Renard es elegido concejal de Chaumot. Su hermano Maurice fallece de un ataque al corazón. Estreno de Le Pain de ménage y triunfal estreno de Poil de Carotte. Obtiene, al fin, la Legión de Honor. Pero declina competir para acceder a la Academia Goncourt.
1 de enero. Rostand ha escrito por mí una carta al ministro Leygues. La señora Rostand le cita algunas frases a Marinette, que me las repite. Se me llenan los ojos de lágrimas y se me esponja el corazón. Ya estoy condecorado.
2 de enero. Tengo miedo de no querer a la gente solo porque el mundo no está a mis pies.
8 de enero. Invierno. Este sol helado que solo puede disfrutarse desde detrás de la ventana.
En el Théâtre-Antoine. La Jeunesse, desde lejos, me dice: «¿Ya está?». Respondo: «¡No!». En el entreacto, me dice que no se sabe nada. Él y Muhlfeld han escrito la nota sobre Paul Adam. Fuera, Franc-Nohain me dice que la nota del Gaulois es de Lapauze: la cosa está casi tan segura como si fuera del ministro.
—Guitry cuenta —me dice Bernard— que serán Paul Adam, Montégut y Toudouze, pero me parece improbable.
Regreso. Marinette me dice que es cosa hecha. La señora Rostand ha traído una cajita de cintas y una crucecita de diamantes. Estupefacción. Ninguna alegría. Inmediatamente, me asaltan las dudas. Marinette me tranquiliza. En Le Temps y Les Débats, nada. La Presse dice que no lo soy.
Envío a Marinette a casa de Rostand. Telegrama de Franc-Nohain: ha visto a Lapauze, que no sabe nada seguro.
Y ya está. Es lo mejor de esta tonta aventura que acaba por hastiarme. Mi hermano está ahí, en la butaca, y hace comentarios estúpidos, en plan de experto. ¡Él ya lo sabía!
9 de enero. Mala noche. Esta mañana recibo las felicitaciones de Jean Rignault, antiguo portero de la pensión Rigal. Ha leído Le Gaulois. Picard me escribe que Lapauze ha telefoneado al ministerio, que Leygues está de viaje, y que en lo que a mí concierne es imposible saber si es cosa hecha o no.
Caigo en un torpor casi indiferente. Tengo la impresión de escribir en este papel las desventuras ridículas de otro.
12 de enero. Por la ventana veo gente que se para en la otra acera y mira. Asomo la cabeza y veo un caballo blanco: es el coche de Rostand. El corazón me da un vuelco. Entra la señora Rostand, un poco seria.
—Mi pobre amigo, le traigo una mala noticia, más vale que se lo diga enseguida. Me entran ganas de llorar. La cosa estaba segura, y en el último momento han preferido a Morand, que es amigo de Loubet.[14] Rostand está furioso.
Está acalorada. Yo no me siento demasiado emocionado, y no sé por qué tengo los ojos húmedos.
—Él vendrá a verle —dice ella—. Le explicará. Nos enteraremos de más detalles.
No estoy en absoluto emocionado. Solo me doy cuenta de que lleva un vestido de seda negra y un sombrero primaveral, y de que está un poco fatigada. Encuentra que me lo tomo bien. Tengo el aspecto interesante de una pálida parturienta.
22 de enero. Las seis de la tarde. Maurice. De parte de la señorita Neyrat, la Sociedad Protectora de Animales acaba de enviarme un perro faldero. Los niños ya están jugando con él. Lo llaman Papillon, cuando un empleado de los ferrocarriles del Estado viene a decirnos que Maurice ha sufrido un síncope y que no logran que vuelva en sí. Reacciono con mal humor. No pienso en la muerte. Recuerdo los síncopes de papá. Voy a despertarle, a sacudirle y a decirle que, cuando uno está enfermo, debe guardar cama.
Calle de Cháteaudun, número 42. Gente en el vestíbulo. Un señor bajito y gordo, condecorado, me dice: «¡Su pobre hermano está muy mal!», y luego, a la oreja, para que Marinette no lo oiga: «Ha muerto». La palabra no me dice nada.
—¡Bueno! —digo—. ¿Dónde está?
Oigo: «Retenga a la señora, no la deje subir». Con creciente nerviosismo, pido que me enseñen dónde está. Subimos.
Ahí está, echado sobre un canapé verde claro, con la boca abierta, una pierna doblada, la cabeza sobre un listín telefónico, en la pose de un hombre fatigado. Me recuerda a mi padre. Por el suelo, manchas de agua, un trapo.
Está muerto, pero no lo asimilo. Marinette grita un poco, se sofoca, reclama un médico. Me paso varias veces la mano por la frente, con conciencia de que es un gesto inútil, y pregunto cómo ha ocurrido. Se había quejado varias veces del calor, de retortijones en el estómago. En el momento en que salía del despacho, se desplomó sobre la silla. Le llevaron al sofá. Síntomas de ahogo, apenas estertores. Ni una palabra. Al cabo de dos o tres minutos, se acabó. Llamaron al médico jefe, que lo intentó todo. Nada que hacer: angina de pecho.
Puedo sentarme y llorar un poco. Marinette me abraza, y leo en sus ojos el miedo de que, dentro de dos años, será mi turno.
Por ahora solo siento una especie de cólera contra la muerte que disfruta gastándonos estas bromas imbéciles.
Trato de leer, de lejos, el anuncio impreso en negro sobre las franjas del listín.
Escribo recados en pedazos de papel, y, delante de toda esa gente, creo que escribo mal para hacerles creer que estoy temblando; porque sigo sin digerirlo.
Nos quedamos allá. Le han vaciado los bolsillos. Me llevan a su despacho, que no veo. Calefacción al vapor, llega a los veinte grados. Tenía la espalda contra la tubería ascendente. Solía decir: «¡Con su sistema de calefacción van a acabar matándome!».
Llega la ambulancia. Entre dos, le bajan en un sillón, con la cabeza cubierta con una toalla. Le veo bambolearse. ¡Qué alto y blando es! Al pie de la escalera le acuestan en una camilla y se lo llevan al coche. Este deja tras de sí unos surcos de gravedad. Pasa la muerte, pariente de todos nosotros.
En la calle Du Rocher, le acuestan en su cama. Le cubro la cabeza con un pañuelo.
Los niños gritan a Marinette: «¡Te queremos mucho!». Prometen portarse bien. Y además, está el perrito: juegan con él muy modosos.
Voy a la comisaría de policía a firmar papeles. ¡En la calle, toda esa vida nocturna! No lo digiero.
Poco a poco, Maurice Renard cederá su sitio al hermano Félix.[15] Entonces, lo digeriré.
Marinette y yo le velamos hasta las cuatro de la madrugada. De vez en cuando levanto el pañuelo. Miro su boca un poco entreabierta. Va a respirar. No respira.
La nariz, que era un poco abotargada, adquiere líneas más netas. Las orejas se endurecen como conchas. ¿Y si se levantase? No se levanta.
Ya es de piedra. El rostro amarillea y los rasgos se retraen. Le beso por última vez. Mis labios se pegan a la frente dura y fría.
Su vida ha pasado a los muebles, cuyo menor crujido nos estremece.
24 de enero. Miércoles. Viaje a Chitry. Causa sorpresa que mamá y mi hermana accedan a un funeral laico. Dicen: «Es cosa de Jules». ¡Yo apenas insistí! Pero Philippe y Pierre Bertin salen en mi ayuda: Maurice siempre les decía que quería ser enterrado como su padre.
Ragotte me cuenta que estaba en Pazy. Una mujer que venía de Corbigny le dijo: «¿Sabe la noticia?». «No.» «El señor Jules ha muerto. Mañana lo traen.» Se apresura a venir. No podía caminar más rápido. Iba diciendo: «¡Oh! ¡Con una mujer tan dulce que le mimaba tanto!… ¡Ojalá hubiera sido el señor Maurice!…». Cuando Philippe la saca del error, siente alivio. Me ha llevado, muerto, en su corazón, durante tres quilómetros. Siento no sé qué necia satisfacción de hombre interesante.
Noche glacial, el gorro calado hasta las cejas no alcanza a calentarme la cabeza.
En el velatorio, le he pedido perdón varias veces, casi en voz alta, por haber sido duro con él. Pero él tampoco era muy fraternal, salvo en el fondo.
La muerte de mi padre fue una lección. Si Maurice hubiera estado enfermo, quizá —¡oh, no lo sé!— yo habría sido bueno con él sus últimos días.
2 de febrero. Maurice, un ensayo más de mi padre, fallido y que no ha durado. Ya se dispersa en el espacio. Hay que sacar su imagen fugitiva.
14 de febrero. Junto a una mujer, inmediatamente siento ese placer un poco melancólico que se tiene en los puentes al mirar fluir el agua.
2 de marzo. Ensayo general. Voy a pie al teatro. Los rumores entre bastidores sobre la obra de Hermant no son buenos.[16] No se la acepta. Protestas. Noto un público duro. Després está pálida de emoción. Antoine está crispado. Le doy un consejo que apenas escucha. Me quedo en su camerino.
Doy unos pasos. Miro vagamente. Toco cosas. Finalmente oigo bajar el telón, y ruidos. Luego llegan caras extrañas, Antoine besa a Desprès y dice, reprimiéndose: «¡Es un gran éxito!». Desprès, despelucada y radiante, me dice: «¡Es a usted a quien hay que preguntarle si está contento!».
¡Ah! ¡Qué bellos rostros llegan, iluminados por las sonrisas, dulcificados por las lágrimas! Guitry: «Es aún mejor de lo que esperábamos de usted». Brandès: «¡Oh, qué contenta estoy! ¡Qué gran artista es usted!». Marinette desbordante de alegría, Descaves, Courteline un poco seco, Porto-Riche que asiente con la cabeza, Capus que me dice: «Es de primera clase», y que me da remordimientos porque fui duro con su obra.
—Yo —le dice Antoine a Marinette— no he hecho nada. Él lo ha hecho todo. Me trajo un montón de notas.
9 de marzo. En La Revue blanche, Mirbeau me lleva a un rincón y me pregunta si quiero que presente mi candidatura a la Academia Goncourt. Si yo quiero, es cosa hecha. A Hennique, me dice, le entusiasma la idea.
Respondo… que responderé, y que no quiero competir con Descaves. Me lo voy a pensar.
De vuelta en casa, busco un papelito de hace diez años, en el que no fui tierno con Goncourt. Un caso de conciencia más, de los que a mí me gustan y que me va a tener entretenido.
27 de marzo. Confío en mi estrella pálida.
2 de mayo. Mamá. Marinette me convence de que vaya a verla. Un poco de angustia en el corazón. Está en el corredor. Enseguida, llora. La criadita no sabe dónde meterse. Mamá me besa largamente. Le devuelvo un beso.
Nos hace entrar en la habitación de papá y vuelve a besarme diciendo:
—¡Qué contenta estoy de que hayas venido! ¡Vuelve de vez en cuando! ¡Dios mío! ¡Qué desgraciada soy!
No respondo y voy al jardín. Dice:
—¡Mira el pobre jardín! Las gallinas no dejan ni una semilla.
En cuanto me voy, se echa a los pies de Marinette y le agradece que me haya traído. Dice:
—Solo me queda él. Maurice no me miraba, pero él venía a verme.
Quiere darme un cubierto de plata. A Marinette le ofrece un reloj de péndulo. Un día le dijo a Baïe: «En Saint-Étienne he visto una preciosa navajita para ti, y a punto he estado de comprártela».
Hacía más de un año que no la veía. No la encuentro muy vieja, pero sí gorda y fofa. Siempre la misma cara, con un fondo inquietante, como muestra la fotografía en que tiene a Maurice en las rodillas.
Nadie llora y ríe tan fácilmente como ella.
Le digo hasta la vista sin volver la cabeza.
Juro que a mi edad nadie me impresiona tanto como ella.
8 de mayo. Elecciones del 6 de mayo, domingo. Elegido por 31 votos de 50 votantes.
Toda la mañana vigilo desde el banco. Philippe vigila la llegada del tío Garnier, el antiguo pastor, que tiene cinco libras de pan de la comuna y busca el resto. Philippe le da la papeleta correcta y le empuja a la sala de votos. Le veo entrar. Se acerca, con el brazo extendido, la papeleta en la mano, como tanteando a ciegas, porque apenas ve, deposita la papeleta y se sienta; apoya la cabeza en el bastón, encorvado, enfermo, el rostro degradado como una pared vieja. Dice algo que no se entiende y se va, diciendo: «Buenas tardes a todo el mundo». Al día siguiente vendrá a mi puerta y le daré unos céntimos, no me atreveré a darle más por miedo a que se emborrache, pero Philippe me dice que, en casos así, solo bebe café.
Después de comer me decido a ir a la alcaldía, que hasta ahora me daba un poco de miedo. La gente se levanta. Estrecho algunas manos pero noto que lo hago mal. El señor de Talon, inquieto, introduce las papeletas en la urna, y cada vez golpea con la mano sobre la caja como diciendo: «Ya no hay vuelta atrás».
Se acerca la hora del escrutinio. Los apuntadores se instalan. Se vacía la urna.
Se acabó. Todos los concejales salientes son reelegidos, y además yo. Les digo a todos:
—Señores, tanto a los que han votado contra mí como a mi favor les invito a beber un vaso de cerveza.
Casi todos vienen. No los cuento, pero por el suelo yacen treinta y siete botellas, como cañoncitos que ya han disparado. Si las elecciones se celebrasen ahora, obtendría diez votos más.
Hay un viejo que ya tiene algo que pedirme. Me lo llevo a un rincón. Empieza a contarme algo. Lo dejo para más adelante, cuando se forme el consejo.
Me acuesto contento, nervioso, sudado, con la cabeza llena de papeletas que estallan en fuegos artificiales.
10 de mayo. El municipio de Chaumot es de tal importancia que los diarios del departamento ni siquiera hablan de sus elecciones. Los de París, La Presse, Le Matin, L’Événement, anuncian mi elección, pero en Corbigny, a cuatro quilómetros de aquí, nadie sabe que he sido elegido. Cierto que he tomado la precaución de avisar yo mismo a París.
2 de junio. En el fondo, el cura de Chitry está muy humillado porque nunca le he devuelto la visita que dudó tres meses en hacerme. No lo dice; dice otras cosas. Cada vez que él y el vicario de Corbigny coinciden en casa de Louis Paillard, hablan de mí.
—¡Ya lo ve! —dice el cura de Chitry—. ¡Es ambicioso, su Renard! Vino a Chaumot a controlar su elección. Quiere títulos. Como no puede entrar en la Academia, se hace nombrar concejal. Se hace ilusiones sobre la gente del país. He hablado con él. Sé lo que es: un soñador; (con una sonrisa:) un poeta. También es un orgulloso. Le han ofrecido ser adjunto del señor de Talon: es demasiado orgulloso, y ha hecho que nombren a Philippe. ¡Sí, sí! Nos ha dado a su criado como adjunto. ¡Ha escrito Poil de Carotte para vengarse de su madre, que es tan buena!
Por Chitry circula un ejemplar de Poil de Carotte, anotado con estas palabras: «Ejemplar encontrado por casualidad en una librería. Es un libro donde habla mal de su madre para vengarse de ella».
3 de junio. Paul Adam. Cada una de sus frases reclama un redoble de tambor.
6 de junio. Lamartine sueña cinco minutos y escribe una hora. El arte es lo contrario.
Mi imaginación es mi memoria.
Voy al corazón de las mujeres por el sendero más florido y más largo.
Paul Adam escribe todo lo que «nos» pasa por la cabeza.
Yo solo tengo la nostalgia de la jungla. Kipling ha ido.
Llevan sus pesadas manos como herramientas viejas.
12 de junio. En la exposición universal. Danza del vientre. Al principio es obscena, luego está muy bien. Una muchacha seria, hermosa, con los senos y el vientre ondulando bajo un ligero velo rosado, parece la diosa de las mermeladas. El velo se abre en el ombligo. Se nota que esto es un arte y que a los ojos de todos esos hombres, en cuclillas y fascinados, hay bailarinas mediocres y bailarinas divinas.
Los empujones del vientre hacia delante solo son lúbricos, pero la rotación de las caderas, los muslos, los senos, los hombros, y el ligero oscilar de la cabeza, es otra cosa.
Una bailarina, sin dejar de danzar, se sienta sobre una botella que cubre con las faldas, se incorpora con la botella ¿dónde? Sin duda en el trasero; sigue bailando, se vuelve a acuclillar y deja la botella. Luego, echada sobre una mesa, se pone cuatro o cinco vasos sobre el vientre y con sus ondulaciones los hace entrechocar rítmicamente.
Los hombres, horrorosos. Judíos estilo Drumont. Pero uno se acostumbra suavemente al tinte mate de las mujeres, a sus cabellos gruesos y negros, a su seriedad. A veces sonríen, pero ¿por qué en tal momento y no en otro?
El resto no es nada. El centro de los sueños de ese pueblo es el ombligo de una mujer.
18 de junio. Hay momentos en que la vida abusa; el arte debe guardarse de toda exageración.
Nubes: como si tuviéramos sobre la cabeza un mar furioso.
Nubes pálidas, casi blancas, que se destacan de la negrura y parecen el humo de los truenos.
El horizonte se encoge. Los prados verdes, de un verde bilioso que hace daño a los ojos y al corazón. Tranquilidad al crepúsculo, e incluso jirones de azul.
Se ven algunas que acuden a la llamada de la tormenta, atraídas a su centro.
Allá abajo se libra la batalla.
Una región relativamente tranquila, donde se agrupan tropas frescas de nubes.
Ni una gota de lluvia sobre mi cabeza; a cierta distancia, árboles ahogados por la lluvia.
Es el cuerpo a cuerpo. Lo anuncia un cañonazo. Bramar de granizo.
Fondos rojos, cóleras azules, rabias amarillas, y este continuo guiñar los ojos.
Un combate de nubes. Algunas vuelven como heridas, vacías.
Las pequeñas escapan, luego regresan. De otro confín acude un ejército de lluvia, numeroso y denso.
Y todo es tan impresionante que el cuaderno se cierra sobre el lápiz.
Al anochecer, las nubes volvieron de la batalla, cojeando, desangrándose, las unas a toda prisa, las otras apenas arrastrándose.
Allí, en el horizonte, el sol daba vueltas como una rueda de carro perdida, sobre el agua ensangrentada.
La orilla desborda, y los bueyes, inquietos, atraviesan el mar.
Es curioso cómo, en cuanto una mujer de talento nos dice que está casada, nuestro entusiasmo por su talento se enfría.
26 de junio. Prefiero ser maleducado que trivial.
3 de julio. ¿Por qué definir lo que hace Rodin? Mirbeau es el más entusiasta en envolver de tinieblas la sencillez de este artista, obrero robusto, penetrante y astuto.
Hay una cabeza de mujer de plata, y no se puede negar que él saca de la plata cierta gracia, una gracia nueva. Un señor se encoge de hombros.
En el Balzac hay admiración por su obra, y cólera del escultor contra la tierra que modela, y un desafío a los hombres.
Hay senos que se funden en la mano del amante.
Un hermoso Rochefort, cuyas mejillas forman pliegues de cortina.
Un Victor Hugo cuya cabeza, aumentada por nuestro culto, aplasta un cuerpo al que ignoramos.
Les Amants se miran el uno al otro como diciéndose: «¿Cómo nos las apañaremos para amarnos como nadie se ha amado antes?».
11 de julio. No la edad de oro, sino la edad del oro.
22 de julio. Capus. Su carita insignificante. Es un hombre de talento que siempre se pasea de incógnito.
24 de julio. Guitry cuenta:
—Pasteur se presenta en casa de la señora viuda de Boucicaut, la propietaria de los almacenes Bon Marché. Dudan en recibirle. «Es un señor viejo», dice la criada. «¿Es el Pasteur de los perros rabiosos?» La criada va a preguntar. «Sí», dice Pasteur. Entra. Explica que va a fundar un instituto. Poco a poco se anima, se hace claro, elocuente. «Por eso me he impuesto el deber de molestar a personas caritativas como usted. El más humilde óbolo…» «¡Pero por supuesto!», dice la señora Boucicaut, tan incómoda como Pasteur. Siguen unas palabras insignificantes. Ella coge un talonario, firma un cheque y se lo entrega doblado a Pasteur. «¡Gracias, señora! —dice él—. Es usted muy amable.» Lanza una mirada al cheque y se echa a llorar. Ella llora con él. El cheque era de un millón.
Guitry tiene los ojos enrojecidos, y yo un nudo en la garganta.
Y venga a hablar de la bondad, llenos de una bondad que se funde en nosotros y nos hace bien, antes —¡ay!— de que nosotros se la hagamos a otros.
9 de agosto. Los que mejor han hablado de la muerte han muerto.
16 de agosto. Recado del ministro Georges Leygues a Edmond Rostand, 13 de agosto de 1900. «Señor Edmond Rostand, hombre de letras, calle Alphonse-de-Neuville, 29. Querido señor: Jules Renard, al que usted me ha recomendado, obtendrá la cruz. Y usted, querido señor, mañana tendrá la medalla de la Legión de Honor. Me alegra que los azares de la política y de la vida me permitan dar este testimonio de admiración a uno de los hombres que más honran las Letras francesas. Cordialmente suyo. Georges Leygues.»
8 de octubre. Es la bienhechora del país. A todo el mundo le gustaría ir a su entierro.
Cada una de nuestras obras ha de ser una crisis, casi una revolución.
9 de octubre. Tormenta. Temo al rayo inteligente.
Ese estado de ánimo en el que no te sorprendería oír gritar a una pantufla porque caminas dentro de ella.
12 de octubre. Nuestra vanidad no envejece: un cumplido siempre es una primicia.
A menos que surjan complicaciones, morirá.
28 de octubre. En casa de Capus. Schwob. Ya no tiene mejillas, ni vientre, ni carne en los dedos.
—¡Ah!, un viejo amigo —digo.
A las diez, Margueritte Moreno se lleva al pobre enfermo para hacerle la cura. Está pálido, y ella le ha hecho afeitarse el bigote. Ojos hundidos y blancos, y aún así parece burlarse del mundo como si tuviera un siglo por delante. A cada momento mira a Moreno como diciéndole: «¿A que son idiotas, todos estos condecorados?».
10 de noviembre. El sábado por la noche, en Le Havre, le dije a Antoine:
—Se entiende que yo pagaré la mitad de la cena que ofrecemos a Mévisto, Nau y Maupin.
—Ya hablaremos de eso mañana —dice.
Al día siguiente:
—Y bien, Antoine, ¿cuánto le debo?
—¡Oh, déjelo estar!
—¡Que sí, que sí!
—¡Bueno, pues deme lo que quiera! ¿Quince francos?
—¡Vamos! No es bastante.
—Pues nada, deme veinte.
—¡Oh, veinte francos! Quiero pagar la mitad.
—Deme veinticinco.
—¡Oh! ¡Veinticinco! —digo.
Pero me apresuré a dárselos. ¿Adónde habríamos llegado?
14 de noviembre. Leo páginas de este Diario: a fin de cuentas es lo mejor y más útil que he hecho en la vida.
15 de noviembre.
—¿Qué tal está usted? —le digo.
—¡Oh! Mejor.
—¿Así que ha estado enfermo?
Y ahora hay que fingir que te interesas por la salud de una persona que se encuentra bien, cuando la noticia de su muerte apenas te afectaría.
23 de noviembre. Son esas tonterías que se le perdonan a una mujer, siempre que las diga desnuda.
29 de noviembre. Léon Bloy. Ayer leí, recorrí, Le Mendiant ingrat. Es turbador. El hombre será innoble, pero lo que dice da que pensar.
«Solo hay una señal, una sola, para discernir quién es tu amigo. Esa señal se llama dinero. Reconozco a un amigo por una señal: que me da dinero. (Sí, pero se le podría responder: «Reconozco a un falso amigo por la señal de que se decide a pedirme dinero prestado».) Si no tiene, pero me da su deseo crucificado, su deseo flagrante, visible, inconfundible de dármelo, es exactamente como si me lo diese, e inmediatamente le reconozco como verdadero amigo.»
También es de Léon Bloy esta frase: «Todo hombre que tiene cien francos me debe dos y medio».
Sigamos hasta el final a este escritor áspero, cínico, menos gran escritor, menos artista y de un orgullo menos depurado que su maestro Barbey d’Aurevilly. Un insulto de Léon Bloy bien vale cien centavos. ¡Sea!
Pero después de todas estas brutalidades que a menudo suenan importadas, ¡qué bueno es releer un capítulo del noble, del «limpio» La Bruyère!
Sus insultos son tan pobres… No hacen daño. Llamar a alguien idiota, cerdo, es mostrar el propio estado de ánimo: no es pintar, distinguir a un hombre de otro. No basta con llamar a Barrès «asno».
17 de diciembre. Lavar la ropa sucia en familia, utilizando como jabón las cenizas de los antepasados.
22 de diciembre. Mi padre. Hace un momento, cuando ya tenía la mano en el pomo de la puerta, he titubeado. ¿Por miedo? No. Antes de abrir le he dado tiempo de salir de la habitación a la que luego volverá.
Cualquier día le van a sorprender.
Los muertos, como el aire, habitan allí donde nosotros no estamos.
Mi hermano ya está tan lejos como mi padre. Incluso más lejos. La lucha silenciosa de los muertos en nuestra memoria. No se pelean. Se desplazan sin ruido los unos a los otros, con una fuerza irresistible.
Hay sitios y horas en que uno está tan solo que ve el mundo entero.