Renard asiste impresionado a una lectura de La Samaritaine de Edmond Rostand. Se estrena con gran éxito Le Plaisir de rompre. En junio se suicida su padre. Afectado por esta pérdida, Renard pasa varios meses de pasividad literaria dedicados a poner en orden la enredada herencia y a cazar. Contrata al matrimonio Chalumeau (Philippe y Ragotte en su obra) para cuidar de la casa de Chitry, donde seguirá viviendo su madre, y de La Gloriette. A finales de año prepara la representación de Le Pain de ménage y asiste al triunfal estreno de Cyrano de Bergerac, de Rostand.
1 de enero. Yo no diré, como Jean-Jacques Rousseau: «No estoy hecho como nadie que haya conocido; me atrevo a creer que no estoy hecho como nadie que haya existido antes». ¡No, no! Estoy hecho como todo el mundo, y si consigo verme en mi espejo sólidamente colgado, veré a la humanidad casi entera.
9 de enero. Los amigos de Verlaine nos ruegan que asistamos a una misa en el aniversario de su muerte, por el reposo de su alma, que celebrará el padre A. Mugnier, vicario, el 15 de enero de 1897, en la iglesia de Sainte-Clotilde, capilla de la Virgen María, a las diez en punto. Está muy claro, pero no lo entiendo.
Si supiéramos rezar, sería legítimo que intercediésemos ante Dios por Verlaine. ¡Pero qué idea más chocante hacer rezar a creyentes como nosotros por un alma como la de Verlaine!
Se creen en su torre de marfil porque alzan el cuello del abrigo.
¡Qué cosa tan triste, una vieja en un hermoso coche de dos caballos!
17 de enero. A la primera sonrisa de cualquier mujer, estaría perdido. Por suerte, soy feo. Se asustan un poco, y ninguna me escribe.
22 de enero. Una mujer inteligente tiene que dejarnos nuestros sueños. Tanto derecho tengo a amar a una mujer como a desear un viaje a Florencia. No voy a Florencia porque no tengo dinero, o porque no tengo tiempo. No me acostaré con esa mujer porque ya estoy casado, o porque lo está ella, pero nadie puede exigirme que la expulse de mi pensamiento. Me interesa. Ocupa un espacio en mí. Mujer, si te interpones en mis ensueños, ¡ay de nosotros! Mejor será que los dejes vivir de sus pequeñeces, y luego morir.
23 de enero. Uno siempre se equivoca sobre sus contemporáneos. Así que no los leamos.
Cuando pienso en las cartas que escribo, me pregunto qué valor de sinceridad podemos atribuir a la Correspondencia de los grandes hombres.
25 de enero.
—Pobre mujer, solo le queda a usted la solución del adulterio.
—Amigo mío…
—Pero no conmigo.
26 de enero. ¡Sí, sí, mi querido Bauër! Heroicamente pronunciamos la frase de Nietzsche: «Una vida feliz es imposible… Solo es posible una vida heroica. Para el héroe, la vida más hermosa es madurar para la muerte en combate». ¡Sí, sí! ¡Bien, bien! Y luego, ¿qué? Nada, ¿verdad?
28 de enero. Valéry, un conversador prodigioso. Del Café de la Paix al Mercure de France, muestra sorprendentes riquezas cerebrales, una fortuna. Lo reconduce todo a las matemáticas. Quisiera hacer una tabla de logaritmos para los literatos. Por eso le interesa tanto Mallarmé. Busca una sintaxis precisa. Querría darle a las frases algo que solo tienen las palabras: una genealogía. Desprecia la inteligencia. Dice que la fuerza tiene derecho a arrestar a la inteligencia y meterla en la cárcel. Demasiada inteligencia hastía de ella.
Entérate de que no habrás progresado realmente hasta que hayas perdido el deseo de demostrar que tienes talento.
9 de febrero. Lautrec espera la muerte de la vieja Victoria. En cuanto salte la noticia, correrá a Londres para asistir a un espectáculo único en el siglo. Allais dice que la reina solo aguanta gracias a la ginebra.
—Nadie está más seguro que yo de no tener talento —dice Veber.
—No se lo discuto.
13 de febrero. Pienso en alguien que ya ha muerto. Y también tú, al leer esta frase, piensas: «Él también está muerto».
25 de febrero. Hervieu, impecablemente peinado, como sus obras, me habla de Rostand, al que aprecia porque lo encuentra desdeñoso y lejano y porque le ha oído hablar bien de mí. Hervieu cree que hablar bien de un ausente es un acto de virtud. No aprecia a Jules Lemaitre, que no ha destacado en ningún género salvo en la crítica. No le gusta la crítica, no porque le aflija personalmente, sino porque persuade a pensar mal a aquellos que no tienen opinión propia. Detesta la malicia. No comprende que, llevada a estos extremos, nuestra malicia ya no importa. Solo es una gimnasia del ingenio. Nos es tan necesaria como la ropa. Sin ella no saldríamos a cenar juntos. Somos mordaces por diversión, por entretenernos con un juguete de difícil manejo, pero no le deseamos mal a nadie.
A veces pienso que para darle unidad a mi vida debería escribir una Historia de Francia en veinte volúmenes.
2 de marzo. ¡Qué desproporción entre el valor real de una actriz y su gloria, entre su trabajo y el ruido que arma, y cuán justo es que después de su muerte no quede nada de ella!
6 de abril. Corro los peligros del éxito. De ellos espero salir vencedor, es decir, hastiado.
8 de abril. Evidentemente, todos quisieran ser geniales, pero prefieren ganar quinientos francos al mes.
10 de abril. Ayer tarde, en casa de la señora de Loynes, experimentos con los rayos Roentgen. Primero, el criado me pregunta: «¿Hay que anunciar al señor?» o «¿A quién tengo que anunciar?». Respondo, con el placer secreto de siempre: «A Jules Renard». Y una voz formidable grita: «¡El señor Renard!». Y no oigo gritar más nombres. Sería divertido que solo me anunciasen a mí.
—Cuando oigo su nombre siempre pienso que va a entrar Poil de Carotte —me dice la señora de Loynes.
Saludo a Sarah Bernhardt, que entorna sus ojitos de lama para fingir que no me ve. Decididamente, esta gran actriz me está resultando tan insoportable como el resto del mundo. Solo amaré a Dios si es modesto y sencillo. Ella, además, vive demasiado para pensar o sentir. Devora la vida. Es de una glotonería desagradable.
Los rayos Roentgen, un juguetito infantil. Me recuerdan los experimentos de química de mi profesor Ratisbonne. Es mucho menos bonito que un rayo de sol. Tras la pantalla, el profesor va diciendo: «He hecho este descubrimiento», y hace pasar cajas, manos, brazos, animales disecados, un perrito vivo, la cabeza, el pecho de un hombre. Lo que mejor se ve son los botones de las mangas.
¡Sí, sí! Lo más serio que hay en el cuerpo humano son los botones de las mangas.
Fotografían los huesos de la mano de Sarah Bernhardt. Se queda durante cinco minutos de rodillas y sin moverse, siempre en plan de gran artista.
Preferiría que me condenasen a pasar el resto de mi vida leyendo versos que asistir dos o tres veces más a este guiñol de esqueletos.
Pero ¿por qué hacer vida social?
Si es para divertirse, ¡menuda diversión! Si es para tomar notas, no sirve de nada. Esas gentes se han vaciado, los unos en los negocios, los otros en el papel, los otros en su arte. Salen para esperar a que llegue la hora de acostarse. Ni siquiera se hacen bromas. Han dejado fuera su ingenio, sus pasiones. El menor sobresalto mataría a ese futuro candidato a la Academia o a la Legión de Honor. Lo saben, y se apagan. Intentan que sus bostezos parezcan sonrisas.
En cuanto a mí, me siento malo. Debo de tener cara de enterrador. Lo único que me apetece decir son insultos. Gustosamente abofetearía a más de un rostro, empezando por el mío.
17 de abril. Esta mañana, he recibido una carta de mi madre, que me dice que mi padre se ahogaba, que él mismo ha reclamado el médico y que es una congestión pulmonar, grave.
¡Ah! Tengo treinta y tres años cumplidos, y es la primera vez que tengo que mirar fijamente la muerte de un ser querido. Al principio, no lo digiero. Trato de sonreír. Una congestión pulmonar, eso no es nada.
No pienso en mi padre. Pienso en los pequeños detalles de la muerte, y, como preveo que me comportaré como un estúpido, le digo a Marinette:
—¡Sobre todo, tú mantén la calma!
Con esto me doy permiso para perderla yo.
Me dice que necesitaré guantes y botones negros y un crespón para el sombrero. No sé cómo afrontar estas necesidades del luto que tan ridículas me parecían cuando se trataba de otros. Un padre, aunque apenas lo veas, aunque apenas pienses en él, sigue siendo alguien por encima de ti; y es dulce sentir que alguien está por encima, que si es necesario puede protegernos, que es superior a nosotros por edad, sensatez, responsabilidad.
Cuando él muera, creo que seré un cabeza de familia resignado: podré hacer lo que quiera. Ya nadie tendrá derecho a juzgarme severamente. Un niño pequeño que supiese que nadie le volverá a reñir estaría triste.
Estaba empezando a quererle. El otro día hablé de él con Jules Lemaitre con una ligereza literaria imperdonable. ¡Cuánto soñaré con él!
Pequeños y frecuentes deseos de llorar. Se llora así porque la memoria guarda las lágrimas universales que la muerte ha hecho correr.
La Gloriette. 10 de mayo.
—Me siento más fuerte que el año pasado —dice papá.
A cada punzada de dolor se estremece.
—Algunos gritan —dice—. Debe relajarles. Quizá yo debería gritar.
De Papon, que está enfermo del corazón, dice:
—Parece que ese tipo tiene un miedo ridículo a la muerte.
Antes de beber una poción, dice:
—Y según vosotros, ¿cuál es la virtud de este medicamento?
13 de mayo. La tristeza de tres campanadas que suenan en pleno día.
14 de mayo. La felicidad está en la amargura.
Si escribes a Jules Lemaitre, pon en el sobre: «De la Academia Francesa». Le darás un placer a Lemaitre y al jefe de correos de tu pueblo.
Ya no disfruto escribiendo. Me he hecho un estilo demasiado difícil.
Marinette le dice a papá:
—¿Ha hecho sus necesidades?
—¡Oh! —dice él—, no es posible tener fiesta todos los días.
Se mira las uñas y dice:
—Están largas, amarillentas y negruzcas.
—¿Quiere que se las corte? —dice Marinette.
Se las corta y las limpia, bromeando:
—¡Dios mío, qué duras son!
—Y aún faltan las de las pezuñas —dice mi padre.
Y Marinette dice que se las cortará mañana.
Mamá, desde la cocina, dice en voz alta:
—Aún tiene que hacérselo a otro. Ahora tendrá que ir a limpiar a Papon.
Está rabiosa; y, como es demasiado temprano para tomarla con Marinette, la toma con la criada: ¡la chica se angustia porque humillan a la señora de la casa! El hecho es que el señor de la casa no deja pasar ni una oportunidad. En cuanto mamá sale de la alcoba, oye:
—¡Marie, tráeme una taza de leche!… ¡Marie, un huevo duro!
—Yo solo sirvo para vaciar los orinales —dice mamá.
Marinette procura no herir su susceptibilidad, pero no lo consigue. Le dice a la criada:
—Marie, habría que lavar este pañuelo.
Y mamá se precipita:
—¡Ya lo lavo yo, ya que solo sirvo para esto y para vaciar los orinales!
Luego, de repente, besa a Marinette llamándola «hija mía, ¡querida hija mía!». La acompaña hasta la calle. Quiere estar al corriente de todo. Dice:
—Sí, han representado una obra de Jules. Se llama Le Plaisir de rompre. Ha tenido mucho éxito. Han aplaudido mucho.
Cuando Marinette pasa una esponja por el rostro de papá, mamá, desde la cocina, dice:
—¡Ah! ¡Aproveche ahora que está enfermo para limpiarle! Vivía en una suciedad vergonzosa. ¡Y a Dios gracias que yo me encargo de la ropa! Solo tiene que abrir el armario y coger una camisa, un calzón.
Y papá ni siquiera ríe por lo bajo. ¿Qué habrá entre esos dos seres?
Un montón de pequeñeces, y nada. Él la detesta y la desprecia. Sobre todo la desprecia, y creo que también le tiene un poco de miedo.
Ella no debe de saberlo. Le guarda rencor por todas las humillaciones, los obstinados silencios. Pero si él le dijese una palabra, ella se le echaría al cuello bañada en lágrimas, y rápidamente iría a repetir esa palabra por todo el pueblo. Pero ya hace treinta años que él no la pronuncia.
21 de mayo. Maurice se llevó la pistola de la mesita de noche, so pretexto de limpiarla. Papá, que esta noche se encuentra bien, dice:
—Eso ha dicho, pero miente. Tiene miedo de que me mate. Pero si yo quisiera matarme, no usaría una herramienta con la que lo único que haces es desfigurarte.
—¡¿Quiere no hablar de eso?! —dice Marinette.
—Cogería directamente la escopeta.
—Mejor harías cogiendo una lavativa —le digo.
8 de junio. Papá guarda su fajín de alcalde en una cajita roja de cuellos falsos del Bon Marché. En las bodas, la lleva a la alcaldía, la deja sobre la mesa y se contenta con abrirla; pero, si se ponen de puntillas, los esposos y los testigos ven el fajín.
—Con eso basta —dice papá.
Nunca se ha puesto el fajín; y algunos creen que no están bien casados.
9 de junio. Los hombres como papá solo estiman a los que se enriquecen, y solo admiran a los que mueren pobres.
12 de junio. Papá y las ventosas. Ya había seis vasos preparados sobre la mesa, pero el médico trae auténticos vasos para ventosas y mamá retira los suyos.
Papá se echa sobre el costado derecho. El doctor enciende con una vela un pedazo de papel que mete en la ventosa, y pega el cristal a la espalda. Inmediatamente la piel se infla como cuando te haces un chichón en la frente. Seis vasitos de la misma forma, y durante un cuarto de hora papá se queda con los vasitos en la espalda.
Parece un vendedor de cocos.
Todo esto quizá no les interese demasiado, pero, en fin, es la espalda de mi padre.
Los médicos pronuncian ciertas palabras técnicas que a ellos mismos les extrañan, y después ya no se atreven a añadir nada.
Esa espalda con las brasas enrojecidas y las lunas violetas de las ventosas, y abajo, en los riñones, una enorme peca, y aún más abajo, unos pelos largos y finos como cabellos.
Nalgas vaciadas y con pliegues como viejos sacos arrugados.
Cuando está dormido, la punta de la nariz, los pómulos y las uñas se le vuelven violáceos. La sangre ya no acude.
Siempre se ha lavado la cara con un vaso de agua, aseándose con el hueco de la mano.
Siempre se ha cepillado el cabello frenéticamente.
Nunca ha llevado tirantes ni anillo.
Nunca se ha puesto camisón, se acuesta con la camisa del día.
Siempre se ha cortado las uñas con una navaja.
Nunca se ha acostado sin leer el diario, y nunca sin apagar la vela.
Nunca se ha puesto el calzón y los pantalones por separado.
13 de junio. Nada envejece tanto como la muerte del padre. ¡Vaya! Ahora yo soy Renard padre, y Fantec, que era el nieto, pasa a ser el hijo.
15 de junio. Los libros nuevos que huelen a cadáver, a carroña.
Me duelen las ideas. Mis ideas están enfermas, y no me avergüenzo de esta enfermedad secreta. Ya no le encuentro gusto no solo al trabajo, sino tampoco a la pereza. Ningún remordimiento por no hacer nada. Estoy cansado como si hubiera dado la vuelta al universo. Creo que he tocado el fondo de mi pozo.
¡Y este Diario que me distrae, me divierte y me esteriliza!
Trabajo una hora, y enseguida me siento deprimido, y hasta escribir lo que escribo me hastía.
Ni los Renan ni los Taine nos hablaron de este hastío, de estas enfermedades secretas. ¿No las conocieron? ¿Tuvieron el pudor de no quejarse, o la cobardía de no ver claro en sí mismos?
Entonces, ¿qué quiero? Recorrer el mundo; pero habría que ser ilustre, y primero habría que trabajar para serlo.
¡Y cuidado! En este mismo momento exageras, haces frases. Ya no eres sincero. En cuanto quieres mirarte en el espejo, tu aliento lo empaña.
Y oigo a la criada que pregunta:
—¿Qué sopa hacemos, señora?
—La de siempre.
¡Sí! hay que hacer sopa todos los días, y, con una legumbre u otra, siempre es más o menos la misma.
19 de junio de 1897. La una y media. Muerte de mi padre.
Se puede decir de él: «No es más que un hombre, un simple alcalde de un pueblo pobre», y sin embargo hablar de su muerte como de la de Sócrates. No me reprocho no haberle querido lo bastante: me reprocho no haberle comprendido.
Después de comer me puse a escribir unas cartas. Sonó el timbre de la puerta cochera. Es Marie, la criadita de papá, que viene a decirme que me llama. Por qué, no lo sabe. Me levanto, un poco sorprendido. Quizá más inquieta, Marinette dice: «Voy». Sin apresurarme, me pongo los zapatos e hincho los neumáticos.
Al llegar a la casa veo a mamá en la calle. Grita: «¡Jules! ¡Oh, Jules!». Oigo: «¿Por qué se ha encerrado con llave?». Parece una loca. Un poco más nervioso que antes, trato de abrir la puerta. Imposible. Llamo: no responde. No adivino nada. Imagino que se encuentra mal, o que está en el jardín.
Doy unos golpes con el hombro, y la puerta cede.
Humo y olor a pólvora. Grito: «¡Oh! ¡Papá, papá! ¿Qué has hecho? ¡Oh, oh!». Y sin embargo, aún no me lo creo: ha querido gastarnos una broma. Y no creo en su rostro blanco, en su boca abierta, en esa mancha negra, ahí, junto al corazón.
Borneau, que volvía de Corbigny, y que entró el segundo en la habitación, me dice:
—¡Hay que perdonarle! Este hombre sufría demasiado.
¿Perdonar qué? ¡Vaya idea! Al fin comprendo, pero no siento nada. Voy al patio y le digo a Marinette, que ha levantado a mamá del suelo:
—¡Se acabó! ¡Ven!
Entra, tiesa, toda pálida, y mira de hurtadillas hacia la cama. Se ahoga. Se suelta el corsé. Puede llorar. Refiriéndose a mi madre, dice:
—No la dejéis entrar. Está como loca.
Me quedo a solas con él. Está echado sobre la espalda, las piernas extendidas, el busto inclinado, la cabeza caída, la boca y los ojos abiertos. La escopeta entre las piernas y el bastón entre la cama y la pared. Las manos, libres, dejaron caer la escopeta y el bastón. Aún estaban calientes sobre la sábana, no crispadas. Un poco más arriba de la cintura, una mancha negra, algo como una pequeña hoguera apagada.
26 de junio. ¡No! No nos había prevenido. Solíamos hablar de la muerte, pero no de la suya. Habríamos necesitado virtudes de los antiguos romanos. Él quizá las tenía. Pero nosotros no.
Sería un culpable y un necio si no supiera sacar de esta muerte la hermosa lección que nos da.
No se puede llorar y pensar a la vez, porque cada pensamiento absorbe una lágrima.
28 de junio. Esta muerte ha hecho mayor mi orgullo.
El cementerio. La fosa está ahí, en un rincón, cerca de la carretera.
El señor Billiard toma la palabra y con una voz clara, con énfasis, lee su despedida; después de cada frase me mira, dice «sus constituciones» en vez de «sus conciudadanos», luego de repente calla: se le ha perdido una cuartilla. Largo silencio, un poco de malicia en el aire. Improvisa el final, o lo recita de memoria. Le sigue el señor Hérisson, quien, muy emocionado, pronuncia cuatro palabras. Mientras tanto, me paso frenéticamente la mano por la cabeza. El sol me hace daño.
Esperamos. Nada más. Yo querría explicar el sentido de esta muerte, pero nada. Echan las siemprevivas en la fosa. Cae un poco de tierra. No se forma el desfile para estrecharnos las manos. Empiezan a alejarse. Yo me quedo, me quedo. ¡Ah, miserable comediante! Noto que lo hago un poco adrede. ¿Por qué, miserable? ¿Mis otros sentimientos tampoco son míos, como mi tristeza?
Toda aquella gente parecía un poco inquieta de participar, por decencia, en esta ceremonia sin sacerdote. Sin duda es el primer entierro civil de Chitry.
7 de julio. Mi pereza encuentra alimento y excusa en el recuerdo de su muerte. Lo único que me apetece es mirar la imagen que tan terriblemente me golpeó la vista.
Ya no puedo leer. ¿Qué valor tiene la más bella frase después de un hermoso acto?
Será la gran esclusa de mi memoria.
Tengo una imaginación retrógrada. Solo imagino el pasado.
10 de julio. El miedo a la muerte hace amar el trabajo, que es la vida entera.
Su cementerio. Caracoles, hierbas altas donde vendrán a posarse las perdices. Un largo gusano sale de la tierra removida. Hormigas. Se me olvida que está aquí, que camino sobre él.
Le hicimos una especie de pequeña jaula de madera blanca.
Ahora ya puedo reservar mi parcela de tierra.
Sentado a la estrecha sombra del muro, trato de recordarle.
Desgasto su recuerdo.
Las flores se vuelven feas sobre las tumbas, como viejos rótulos de cabarets de mala nota.
13 de julio. ¿Y si él hubiera fallado? ¿Si solo se hubiera malherido? ¿Si no le hubiesen quedado fuerzas para disparar por segunda vez? ¿Si me hubiera gritado, con sangre y lágrimas en la boca: «¡Remátame!»? ¿Qué habría hecho?
¿Habría tenido la grandeza de coger la escopeta, o de asfixiarle con un abrazo?
16 de julio. Mi hija Baïe diciendo, antes de su muerte:
—¿Y si le comprásemos algo al abuelo? Una corona…
21 de julio. ¡Oh, no ahora! Pero intuyo perfectamente que más adelante, en un momento de hastío absoluto, lo que Baudelaire llama «la tétrica indiferencia», haré como él. ¡Pequeño cartucho vacío que me miras como un ojo ciego!
Que jamás se diga: «¡Su padre fue más valiente que él!».
30 de julio. Mis frases harán fortuna; yo, no.
Mi padre. A la mañana siguiente, me levanté de la mesa para ir a llorar. Fue la primera vez, en las veinte horas que llevaba velándole. Me subían olas de lágrimas a los ojos: ni una sola había podido salir.
¡Qué hermosa muerte! Creo que si se hubiera matado delante de mí, le habría dejado hacer. No hay que disminuir su mérito. No se ha matado porque sufriera demasiado, sino porque solo quería vivir con buena salud.
17 de septiembre. A mí, que despreciaba la caza y la consideraba una diversión de bárbaros, ahora me gusta para darle gusto a mi padre. Cada vez que mato una perdiz le miro de reojo: él me comprende, y al atardecer, al regresar, si paso ante la puerta de su cementerio, le digo: «¿Sabes, viejo? ¡He cobrado cinco!».
¡Oh, estrangular a una perdiz, apretarle el cuello, sentir entre los dedos esta pequeña flauta de vida!
Pero si vuelvo con el morral vacío, trato de no pasar ante la puerta del cementerio.
29 de septiembre. Hay hombres que parecen haberse casado solo para impedir a sus esposas casarse con otros.
30 de septiembre. Mi padre. Si le olvido demasiado tiempo, de repente su imagen salta sobre mí.
¡Oh! ¡Ese sonido grave de las campanas, como si los mismos muertos tirasen de la cuerda con los pies!
¡Qué fastidioso es el luto! Continuamente has de acordarte de que estás triste.
Cuando la pereza te hace infeliz, tiene el mismo valor que el trabajo.
Mi alma es un orinal viejo en el que duerme un ojo.
¡Es curiosa la manía de la gente que ha triunfado en París de aconsejar a los demás que se queden en provincias!
1 de octubre. Verlaine, sus últimos versos. Ya no escribe: juega a las tabas con las palabras.
29 de octubre. Bruselas. El viaje restriñe a la juventud.[11] Y esa constante preocupación: «¿Qué le puedo llevar a mi mujer?».
Noviembre. Nuestra inteligencia es una vela expuesta al viento.
16 de noviembre. ¡No tan fuerte! Siempre dice usted la verdad a gritos.
Las actrices están dispuestísimas a representar un papel de anciana; pero no de mujer madura.
Un mal libro siempre será mejor que una buena obra de teatro.
22 de noviembre. Digo de Rostand: «Es el único hombre al que soy capaz de admirar aunque le detesto». ¡Mentira, mentira!
15 de diciembre. Ensayo general de Les Mauvais Bergers.[12] Me los encontré a todos en el camerino de Guitry: Mirbeau, Hervieu, Rodenbach, La Jeunesse, los entusiastas y los «frenéticos». Si yo, presa de una profunda compasión por los humildes y los pobres, le hubiera dado la mano a Firmin, que es el criado de Guitry, toda esa gente habría estallado en risas.
El teatro socialista me va a volver loco. El gordo Bauër no ha visto cosa tan bella en un siglo. Mendès, lo mismo. Todos comparten la opinión de La Jeunesse: «Aquí ha soplado el espíritu de la verdad, el espíritu de Dios». A mí me entran ganas de pedir perdón a Curel, cuyo Repas du lion no me gustaba.
Y todos somos unos cobardes, yo el primero, por no gritar a Bauër, Mendès y La Jeunesse: sois unos fantoches ridículos y algún día Jean Roule os gritará lo que grita a los políticos en la obra de Mirbeau. Os gritará: «¡Los obreros os importan un comino! Los diputados solo nos dan palabras, y si os pedimos pan y dinero, vosotros nos dais artículos, pero os embolsáis la paga. ¡Y aún no lo he dicho todo! ¡Abajo las Sarah Bernhardt, la gran apasionada que justo después de morir en el quinto acto, se levanta y corre a la caja para enterarse de cuánto ha ganado muriendo por nosotros! ¡Abajo Mendès, que, después de derretirse al oír mis gritos, va a reponer fuerzas en un restaurante y luego a volver a perderlas con alguna puta! ¡Abajo Bauër, a quien su piedad por los pobres le reporta cincuenta mil francos al año y el título de escritor de vanguardia! ¡Abajo todos, todos! ¡Devolved el dinero, los honores, incluso la gloria! No solo queremos pan, sino vuestro pan. Quiero la mitad. No me contento con menos de la mitad. ¡Sí! ¡La otra te la dejo! Si solo sois artistas, nada tengo que decir. Yo no soy artista. No os comprendo pero os respeto, os saludo cortésmente y sigo mi camino. Pero si os apropiáis de mi causa, tengo derecho a daros golpes en el vientre y deciros: «¡Vamos a hablar un rato tú y yo!». Si decís: «Nosotros no somos espíritus prosaicos, somos hombres de ideas», os gritaremos que no comprendemos esos matices, y que, por todo argumento, os vamos a partir la cara y agujerearos la piel. Os sentís muy orgullosos porque en lugar de decir vuestras tonterías en una tribuna las decís en los periódicos, lo que, por otra parte, no os impide proclamar con pompa, cuando se tercia, que el periódico es y debe ser una tribuna. Y abajo Jules Renard, el hombre feliz, el propietario que siempre se queja y que no es más que un egoísta y un hipócrita, porque, aunque le dice a su mujer y a sus hijos: «¡Sed felices!», también les dice: «Sed felices como yo lo entiendo, con una felicidad que me guste; si no, ¡pobres de vosotros!»».
—Todo esto es zafio, zafio —dice Mallarmé—, y esos actores que quieren representar la vida no dan nada de la vida. Ni siquiera pueden dar la vida de una charla de salón, ni siquiera del pliegue de una tela. Además, la vida en el teatro me choca. Mi vida me duele; sus pequeños dramas hieren demasiado mi sensibilidad para que le encuentre sabor a las falsas imitaciones. Ofenden el pudor que pueda tener. Sí, me parece que toda esa gente se mete en lo que no le importa. Solo me gustan los dramas de Wagner y el ballet; los prefiero porque expresan la vida de otro mundo.
—Si tuviese veinte años —dice Clemenceau— pondría bombas en todos los monumentos públicos.
Señor Clemenceau, esas son cosas que se dicen cuando uno tiene sesenta años.
Sarah Bernhardt ha inventado el telón que más rápido puede izarse para garantizar media docena de ovaciones.
Georgette Leblanc. Una gran, gran emoción. El cerebro en llamas, el alma se me sube a los ojos. Luego Mallarmé me dirá: «Señor Renard, qué alegría que hayamos podido admirar juntos una cosa tan hermosa».
Una mujer graciosa o muy bella, vestida de seda negra. Una voz que pasa de una escala a otra sin usar escalones. Tres cortinas de sarga verde, una música invisible, un laurel: es mejor que Sarah Bernhardt. Una representación perfecta, salvo algunos movimientos de cabeza y pasos inútiles. El gesto prolonga el canto. Cuando ya no se oye nada no hay que aplaudir: hay que seguir con mirada doliente el gesto que concluye, que muere allá, en una lejanía de angustia. Se cree uno en el bosque, y es la presa del bosque, y el hachazo de un leñador al que no ves te rompe el corazón.
—¡Pero si es una mujer genial! —digo.
—¡Oh! —dice Muhlfeld—. Exagera usted.
Inmediatamente me avergüenzo un poco.
La música es un arte que me asusta. Me siento como en una barquita sobre olas enormes. Lo que me hace rebelarme contra la música, en la que soy un ignorante, es que a cualquier juez de paz de provincias le enloquece. ¿Qué puede enloquecer a gente como esa?
16 de diciembre. Ha muerto Alphonse Daudet. Te despedías de él, y te despellejaba a los ojos de los que se quedaban. Al llegar al pie de la escalera ya te sentías completamente en carne viva.
28 de diciembre. Cyrano. ¡Flores, solo flores, pero todas las flores para nuestro gran poeta dramático!
Nos habíamos perdido. Balbuceábamos. La invasión del socialismo en el teatro desconcertaba a los más indiferentes. ¿Tenía que mezclarse el artista en lo que no le incumbe, plantear torpemente conflictos insolubles y rebajarse a saber el precio diario del pan? ¿Tendríamos Musset economistas y Marivaux apostólicos? De un solo golpe de coturno, Rostand ha rechazado esas basuras y, con un solo esfuerzo, ha vuelto a poner en pie el arte aislado, soberano y magnífico. Todavía es posible hablar de amor, sacrificarse individualmente, llorar sin motivo y entusiasmarse por el sencillo placer de ser lírico.
Nótese que la Providencia —decididamente, Dios existe— ha querido que esta bella restauración del arte se haga entre el teatro de los Mauvais Bergers y el teatro de los Deux Gosses, equidistante de los falsos pensamientos y de las risas falsas mezcladas con falsas lágrimas.
Así, en el mundo hay una obra maestra más. Alegrémonos. Descansemos. Paseemos. Vayamos de teatro en teatro a escuchar las últimas necedades: estamos tranquilos. Cuando nos apetezca, podremos volver a la obra maestra, para apoyarnos en ella, cobijarnos, salvarnos de los demás y de nosotros mismos.
¡Qué prueba de salud es la fiebre! ¡Qué feliz soy! ¡Qué bien me siento! La amistad de Rostand me consuela de haber nacido tarde y de no haber vivido en el entorno familiar de Victor Hugo.
Os juro que con toda lucidez me siento muy inferior a ese hermoso genio lúcido que es Edmond Rostand.
30 de diciembre. Cyrano. Estreno. Es el triunfo de ayer, un poco más moderado. Estamos cansados. Solo tenemos fuerzas para dar gracias desde las butacas, como mujeres fascinadas. Lemaitre se deleita y Sarcey exulta. Lemaitre me presenta. Ese monumento de voz enorme me asusta un poco. Cuando Lemaitre dice, a propósito de los espectáculos de antes de cenar:
—Ya verá usted.
—Habré muerto —responde Sarcey.
—Es usted inmortal —dice Lemaitre.
—¡No! Solo Dios es inmortal. Yo no soy más que un pariente lejano.
Y se ríe a carcajadas.
Lemaitre le dice a La Jeunesse:
—Pero bueno, amigo mío, ¿por qué siempre pone esa cara?
—Cuando estoy solo, en casa, no la pongo. Solo la pongo cuando salgo y caigo entre imbéciles.
Un momento de estupor, y Lemaitre acaba por decir:
—No tiene usted suerte. Esta noche ha caído usted muy mal, entre nosotros.
Marinette llama la atención por su frescor, envuelta en encajes y parecida a una República delgada.
En el camerino de Coquelin le digo a Rostand:
—Habría sido muy feliz si nos hubieran condecorado a los dos al mismo tiempo. Ya que no es posible, le aseguro que le felicito sin envidia.
Esto no es verdad; y al escribir estas líneas me echo a llorar.
¡Ah, Rostand, no me dé las gracias por aplaudirle tanto, ni por defenderle apasionadamente contra los enemigos que le quedan!
Mon âme n’est pas tant que vous croyez ravie:
Je fais comme je peux pour cacher mon envie.
[Mi alma no está tan encantada como usted cree;
hago lo que puedo por ocultar mi envidia.]
Felizmente, por no sé qué malentendido, cerca de mí, en la primera fila de las butacas de balcón, hay ocho butacas vacías que me consuelan. (Esto es exagerado. ¡Ah, quizá el hombre nunca haya dicho una sola palabra «verdadera»!)
Entra Sarah Bernhardt.
—¡Rostand, Rostand! ¿Dónde está Rostand?
—Ha vuelto al Renacimiento —le digo.
—Qué tonto es usted —dice ella.
Y no estoy seguro de que sea una broma cariñosa. Luego dice:
—He podido ver el último acto. ¡Qué bonito! En los entreactos mi hijo me tenía al corriente, en mi camerino. Me he dado prisa en morir. ¡Por fin, aquí estoy! ¡Estoy en un estado!… Mire cómo lloro. ¡Mire! ¡Mire! Estoy llorando.
Y todo el mundo tiene ganas de decirle: «Que no, señora, se lo aseguro». Luego se precipita sobre Coquelin, le coge la cabeza con las dos manos, como una sopera, y se inclina, y se lo bebe, y se lo come.
—¡Coq! —dice—. ¡Oh! ¡Gran Coq!
Y ya le ha escrito esa carta que cita Le Figaro, una obra maestra en pergamino de cocodrilo:
«No sé cómo expresarte mi alegría por tu —nuestro— triunfo de ayer y de esta noche. ¡Qué felicidad, mi Coq! ¡Qué felicidad! Triunfa el arte, triunfa la belleza. ¡Y tu inmenso talento! ¡Y el genio de nuestro poeta! ¡Soy tan feliz, oh, sí! Te beso, y el corazón me late con la más pura alegría y la amistad más sincera. Sarah.»
¡Por fin, Rostand! Y lo coge para ella sola, siempre por la cabeza, pero esta vez como una copa de champán, o mejor: una copa de ideal.
En casa de Maire. Rostand se reúne con nosotros, luego Coquelin. Me recupero. Reparo mi entusiasmo.
—Admita que tengo derecho a ser el que está más cansado —dice Coquelin.
—Sí, después de los espectadores.
—Usted me envió una carta que es una obra maestra —dice Rostand—. Si me critica, la publicaré.
—Y quizá me agradezcan más las críticas que la carta.
Alguien le dice a Rostand: «¡La de musas, la de musas que tendría usted al pie de la cuna!».
—No había asistido a un triunfo semejante desde la guerra —dice un militar.
—Pero —le digo— ¿no la perdimos?
Digo:
—¡Voy a romper mi pluma!
—¡No lo haga!
—¡Oh! ¡Tengo una caja llena!