Publicación de La Demande, de Histoires naturelles, de La Maîtresse. Renard lleva una intensa vida literaria y teatral. Frecuenta a Rostand y a los célebres actores Lucien Guitry y Sarah Bernhardt. De mayo a noviembre, se retira con su familia a La Gloriette.
1 de enero. Quiero tener un año excepcional, y empiezo levantándome tarde, almorzando demasiado y durmiéndome en un sillón hasta las tres.
2 de enero. En casa de Sarah Bernhardt. Está echada junto a una chimenea monumental, sobre una piel de oso blanco. De hecho, en su casa la gente no se sienta: se tumba. Me dice: «Póngase ahí, señor Renard». ¿Ahí? ¿Dónde? Entre ella y la señora Rostand veo un almohadón. No oso sentarme, me arrodillo a los pies de la señora Rostand, y los míos sobresalen, sobresalen, como de un confesionario.
El número trece les asusta. Está Maurice Bernhardt,[8] con su joven esposa encinta. Para pasar al comedor, Sarah me coge del brazo. Me olvido de apartar los cortinajes. La dejo en el primer asiento, pero no, hay que ir hasta aquel gran sillón con palio. Me siento a su derecha, y enseguida sé que poco voy a comer. Sarah bebe en una copa de oro. No me decido a abrir la boca, ni siquiera para detener a un camarero que se lleva mi servilleta, y me como la carne con el tenedor de la fruta. Luego me sorprendo posando limpiamente los espárragos chupados en el descansacuchillos. También me intrigará cierto platito de cristal: es para la ensalada. Por suerte, a la izquierda de Sarah hay un médico, el inevitable médico de las novelas, de las obras teatrales y de la vida. Le explica a Sarah por qué esta noche ha oído veintiún golpes y por qué su perro ha ladrado veintiuna veces.
Luego, revista de manos: yo soy muy lunar. Ha de gustarme la luna, hablar de ella, sus variaciones me han de influir. En efecto, hablo mucho de la luna, pero raras veces la miro. En el pulgar tengo mucha más voluntad que lógica. Es cierto. A Rostand le pasa lo contrario; y Sarah me coge y vuelve a coger la mano, que es blanca y gorda, pero cuyas uñas apenas cuido. Nunca las había visto como esta noche, ni estéticas ni muy limpias.
—¡Oh! ¡Esto nos lo tenemos muy estudiado! —dice Maurice Bernhardt al fondo de la mesa.
Yo más bien creo que Sarah improvisa. Además, no descubre nada.
Luego a la señora de Maurice Bernhardt se le vuelca en el mantel un jarro con flores y agua. Me inunda. Rápidamente Sarah humedece los dedos en el agua y me frota la cabeza. Ya estoy contento por un rato.
Su lema es no pensar nunca en el mañana. Mañana pasará lo que haya de pasar, incluso la muerte. Ella disfruta de cada minuto. No recuerda qué país prefiere de todos los que ha visitado, ni qué acontecimiento la ha emocionado más. Pensaba en interpretar Casa de muñecas, pero le parece que Ibsen es demasiado enrevesado. ¡No!, ella quiere claridad en el ideal. Ama demasiado a Sardou para amar a Ibsen. Y le digo lo que pensé de ella en mi primera visita:
—Es usted gorda, guapa y amable.
La Sarah que yo conozco por su fama, que abarca un espacio de medio siglo, me turba y me confunde, pero la mujer que tengo a mi lado no me impresiona demasiado.
Luego vienen los chistes: «¿Sabe por qué las ranas no tienen cola…? Yo tampoco». «Cuando dos recién casados se acuestan, ¿qué se funde? La vela.» Etcétera. Ya no se creería uno en casa de «la Grande». Y luego, las semejanzas con animales. Sarah está segura de parecerse al antílope, Rostand a un roedor, su mujer a un cordero, Maurice a un sabueso, su mujer a una lechuza. Yo, no se sabe. Quizá tengo demasiada frente para ser un animal.
—En cuanto leí su primera línea —me dice Sarah— pensé: este hombre debe de ser pelirrojo. Y eso que los pelirrojos son malos. Además, usted es más bien rubio.
—Yo, señora, era pelirrojo, francamente pelirrojo, y malo; pero a medida que la razón me iba volviendo bueno, el pelo se iba volviendo rubio.
Y otras puerilidades.
Haraucourt anuncia solemnemente que admiro a Victor Hugo. «¡Era tan ingenioso!», dice Sarah. Hugo le regaló un anillo, la «lágrima» de Ruy Blas. A propósito de esto, parece que Robert de Montesquiou tiene un anillo con una lágrima auténtica, y dice el médico que incluso ha hecho versos que son, caramba, muy bonitos.
En el salón. Palmeras con una bombilla eléctrica bajo cada hoja. Una niña de arcilla, bajo una campana de cristal, que Sarah acabará de perfilar cuando la modelo vuelva. Retratos, y un montón de objetos de museo.
Menos charlatana que los demás, dice:
—He querido hacer de todo, escribir, esculpir. ¡Oh! Sé que no tengo ningún talento, pero lo he querido probar todo.
Sería una magnífica profesora de voluntad.
Entra el león, uno de los cinco «pumas» de Sarah Bernhardt. Lo sujetan con una cadena. Viene a olisquear las pieles y a la gente. Se despereza: tiene unas patas terribles, y garras, y Haraucourt hace bien cerrando los ojos cuando el puma viene a acariciarle el plastrón. Finalmente, para alivio de todos, se lo llevan…
Llegan dos enormes perros de morro rosado y grande; cada uno se comería un niño para merendar. Ruedan un poco por el suelo, suaves, honestos, y la ropa enseguida se nos llena de pelitos blancos.
Una botella de champán se desliza de las manos de un camarero, el tapón salta y Sarah, echada en la piel de oso, recibe el espumoso en pleno rostro. Por un momento creí que aquello formaba parte del programa…
Esa noche no busqué mi sombrero, que llevaba puesto, pero me llevé tranquilamente en la mano el de otro.
9 de enero. El entierro de Verlaine. Como decía aquel académico, los entierros me excitan. Me revitalizan. Lepelletier tenía la boca llena de lágrimas. Gritaba que las mujeres han sido la perdición de Verlaine: eso es cuando menos una ingratitud para con Verlaine. Moréas dijo: ¡Cierto!
Barrès ciertamente tiene la voz adecuada para hablar sobre una tumba, con resonancias de sepulcro y de cuervo. En efecto, ha dicho maravillas de los jóvenes, aunque Beaubourg afirma que barre un poco para casa, porque fue más bien Anatole France quien hizo a Verlaine. Antes de hablar le ha pasado el sombrero a Montesquiou. Por un momento he sentido ganas de aplaudir con el bastón sobre la tumba, pero ¿y si el muerto se despertaba?
Mendès ha hablado de una escalera con escalones de fino mármol que se sube entre laureles y rosas, hacia luces deslumbrantes. Era muy bonito y podía aplicarse a cualquiera.
A Coppée al principio le han aplaudido. Pero la gente se ha enfriado al ver que se reservaba el sitio a la diestra de Verlaine en el Paraíso. ¡Sin empujar, por favor!
Mallarmé. Habrá que releer su discurso. Lepelletier ha hecho una profesión de fe materialista, aunque por allí no había votantes. La gran cualidad de Barrès es el tacto. Podría hablar bien hasta con la boca llena.
Donnay se me presenta: es el primer servicio que me presta Verlaine.
Verlaine se fue a Holanda a dar conferencias. Le reservaron la mejor habitación. Reclamó al gerente:
—Quiero otra habitación.
—Pero si es la mejor que tenemos.
—¡Precisamente! Se lo repito: quiero otra.
Viajaba con una maleta que solo contenía un diccionario.
Vicaire parecía tomar el relevo de Verlaine sobre la tumba misma. Estaba ya muy borracho y Spont tuvo que llevárselo en un fiacre.
En el restaurante, bromeamos: reservamos la mesa y encargamos el almuerzo para el entierro de Coppée.
Me siento orgulloso de almorzar con periodistas. Con nosotros, al final de la mesa, hay dos jóvenes lo bastante jóvenes para tratarnos enseguida de viejos idiotas.
Se presenta Stuart Merrill. Es gordo y amable como un abad. Rachilde dice a De Souza:
—¡Usted es la «e» muda que tanto ruido hace!
Hay un loro que nos da la espalda y repite sin cesar: «caca, caca». Schwob lleva puesta su cara de entierro, una cara lúgubre, ojos hundidos, bigote llorón, cabello alborotado.
Otros dicen que en medio de la habitación de Verlaine había una caca.
—A Barrès los muertos le rejuvenecen —dice Schwob.
18 de enero. Quiero a Rostand y estoy contento de hacer que otros, Bernard, Boulenger, le quieran. Es mi príncipe lejano, y un hermanito cuya cara dolorosa me hace daño. Siempre temo enterarme de que ha muerto, y que se me escape de las manos. Es amable y delicado, no es malo. Quizá sea muy desgraciado. Evita las caras que no conoce, y le alegra saber que le queremos… Sí, él, en su lujo, con su hermosa mujer y su naciente fama, quizá sea muy desdichado. Su muerte me daría mucha, mucha pena.
3 de febrero.
—Lautrec es tan bajito —dice la señora de T. Bernard— que me da vértigo.
Cuando dos amigos se confían sus secretos de dinero, ¡ay de la amistad!
—El otro día, en Amants, le aplaudí mucho.
—Y yo —dice Guitry— sigo admirándole mucho. Debería usted darnos alguna obra.
—Usted es el único que podría interpretar Caquets de rupture.
—Escríbala.
—Considero estas palabras como un estímulo.
—Considérelas como un compromiso.
—Le emplazo para dentro de un mes.
Y ya ardo de fiebre, y tengo en la mirada un teatro iluminado donde triunfo. ¡Oh, qué horas más deliciosas pasaré allí!
7 de febrero. Rostand. Tiene un bonito despacho: pero no trabaja en él. Trabaja en una alcoba, sobre una mesita coja. Con el dinero de Les Romanesques se ha regalado un hermoso cuarto de baño, con bañera, y bidet junto a la bañera. Su cuñada entra y le dice: «Buenos días, maestro».
Cada vez se aísla más. Nos considera falsos, mentirosos, malignos y rapaces.
Escribe en hojas sueltas, y en los márgenes garrapatea dibujitos, y la verdad, dice la señora Rostand, algunos son muy bonitos.
Se considera capaz de reconocer talento en las personas a las que odia o desprecia.
—El discreto medio luto de su vestido a motas blancas —dice Rostand de la gallina pintada.
La verdad es que solo tengo un motivo para seguir queriendo a Rostand: mi temor a que muera pronto.
—¿Y bien? ¿Qué tiene usted que decirme?
Así me recibe esta tarde, después de haberme dado plantón.
—¡Es usted insoportable! —le digo—. Yo seguiré siendo joven, le dejo a usted con su senilidad. ¡Adiós!
—¡Rompamos! —dice.
Y tiene los ojos pequeños y estrechos. Se retuerce el bigote. Está pálido.
—Rostand, entre nosotros solo quedan unos hilos, algunas pequeñas grapas que voy a cortar.
—¡Córtelas!
Y, cuando estoy cerrando la puerta, oigo:
—¡Hay que ver, qué pesado!
Me vuelvo. Le digo hasta la vista, y que hace una noche deliciosa.
—Que se divierta —me dice.
Estoy temblando, y él tiene los labios blancos. Y quizá los dos sentimos un áspero placer en volvernos la espalda.
10 de febrero. Salomé de Oscar Wilde. Es impresionante, pero aún habría que suprimir aquí y allá algunas cabezas de Iokanan. ¡Hay demasiadas, hay demasiadas!
Herodías. Releído este cuento de Flaubert. Me deja la impresión de algo aburrido, inútil y mal escrito. Página 173: «Sin haber recibido esas órdenes, Mannaeï las cumplía, porque Iokanan era judío y porque aborrecía a los judíos, como todos los samaritanos». ¿Quién «aborrecía»? Página 171: «De repente, una voz lejana… Se inclinó para escuchar: había desaparecido». Una voz que desaparece. Página 180: «Se hizo inmóvil».
Esta tarde ha venido a verme la señora Rostand, y de buenas a primeras le digo que yo quería a Rostand como a un hermano más joven y enfermo, pero que ya no puedo verle, porque acabaríamos a bofetadas.
Ella lo sabe, lo sabe. Acaba de escribirle al padre de Rostand una carta de treinta páginas desesperadas. ¿Qué hacer? Él está incubando un suicidio. Habla de hacerse sacerdote. Se siente desligado de todo y dice que eso es el principio de la sabiduría. Va de la cama al sillón, y no hace nada, nada. Cuando tiene visitas desordena cuidadosamente unas cuantas páginas, pero en esas páginas no hay nada, apenas unos apuntes en los márgenes.
Le ha visitado un médico famoso. No sabe qué tiene. Neurastenia, astenia. Ella piensa que ojalá estuviera enfermo de verdad. Por lo menos podrían luchar. Le salvarían. Le curarían. Pero así parece un muerto.
—¿No será que tiene alguna amante?
A ella le gustaría, y si conociera a alguna mujer capaz de hacerle resucitar la empujaría a sus brazos. Y la pobre mujercita se echa a llorar. Él juega con cuchillos, con armas, con botellas, con vidrios. No hace más que manejar herramientas de muerte.
—Sí —digo—. Si estuviera muerto, hablar de todo esto sería interesante, pero él tiene el defecto de estar vivo, por poco que sea, y así solo es insoportable. Se porta como un cobarde con usted, con sus hijos, con sus amigos. Debería tener que ganarse el pan, mi pobre señora.
—No lo ganaría. Nos dejaría morir de hambre a todos, porque tiene muy poca energía, y la va perdiendo. Pronto quedará reducida a nada. Sus depresiones son cada vez más frecuentes y prolongadas, y cada vez le cuesta más recuperarse.
En esto no hay alegría ni filosofía. Solo una tristeza misteriosa y dolor sin motivos.
—¿Por qué no convierte todo eso en literatura, como Byron, Musset, Lamartine y otros?
—Ya ni siquiera tiene esa pequeña vanidad.
¿Va a morir, y a mí me quedará el remordimiento de no haber penetrado hasta el fondo en esa alma encantadora y turbia?
Siempre se comprende demasiado tarde. ¡Ah! ¡Infelices los felices!
¡Y hace un momento, como un imbécil crónico, yo soñaba con heredar! Me lamentaba por haberme quedado sin billetes de mil, etc., etc. ¡Pobres locos, todos, todos!
Pensando en todas estas cosas ya no puedo leer ni escribir. Tengo que levantarme, caminar y sacudirme, relajar un poco los nervios, que me duelen de haber estado tan tensos.
29 de febrero. Vive de nada: un pequeño dolor le basta para llenar toda su vida.
7 de marzo. Mi hermano Maurice. Cuando sale de la oficina a las seis de la tarde, no sabe qué hacer. Por ahorrar, no va al café. Regresa a su habitación, deja la puerta entreabierta, se sienta sin quitarse el sombrero ni el abrigo, y, con el mentón apoyado en el pomo del bastón, se hace una visita mientras espera la hora de cenar.
18 de marzo. ¿Por qué querer que los hombres me juzguen sin error? ¿No me equivoco yo cuando los juzgo? ¿No empiezo siendo enemigo de aquellos a los que más tarde aprecio? ¿No desdeño enseguida a quienes quise demasiado pronto?
8 de abril. Renan ha dicho: «Los que se ríen no reinarán jamás». Claro que se ríen de reinar.
21 de abril. Si yo tuviera talento, me imitarían. Si me imitasen, me pondría de moda. Si me pusiera de moda, pronto pasaría de moda. Así que más vale que no tenga talento.
24 de abril. A Catulle Mendès: «A veces me parece que me da usted palmadas en el hombro y me dice: «Jules Renard, debería darse una vueltecita por la Luna. Le cambiaría las ideas». Y yo, resignado, respondo: «No es mala idea, pero ¿cómo?». ¡No! Solo podemos dar vueltas en torno a nosotros mismos, ser conscientes de nuestro pequeño ser mezquino, y a ratos tan oscuro.
»Tras los Corneille y Racine, los grandes hombres del sueño, vinieron los La Bruyère y La Rochefoucauld, los grandes hombres de la realidad.
»A nosotros nos repugnan los liantes, los tramposos, los genios de pacotilla, los matamoros y los pomposos. El gran hombre de mañana, el que se ganará nuestra adhesión, es el escritor que no tendrá valor de escribir doscientas páginas y que a cada instante dejará la pluma exclamando:
»—¡Pero qué c… estoy haciendo, Dios mío! ¡Qué c… estoy haciendo!
»Se acabó la gente apasionada. ¡Apasionados del amor! ¿Qué? ¿De qué amor? ¿Porque uno se haya acostado con una mujer o con todas las mujeres, tiene que alzar los brazos al cielo? Nos proponen ustedes la multiplicación infinita del espasmo. ¡Pero, por favor! Lean, antes, un aforismo de Pascal, y le volverán la espalda a la más hermosa chica en cueros. No veo que esa pequeña fatiga, aunque se la renueve hasta la extenuación, sea tan maravillosa.
»En cuanto a mí, si alguien me propone escribir Les Burgraves[9] y me da la fuerza para hacerlo, le diré que no. Lo sublime, cuando se repite —¡y vaya obra maestra me propone!— es Lo insulso.
»Nos considera usted impotentes, y no quiere ver nuestra fatiga, nuestro espantoso aburrimiento. ¡Oh! Seguiremos escribiendo. Hay que seguir escribiendo siempre, pero nuestra pluma se pasea entre las flores como una abeja hastiada.
»Habla usted de «soberanas y vastas quimeras», y no sabemos de qué está hablando. Movemos la cabeza con una sonrisa, porque en esa ya no caemos.
»Mire usted, querido maestro: con Hugo, Lamartine, Chateaubriand, el genio subió demasiado alto, y se ha partido la columna vertebral. Ahora se arrastra por el suelo como una oca aldeana.
»Ya estamos hartos de estudiar «las relaciones entre los sexos». Pasamos por encima de esas parejas suyas que ruedan abrazadas por el suelo, o damos un rodeo, y vamos más lejos que usted. No tenemos ningún mérito en ser castos, porque lo somos por hastío.
»Oí a un gran poeta salir de su alcoba gritando: «¡Cielos y tierra! ¡Nos hemos amado como leones!». ¿Por qué no iba ese león a ser un pobre bicho?
»¡Y el hipo del borracho! ¿El adulterio? La pequeña fatiga a tres. Pero no tengo fuerzas ni para responderle.
»¡Ah, los machos sanos y fuertes! Y el señor Zola, que de vez en cuando se entretiene leyéndole la cartilla a la juventud, ¿no nos ha aconsejado que una o dos veces por semana nos perdamos en los trigales con las muchachas? ¡Por favor! ¡No abuse, que nos vamos a morir de risa!
»Y hemos llegado más alto y más lejos que usted, porque usted aún está empantanado en la vida, y nosotros nos acercamos a la muerte.
»Usted espera que alguien se levante: nadie se va a levantar. ¡Se está tan bien sentado, y mejor aún, acostado! Además, hemos leído demasiado: a todos los apasionados, a todos los escépticos a partir de Jules Lemaitre, y a todos los humoristas. Hemos leído bromas ligeras como el agua que fluye, y sistemas filosóficos amplios como casas de citas. Estamos asqueados, molidos, ahogados.
»¡Y esas pequeñas cochinadas del fragante amor!».
26 de mayo. Chaumot. La Gloriette. Se compró un pulverizador para sulfatar sus viñas. Se parece bastante al aparato que los vendedores de cocos llevan a la espalda. Para comprobar si funcionaba bien, miró la alcachofa, abrió el grifo y recibió un chorro de vitriolo en los ojos. Corrió como un ciego al arroyo, se lavó con agua fangosa, y desde entonces los ojos le lloran sin cesar, y están rojos como anillos de coral. Pero ya está mejor. ¡Oh, mucho mejor!
El comercio. En las tiendas de Corbigny no hay nadie, salvo en los días de fiesta. Solo la campanilla, dormida. Cuando la despiertas, grita. En la sala del fondo, cuya puerta da al jardín, se ve a alguien que asoma la cabeza, boquiabierta, sorprendida. Y la mujer o el hombre duda en venir. ¿Quién será ese? ¿Quién puede venir a molestar en día laboral?
En cuanto se casa, la mujer se marchita. Ya no tiene encanto ni coquetería. Ya no se cuida. Se viste para vivir en la trastienda. A veces subsiste lo mejor que tenía: los dientes siguen siendo blancos.
Y la mercancía se entrega de mano a mano, sin hacer paquetes.
—¡Oh! Yo —me dice un vendedora de vajilla— no sé hacer paquetes.
¿Y qué sabrá usted hacer, mi buena señora?
11 de junio. Me siento triste como un Verlaine de pueblo.
Julio. La criada Ragotte atraviesa la vida. Va hacia la muerte con su carretilla de la colada.
Tras leer una lección del profesor Carl Vogt sobre la utilidad de los topos, acabo de matar uno de un tiro de escopeta. Le veía levantar su cúpula de tierra fresca: la he destruido dos veces. Él volvía a empezar. Luego, desbrocé su agujero. Asomó la nariz al aire. Lo he matado como si nada, con mi rayo personal, forzándome un poco para ver cómo era. Para él habrá sido como sería para mí un trueno si me cayera en la cabeza. ¡Lo he matado como si fuera un dios! Estaba en medio del camino. No le hacía daño a mis lechugas, que tan poco me importan. Lo he matado. ¿Por qué? ¿Por qué? Y mi gato acaba de dejar su cagarruta en mi sillón, y no le he dicho nada.
14 de julio. Quisiera ser uno de esos grandes hombres que tenían poco que decir y lo dijeron en pocas palabras.
Los ausentes siempre se equivocan al regresar.
18 de julio. Muerte de Goncourt.[10] Lamento no haber ido a visitarle más a menudo: dos veces en toda la vida. Lamento haber imaginado que en reconocimiento de mi talento pensara en legarme algo. Lamento haberme preguntado si lo rechazaría. Haberme dicho que lo rechazaría, porque, pensándolo mejor, ya empezaba a no confiar en ello. Lamento haberme alegrado al enterarme de que el testamento podía ser impugnado, que quizá no existía. Y espero el recado de un amigo que me anuncie que figuro en el testamento. Lamento no haber hecho otra cosa que preguntarme a quiénes beneficiará. Aquel es demasiado rico, el otro la verdad es que apenas tiene talento. Solo salvo a Rosny. Luego, haberme dicho que si en mitad de mi pereza me cayesen cuatro mil francos de renta, sería una injusticia. Poco a poco, he vuelto a conceptos más elevados. Muy grande y muy pobre: ese es el ideal.
Al contrario de lo que dice el sermón de la montaña, si tienes sed de justicia, seguirás sediento.
La gloria ya no es más que un producto colonial.
Agosto. La gloria, señor ministro Alfred Rambaud, es ser un excéntrico de la literatura.
14 de agosto. Incluso en nuestras alegrías más desbordantes, guardemos en el fondo de nuestra alma un rincón triste. Es nuestro refugio en caso de alarma súbita.
Septiembre. Lo más duro de mirar cara a cara es el rostro de una madre a la que no quieres y que te da lástima.
18 de octubre. Poil de Carotte secreto.
Me gustaría ser un gran escritor para decirlo con palabras tan exactas que no pareciesen demasiado naturales.
Usábamos mal la boca. Ella, igual que yo, no sabía usar la lengua. Solo podíamos darnos besos insatisfactorios, en las mejillas o en las nalgas. Le hago cosquillas en el trasero con una pajita. Luego, me dejó. No recuerdo que su marcha me apenase. Sin duda para mí fue una liberación, ya entonces no me gustaba vivir realidades: prefería vivir de recuerdos.
La señora Lepic tenía la manía de cambiarse de camisa delante de mí. Para anudar los cordones a su cuello de mujer, levantaba los brazos y erguía el cuello. También se calentaba a la estufa levantándose el vestido más arriba de las rodillas. Y yo tenía que ver sus muslos; bostezando, o con la cabeza entre las manos, se mecía en su balancín. Mi madre, de la que solo hablo con terror, me inflamaba.
Y este fuego aún recorre mis venas. Durante el día duerme, pero de noche se despierta y tengo sueños espantosos. En presencia del señor Lepic, que lee el diario y ni siquiera nos mira, mi madre se me ofrece, poseo a mi madre que se me ofrece y vuelvo a entrar en ese seno del que salí. Mi cabeza desaparece en su boca. Es un placer infernal. Mañana, ¡qué despertar más doloroso, y qué triste estaré todo el día! Inmediatamente después, volvemos a ser enemigos. Ahora el más fuerte soy yo. Con estos brazos con los que tan apasionadamente la abrazaba, la tiro al suelo, la aplasto; la pateo y le destrozo la cara contra las baldosas de la cocina.
Mi padre, abstraído, sigue leyendo su diario.
Juro que si supiera que esta noche volveré a tener este sueño, en vez de acostarme y dormir huiría de casa. Caminaría hasta la aurora, y no caería de fatiga porque el miedo me mantendría de pie, sudando a chorros y sin parar de correr.
Lo ridículo en lo trágico: mi mujer y mis hijos me llaman Poil de Carotte.
22 de octubre. Como prefacio, ponerse ante el espejo, sacar el alma a plena luz y retratarla. Titularlo Mi psiqué y hacer un libro a cuatro francos para el Mercure de France.
Mi psiqué. ¡Pues bien, no! No quiero a mi mujer. No quiero a mis hijos. Solo me quiero a mí. A veces me llego a preguntar: «¿Qué sentiría si muriesen?». Y por lo menos anticipadamente, no siento nada, nada, nada.
24 de octubre. A cada momento me entran ganas de huir respondiendo a la llamada de otra mujer que me hiciera una señal, a la que encontraría en un parque, leyendo un libro a la sombra de grandes árboles.
¿No me da vergüenza haber creído que la felicidad está en la mediocridad? Y hay mediocridades de burgués y de santo.
27 de octubre. Mientras me está hablando, se le escapa hacia mí un salivazo enorme, casi un escupitajo. No me seco. Ni pienso secarlo. Me vengo no secándolo, y tiene que seguir hablando conmigo, con la vista clavada en ese salivazo que no puede evitar: hay algo entre nosotros.
3 de noviembre. Versos, versos, y ni una línea de poesía.
9 de noviembre. Si todos mis admiradores comprasen mis libros, tendría menos admiradores.
11 de noviembre.
—Aún me debe quince francos.
—Pero ¿no se ha enterado de que ha muerto?
—¡Oh! Entonces se los perdono.
12 de noviembre. Solo al precio de todas mis angustias doy a los demás la impresión de una seguridad perfecta.
17 de noviembre. A Ernest La Jeunesse: «En resumen, todos aquellos a los que usted ha perjudicado se han convertido en sus mejores amigos, y es una vergüenza que literatos a los que usted arrastró por el lodo le tiendan la mano, como si quisieran limpiarse».
El escritor alegre. He trabajado bien, y estoy contento de mi trabajo. Dejo la pluma, porque anochece. Ensueños en el crepúsculo. Mi mujer y mis hijos están en la habitación contigua, llenos de vida. Tengo buena salud, éxito, dinero suficiente, no demasiado.
¡Dios mío, qué infeliz soy!
18 de noviembre. Aunque me habían dicho que Schwob estaba moribundo, solo me parece muy fatigado por el régimen que sigue. Pero el esqueleto del judío asoma. Su médico ha prometido curarle.
Mientras se levanta, miro las pequeñas rarezas que le gusta disponer sobre la mesa, sobre la chimenea. Un mueble del tamaño del pulgar, con su espejo, una velita de muñeca. Anoche debió de encenderla. Quizá a su débil claridad escribió un cuento breve. Un retrato de Jean Lorrain con los ojos hinchados y cuyos párpados parecen capotas de diligencia, sueltas y que caen continuamente. Un perrito japonés regalo de Montesquiou: en toda Francia solo hay tres iguales.
No es que parezca una vieja: más bien parece una mujer madura, que está demasiado gorda y que ya no tiene pechos. Poco a poco se anima. Se alegra porque le han dicho que Ernest La Jeunesse en vez de pelo en el cuerpo tiene pequeñas matas de apretada lana, como un hombre prehistórico, y porque Pierre Louÿs ya no está en Le Journal y La Jeunesse ha caído en desgracia. Yo digo:
—Basta con leer una página de Schwob después de una página de Louÿs para saber lo que es erudición de pacotilla.
Se alegra porque Byvanck está furioso, y en la puerta me dice:
—Es usted muy amable.
—Le aprecio mucho —le digo.
Parece un pariente del Rey Ubú. Pequeños grabados clavados a la pared con chinchetas enormes. Una chimenea en la que solo quema papel. Sillones cuyos cojines nunca están en su sitio. Para las piernas, una mantita, que parece un retal.
Bosdeveix. Cuando le amenazan con la miseria, responde:
—Un sonámbulo me predijo que no moriría hasta los cincuenta y cuatro años. Ahora bien, sin dinero no se puede vivir. Así que siempre tendré dinero.
23 de noviembre. La señora Rostand necesitaba un ayuda de cámara y mediante anuncios en Le Figaro citó a una docena de criados en la calle Fortuny. Todos llegaron puntuales y se alinearon en el salón vacío. Uno de ellos dice:
—Señora, solo he venido porque la señora tiene una letra elegante.
Saca un puñado de cartas del bolsillo y dice:
—¡Mire! Hay cartas que ni siquiera las abro. Mire, señora. A esto lo llaman escribir.
Otro dejó a la duquesa de Uzés porque prefiere ser el primero en una casa pequeña que el segundo en casa de una duquesa. Otro dejó a unos señores finos porque servían mal la mesa.
—Sí, señora. Y, si la señora quiere, una noche en que esté sola y no tenga nada que hacer, le mostraré, solo por divertirla y hacerle reír, cómo ponían los cubiertos en esa casa que me he visto obligado a abandonar.
27 de noviembre. No vivo, pero aún vivo demasiado. Habría que contemplar siempre la propia vida como desde el centro de un sueño. Todo sería divertido.
28 de noviembre. Al separarme de la señora Sarah Bernhardt me hallaba en un estado de ánimo en el que habría podido escribir un hermoso poema épico, si tuviera tiempo.
1 de diciembre. No se trata de escribir cosas nuevas. Se trata de escribir un texto de cinco a seis páginas para avisar, entre gritos e insultos, que vas a escribir algo nuevo.
8 de diciembre. Como solo puedo leer cosas perfectas, ya no leo nada.
10 de diciembre. El aniversario de Sarah Bernhardt.
Cuando baja la escalera de caracol del hotel, parece que se queda inmóvil y que la escalera gira a su alrededor.
A la mesa, es alucinante. Allá donde quiera sentarme, encuentro una tarjeta con el nombre de Bergerat.
Finalmente me siento al lado de Georges Hugo, que se ha afeitado la barba y sin duda se la ha pasado a Léon Daudet, al que veo todo barbudo. Bauër suda, y se seca como si limpiara una mesa. Imagino que va a pedirle al camarero una esponja de coche. Magnífico como el escaparate de una pastelería, desborda sobre la pálida Sarah. Ella sostiene un mundo con la mirada. Es una imagen que se mueve y que tiene vida en los ojos.
—Ayer escribí su nombre —me dice Haraucourt.
—Es usted muy amable.
—En una participación de mi boda.
No sé ponerle la mantilla a una mujer. A la señora Rostand le pongo la suya al revés, y no le doy bien la punta. Le digo:
—Algún día que nos quedemos solos en un rincón he de besarle la mano para ver qué se siente.
—Un poco más arriba de la muñeca —dice ella— es donde empieza a tener sabor.
Sarah se levanta. El mismo juego adorable en la escalera. Arriba le espera Jules Chancel, que le coge la mano al pasar.
En La Renaissance. Ha querido hacerlo demasiado bien. Representa Fedra como una escena de Amants, pero en la innoble cosa de Parodi actúa admirablemente. Quizá no tiene talento, pero después de su fiesta, que es la de todos nosotros, en la que nos queremos, nos adoramos, se siente uno renovado y engrandecido; y este estado de sobreexcitación es de agradecer, y si al día siguiente no tiene uno talento, es que no es más que un cretino.
Ubú rey. El día de entusiasmo termina en lo grotesco. A la mitad del primer acto ya se nota que la cosa se va a hacer siniestra. Al grito de «¡Mierdra!», alguien responde: «¡Comre!». Y todo se va a pique. Si mañana Jarry no escribe que nos ha gastado un bromazo, estará acabado. Bauër ha cometido un error tan gordo como él. Y yo también, porque aunque sobre el papel Ubú rey no se aguantaba, tampoco me imaginaba tamaño desastre. Sin embargo, Vallette dice: «Es divertido», y se oye a Rachilde gritar a los que silban: «¡Basta!».
13 de diciembre. A los que me dicen: «escriba una novela», les respondo que no escribo novelas. Mi producción os la ofrezco en mis libros. Es más o menos la cosecha de un año. Decid si es buena o mala, pero no digáis que habríais preferido otra cosa.
—Sí —le digo a Bernard—, nuestros padres son inteligentes. Yo admiro al mío; es evidente que sufre porque a mí no me interesan las cosas que él ama. Vivimos como enemigos que nunca se hacen daño, que solo discuten por detalles, y que si fuera necesario se arrojarían a una hoguera para defender al otro. Durante mucho tiempo ha visto en mi mesa, en La Gloriette, las Histoires naturelles y La Maîtresse. Nunca me los ha pedido; ni yo se los he regalado. No tenía más que cogerlos: no los ha cogido. Mucho tiempo después le escribe a mi mujer: «Si estuviera en París, quizá compraría los dos últimos libros de Jules». Se los envío; ni siquiera acusa recibo. Mucho más tarde vuelve a escribir a mi mujer: «Quería hacerle algunas observaciones sobre los libros de Jules, pero, pensándolo bien, me parece inútil».
27 de diciembre. Si has perdido el día, piénsalo, y no lo habrás perdido.
28 de diciembre. El paraíso no está en la tierra. Pero hay fragmentos. En la tierra hay un paraíso roto.
30 de diciembre. Las dos cerdas. La que iba encima se esforzaba por hacer el verraco; pero la que iba debajo, al no sentir nada serio, seguía husmeando la tierra, y avanzaba sin prisas por el prado.
Nunca somos tan felices como cuando nuestras bromas hacen reír a la criada.
Desaparecen libros misteriosamente, como si el autor, juzgándonos indignos, los hubiera recuperado.
Aunque no me dé usted una respuesta definitiva, bien puede decirme que sí.
Un mono: un pariente pobre.
Los muros de provincias sudan rencor.