Grave enfermedad de su hija Baïe. En noviembre conoce al líder socialista Jean Jaurès —que será asesinado en vísperas de la Primera Guerra Mundial—, cuyas ideas y personalidad le impresionan. Las obras teatrales de Renard se representan en París y en provincias.
1 de enero. Sigo la vida paso a paso, y la vida no escribe un libro al año.
Este Diario me vacía. No es una obra. Así, hacer el amor todos los días no es el amor.
8 de enero.
—La vida lleva a todas partes, a condición de salirse.
—¡Qué profundo!
—Y estúpido, como todo lo profundo. Y además no significa nada.
Sentimos amor por una o dos mujeres, amistad por dos o tres amigos, odio por un solo enemigo, piedad por unos cuantos pobres; y el resto de la humanidad nos es indiferente.
23 de enero. Soy el único que lleva la condecoración sobre el abrigo. Los otros son más valientes. Se abren con franqueza los abrigos para que se vea el ojal de la chaqueta, a riesgo de pillar una pleuresía.
28 de enero. La hostilidad de dos miembros de la Legión de Honor que se cruzan: ¡Cómo!, ¿a él también le han condecorado?
31 de enero. Leo en La Revue blanche el último capítulo de las Memorias de un loco. Flaubert comenzó por donde Maupassant termina, por las grandes trivialidades.
4 de febrero. Le cuento a Tristan que Victor Hugo, a los treinta y cuatro años, viajaba de incógnito y veía su nombre pintado en los muros de las iglesias.
—Sí, a la segunda visita —dice Tristan.
18 de febrero. Me esfuerzo en reír durante una hora cada mañana, para merecer la reputación de autor gracioso que me han endosado.
¡Ah! ¡Que mi nacimiento no le haya costado la vida a mi madre!
21 de febrero. Sí, la naturaleza es bella. Pero no te enternezcas demasiado con las vacas. Son como todo el mundo.
11 de marzo. Trata de no aceptar nada de manos que no te gustaría estrechar si no te ofreciesen nada.
18 de marzo. Capus ya no toca el suelo. Camina por lo menos a diez centímetros de la tierra. Está escribiendo para Micheau una obra que se representará diez días después de La Veine. Tiene soluciones para todas las circunstancias de la vida, y, además, un humor combativo, arrollador.
Entra.
—Sí, Marie —dice—, ya he cenado. Es igual, si me sirve usted un plato de sopa, uno de carne, uno de verdura y postre, gustosamente me sentaré a la mesa.
Según los «me han dicho que», acaba de hacer reformas magníficas en su casa de campo.
Dentro de cinco o seis años será senador de Indre-et-Loire.
A un campesino que le pregunta el camino para Tours, le dice: «¡Adelante, valiente! La segunda ciudad a la derecha». Y le paga un billete en tercera clase.
Luego hemos ido a ver al director de las Variétés, flor, fruto monstruoso de ese pequeño lugar recalentado que es el despacho de un director. Cada día escribe una cantidad increíble de cartas. Manda con mucho estilo, y, mediante frases literarias, fuerza a los proveedores a ser exactos. Es un viejo actor que quizá conoció la gloria.
Con Franck, en el Gymnase.
—Le Pain de ménage te ha de dar cinco mil o seis mil francos —me dice Capus.
Es convincente. Capus dicta una carta por la cual Franck se compromete a cincuenta representaciones de mi obra de aquí al mes de junio. Creo estar soñando.
—No entiendo —le digo a Mégard.
Capus me tira del abrigo.
Franc-Nohain, pálido, porque ya no sabe si representarán su obra, hace esfuerzos desesperados por mantenerse elegante y tranquilo. Franck le despide.
—Sales ganando —le digo a Capus—. Por una gestión sencilla que te ha salido bien, te has ganado por lo menos un año de gratitud durante el cual diré que eres el mejor autor dramático de la actualidad, y que cada una de tus obras es una obra maestra.
23 de marzo. El amor mata la inteligencia. Como en el reloj de arena, el uno solo se llena si el otro se vacía.
5 de mayo. Solamente se pide consejo a alguien para contarle los problemas.
30 de mayo. Herencia. La muerte se lleva a un pariente, pero lo paga, y no necesita mucho dinero para hacerse perdonar.
8 de junio. Dejan que sus mujeres vayan a misa, contando con ellas para que el cura les perdone cuando acuda a su lecho de muerte.
Les dejan la libertad de creer, de ser beatas y embrutecer a los hijos, pero no les dejan la llave de la caja.
He querido ver qué se podía hacer en este pueblecito con la verdad desnuda: absolutamente nada.
11 de junio. Marinette. En el cementerio, se sienta y, debajo de los nombres grabados en la tumba, escribe con un dedo que no deja rastro todos nuestros nombres.
Caben muy bien.
12 de julio. La señora Lepic. Lo más auténtico que he escrito, y quizá lo más teatral, es la pared llena de sus ojos y de sus orejas.
Morirá sin cambiar.
En cuanto llego al jardín, lo oye y envía a Margueritte a ver.
Si me acerco a la casa, oigo crujir la ventana al entreabrirse, y el ojo y el oído se pegan a la ranura.
Se las ingenia para encontrar algo que decirme. Grita con su voz dura, retumbante y seca como el estallido de la pólvora, para que todo el pueblo sepa que me ha dicho algo:
—Jules, Marinette acaba de salir. ¿Te has cruzado con ella?
—¡No!
¡Ah! Ese «¡No!» que se me escapa como una sílaba de plomo es lo único que puedo decirle a mi madre, que pronto morirá. Ella, con el rostro contra la reja, herida, impotente, tarda en retirarse. No cierra aún la ventana, para que los vecinos crean que nuestra conversación se ha prolongado.
¡Cuántas veces quiso mi padre estrangularla cuando ella entraba en su habitación para coger un trapo del armario! Luego salía, y volvía a entrar para devolver el trapo. Él cerró el armario con llave.
La Gloriette. Lo que veo desde mi banco:
una carretera; el canal, el estanque y su pequeño puerto, madera, tejas, carbón, arena;
una carretera que corta la que pasa ante mi puerta;
el Yonne, el molino, el castillo entre pinos y álamos, el tren, el campanario y algunas casas de Chitry;
la dehesa, árboles, campos, y, bajando el Yonne, el recodo donde pesco;
Marigny y su campanario, Sauvigny y su granja cerca del cielo;
un árbol solitario en un campo, a la izquierda un bosque, a la derecha un bosque, un fondo arbolado por donde fluye el Yonne, otro pueblo lo suficientemente lejos para que nunca me acuerde de cómo se llama;
en el horizonte, colinas sobre las que se yergue el cerro de Chitry Mont-Sabot, partido en dos como una pinza; el cielo y todas sus fantasías de nubes;
a la izquierda, la escuela de Chaumot, una granja, las pilas de madera del canal, las cruces, los campos Bargeot donde cazo, prados poblados por bueyes;
un grupo de casitas que no tienen miedo de llamarse Beauregard, campos, trigales, los bosques de Souleaux donde adivino Germenay, el cerro de Asnan, otra vez el cielo.
8 de agosto. A una mujer que acaba de pasarse una hora tocando el piano:
—¿Le gusta la música, señora?
12 de septiembre. «Cielo» dice más que «Cielo azul». El epíteto cae por su propio peso, como una hoja muerta.
La lengua tiene sus floraciones y sus inviernos. Hay estilos desnudos como esqueletos de árboles, luego llega el estilo florido de la escuela del follaje, de lo frondoso, de lo enmarañado; luego, hay que desenredarlo.
15 de octubre. Hay rincones tristes de paisaje donde el cazador, de repente, se asusta de su escopeta.
Toulouse-Lautrec estaba en la cama, moribundo, cuando su padre, un viejo excéntrico, vino a verle y se puso a cazar moscas. Lautrec dice: «¡Viejo gilipollas!» y muere.
Capus. Cuando un coche de punto está a punto de atropellarle, le agarro del hombro y le digo:
—No vale la pena.
Guitry le enseña un cuadro que le ha costado doscientos o trescientos francos. Capus quiere dárselas de entendido:
—Sí, la sonrisa de esos labios sin afeitar, y además el fruncimiento de esas cejas que aún no se fruncen, que se preparan para fruncirse…
En el fondo, no está tranquilo. ¡Tres obras al mismo tiempo en tres teatros! Le tranquilizo, porque esa es la función de los amigos que no han tenido un gran éxito: tienen que ser muy amables con esos pobres infelices agobiados por la gloria y el dinero, y tienen que serlo con tacto.
23 de octubre. Es la más fiel de las mujeres: nunca ha engañado a ninguno de sus amantes.
28 de octubre.
—¡Hay tan pocos hombres de talento! —dice Bernard.
—Apenas dos o tres.
—Quiero decir: hombres que inventen. Esa palabra viene de «invenire», encontrar. Usted encuentra la verdad allí donde su vecino no la ve.
2 de noviembre. Un enterrador cavando. Se diría que va a plantar muertos para que crezcan vivos.
Vallette me dice que han enviado a Schwob a respirar aire puro en Australia. Como allí hay que ir armado —no hay ningún peligro, pero ha de saberse que vas armado—, Schwob se ha comprado un fusil, y se ha ido con su criado chino. Debe de gustarle, tanto aparato. Antes de morir, vive sus cuentos.
6 de noviembre. Fantec. Ayer, cuando le estaba explicando Ovidio, en un arrebato le traté de imbécil, y tuve dolor de cabeza y de garganta. He pasado una noche absurda. Fantec tenía diarrea y se ha levantado varias veces. Ya siento remordimientos.
—Esta mañana no debería ir al colegio —le digo a Marinette.
Noto que me quiere decir algo. Al fin, con lágrimas en los ojos, lo dice:
—Escucha, me parece que le gritas demasiado. Yo en su lugar me sentiría abrumada y, sin duda, él pierde la cabeza.
Cuando él regresa, le digo:
—Tu madre cree que grito demasiado. Si eso te paraliza, dímelo francamente. Te hablo como un amigo. Quiero hacer de ti un hombre, y estoy decidido a ser siempre leal y justo y a no ejercer contra ti una autoridad que no me reconozco. ¿Te parece que grito demasiado?
—¡Oh, no! —responde.
—A veces, llevado por el deseo de que comprendas, te digo: «¡Pareces lelo, idiota!». ¿Te ofendo?
—¡Oh, no!
—Dijiste una frase, un «¡y yo qué sé!», que casi me pareció una rebelión. ¿Era una rebelión?
—¡Oh, no!
—Cuando te digo: «¡Me tienes harto! Tengo ganas de tirar tus libros a un rincón y de no ocuparme más de ti», ¿te asusto?
—¡Oh, no!
—¿Sabes que si me pongo en esos estados es por tu bien?
—¡Oh, sí!
—Si grito, es porque tengo una voz fuerte, porque tengo sangre en las venas y querría comunicarte mi pasión por el estudio. ¿Estás tranquilo? ¿No temes que me salga de mis casillas y te pegue?
—¡Oh, no!
—Ya lo ves —le digo a Marinette que nos escucha, sorprendida y enternecida.
—Entonces, ya no entiendo nada —le dice a Fantec—. ¿Por qué no respondes a preguntas que hasta yo, que no sé ni latín ni griego, sabría responder?
—No «ché» —dice Fantec.
Y Marinette, emocionada por lo que acabo de hacer —he hablado con mi hijo como un hombre que se acusa a sí mismo—, siente un poco de despecho contra él. Verdaderamente, para un padre y un hijo es difícil comunicarse cuando el padre no quiere mandar hasta el extremo de la injusticia. A él la escena parece dejarle indiferente.
—Entonces, esas diarreas —le digo—, ¿no te las he provocado yo?
—¡Oh, no, papá!
—Y cuando te muerdes los labios, ¿no es que estás a punto de llorar y te retienes?
—¡Oh, no!
—¿Es solo una manía?
—Sí.
—¡Bueno! ¡Ve a trabajar! ¿Has visto? —le digo a Marinette.
—No comprendo —dice ella, conmovida—. ¡Pero a ti sí que te comprendo!
Aprovecho para decirle que a veces me parece demasiado severa con Baïe y que a mí solo el recuerdo de su enfermedad del pasado invierno me impediría hacerle el menor reproche.
—¿Severa, yo? —dice Marinette—. Ahora no me atreveré a decirle nada.
Quizá sea la lección suprema de Poil de Carotte, su última prueba. Al educar a sus hijos intentará hacer lo contrario de los Lepic, y no le servirá de nada: sus hijos serán tan desgraciados como lo fue él.
10 de noviembre. Amo, amo, ciertamente amo, y creo amar profundamente a mi mujer, pero de todo lo que dicen los grandes amantes —Don Juan, Rodrigo, Ruy Blas— no hay una sola palabra que pudiera decirle a mi mujer sin echarme a reír.
12 de noviembre. En la calle, a las dos de la mañana.
—¿Qué tal Monsieur Vernet? —me dice Guitry.
—No funciona. No, no me sale.
Se lo cuento balbuceando.
—Escuche —me dice—. La confianza tiene que salir de usted. No quiero darle una confianza artificial, pero a mí no me parece tan mal.
Vuelvo a empezar, y poco a poco, mientras le despiezo la obra que ni siquiera recuerdo, se la hago sentir.
—¡Pero si es deliciosa!
Ya la está representando. Le doy más detalles.
—¡Pero si es mejor que Poil de Carotte! Y ya sabe usted cuánto…
Parece sincero. La emoción que yo sentía ha pasado a él. Tiene ese brillo en los ojos.
—Está bien —le digo—. Voy a repasarla un poco, y dentro de dos o tres días le diré algo.
He pasado un buen rato. Se lo cuento a Marinette, que se incorpora en la cama y dice:
—Estaba segura. ¡Qué contenta estoy!
Y el trabajo continúa en sueños.
Por la mañana, todo eso ya está marchito.
17 de noviembre. ¡Qué rabia no ser Victor Hugo!
—Él me dijo que le gustaba la ropa interior —dice ella—. Me compré. Mire: seis braguitas a veinticinco francos cada una. ¡Fíjese qué encajes, qué cintas! ¡Pues ese sucio patán ni siquiera las miró!
Alexandre Natanson me dice:
—Le queremos con nosotros. Ya tenemos a Capus, Bernard, Donnay. Solo queremos a hombres como usted. Sí, es nuestro deseo, nuestra debilidad, nuestra coquetería. Solo con la idea de tenerle, sentimos algo hormigueante en el corazón.
—Bien —le digo—. Entonces, esto es lo que le propongo.
—¡Ah! —dice él, ya en guardia—. Tenemos nuestros límites. ¿Queda dentro de nuestros límites?
—Le traeré un libro y usted publicará cinco mil ejemplares.
—Depende.
Inmediatamente se imagina que se las tiene con un Mendès o un Maizeroy. No comprende que le vendería mi piel —¿qué haría con ella?— antes que dejarle hacer un mal negocio conmigo.
Le explico a Athis lo que quiero: pedir prestado a un editor antes que a un hombre de negocios, y reembolsarle con mis libros, y si mis libros no bastan, con mi casa cuando la venda, con mi herencia cuando herede.
—Nada más sencillo —me dice—, y lo único extraño es que no sea usted más exigente.
Y el porvenir me parece de color de rosa.
Recientemente una obra suya ha sido prohibida por el público.
Solo en una ocasión Victor Hugo no me impresionó: cuando le vi. Fue en el reestreno de Le Roi s’amuse. Me pareció viejo y muy bajito, un poco como nos imaginamos a los miembros más ancianos del Instituto, que debe de estar lleno de viejecitos así. Más tarde, conocí a Georges y Jeanne Hugo. Yo no comprendía que pudiesen adorar a otro dios que él.
25 de noviembre. Anatole France le hacía cumplidos al general André, que le dijo:
—No es nada. Trato de ser un hombre.
Y el general se echó a llorar.
—Los generales —dijo el ministro— solo quieren obedecer. ¡Pero sus mujeres!…
30 de noviembre. Cuando no soy muy original, soy un poco tonto.
¡Y al diablo también con «el encanto un poco triste de las cosas marchitas»!
2 de diciembre. Su éxito le permite decir con autoridad, con un aire profundo, cosas absolutamente insignificantes.
9 de diciembre. Sí, llevo mi medalla. Uno ha de tener el valor de sus debilidades.
La vejez llega bruscamente, como la nieve. Una mañana, al despertar, te das cuenta de que todo está blanco.
Mamá, en su sillón, junto a la estufa. En cuanto me ve dice: «¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!». Me besa varias veces. ¡Oh, esa mejilla blanda que no parece de una madre! Y enseguida se pone a hablar con volubilidad. Cuando me voy me acompaña hasta la puerta del jardín para que los vecinos vean que he entrado en su casa. Me dice hasta pronto un montón de veces. Cuando casi he llegado al cruce vuelve a hablar. No me atrevo a mirarla. Siempre he tenido miedo de sus ojos fríos, brillantes y vagos.
11 de diciembre. Almuerzo en casa de Blum. Jaurès parece un profesor de enseñanza media que no hace bastante ejercicio o un gordo comerciante bien alimentado.
De estatura media, sólido. Una cabeza bastante regular, ni fea ni hermosa, ni singular ni común. Mucho pelo, pero es solo barba y cabello. En el párpado del ojo derecho, un tic nervioso. Cuello recto y corbata mal anudada.
Una inteligencia muy cultivada. Las pocas citas que hago de pasada ni siquiera me las deja concluir. A cada momento hace una referencia a la historia o la cosmogonía. Una memoria de orador, total, sorprendente.
Escupe en el pañuelo, sin escrúpulo.
No noto una fuerte personalidad. Más bien me da la impresión de un hombre cuyo diagnóstico se podría enunciar así: «Buena salud en todos los aspectos».
Ríe demasiado sus propias bromas, con una risa que baja escalones y solo se detiene al llegar a la planta baja.
La palabra, lenta, maciza, un poco vacilante, sin matices.
Evidentemente, en este orador también hay un actor. Y además, yo, con el pensamiento, vivo en compañía de hombres demasiado grandes para que este me deslumbre.
—Para mí pronunciar un discurso o escribir un artículo viene a ser más o menos lo mismo —dice.
Le pregunto si prefiere la exactitud de una frase o la belleza poética de una imagen.
—La exactitud —responde.
El orador que más le ha impresionado es Freycinet.
Le resulta más fácil hablar en una asamblea pública que en la Cámara, o que dar una conferencia. Donde se ha sentido más incómodo es en el juzgado, defendiendo a Gérault-Richard.
En religión parece bastante tímido. Le incomoda abordar este tema. Se escurre diciendo: «Le aseguro que es más complicado de lo que usted cree». Parece pensar que es un mal necesario, y que hay que ser tolerantes con ella. Cree que el dogma ha muerto, y que el signo, la forma, la ceremonia, están fuera de peligro.
Según Léon Blum, discrepa de Guesde como táctico. Socialista de Gobierno, cree en las reformas parciales. Guesde solo acepta la revolución completa.
Su mujer bebe agua, se mata a trabajar en su taller de costurera y viste faldas hechas de retales, pero él dice:
—Tiene suerte de hacer un trabajo que se ve. Yo trabajo más que ella, y no se ve.
Y el hecho es que nunca se ve nada. Se pasa días enteros en su habitación o en casa del cura que le presta libros. Su mujer duerme con una de sus hijas en el taller, y su hermano, del que ella habla como de un dios, en una pequeña habitación que sirve de salita para «la gente que espera».
Hay gente que retira sin problemas sus palabras, como quien retira la espada del vientre del adversario.