquet por inercia.
5 de julio. Chaumot. Anochecer de julio. El brillo de Venus, que se acuesta después que el sol, atrae a los murciélagos. Están borrachos y a cada instante caen por el aire como por un agujero, pero no llegan a tocar fondo.
En el canal, un marinero, cuya gabarra está inmovilizada por el desempleo, toca el acordeón. Con la cabeza a ras de agua, las ranas le acompañan como pueden; por más que su mujer le diga al perro: «¡Cállate de una vez!», el perro sigue ladrando lo más fuerte que puede. También muge una vaca, pero solo una vez. Los ratones se suman, silban con la esquina de la boca. Pero toda esta música no enturbia la calma del anochecer. Un soplo de aire ligero solo inclina las hojas de hierba más altas.
El reflejo de la luna llena ilumina la pared del molino.
El corazón siente una dulzura infinita.
12 de julio. Rostand, el poeta de las masas que se creen de élite.
14 de julio. La ignorancia del campesino se compone de lo que ignora y de lo que cree saber.
Cantan, siempre demasiado alto o demasiado bajo.
Les gusta la poesía basta, como el vino negro, casi sólido.
Ya no saben dónde están. Han perdido a su cura, pero aún no han encontrado a su sabio.
Más que orgullo, lo que tienen es miedo a ser modestos, porque la modestia les parece estupidez y no quieren parecer estúpidos.
Creen en Dios. Sienten que el cura no es bueno, pero Dios lo es infinitamente. Se congratulan porque el cura pide a Dios que los fulmine, y Dios no quiere.
23 de julio. Es uno de esos momentos de desesperación en los que escribiría: «¡No quiero a nadie! Mi mujer y mis hijos no me importan nada».
Escribir esto duele un poco. ¡Tanto da, lo escribo! ¿Acaso me parí yo mismo?
¡Qué bonito sería un libro desnudo! Título: Desnudo.
¡Qué horror!
25 de julio. Las personas felices no tienen derecho a ser optimistas: sería un insulto a la desgracia.
30 de julio. El hombre feliz y optimista es un imbécil.
Estoy en plena madurez, y ya no me muevo, de miedo a que el miedo me dé alcance.
1 de agosto. El placer de ser agradable con la gente a la que eso les incordia.
8 de agosto. —Tengo reuma.
—Yo también tendría, si quisiera.
19 de agosto. Es difícil ser bueno cuando se es lúcido.
Las beatas temen el poder de Dios y la influencia de la luna. ¡Puá! ¡Qué gente más fea!
Al que no va a misa lo odian, pero no hasta el extremo de rechazar su dinero.
Las demás mujeres tienen boca, o, en el peor caso, bocaza; ellas bajo la nariz tienen un orinal.
Hacen de Dios un ser grotesco a su semejanza. Si no les vuelve la cara es que, realmente, su piedad es infinita.
Devoción fermentada. Su alma apesta a cera derretida, a incienso, un olor de trasero nunca lavado.
2 de septiembre. El cura trata a la gente de animales, de asnos, de alcohólicos degenerados. En plena misa, plantea a una niña una pregunta de catecismo. Ella, nerviosa, no responde. Este año no hará la primera comunión.
5 de septiembre. Una joven inglesa de cerca de Londres deja esta carta: «Voy a suicidarme. La cena de papá está en el horno».
9 de septiembre. Muerta la condesa, vino un obispo a bendecirla. Las campanas redoblaron por la llegada del obispo.
14 de septiembre. Beatas. Se acuestan con Dios el domingo, y lo engañan toda la semana.
La religión es la excusa para su pereza mental. Les da una explicación del universo ya hecha, aunque mediocre. Y ellas se guardan mucho de buscar otra, primero porque son incapaces de buscar, y luego porque les da igual.
No hay nada más bajamente práctico que la religión.
Decís que soy ateo, porque no buscamos a Dios de la misma forma; o más bien, porque vosotros creéis haberlo encontrado. Felicidades, yo lo sigo buscando. Lo buscaré diez años más, veinte años, si me da vida. Temo que no lo encontraré: pero lo buscaré igual. Quizá me agradezca el esfuerzo. Y quizá se compadezca de vuestra confianza santurrona, de vuestra fe perezosa y un poco boba.
7 de octubre. Uno no es bueno, pero trata de parecerlo: el resultado es el mismo.
10 de octubre. Cada año, un defecto más: ese es nuestro progreso.
2 de noviembre. Me felicitan por no escribir demasiado. Pronto me felicitarán por no escribir nada.
23 de noviembre. Chaumot. Están hablando de la Enciclopedia, y les digo:
—Yo figuro en ella.
Ninguno pide verlo.
Al cabo de un rato, como si tal cosa, abro el volumen por mi letra y se lo enseño a Firmin. Él lee el artículo en voz alta. Todos escuchan. Nadie dice nada.
—Y ahora —digo—, ¿buscamos el nombre del cura de Chitry?
Ríen y dicen:
—Creo que no lo encontraríamos.
—Ya véis —digo—. Mientras este diccionario exista, yo existiré.
Cambiamos de tema.
Horas en las que se piensa en blanco.
5 de diciembre. Ni siquiera bastantes defectos para ser interesante.
20 de diciembre. Talbot, el viejo actor, le pide a Sarah una entrada para La Sorcière.
—¡Pero, querido, todo el teatro! Está usted en su casa. Pase, y venga a verme más a menudo. Y su hija tampoco me visita nunca. ¿Por qué es tan mala?
—Ha muerto —dice Talbot.
—¡Pobre amigo mío! ¡Qué me dice usted! ¡Oh! ¡Qué desgracia! ¿Cuándo murió?
—Durante el Asedio.[18]
—¡Oh…! Lo mismo da: es igual de abominable.