Renard escribe Monsieur Vernet y asiste fascinado a una representación de Les Burgraves, de Victor Hugo, su ídolo literario. La Comédie Française representa Le Plaisir de rompre.
4 de enero. En casa de Guitry. Capus es la abulia del arribista, tumbado en un sillón, los pies sobre una silla, quejándose de reuma en la espalda y metiéndose descaradamente los dedos en la nariz cuando ve que no le miras, mientras su cabecita muestra su culito brillante.
—Voy a hacerme un hall —dice.
—¿Un qué?
—Un «holl». ¿Te molesta?
—Me importa un comino.
—Tendrá siete metros y medio de largo por cinco de ancho. Ya no puedo vivir en piezas pequeñas. Tendré que hacer obras… grandes obras en cinco actos.
—¡Venga, venga! —le digo—. Hagas lo que hagas, tu casa de campo seguirá pareciendo una idiotez.
—¡Ese es el tono! —dice—. Reírse de los demás, reírse de uno mismo y aburrirse cuando cenas en sociedad.
(Cena así todas las noches, en chaleco de terciopelo, con una pequeña chaqueta ridícula y sin cola.)
Para él solo existe el Théâtre des Variétés. La chochez de Samuel es encantadora. Jeanne Granier es una artista deliciosa. Lavallière es un animal exquisito.
—Me llama su tutor —dice—. Es muy cómico.
Luego:
—Ingresarás en la Academia, Renard.
—Tú también.
—Ingresarás, y dejarás de dar la lata.
—Ingresaré si me das tu voto.
—Sí, si tú me das el tuyo, y cometerás todas las bajezas para ascender a la cumbre de la jerarquía.
—Todas las que tú ya habrás hecho. ¡Ah, mi pobre amigo, estás en el buen camino para llegar lo más rápido posible a la putrefacción!
Y así todo el rato.
8 de enero. La Jeunesse, un pobre diablo con talento que ignora que la admiración por los Gringoire, los bohemios, los excéntricos de uniforme y de moral, solo puede ser retrospectiva.
29 de enero. Capus llega a la verdad por la paradoja.
1 de febrero. Capus, desde que gana mucho dinero, entiende de pintura. Habla de los holandeses como de sí mismo. Juzga a Rubens con severidad, y es benigno con dos o tres nombres cuya ortografía se me escapa. Yo nunca escucho las conversaciones de esta clase: solo se dicen tonterías. Desde que tiene éxito entiende de todo, tiene buen gusto en mobiliario, en cocina…
2 de febrero. Tratemos de sentir la máxima indulgencia con la habilidad de los demás; que no parezca que nos jactamos de nuestra torpeza.
La modestia puede ser una especie de orgullo que entra por la puerta de servicio.
11 de febrero. Tengo qué estrangular a cada instante el cuello del zorro[17] envidioso que me roe el vientre.
15 de febrero. Sueño. En un dormitorio. Yo en una cama, ella en la cama vecina. Le digo: «¡Venga aquí!». Viene. Primero la estrecho contra mí y la siento bajo su camisón. Luego, me atrevo a bajar la mano y la subo por todas partes, por la piel suave, por los senos duros, y cubro su rostro de besos. Cuando, por un instante, separo la boca, veo al pie de la cama a un maestro que nos mira, severo, desolado. Ella se escapa a su cama. Yo me oculto bajo las sábanas. Se acabó.
17 de febrero. Discreción.
—Sí, lo he contado. Pero ¿por qué me lo contaste tú?
—Porque confiaba en ti.
—¡No!
—¿No confiaba en ti?
—Sí, pero eso no tiene nada que ver. Me lo contaste, primero por darte gusto. ¡Qué contento estabas! Tenías algo que explicarme que te parecía interesantísimo, que te parecía extraordinario, una de esas cosas de las que se dice, entornando los ojos: «¡Esto solo me podía pasar a mí!». Y veías que yo era todo oídos. Tenías el placer de hablar de ti y de hacerme disfrutar: ¡un rato delicioso para ti! ¿Qué querías que hiciese? ¿Por qué crees que he de callar lo que tú no has sabido callar? Déjame mi pequeña parte de placer. Tú me contaste tu historia: era un gozo. Luego la cuento yo. Es de otro, es menos agradable, pero aún lo es un poco. ¿Y querrías negarme este pequeño resto de placer? No eres generoso ni justo.
23 de febrero. —Baudelaire ha dicho: «Solo por la virtud se llega a la fortuna» —le digo a Capus.
—Siempre serás pobre —me responde.
—Y sin embargo, tú eres rico.
25 de febrero. Avaro, pero muy cortés. Cuando un mendigo se quita la gorra para tendérsela, él responde con una profunda reverencia.
27 de febrero. Burgraves. Centenario de Victor Hugo. Una velada sin mucho brillo. No se ama a Victor Hugo como se merece, con amor filial. Al principio, en mi palco, me entran ganas de llorar, pero este público me hiela.
Algunos fingen escuchar, cuando se oye algún ruido hacen «¡chist!», y no aplauden ni una sola vez.
Está el nervioso Coppée —este no tendrá su centenario—, y se va antes del fin del acto.
Bernard bromea, y fingiendo emoción acerca la boca a mi oreja: luego hace un ruido de buey comiendo bombones.
Georges Hugo se acerca a darme la mano, con aire fatigado, exhausto: como si estuviera emocionado. Le felicito por su artículo en L’Illustration. Se siente halagado. Me pongo a hablar de su abuelo Victor Hugo, pero él sigue agradeciéndome por su artículo de L’Illustration.
Cuando Segond-Weber recita: «Ce siècle avait deux ans…», está tan guapa que se me rompe el corazón.
Mirbeau se burla. ¡Bien sé que hay motivos, Dios mío! Ese busto, esas palmas, ese tambor, esa coraza, ese penacho rojo…
—Pero eso no es lo importante —le digo—. Victor Hugo es el mayor lírico del mundo.
—En Alemania han tenido otros iguales —dice—: Goethe y todos los poetas que precedieron a Goethe.
¿Qué poetas?
Guitry. Noto que a él todo esto tampoco le gusta. Es un moderador de entusiasmos bobos. De acuerdo, pero exceptuemos a Victor Hugo. Juega en su palco con su linterna de bolsillo.
Mendès. ¡Ah, este cree admirarle mejor que los demás, pero mi admiración vale tanto como la suya! En cualquier caso, que Victor Hugo, que es inmortal y sabe leer en los corazones, decida.
Y esta mañana, La Vie parisienne se burla de mí porque he dicho que a Victor Hugo no podría dirigirle otra cosa que una plegaria. Me gusta.
5 de marzo. En el Figaro. En la caja, presento mi carnet.
—Debe de haber una pequeña suma para mí —digo.
El cajero abre un inmenso libro. Veo mi nombre escrito en bella caligrafía.
—Sí, señor. Se le deben medio franco por línea. En total, treinta y seis francos y medio.
Escribo a Calmette que a ese precio me moriría de hambre, y que, puestos a morir de hambre, prefiero no trabajar.
18 de marzo. Los terrenos inexplorados, siempre baldíos, de las mejores amistades.
Capus me dice:
—Lo que yo llamaría no tu pereza, sino tu retención.
20 de marzo. —Me he equivocado de buena fe.
—¡No es excusa! No prefiero un imbécil a un mentiroso.
15 de abril. La modestia siempre es falsa modestia.
El pájaro enjaulado no sabe que no sabe volar.
Honorine. Después de su muerte, ¡qué bien entrará la tierra en sus arrugas!
27 de abril. Las actitudes de Sarah: parece inteligente cuando escucha cosas que no comprende.
30 de abril. El canguro, pulga gigante.
1 de mayo. Las lágrimas degradan la belleza del dolor.
—Tengo treinta y cuatro años —me dice Coolus.
—Y yo, treinta y ocho. Es una buena diferencia.
—¡Qué son cuatro años! —dice.
—Cuando se ha hecho algo, no son nada, pero si no se ha hecho nada, es enorme.
5 de mayo. La de tonterías que oye un cuadro de museo… pero los horrores que quizá oye un cadáver.
El poeta. ¡Ah, ser admirado por una bella zorra que me ofrezca acostarse conmigo!
7 de mayo. Valgo poco por las obras que escribo, mucho por las que no escribo.
La verdad no siempre es el arte. El arte no siempre es la verdad, pero la verdad y el arte tienen puntos de contacto; yo los busco.
8 de mayo. ¿Cómo mirar la vida según los métodos de Claretie, que lo cataloga todo pero no mira nada?
11 de mayo. Tras haber escrito en Le Figaro dos o tres artículos virulentos contra la Exposición, Barrès se presentaba en un barrio en el que tenía que elogiar los beneficios de la Exposición. Cuando Tristan, sorprendido, le recordó sus artículos:
—Parto del principio de que nadie sabe nada —le respondió Barrès.
24 de mayo. Cuando uno habla no ve a los que escuchan: las palabras forman como una cortina de hojas; acabado el discurso, apartado el ramaje, he visto que las caras estaban estupefactas.
La vida es corta, y aún así nos aburrimos.
30 de mayo. —¡Oh! —le digo a Capus—. Los conformistas como tú me hacen comprender la necesidad de un dios que solo exista para decirte, cuando te presentes ante él: «¡Te ha ido muy bien, allá abajo!», y de una patada te haga bajar rodando las escaleras del cielo.
Su beato conformismo da ganas de seguir pobre, de no tener éxito y de tener carácter.
Si no fuera por su talento, sería el más despreciable de todos nosotros.
Ha llegado a decir:
—Solo me opuse a los ensayos generales un día, pero fue precisamente el día que la Comisión de Autores decidió suprimirlos.
—¡Quién necesita ayuda! ¡Qué me hablas de los jóvenes! No hay que defender intereses personales. ¿De qué sirven las recomendaciones? —dice este hombre del Figaro y de todos los periódicos.
—Sí, hombre —le digo.
—Soy miembro del comité de lectura del Odéon. Somos tres: Bernard Derosne, yo y no sé quién más. Me lo pidió Ginisty tras la muerte de Fouquier.
—¿Y eso en qué consiste?
—En no hacer nada, en rechazar todas las obras y en cubrir a Ginisty para que solo represente las que quiera.
—¿Y aceptaste?
—Si uno no sabe griego —dice Tailhade— tiene que leer a los griegos en las traducciones latinas.
—Sí —dice Capus—, pero ahí choca con un segundo obstáculo: hay que saber latín.
Le duele el pie.
—¡Claro! De tanto escribir…
Una señora que tiene un criado negro da a luz un niño realmente demasiado negro.
—¡Como este no cambie de color —dice el marido— sé de uno que se va a ir a la calle!
1 de junio. Gente que vive más tranquila porque acaba de comprarse una parcela en el cementerio. Parece que ya saben a qué atenerse después de la muerte.
La voluntad no está lejos: la oímos detrás de la puerta. Imposible hacerla entrar.
7 de junio. Tristan admira la inteligencia de Schwob. ¿Inteligente, él? ¿Seguro?
El talento de Schwob es una mixtura de vinos, no un vino. Me río de semejante inteligencia. Todos sus cuentos son prestados.
Tradujo Hamlet y Francesca da Rimini. Tiene un estilo de traductor literal.
No tiene ingenio. La obsesión por saber cosas que nadie más sepa. El malhumor de un artista al que nunca se le ha ocurrido nada por su cuenta. La afectación de leer solo los libros sucios y viejos.
Un espíritu y un ingenio de vieja.
Un hombre capaz de decirte: «¿Está usted satisfecho de tener la superioridad sobre mí por haberme prestado dinero?».
10 de junio. Ya puedes escribir pocos libros: la gente persiste en no conocerlos todos.
14 de junio. Ópera. La valkiria. Es el tedio, el cartón y la necedad de los fuegos artificiales: parece el día de la Fiesta Nacional en Chaumot. Ni un minuto de emoción, de verdadera belleza. Solo me divierte la cabalgada —las montañas rusas— en la tormenta.
¿Qué puedo pensar de una obra que deja indiferente a un hombre sensible de treinta y ocho años? ¡Pues sí que vale la pena pasarse la vida buscando impresiones reales, expresando sentimientos que tengan el sabor de la verdad, con palabras exactas, si la pacotilla poética se considera belleza! Lo que sí es bello, ridículamente bello, es la Ópera. Es oficial, ministerial. Es una especie de gran café en el que se citan los escotes y los diamantes, y algunos sordos que quieren hacer creer que oyen.
Un señor viejo se queja del ruido en los pasillos —se detiene la tempestad— y, dos minutos después, se duerme. ¡Así que para eso era! No conozco nada más cobarde, más degradante, que ese esnobismo.
Ya que no lo tengo todo: belleza, fuerza, genio, riqueza, prefiero no tener nada.
París. ¡Tantos ojos que se cruzan con los nuestros, que buscan la felicidad!
La blusa escotada de una joven pálida, con la boca un poco abierta, nos turba más que mil obscenidades.
16 de junio. Ser fiel toda la vida no cuesta nada; ¡pero morir, comparecer ante Dios sin haber engañado a la esposa, qué humillación!
El gobernador de una isla como La Martinica ve temblar la tierra, se frota los ojos, lleno de angustia. Le informan que es un terremoto y que todo un barrio de la ciudad ha quedado sepultado.
—¡Ah! —dice—, me tranquilizáis. Pensé que sufría un mareo.
26 de junio. El maestro de la escuela de Avril-sur-Loire me pide un prefacio para un libro de canciones. Cuando le confieso mi incompetencia, me envía un esquema: 1) la canción en general; 2) felicitaciones al autor.
11 de julio. Ya hace mucho que renuncié a sonrojarme por mi vanidad, e incluso a corregirla. De todos mis defectos, es el que más me divierte.
21 de julio. Conozco bien mi pereza. Podría escribir un tratado sobre el tema, si no fuera un trabajo tan largo.
2 de agosto. «Cornudo.» Qué extraño que esta palabra no tenga femenino.
Chitry. Es la primera vez, pero prefería el incógnito. Hace un momento, al pasar ante el albergue, he oído a gente hablando en voz alta, y uno de ellos casi grita, aunque controlándose: «¡Poil de Carotte!». ¿Llegará un día en que tendré que volverme y responder: «¿Y a usted cómo le llaman? ¿Canalla o crápula?» ¿Irá Poil de Carotte a recomenzar, y hacerme inhabitable este país?
¡Pensar que si llego a los ochenta años y me veo obligado a ser un alcalde impopular, los críos me irán detrás llamándome Poil de Carotte!
11 de agosto. Se puede cambiar, y seguir siendo absurdo.
25 de agosto. Nada como tener algunos vicios para aprender a relativizar.
Conozco el punto exacto en que la literatura pierde pie y ya no toca el fondo de la vida.
28 de agosto. Mi padre en mi petición de mano.
Se ha puesto guantes negros. Habla de todo, escucha a Marinette tocando el piano, hasta que dice: «Sí, ya basta». Luego, se levanta para irse.
—¿Y la petición, papá? —digo, inquieto.
Sonríe, sin decir nada. Se adivina qué está pensando: «¿No sería un poco ridículo buscar una frase para hacerla? El hecho de que yo esté aquí, desde hace un cuarto de hora, en su salón, hablando con usted, ¿no demuestra, señora, que le pido la mano de su hija para mi hijo? ¿No basta con eso?».
Y la señora Morneau, que se disponía a dar una respuesta digna, espera.
—Se puede considerar —digo— que la petición ha sido hecha. ¿No es así, señora?
—¡Claro, claro! —dice ella, confusa, y también riendo.
Entonces todo el mundo ríe, y nos abrazamos.
29 de agosto. A Fantec. Si te casas en la iglesia, no digas, como los demás, que solo te cuesta un esfuerzo de galantería y que no es un gran sacrificio, mientras que para tu mujer significaría sacrificar su salvación eterna. No olvides que en la iglesia tendrás que prometer, sin intención de cumplir tu palabra, que vas a educar a tus hijos en la religión católica, apostólica y romana. Ni siquiera a un cura hay que prometerle cosas que no piensas cumplir.
No menosprecies a tu novia respetando una creencia que no compartes. Lo que para ti es un error no puede ser más que un error para ella. Ella está tan hecha para la verdad como tú.
No te imagines que podéis compartirlo todo —fortunas, alegrías, penas—, todo menos lo esencial, que es el pensamiento común. Padecerás por la fe de tu esposa que le permitirá permanecer, casi entera, impenetrable a ti.
Elige a una mujer cuyo espíritu religioso —no se trata ya de religión— sea igual al tuyo. Primero convierte a tu novia, a no ser que ella te convierta a ti. Tened la misma forma de comprender a Dios, es decir, el universo y vuestro destino. Si no, no te cases.
O bien serás infeliz y ni siquiera sabrás por qué.
3 de septiembre. En cuanto una verdad pasa de las cinco líneas, es novela.
12 de septiembre. La naturaleza despierta llena de frescura; pero el hombre, después de dormir, tiene la boca amarga.
27 de septiembre. Las palabras no deben ser más que el traje rigurosamente hecho a medida del pensamiento.
17 de octubre. Es una cuestión de limpieza: hay que cambiar de opinión como de camisa.
Me paso el año diciendo que no hay que perder ni un minuto.
18 de noviembre. A los cuarenta años ya puede uno ponerse al trabajo. Ya no le incordian los asuntos de faldas.
3 de diciembre. Señora, disculpe que la haya hecho esperar. Estaba en el excusado. Es la única razón que puede obligarme a dar plantón a la gente.
17 de diciembre. Maeterlinck. Un gran artista al que le da igual aburrir al lector, y que no se inmuta por tan poca cosa.
22 de diciembre. Jaurès. Tiene un poco el aire de un oso amable. El cuello corto, justo con qué ponerse una corbatita de escolar de provincias. Ojos móviles. Se parece a muchos padres de familia de cuarenta y cinco años, ya saben, esos papás a los que la hija mayor les dice con familiaridad: «Abotónate la levita, papá. Papá, de veras, tendrías que subirte un poco más los tirantes».
Llega, con un sombrerito hongo, el cuello del abrigo levantado.
Afecta sencillez, una sencillez de ciudadano que empieza correctamente el discurso con «Ciudadanos y ciudadanas», pero que a veces, en el calor de la oratoria, se olvida y dice: «Señores».
Gestos cortos —Jaurès no tiene los brazos largos— pero muy efectivos. A menudo el dedo en el aire señala el ideal. A veces los puños llenos de ideas chocan, el brazo entero aparta cosas o describe la parábola de la escoba. A veces Jaurès camina con una mano en el bolsillo, saca un pañuelo y se seca los labios.
(Solo le he oído una vez. Así que esto no es más que una nota.)
El principio lento, las palabras separadas por grandes vacíos. Nos asustamos: ¿eso es todo? De repente, una gran ola sonora e hinchada, que amenaza antes de caer suavemente. Hay una docena de olas de esta amplitud. Es lo más bonito. Es muy bonito.
No lanza una parrafada, como un gran actor recita una estrofa de cinco o seis hermosos versos. La diferencia está en que no estamos seguros de que Jaurès se los sepa, y existe el peligro de que el último no llegue. Con él la palabra «suspenso» tiene toda su fuerza. Nos quedamos realmente en suspenso, temiendo una caída en la que Jaurès… nos haría daño.
Entre esas grandes olas, preparaciones, zonas en que el público descansa, en que el vecino puede mirar al vecino, o un señor puede recordar que tenía una cita y salir.
Habla durante dos horas y bebe una gota de agua.
A veces —raramente— el período queda trunco, se corta pronto, y los aplausos se apagan enseguida, como los de una claca.
Cita el gran nombre de Bossuet. Sospecho que, trate del tema que trate, siempre encuentra manera de citar ese gran nombre.
No siempre me interesa lo que dice. Dice cosas bellas, y tiene razón de decirlas, pero quizá es que ya las sé, o que ya no soy lo bastante pueblo, pero, de repente, una bella fórmula como esta:
—Cuando exponemos nuestra doctrina nos objetan que no es práctica; ya nadie dice que no sea justa.
O esta otra:
—El proletariado no olvidará a la humanidad, porque el proletariado la lleva en sí. No posee nada más que su condición humana. Con él y en él, la condición de hombre triunfará.
Una voz que llega hasta los oídos más lejanos pero sigue siendo agradable, una voz clara, muy extensa, un poco aguda, no una voz de trueno, sino de fuego de salvas.
Una cara tosca, pero de expresión distinguida.
El único don envidiable. Usa sin cansarse todas las palabras densas que son el cemento de su frase, y que si cayesen de la pluma de un escritor le herirían los dedos y el papel.
A veces, con una palabra mal empleada dice lo contrario de lo que quiere decir, pero el movimiento —el famoso movimiento caro a los actores— abandona la palabra impropia y se lleva el sentido consigo.
Pocas de sus frases podrían escribirse tal cual; pero si el ojo es un azogue, la oreja es un embudo.
Le sostiene una idea amplia e indiscutible: es como la espina dorsal de su discurso. Ejemplo: el progreso de la humanidad hacia la justicia no es resultado de fuerzas ciegas, sino de un esfuerzo consciente, de una idea cada vez más alta, hacia un ideal siempre más elevado.
26 de diciembre. Lo que sabe lo sabe bien, pero no sabe nada.
31 de diciembre. Año: una rebanada cortada al tiempo, y el tiempo sigue entero.