Renard alquila en Chaumot, a dos kilómetros de la población de su infancia de Chitry-les-Mines, una casa a la que bautiza «La Gloriette», nombre que también da a su esposa. A finales de año se estrena en París su obra teatral La Demande, escrita en colaboración con Georges Docquois.
1 de enero. Examen. No he trabajado bastante: demasiado prudente. Porque yo, que en la vida soy más bien abundante, que derrocho energía, en literatura, en cuanto cojo la pluma, ya dudo, lleno de escrúpulos. No imagino un buen libro, sino la página mala que podría echarlo a perder y me impide escribirlo. Tengo que repetirme que la literatura es un deporte, que todo depende del método, hoy llamado entrenamiento. No se corre ningún peligro de superar los propios límites.
No he salido bastante: hay que frecuentar a la gente para volver a ponerla en el lugar que se merece. He desdeñado demasiado el periodismo, los pequeños fastidios, los reveses de la suerte. No he leído bastante literatura griega ni latina. No he practicado bastante con las armas o la bicicleta: hay que hacerlo hasta hastiarse. Luego el trabajo mental parece una especie de salvación en un convento en el que se puede morir.
Cada vez más egoísta: nada que hacer. Tratar de no tener más felicidad que la de hacer felices a los demás. He tenido demasiado miedo de admirar libros o actos. ¡Qué manía, ser ingenioso con la gente cuando en el fondo quieres abrazarla! He pedido demasiado a mis amigos, hipócritamente, que elogien Poil de Carotte. Cuando se ha hecho algo, hay que dejarlo a su suerte. El «bravo» que esperabas no llega nunca, pero el que no esperabas llega. La justicia existe, pero la imparte un bromista. Es un juez jovial, que se ríe de nosotros, nos engaña, pero a fin de cuentas no se equivoca nunca.
He comido demasiado, dormido demasiado, temido demasiado las tormentas. Gastado demasiado: no se trata de ganar mucho dinero sino de gastar poco.
He despreciado demasiado la opinión de los demás en los asuntos importantes, consultado demasiado a los demás en los triviales. ¿He de salir con este abrigo, ponerme ese sombrero? Va a llover, pero no cogeré el paraguas porque tengo un bastón bonito y quiero lucirlo.
He disfrutado demasiado compadeciendo la desgracia de los demás. Adquirido un aire de hombre aplomado, seguro de sí mismo. He hecho demasiado el crío con mis maestros, y, con los más jóvenes, el gran hombre sencillo, genial a su pesar.
He mirado demasiado en los quioscos para ver si me publicaban, leído demasiado los periódicos para ver si me citaban. Enviado y dedicado demasiados libros, perdonando a los críticos, con brusca ternura, el bien que me habían hecho al no hablar ni bien ni mal de mí.
He querido demasiado a mis hijos por pose de buen papá, ostentado demasiado la indiferencia de mi corazón respecto a mi familia. Compadecido demasiado a los pobres, a los que no doy nada so pretexto de que nunca se sabe.
He aconsejado demasiado a los demás lo que imaginaba que había que aconsejarles para dejarles contentos. Apreciado demasiadas cosas por los demás, no por mí. Hablado demasiado de mí, ¡oh, sí, demasiado, demasiado! Hablado demasiado de Pascal, Montaigne, Shakespeare, y no leído bastante a Shakespeare, Montaigne, Pascal.
He dicho demasiado a mis amigos: «Si muero antes que vosotros, os pido que me enterréis en Chitry-les-Mines, y en mi tumba poned sencillamente un pequeño busto con los títulos de mis obras, solo eso». Y luego añadía: «Aunque, por descontado, os pienso enterrar a todos».
Me he rebajado demasiado cuando sabía que protestarían, he halagado demasiado para que me halagasen.
No soy más que un miserable, lo sé. No por ello estoy más orgulloso. Lo sé, y seguiré así.
En el teatro, he agitado demasiado la cabeza a izquierda y derecha, como un pardillo, para hacerle arrumacos a mi joven gloria. Siempre he cambiado de opinión demasiado rápido. Leído demasiados artículos de Coppée para demostrarme que soy más listo que él.
Y me doy golpes en el pecho, y, al final, me digo: «¡Adelante!», y me recibo muy bien, ya me he perdonado. He elogiado demasiado esas revistillas que nunca abro, y despreciado demasiado los diarios, cuando cada día leo cuatro o cinco. He hablado demasiado de mi generación, y ocultado demasiado mi edad. He hablado demasiado de Barrès y apenas «escrito» su nombre.
He bebido demasiado chartreuse.
He repetido demasiado «Me parece bien…» en vez de «Me parece mal…».
4 de febrero. Ayer por la noche buscamos un nombre para nuestra casa de Chaumot. Elegimos «La Gloriette», que significa pequeña casa de recreo, y también porque es el diminutivo de Gloria, y «Gloriette» compromete a un hombre de letras, le obliga.
19 de febrero. Toulouse-Lautrec. Cuanto más lo ves, más crece. Acaba por tener una estatura un poco por debajo de la media.
2 de marzo. Ayer noche, banquete en honor de Edmond de Goncourt. Habría podido enviar un telegrama excusando mi ausencia. Me habría ahorrado doce francos, y además a los postres se lee el telegrama en voz alta. Así se destaca de la masa.
Al entrar veo a un guapo joven de pelo rizado, almidonado, abrillantado, empolvado y maquillado: «Es Lucien Daudet». Habla con vocecita de bolsillo de chaleco. Jean Lorrain, con mechones blancos y párpados caídos. Marcel Schwob, que ahora se preocupa de «esculpirse el rostro», se deja crecer los pelos, los que se dejan; pero en la parte trasera del cráneo tiene un lugar desnudo. Parece salido de uno de sus cuentos.
Jean Dolent cubierto de migas. Hablamos del trabajo por el trabajo, y se enfurece contra los que dicen: «¡Oh, Dolent está a cubierto de necesidades!». Cuando mi amigo Carrière y yo vamos de viaje y tenemos que tomar un desvío para ahorrarnos cien francos, nos apenamos. Tengo qué comer porque modero mis apetitos. Es artista el que no tiene una meta y solo se preocupa de su arte, y no de mujeres, de dinero, de su posición social. Y es artista el que desdeña los cumplidos, porque nadie le conoce como él se conoce a sí mismo.
Tissot me presenta a Georges Lecomte y le dice: «¡Aquí tiene a un hombre feliz!».
Y Fèvre hace una mueca porque le digo que me recuerda a un tal Pontsevrez, y Georges Moreau, director de La Revue encyclopédique, se me acerca y me reconoce por un retrato publicado en La Plume. A mi izquierda, un señor que recuerda haberme visto en casa de Léon Daudet, o en una estación, en ropa de viaje: no está muy seguro. Me confunde con Rochefort, al regreso de Londres. Está sordo y me habla con vocecita de monja, de forma que el que parece sordo soy yo.
—No se deja usted ver mucho —me dice Goncourt.
—Mi querido maestro, es por pura discreción.
—Pues es una tontería.
—Me alegra oírselo decir.
Es hermoso, nuestro viejo maestro. Está emocionado, y cuando le das la mano la sientes blanda, y bamboleante, como llena del agua de su emoción.
Delante de él, en la mesa, hay un imponente pastel que parece la Academia Goncourt, a tamaño reducido, modelada por un pastelero.
¿Cómo? ¿Esto es el gran Clemenceau, este señor que habla con voz entrecortada, con una mano en el bolsillo, y que te despacha una vieja fraseología? ¿Con ese escalpelo no le cortaba la carótida a los mamuts? ¡Dios mío, qué lejos estamos de estos tipos! «Buen obrero… República social…» Eh, eh, caballero, está usted entre escritores y nos ha tomado por votantes. ¿No nota nuestra decepción, y un poco nuestro desdén? Algún amigo suyo dice que usted improvisa…
Y luego, Zola nos cuenta sus enredos. ¡Ah, el viejo leñador sigue cortando leña! Finalmente Daudet, sin levantarse, le lee a Goncourt su redacción sobre «la amistad». Parece un escolar en su pupitre, inclinado sobre la temblorosa cuartilla de papel, bajo la severa mirada del maestro. Y sin embargo, Goncourt y Daudet gozaban de toda nuestra simpatía cuando, mientras aplaudíamos y lanzábamos bravos, se estrechaban la mano.
Muy bien Poincaré, con su rostro anguloso y voluntarioso, su frente gubernamental. Dice las palabras precisas. Es modesto. Relega el Estado, presenta excusas en honor de la literatura. Y a ese joven ministro de treinta y cinco años eso le permite estar sentado, sin ser ridículo y sin que nos rebelemos, a la derecha de uno de nuestros maestros, que tiene más de setenta años y que solo a esa edad puede ocupar su sitio, en primera fila.
Y Barrès, con su cabeza de gran duque desplumado, mira al joven ministro, incluso aplaude, Barrès cuya nariz se alarga hasta formar un ángulo agudo con la línea de la boca y del mentón. Le felicito por su última encarnación, y sonríe.
Georges Hugo, con la excelente salud de un verso alejandrino de su abuelo.
Hay japoneses que parecen pequeños carboneros judíos. E ingleses que parecen Oscar Wilde traducido al francés. Hay un estadounidense bajito y desfigurado, que a los doce años fundó un periódico; y treinta mil niñas se subscribieron.
Y no está François Coppée, que está enfermo y quizá este banquete le mataría. Y está Willette, con su cara de Luis Felipe antes de la gloria. Y está Huret, con su cara de ganso a punto de graznar.
El gran hall se vacía. Un rico excéntrico podría celebrar ahí un banquete con los platos que se han ahorrado gracias a los discursos. Cuando hablaban de La Fille Élisa, los camareros aguzaban el oído como si estuviera a punto de entrar. Y Goncourt antes de acostarse habrá pensado: «Verdaderamente, son tan amables que antes de morir voy a darles un volumen más de mi Diario».
19 de marzo. ¡Shakespeare! ¡Siempre hablas de Shakespeare! Hay uno dentro de ti: encuéntralo.
Hacer un poco de vida social, de vez en cuando, para beber unas copas de bilis.
13 de abril. En el caso Oscar Wilde, más cómica que la indignación de toda Inglaterra es la pudibundez de ciertos franceses que todos conocemos.
Escribir es una forma de hablar sin que te interrumpan.
30 de mayo. La prudencia no es más que un eufemismo del miedo.
29 de junio. Sé por qué detesto los domingos: porque la gente, desocupada, se permite ser tan ociosa como yo.
29 de julio. Toda nuestra crítica consiste en reprochar a otros que no tengan las cualidades que nosotros creemos tener.
10 de agosto. Alegre como cuando llueve y se sabe que un amigo está afuera.
27 de agosto. Tristan Bernard, un hombre audaz, un verdadero parisiense. Tiene el valor de apearse de la bicicleta y comprar un cucurucho de uvas en la frutería de enfrente, y comérselas allí mismo, en la acera, ante la mirada de los porteros del barrio.
30 de agosto. Capus acaba de terminar una obra con Alphonse Allais. Hacer trabajar a Allais dos o tres horas al día ha sido duro.
—Para escribir una obra de teatro —dice Capus— solo se necesita voluntad y espíritu de sacrificio. En periodismo se puede escribir una página mala un día, a condición de que al día siguiente escribas una buena. En una obra teatral, la página mala hay que romperla. Eso ha sido lo que más me ha costado hacerle comprender a Allais. Era tan rebelde a este principio como a las leyes del equilibrio. Nunca he logrado enseñarle a montar en bicicleta.
13 de septiembre. Incluso en coche, daba la impresión de ir a pie.
22 de septiembre. Me pedía la luna. Fui a buscar un cubo de agua. «Ten —le dije—, cógela. No tienes más que agacharte. ¿No puedes cogerla? Apáñatelas. No es asunto mío. Yo te he traído la luna.»
El paraíso no existe, pero hay que intentar merecer que exista.
28 de septiembre. Para convivir cada día con las mismas personas, has de mantener con ellas la actitud que tendrías si solo las vieras cada tres meses.
30 de septiembre. ¡Sé modesto! Es la clase de orgullo menos desagradable.
3 de octubre. Balzac es auténtico al por mayor, al detalle no lo es.
8 de octubre. Ayer Allais me dijo que vio a Schwob en un café miserable, hundido, dando sorbitos a un vaso de licor negro.
Solo los hombres de letras son capaces de desmigar tan meticulosamente un tema de conversación. El tema era Les Tenailles de Paul Hervieu. Allais declara que la obra le ha conmovido estúpidamente. Capus protesta contra la sequedad de Hervieu, su falta de humanidad, de interés, ese a priori por la frialdad. Ninguna emoción, dice. Frases que sobran. Esta noche Capus está agrio, y dice que hay que entender la crítica como Rochefort y Drumont entienden la política: con parcialidad e indignación.
—Me he cruzado —dice Allais— con Hervieu, que me ha dicho: «¡Qué cenizo soy! Hoy el Français cierra en duelo por la muerte de Pasteur!». ¡Y tiene quince mil francos de renta!
Y Allais ríe esquinado, cubriéndose los labios con las manos para ocultar la edad de sus dientes.
Digo que los literatos ganan demasiado dinero.
—Cambiará usted de opinión —dice Capus— en cuanto le aumenten. Pero comparto su idea. Yo gano dinero para pagar mis deudas. Desprecio a los que ganan dinero sin motivo.
Y Capus muestra una superioridad real sobre Allais, cuyas bromas siempre son un poco las mismas, y más bien gruesas. Allais habla de sus padres, que viven en Honfleur.
—Ahora están orgullosos de ti —dice la señora Allais.
—¡Especie de imbécil! ¿Por qué iban a estar orgullosos? Están contentos de que su pobre hijo gane dinero, y nada más. Durante mucho tiempo, allá en Honfleur, se preguntaban: «¿De qué vivirá? Estudió para farmacéutico, luego ha llevado vida de bohemia sin endeudarse nunca, de vez en cuando le pedía un billete de cien francos a su madre, que no se hacía de rogar; y hoy toda la juventud de Honfleur está con él».
Viven en un hotel. Tienen doscientos mil francos que no tocan y que guardan para comprarse una propiedad en Honfleur. Se han traído de Blois a un pequeño groom, al que pagan quince francos al mes y que no tiene nada que hacer. Cada mañana, en el hotel, le pregunta a la señora: «¿Qué quiere que haga?». No saben qué decirle. Así que le mandan a llevar una carta a un amigo ausente, y le dicen que espere respuesta.
31 de octubre. Jules Renard, alcalde de Chaumot. ¡Qué bien quedará en la portada de mis libros!
15 de noviembre. El conejo tiene el gesto humano de un hombre que se mesa la barba.
16 de noviembre. Añadid dos letras a «París»: es el Paraíso.
25 de noviembre. El hombre verdaderamente libre es el que sabe rechazar una invitación a cenar sin dar excusas.
29 de noviembre. Lee todas las biografías de los grandes muertos, y amarás la vida.
2 de diciembre. A los grandes la modestia les va bien. Lo que es difícil es no ser nadie y sin embargo ser modesto.
6 de diciembre. Estoy dispuesto a firmar la petición por Oscar Wilde, a condición de que se comprometa firmemente a no volver a… escribir.
9 de diciembre. Ayer tarde, Rostand y yo dimos un gran paso hacia la ruptura. Cuando dejas de ser formal con un amigo la desavenencia está próxima. Lo sé bien porque he gastado amigos por docenas.
26 de diciembre. Rostand levanta pesas con su tristeza.
Sarah Bernhardt. Busco un epíteto que resuma mis impresiones. Solo encuentro este: «Es amable». No quería verla. Ahora el ídolo ridículo y molesto que me había hecho de ella se ha roto. Queda una mujer a la que creía delgada, y que es gorda, a la que creía fea, y que es guapa, sí, bella como la sonrisa de un niño.
Cuando Rostand ha dicho: «Le presento a Jules Renard», se ha levantado inmediatamente de la mesa y, en un tono alegre, pueril, adorable:
—¡Oh! ¡Qué contenta estoy! Es tal como me lo imaginaba, ¿verdad, Rostand? Señor, soy su admiradora.
—Señora, saber que pueda usted admirar las obras (he dicho «las obras») de Jules Renard es la sorpresa de mi vida.
—¿Por qué? —dice ella—. ¿Me tomaba usted por una imbécil?
—¡Vaya! He dicho una impertinencia.
—¡No, no!
Y se pone carmín en los labios.
Más tarde, en la escalera, se me ocurre esto: «No, señora, la tomaba por una mujer de genio, con todos sus inconvenientes». Quizá ha sido aún peor.
—¿Nota usted qué frío tengo? —dice acariciando la mejilla de Rostand, al que llama «su poeta», «su autor».
—En efecto, está helada —dice Rostand.
¡Y las palabras que no acuden! Imposible ser brillante. Estoy muy emocionado, prendado, y quisiera hacerme el importante.
—¿Qué está haciendo ahora, Renard?
—Señora, acabo de hacer algo muy hermoso: acabo de escucharla.
—Sí, es usted un amor. Pero ¿qué está escribiendo?
—Oh, poca cosa. Naderías, historias naturales, animales. No son tan hermosos como este —digo señalando a su perro, un perro soberbio al que llama Djemm, creo.
Y mi voz de pobre infeliz se pierde entre el pelo del perro.
—¿Sabe —dice ella— a quién se parece usted? ¿Se lo han dicho ya?
—Sí: a Rochefort.
—No, a Albert Delpit.
Otras voces:
—A Duflos… A Lemaitre.
Encuentro que me parezco a demasiada gente.
—¿Y a usted, señora, le gustaba Albert Delpit?
—No.
—¡Oh!
—Pero a usted le quiero. Delpit se hundió.[6] Usted, en cambio, subirá. Además, es inevitable. Ya no puede equivocar el camino.
A nuestro alrededor parecen un poco sorprendidos de que la actriz muestre tanto interés por mí. Preguntan: «¿Quién es?». Unos lo saben, otros no.
Luego ella se va, sola, a representar la tragedia más bella del mundo.