Renard publica la obra teatral Le Plaisir de rompre y los relatos Bucoliques. El proceso y la condena a Zola por su defensa de Dreyfus le indignan. Renard mueve en vano sus influencias para obtener la Legión de Honor.
1 de enero. ¿Adónde he llegado? Pronto treinta y cuatro años, me he hecho un nombrecito, digamos un nombre, que bien podría —los demás lo creen, pero yo lo sé, ¡ay!— convertirse en gran nombre. Podría ganar mucho dinero, pero no lo gano. Ni un libro desde hace un año. Sin Le Plaisir de rompre, sería un año nulo. Es cierto que tengo la excusa de la muerte de mi padre, pero no tengo otra para mi pereza. En moral ningún progreso, al revés. He perfeccionado mi egoísmo. He demostrado a Marinette que su felicidad depende de mi libertad. ¿Amo a mis hijos? No lo sé claramente. Cuando les miro me enternecen, pero no me esfuerzo en verlos. Me enternecen sobre mí mismo. Una bondad general, pero me resultaría penoso aplicarla a alguien. Sin ser lo bastante sensual para perseguir a las mujeres, siempre he sabido que la primera que pase podría hacer de mí lo que quisiera.
Amigos, y ningún amigo. Casi he perdido a Rostand, y su éxito no nos va a reconciliar. No hago nada por ellos. Quizá sean la mejor prueba de que soy alguien. Solo pueden quererme por mi talento.
3 de enero. En casa de Muhlfeld.
—¡No hay más que un poeta: Rostand! —dice la señora Muhlfeld.
Me veo obligado a protestar porque me lo están convirtiendo en más grande que Victor Hugo, y extraen consecuencias absurdas de su triunfo. Cyrano: un magnífico anacronismo y nada más. Rostand no tendrá ninguna influencia en la poesía, excepto en los poetas mediocres que querrán tener su éxito. A los poetas verdaderos, Cyrano ni siquiera les preocupa: si Rostand se los mete en el bolsillo, será con Samaritaine.
—Vamos a ver, entre nosotros —le digo a Rostand—, ¿el éxito de Cyrano le ha alegrado más que La Samaritaine?
—No —dice—. En el segundo acto de esta última obra hay cosas que prefiero a todo Cyrano. Ahí hay un mayor esfuerzo poético, y el éxito de la representación quizá ha sido mayor.
—En La Samaritaine usted lo hizo todo. En Cyrano, le ayuda el tema, la época. Un hombre hábil, un Sardou versificador, habría podido encontrar el tema de Cyrano; La Samaritaine exigía un poeta. Cyrano ha hecho de usted un poeta dramático, heroico-cómico; le limita. Los poetas que no hacen teatro siempre podrán tranquilizarse diciendo: «¡Rostand solo es eso!». Mendès, Rodenbach, etc., etc. Pueden mantener la cara alta, aunque un poco pálida.
La medalla de Rostand nos pone a todos bizcos.
6 de enero. Mi padre me legó sus ganas de dormir.
9 de enero. En casa de Guitry. Bernard dice:
—Ha corrido la voz de que no me gusta la obra de Rostand, y se me acerca gente de todas partes, y se admiran: «¡Cómo! ¿Dicen que la obra de Rostand no le gusta? ¿Por qué?». Y esperan ávidamente que dé mis motivos. Esta mañana ha venido Vandérem.
Guitry, tras poner verde de envidia a Mendès con la recaudación de Cyrano, le dice:
—Pero, en fin, ¿habrá treinta versos de Cyrano que usted firmaría?
—¡No! —dice Mendès, volviéndose de espaldas.
Sarah le dice a Barbier:
—Muy buena, su obra, si estuviera en verso.
—¡Vale! —dice Barbier, y se la vuelve a traer en verso.
—¡Oh! ¡Si estuviera en verso!
—¡Pero si lo está! —dice Barbier.
—Sí, pero en otros versos.
16 de enero. Hace tres años que ama a la misma mujer. Por ella ha cometido todas las locuras. Ha destrozado su vida, se ha arruinado, se ha hecho expulsar del regimiento por mentir, arriesgándose a una condena a trabajos forzados. Ha cometido todas las tonterías que le han pasado por la cabeza. Aún la ama. Se acabó: nunca será otra cosa que un amante. Está pálido, hundido; a sus veintitrés años tiene algo de anciano. En su voz una queja permanente: «¡Oh, señor, si usted supiera!», y resignación.
—Usted —dice— quiere ser admirado: es la meta de su vida. Yo quiero ser amado; ese es mi único ideal.
Pero mi ideal aún es más extenuante que el suyo, porque me hace parecer cuarentón.
A estos jóvenes obsesionados con la mujer los encuentro un poco bobos.
21 de enero. La ciudad muerta, de Gabriele d’Annunzio.
—Una ciudad agonizante —digo.
—Una ciudad cargante —dice Marni.
—Una elocuencia y una poesía de chino —dice Lemaitre—. Estados de ánimo indescriptibles, incalculables.
Es poesía igual que el oro es un metal precioso: por convención.
Cuando un poeta mete la palabra «oro» en una frase, sea esta la que sea, ya puede estar tranquilo sobre su valor. Ya vale un poco de oro. Y esas comparaciones: «El brillo del diamante… puro como el agua… fino como la arena del mar…». Ya hace tiempo que nosotros no usamos esas antiguallas. Hasta Hérold de la barba florida lo encuentra fastidioso. Lemaitre, de barba marchita, encuentra que hay media docena de imágenes bellas, por ejemplo esta: «Es como si cortases todas las rosas del mundo para negárselas a quien las desea».
Sarah sí, lo hace bien, muy bien; y no hay duda de que ella es la que hace las cosas más bonitas para el público; pero para nosotros, para mí, para el hombre de teatro que quisiera ser, no es interesante. Todo lo que pudiera ser original lo convertiría en previsible.
No está constantemente bien, pero todo el rato es muy D’Annunzio. Es la mujer ideal para ese poeta que siempre está fuera de la realidad. Ha elegido un buen tema, un tema horrible: el incesto. Y se lanza, y nada le frena, porque no tiene control. Él cree que un país lejano ha de ser más bello, y que una columna o una estatua son más hermosas si les falta la mitad. Es un poco decepcionante, y no muy sutil.
Esos poetas desmelenados nos hacen valorar a los que se controlan, los reguladores. Cogen cualquier buena idea y sin ningún pudor la meten en cinco actos. De un minuto extraen tres horas de reloj.
Nosotros solo nos sentimos afines a la vida. Es un poco mediocre y avara. Y aunque solo a ella amamos, no la provocamos: la dejamos venir a nosotros, y durante muchos días seguidos no se presenta. ¡Peor para nosotros! Estamos demasiado cansados para ir por delante de ella. Para ser geniales solo nos falta mirar de cerca, íntimamente, cómo viven César o Napoleón. Nuestros entusiasmos son múltiples y breves.
Ellos, en cambio, tienen un entusiasmo permanente, que es su segunda naturaleza. Es un hábito, con todos los defectos y peligros de los hábitos. Su procedimiento consiste en mantener, por ejemplo, que un ciego ve más claramente que cualquiera. Eso halaga al ciego, aunque preferiría tener los dos ojos.
2 de febrero. Cuando me dicen que tengo talento no hace falta que me lo repitan: lo entiendo a la primera.
No soy de los que creen que no hay nada tan misterioso como el alma de una muchacha.
10 de febrero. —¡Oh! ¡Su frase no ha sido muy brillante, Renard! Si alguien hubiese apuntado nuestra conversación…
—Permítame que le pregunte, querido amigo: ¿por qué tendría yo que ser siempre ingenioso, y usted nunca?
17 de febrero. Si un día muero por una mujer, será de risa.
18 de febrero. Esta noche, en La Revue blanche. El caso Dreyfus nos apasiona. Comprometeríamos por él mujer, hijos, fortuna. Thadée, que nos trae las noticias, se convierte en alguien imprescindible.
—Ayer —dice Mallarmé— cené con Poincaré, que está a favor de Zola sin estar a favor de Dreyfus, y me dijo tristemente: «¡Huelo a guerra!».
—¡Que se haga desinfectar! —exclama Léon Blum.
—¿Guerra? ¿Por qué? —digo.
—Ya estuvimos a punto de tenerla cuando el proceso —dice Mallarmé—. Fue de un pelo. El embajador de Alemania frenó la cosa. Ahora Guillermo está cada vez más excitado. Si su mujer no le sujetase por la manga…
—Me parece demasiado simple —digo—. Pero comprendo la irritación de Guillermo. Primero los franceses le dicen: «Tenemos a los rusos con nosotros. ¡Ja, ja! ¡Venid ahora!». Luego, esas historias de documentos robados y vendidos a Alemania. Se comprende que Guillermo tenga la tentación de gritarnos: «¡Me tenéis harto con vuestros documentos robados! No necesito vuestros documentos robados para venceros: tengo mis ejércitos. ¡Ahora veréis!». Se grita: «¡Viva el ejército!» y «¡Abajo la guerra!». El Estado Mayor lleva veinticinco años preparándose para rechazar la guerra. Si gritas: «¡Viva la República!», te detienen. ¡Mejor! Todo va mal, así que todo va bien. ¡Y si condenan a Zola, mejor, y si condenan a Dreyfus, mejor aún! Nos quedará el derecho a odiar, sin reservas mentales, la repugnante actitud de los altos mandos de nuestros ejércitos.
—Acabo de perder a un primito.
—Y yo a una primita. Podemos hablar de otro tema: estamos empatados.
23 de febrero. Zola ha sido condenado a un año de prisión y mil francos de multa.
Y yo declaro:
que estoy profundamente asqueado por la condena a Émile Zola;
que no volveré a escribir ni una línea en L’Écho de Paris;
que el señor Fernand Xau es, físicamente, uno de los hombres más bajos que conozco; pero sus declaraciones a sus suscriptores son tan bajas que aún me parece más bajo;
que, irónico por oficio, me pongo serio de golpe para escupir a la cara de nuestro viejo pelele nacional, el señor Henri Rochefort;
que el profesor de energía Maurice Barrès no es más que un Rochefort con más literatura y menos franqueza, y que de tanto fingir los electores ya no le querrán ni siquiera como hipócrita concejal;
que el señor Drumont no tiene ningún talento, ninguno, y que veremos cómo se le rompe el juguete antisemita entre las manos;
que si Le Figaro no se apresura a cambiar de título para llamarse Bartholo, Beaumarchais no tendrá más remedio que resucitar para tirarle de las orejas;
que, orgulloso de leer en su texto a los franceses, Racine, La Bruyère, La Fontaine, Michelet y Victor Hugo, me avergüenza ser súbdito de Méline.[13]
Y juro que Zola es inocente.
Y declaro:
Que no respeto a los jefes de nuestro ejército a los que solo una larga paz ha vuelto orgullosos de ser soldados;
Que he participado tres veces en grandes maniobras y que todo me ha parecido desorden, torpeza, necedad e infantilismo. De los tres oficiales que me convirtieron en un cabo atontado, el capitán era un mediocre ambicioso, el teniente un mujeriego de estar por casa y el subteniente un joven honesto que tuvo que dimitir.
Declaro que siento una atracción súbita y apasionada por las barricadas, y quisiera ser un gigante para manejar cómodamente los adoquines más grandes, y que ya que a nuestros ministros les da igual, a partir de esta noche me adhiero a la República, que me inspira un respeto, una ternura que no me imaginaba. Declaro que la palabra Justicia es la más bella del lenguaje humano, y que si los hombres ya no la entienden, es para echarse a llorar.
Zola es un hombre afortunado. Ha encontrado una razón de ser, y debe agradecer a los infelices del jurado que le han regalado un año de heroísmo.
Y declaro que no digo: «¡Ah, si no fuera porque tengo mujer e hijos…!», sino que digo: «¡Precisamente porque tengo mujer e hijos, precisamente porque he sido hombre cuando no me costaba nada serlo, tengo que serlo cuando me puede costar todo!».
Porque no son judíos se creen guapos, inteligentes y honestos. Barrès, infectado de coquetería.
Yo absuelvo a Zola. Lejos de organizar el silencio en torno de sí, hay que gritar: «¡Viva Zola!». Hay que gritarlo con todas nuestras fuerzas.
Barrès, ese gentil genio perfumado, tan poco soldado como Coppée. Y a propósito, declaro que la actitud hipócrita y agonizante de Coppée nos asquearía de la poesía, si él fuese poeta.
A Barrès, que durante la batalla se había aventurado, le picaron en los dedos y ya no chistaba… helo aquí de nuevo con su rostro de cuervo y su pico acostumbrado a hurgar en las más delicadas sustancias. ¡Barrès hablando de la patria, confundiéndola con su distrito electoral, y del ejército, sin haber hecho el servicio!
¡Qué contradicción más interesante! Como escritor, desprecia a las masas; como diputado, solo se fía de ellas. Gran escritor, pero hombre pequeño que no espera a que el pueblo le ofrezca un asiento en la Cámara, hombrecito que mendiga.
Coppée, chusquero hasta las cejas.
Barrès pega a la nariz de los judíos los chistes que logra arrancarse de la suya. Ese escritor admirable se resigna al juego de los manifiestos electorales.
La hora triste. Gritan el veredicto. Hombres sin aliento como si hubieran corrido hasta el fin del mundo. Una lágrima de compasión, de rabia y de vergüenza.
¡Ah, cómo pesan los libros!
La opinión pública, esa masa pringosa y peluda.
Un ejército, ese cromo humano. Oficiales que se creen importantes porque van de colores como manzanas reinetas.
1 de marzo. Mallarmé, intraducible, incluso al francés.
15 de marzo. Le Pain de ménage. En el Figaro. Veber, esta tarde:
—¿Qué tal, Renard? ¿Ya ha digerido su éxito?
—¿Y usted? —le digo.
31 de marzo. Una velada quizá excelente para otros, para mí aburrida y que me deja mal sabor. Creo que he perdido toda simpatía humana, y en todas las sonrisas vuelvo a ver dientes de caníbales.
1 de abril. Por fin solo, sin «s».
Abril. ¡Oh, oh! Ya casi soy tan viejo como mi padre, que está muerto.
Me conformo con un poquito de gloria, la justa para no parecer un imbécil en mi pueblo.
27 de abril. Ómnibus. Viajeros a quince francos el centenar.
Miro a Fantec. Tiene casi diez años. Cuando tenga quince yo aún no habré llegado a los cuarenta, y apenas tenemos nada en común.
Y no tengo especial interés en que lea mis libros ni en que me admire.
Solo puedo serle útil de una forma indirecta, es decir que tendré que ganar mucho dinero para que haga sus estudios y sea el hombre que quiera ser.
Solo siento dos o tres obligaciones para con él, y todas se contradicen con mi naturaleza. Tengo que ser un papá honesto cuyo nombre, desde el punto de vista social, no sea una marca ridícula, y si es necesario tengo que escribir malas obras de teatro que me permitan educarle. El resto no es asunto suyo. Y se puede reír de los pequeños hallazgos del autor de las Histoires naturelles; y él, como el resto del universo, solo me interesa por la literatura que puedo extraer de él.
Quizá también tengo el deber, que me resulta más fácil, de hacer feliz a su madre para que él sea feliz por ella.
Así que solo sostenemos relaciones indirectas. Eso me sorprende y me entristece en el momento en que escribo estas líneas, pero seguro que esta tarde ya no pensaré en ello.
14 de mayo. Tengo gustos de acróbata solitario. Me gusta darme la espalda a mí mismo.
29 de mayo. Les Tisserands. Pierre Loti. Antoine, con un aire casi devoto, nos dice: «Esta tarde vendrá Loti».
Anillos, una aguja de corbata demasiado grande, con demasiado oro: parece una corona real. Aspecto joven, demasiado joven, aunque un poco ajado.
—Es la primera vez que nos vemos —dice—, pero nos hemos escrito. Ya hace tiempo que no publica usted nada. Claro que no estoy al día. No leo nada. Es ridículo.
Así que mantiene esa coquetería de decir que no lee nada. ¡Pero qué joven parece! No me lo explico. Por sus retratos no le habría reconocido.
—Tengo un aspecto muy cambiante —dice—. Nunca soy igual dos días seguidos.
Tiene que haber otra razón que yo ignoro.
El Théâtre-Antoine le gusta porque aquí se recita con naturalidad. Un día oyó a alguien de la Comédie Française, no recuerda a quién, recitando algo suyo. Y aquellos continuos resoplidos le horripilaron. Contempla la sala: ¡cuántos rostros abofeteables!
—¿Le emociona estrenar en el teatro de Antoine?
—¡Oh, no! —dice—. Ya he tenido otras emociones.
Ríe con una risa singular y seductora. Sus labios se retraen sobre su hermosa dentadura, y el resto de la cara no se mueve. Luego, los labios se reúnen, y parece que tengan miedo de tocarse.
No me habla de mis libros. Sin duda porque él es académico y lleva la medalla, yo le hablo de los suyos. Le digo que toda su obra ha influido mucho en mi sensibilidad. ¡Oh!…
—¿Cuál de sus libros prefiere?
—No lo sé —dice—. Cuando he escrito un libro ya no pienso más en él. Nunca he releído ninguno.
Insiste de forma especial en que le presente a «la señora de Jules Renard». Evidentemente, para él es una mujer nueva, y de cada nueva mujer espera algo. Marinette, incómoda, apenas le mira. Pero ve enseguida lo que yo no he visto.
Una cortesía exquisita y rebuscada que me obliga a desplegar una cortesía torpe. Algunos pelitos canos en el bigote. Cabello de hombre joven. Grandes orejas un poco marchitas, y los ojos, ¿cómo explicarlo?
—¡Pero si va maquillado! Maquillado como una mujer —me dice Marinette cuando le dejamos—. Lleva las cejas depiladas, los ojos pintados, brillo en el pelo y carmín en los labios. Ni siquiera se atreve a cerrar la boca; y los pelos blancos del bigote son una coquetería para hacer creer que todo lo demás es natural.
Yo no me había dado cuenta de nada.
18 de junio. No me halagaría mucho que en el futuro algún imbécil dijese: «Yo que le conocí, considero que él era muy superior a su obra».
11 de julio. Nadie nunca me impedirá emocionarme cuando miro un campo, cuando camino hundido hasta las rodillas en la avena que vuelve a enderezarse a mi espalda. ¿Qué pensamiento es tan fino como esta hoja de hierba?
Me río de la gran patria: la pequeña siempre me impresiona hasta las lágrimas. El emperador alemán no me quitaría esta hoja de hierba.
20 de julio. Sé nadar lo justo para abstenerme de salvar a otros.
La esperanza es salir con un sol radiante y regresar bajo la lluvia.
23 de julio. El exceso de la sátira es inútil: basta con mostrar las cosas como son. Ya son bastante ridículas por sí mismas.
Desde su ventana, mi madre ve llegar a Marinette. Corre a sentarse en medio de la cocina y se pone a llorar para que Marinette la encuentre bañada en lágrimas.
—¡Dios mío! ¿Qué le pasa, mamá?
—Pienso en cosas.
No hay forma de sacarle más. Se adivina que son ideas de suicidio. Algo le pasa. Furiosa por no haber sido invitada a mi conferencia sobre Michelet, le dijo a Marie Pierry: «¡Esas compañías la comprometen a usted! ¿Sabe que a los sacerdotes no les hace ninguna gracia?». A Marinette le dice:
—¡Dicen que fue precioso!
Se entera por Philippe de que me he comido dos o tres guindas.
—¡Oh, no me extraña! ¡Cuando era pequeño le encantaban! Qué atracones se daba. ¡Tenga! ¡Llévele una cesta llena! ¡Pobre Jules, qué contento se pondrá!
Mi pueblo es el centro del mundo, porque el centro del mundo está en todas partes.
Me apasiona la verdad, y las mentiras que permite.
29 de julio. Yo, que solo busco lo extraordinario, y que para conseguirlo renuncio a las grandes ediciones y a la gran prensa, esta mañana leo en la última revistilla que un anónimo considera que destaco en lo que hago, pero que siempre hago lo mismo.
1 de agosto. Al no tener futuro, a mi padre no le interesaba el mío.
15 de agosto. Quedémonos en casa: aquí somos aceptables. No salgamos: nuestros defectos nos esperan en la puerta como moscas.
La forma no puede ir por un lado y el fondo por otro. Un mal estilo es un pensamiento imperfecto.
1 de octubre. Entre el pastor y su perro no hay más que una diferencia de humanidad, que se la saltaría una pulga.
A ti y a mí, cerdo, solo nos apreciarán una vez muertos.
La moral está en los hechos, no en los sentimientos. Si cuido bien a mi padre, puedo entretenerme deseando su muerte.
31 de octubre. Esa mujer casada es tan guapa que si no tuviese amantes la despreciaríamos un poco.
6 de noviembre. Conoce a un profesor de filosofía muy distinguido que dice de mí: «Es la serenidad en la insignificancia».
16 de noviembre. El grave inconveniente de ser el mejor amigo de un joven dramaturgo es que te ruega que asistas al estreno en el palco de su madre.
17 de noviembre.
—Admito los apartes en el teatro —dice Capus—. Ahorran muchas cosas.
—Ahorran mucho talento.
19 de noviembre. Dios no cree en nuestro Dios.
28 de noviembre. Releerme es suicidarme.
15 de diciembre. Nuestra opinión es el término medio entre lo que le decimos al autor y lo que le decimos a sus amigos.