Renard asiste a la publicación simultánea de sus libros Le Vigneron dans sa vigne y Poil de Carotte, con gran eco de la crítica.
3 de enero. Un silbido vencía los aplausos de mil manos.
4 de enero. No hay amigos: hay momentos de amistad.
15 de enero. El otro día D’Esparbès, oficial de Academia, se preguntaba, con una especie de temor de iluminado, qué se dirían Goethe y Napoleón en su entrevista de Weimar.
Primero se dieron los buenos días, y luego:
—Me alegro de conocerle.
—El gusto es mío.
—Vaya repercusión está usted teniendo en el mundo.
—En el ejército hay buena gente, como en todas partes. ¿Y usted? ¿Nos prepara algo?
—Sí… una cosita… en verso o en prosa.
Luego, seguro que se dijeron:
—Encantado de haberle conocido.
El compañero de colegio que te rinde visita porque ha leído tu nombre en los periódicos.
Le recibes con frialdad, pero es exuberante y dice:
—¿Te acuerdas de aquel día que te di una paliza?
A la señora:
—¡Ojalá lo hubiera visto…! ¡Me mordía, rabiaba y gritaba!
A mí:
—Mira, fíjate cómo te cogí.
Y hace una demostración con el niño. Finge luchar.
—¡Exactamente así! ¿No me guardas rencor? ¡Ah! Con la cabeza eres un fenómeno, pero físicamente nunca has sido más que un mequetrefe. Todo el mundo te atizaba. ¡Ah, la de palizas que recibiste, muchacho!
¡El muy imbécil! Va a quedarse a almorzar. Y le invito a almorzar. ¡Y se pasará el día aquí!
27 de enero. Solo hago vida social cuando tengo ganas de aburrirme.
Tristan Bernard: una cabecita de niño tan impulsiva como una patata en batín.
2 de febrero. La súbita melancolía de aquel a quien le dicen: «¿Sabes que me voy de viaje?».
4 de febrero. Solo necesitaba dos amigos y un enemigo: justo lo necesario para batirse en duelo.
Por primera vez en mi vida he comido un plátano. No lo repetiré hasta llegar al purgatorio.
20 de febrero. Meteduras de pata.
Ceder el sitio a una dama en un autobús. ¡A veces se lo toman tan a mal!
—Gracias, señor. No estoy cansada.
—Por favor, señora.
—No, señor. Prefiero quedarme de pie para tomar el aire y mirar el paisaje.
Vuelve uno a sentarse, confuso como quien se ha levantado antes de llegar a su parada, o como un buen alumno que se empeña en recitar la lección que se sabe de memoria y al que el maestro le dice con sequedad: «¡Siéntese!».
La vieja que tantea el bordillo con el bastón a izquierda y derecha. ¡Allá voy, que sea lo que Dios quiera! Pero me sonríe, me hace cumplidos: siempre puede una contar con los jóvenes. Querría charlar un rato conmigo. Como no se dé prisa, la suelto y que la atropellen. Me da las gracias, posa sus dedos en mi manga. ¿Alguien le ha pedido algo?
Y me escapo, sonrojado, avergonzado de mi buena acción ridícula.
22 de febrero. Te amo como a esa frase que he dicho en sueños y que ya no puedo recordar.
Puedo decir que gracias a Poil de Carotte he duplicado mi vida.
10 de marzo. Para triunfar de veras, primero tienes que triunfar, y luego que los demás fracasen.
29 de marzo. Willette, que parece un pájaro criado por serpientes, dice:
—Un campesino es un accidente del terreno.
Y su mujer le dice:
—Bebes demasiada absenta, Pierrot.
—¿Da usted crédito a todos esos chismes? —dice Verlaine—. Yo, señor, solo me emborracho para mantener mi reputación, que me esclaviza. Solo me emborracho cuando salgo.
2 de abril. Las personas felices no tienen talento.
5 de abril. La traducción, ese crimen de personas deshonestas que, desconociendo una y otra lengua, se lanzan audazmente a la tarea de sustituir una por otra.
7 de abril. Para matar las moscas, desnudarse y untarse con pegamento líquido, mezclado con un poco de miel o salpimentado de azúcar, y pasearse por la habitación. Las moscas vuelan a pegarse a la piel. Las coges a manos llenas. Un procedimiento carente de elegancia, pero infalible.
9 de abril. Nos vemos demasiado, nos vemos menos, ya no nos vemos nunca.
9 de mayo. Sueña grandezas: eso te permitirá realizar por lo menos pequeñeces.
11 de mayo. Nuestro Diario no tiene que ser solo una cháchara, como demasiado a menudo lo es el de los Goncourt. Tiene que servir para formar nuestro carácter, para corregirlo sin cesar, para enderezarlo.
15 de mayo. Me quejo, y acabo de ver a un niño con una pierna de madera y que golpeaba el suelo con rabia por no poder seguir a los otros chicos.
16 de mayo. No basta con ser feliz: además es necesario que los demás no lo sean.
Mi sueño de ayer renace hoy de sus cenizas, y todo yo ardo en una dulce llama. Me olvido del cuerpo, del mundo y de mis manías: desde la de ganar dinero hasta la de rizarme el bigote. De repente, suena mediodía. Tengo que ir a comer, llenarme el vientre, hacer el animal, etc.
Mais un singe a grimpé dans l’arbre de ma vie
Et me fait la grimace au plus haut de ses branches.
[Pero un mono ha trepado por el árbol de mi vida
y me hace muecas desde lo más alto de sus ramas.]
17 de mayo. Mi literatura: cartas a mí mismo que os permito leer.
29 de mayo. Por fin soy calvo. ¡Mejor así! ¿De qué me servían los cabellos? No eran un adorno, y me dejaban a merced de ese ser innoble, el peluquero, que me escupía su desprecio a la cara, o me acariciaba como una amante, o me daba palmaditas en la mejilla como un sacerdote.
Me aflige la idea de que ya tengo treinta años. Toda una vida muerta a mi espalda. Ante mí, una vida opaca de la que no veo nada. Me siento viejo, triste como un viejo. Mi mujer me mira, sorprendida de verme tan sombrío. Mi Fantec me dice: «¿Así que envejeces, papá?». Y, desde fuera, nadie me escribe, nadie me da pruebas de simpatía ni se interesa por mi lamentable aventura.
30 de mayo. Mi literatura no es sino la continua corrección de lo que me sucede en la vida.
Como alguien que febrilmente busca en un libro qué hacer para reanimar al ahogado que yace en la orilla.
22 de junio. En el momento en que el condenado tiene la cabeza en la guillotina, antes de que cayera la cuchilla tendría que producirse un silencio. Un guardia saldría de las filas y entregaría un sobre al verdugo, y este le diría al condenado: «¡Es tu indulto!». Y haría caer la cuchilla.
Así, el condenado moriría feliz.
3 de julio. Para triunfar, has de echarle agua a tu vino, hasta que no quede vino.
A poco que uno trate de perfeccionarse, ve a los demás encoger, como si se hundiesen en la arena.
Mediocre en todo salvo en genio.
7 de julio. ¡Que la mano que escribe ignore siempre el ojo que lee!
10 de julio. Ella decía: «¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Quiere usted acostarse conmigo? ¡Hágalo! Desde que vi morir a mi pobre hermano no le niego nada a nadie».
Escribiré un libro que asombrará a mis amigos. No me consideraré superior a los demás, como Goncourt. No hablaré mal de mí para hacerme perdonar, como Rousseau. Solo trataré de ser lúcido, de arrojar luz sobre mí, para los demás y para mí mismo. Tengo treinta años. ¿Cómo he vivido hasta ahora? ¿Y ahora qué voy a hacer? ¿Me abandonaré? ¿Intentaré ser útil?
Creo que, una vez se me ha visto bien, ya no se me olvida. Mi propia vanidad me asombra, cuando la considero después de cada acceso. Si París me ofreciera una corona de laurel, como antaño a Petrarca, en una ceremonia oficial, yo no me sorprendería. Sabría cómo justificar perfectamente semejante distinción.
Me gustaría ganar mucho dinero, por el placer de echar sobre la mesa el oro y los billetes arrugados como pañuelos de bolsillo y decir: «¡Tengan, sírvanse!». Tan pronto reclamo justicia y doy unos céntimos de limosna a mis pobres, como quiero ser su abanderado.
A los veinte años, ya ha tenido su hora de fama.
11 de julio. ¿Qué hace el pájaro en la tormenta? No se aferra a la rama: sigue a la tormenta.
12 de julio. Lo exasperante:
—¡Vaya! ¡Los dos hemos tenido la misma idea! Tiempo atrás escribí una cosa parecida.
Su torre de marfil: cualquier trastienda.
Romper continuamente el hielo que vuelve a formarse en el cerebro. Impedir que cuaje.
22 de julio. Jules Renard, ese Maupassant de bolsillo.
Cuando le invitaban a cenar, Schwob[7] siempre llevaba algo. Era su plato: un volumen de Rabelais o de Pascal. Leía admirablemente, pero no diré: sin pretensiones de leer bien. Después de cada frase levantaba los ojos hacia la audiencia para asegurarse de que permanecía allí, inmóvil, cautivada y agradecida. Podía fallarle el gusto. Recuerdo que una noche, en casa de la señora de Léon Daudet, cuando le escuchábamos con complacido agrado, casi confunde a Oscar Wilde con Shakespeare. Hubo que detenerle.
Tenía manías pueriles. Entonces, deponiendo su hermosa inteligencia, parecía jugar con las hermanitas de Monelle. Cogía su dedalito, su retalito de tela, sus pequeñas agujas, y ante las narices de los directores de periódicos, a los que aborrecía, se ponía a coser lindos baberos. Narraba bien, y disfrutaba haciéndolo. Quizá ensayaba a domicilio, porque al cabo de tres o cuatro años nos pareció que algunas de sus historias seguían siendo las mismas.
No hay que tener un respeto hipócrita por los muertos. Hay que tratar su memoria como a una amiga, y apreciar todos los recuerdos que nos vienen de ellos. Hay que amarlos por ellos mismos y por nosotros, aunque disgustemos a terceros.
25 de julio. Por lo menos habré «sacado» seis años de felicidad desde que me casé, en 1888.
26 de julio. No he podido evitar decirle a la quiosquera: —Ese librito lo he escrito yo.
—¡Ah! —dice ella—, aún no he vendido ninguno.
Schwob, que ha hecho un viaje pagado por Léon Daudet, me dice:
—Comprenda que, si me hubiese negado, él se habría llevado un disgusto.
Y para que yo no vaya a su editor, me dice:
—Es un imbécil.
Este hombre que hasta de etiqueta parece en bata, cuenta historias de piratas y filibusteros que le servirán «de inspiración» cuando las copie.
Al final de la comida, mientras le sonreía y le ofrecía de beber y un excelente gruyère, tenía ganas de decirle: «Schwob, le odio. Y si me responde una palabra, una sola, le hundo en el vientre la mesa, los platos, las botellas, todo».
10 de septiembre. A Schwob: «No estoy satisfecho de ninguna de estas dos publicaciones, Poil de Carotte y Le Vigneron dans sa vigne. Sobre todo Poil de Carotte es una mezcla desagradable, en la que ya no encuentro las alegrías pasadas. Más que una «obra» es la exposición de un espíritu andrajoso en el que hay de todo: piedad, maldad, cosas ya dichas y mal gusto. Naturalmente, le estoy dando mi última impresión. Para animarme un poco tengo que recordar su preciosa carta a propósito del fragmento sobre Le Chat.
»En fin, no se hable más. Me juzgo a mí mismo con tanta sinceridad como severidad. Usted lo sabe. Pero lo que me preocupa —entre otras cosas— es que no me renuevo y que soy incapaz de renovarme. Nací atado, y nada romperá el nudo. Usted le dijo a Byvanck: «… si la vida no le da la fuerte sacudida moral que el talento necesita para liberarse de los obstáculos que él mismo se levanta». Ni siquiera esa sacudida me bastaría ya. Quizá también estoy descontento por haber dado Poil de Carotte demasiado rápido, de haberme apresurado al final para ganar un poco de dinero enseguida. Es posible. Para los que aspiran a la perfección, estos tiempos son duros…».
9 de octubre. Quiero pensar honestamente en mí mismo, y saber en qué estado se halla el hombre que soy yo, que crece desde hace treinta años. No me contemplo sin asombro. Lo primero que me sorprende es mi inutilidad, y sin embargo no llego a persuadirme de que nunca llegaré a nada.
17 de octubre. Llamo «clásicos» a los que aún no hacían de la literatura un oficio.
23 de octubre. Poil de Carotte. El día en que publicas un libro, pasearse, mirar el montón de volúmenes de reojo, como si el dependiente te mirase con desprecio, considerar un enemigo mortal al librero que no lo ha puesto en el escaparate y que sencillamente aún no lo ha recibido, que todo te hiera. ¡Los libros se convierten en pastillas de jabón! El dependiente de Flammarion gritaba: «¡Un Poil! ¡Dos Poil! ¡Tres Poil!».
6 de noviembre. Si aceptásemos el incesto con tranquilidad, el mundo podría rehacerse.
8 de noviembre. Esta noche ha venido Bernard y me ha reconciliado conmigo mismo. Me ha dicho: «Todos los amigos consideran que Poil de Carotte es lo mejor que ha hecho usted nunca. Nadie como yo ha percibido tan bien la humanidad de sus pequeños héroes. Toulouse-Lautrec quiere verle…».
Y ya me veo glorioso, lleno de mí mismo como una patata, diciendo: «¡Qué oficio más duro! La gloria cuesta cara, ¡pero es lo más envidiable que hay en el mundo!».
¡Y ya me imagino rodeado de amigos, a los que aconsejo perseverancia y honestidad, y a los que distribuyo sentencias de moribundo!
12 de noviembre. Poil de Carotte. Escribir como prefacio:
«El padre y la madre se lo deben todo al niño. El niño no les debe nada. J. R.».
15 de noviembre. Para triunfar hay que escribir inmundicias o bien obras maestras. ¿De qué se siente usted más capaz?
22 de noviembre. ¡La palabra exacta! ¡La palabra exacta! ¡Qué ahorro de papel el día en que una ley obligue a los escritores a ser precisos!
26 de noviembre. Lautrec: un pequeño herrero con monóculo. Un bolsito con compartimento doble en el que mete sus pobres piernas. Labios gruesos y manos como las que dibuja, con dedos separados y huesudos, pulgares aplastados. A menudo habla de hombres bajitos, como diciendo: «¡Yo no soy tan pequeño!».
Aprecia al ciclista Zimmermann y sobre todo al cirujano Péan, que hurga en los vientres como si buscase una moneda en el bolsillo.
Tiene habitación en una casa de tolerancia, y se lleva bien con todas esas señoras, que tienen unos sentimientos tan exquisitos que las mujeres honestas ni se imaginan, y que posan de maravilla. También es propietario de un convento, y va del convento al burdel.
Primero su pequeñez da lástima, luego lo ves muy vivo, muy amable, con un gruñido que separa sus frases y levanta los labios, como el viento la gatera de una puerta.
Tiene la talla de su nombre.
Vuelve a Péan; le divierte mucho su carnicería, la mesa de aluminio, que cuesta diez mil francos y que se sube y se baja mediante un resorte, el operado que se cae y al que recogen, la fuerza de Péan que, de un tirón, puede con todo: los ayudantes, el operado y la mesa, que arranca una muela con los dedos, y que mientras hace una carnicería habla gentilmente con la concurrencia…
Y siempre el gruñido, y siempre el deseo de contar cosas «tan tontas que están bien».
Y burbujas de baba vuelan a sus bigotes.
29 de noviembre. No he tenido éxito en ningún sitio. He cerrado la puerta al Gil Blas, a L’Écho de Paris, al Journal, al Figaro, a La Revue hebdomadaire, a la Revue de Paris, etc., etc. Ni uno de mis libros llega a la segunda edición. Gano una media de veinticinco francos al mes. Si mi hogar permanece tranquilo, es gracias a una mujer dulce como los ángeles. Me canso enseguida de los amigos. Cuando los quiero demasiado, les guardo rencor, y cuando dejan de quererme los desprecio. No sirvo para nada, ni para comportarme como un propietario, ni para hacer caridad. Hablemos de mi talento. Solo con leer una página de Saint-Simon o de Flaubert me sonrojo. Mi imaginación es una botella vacía. Con un poco de experiencia, cualquier reportero igualaría lo que yo pomposamente llamo mi estilo. Halago a mis colegas por correo, y cuando les veo les detesto. Mi egoísmo es exigente. Una ambición de tales dimensiones, que mira el Arco de Triunfo por encima del hombro. ¡Y este falso desdén por las medallas! Si me trajesen la Cruz de Honor en una bandeja, caería enfermo de alegría, y solo sanaría para decir: «¡Llévensela!». La arruga que tengo en la frente se hace cada día más profunda, y pronto los hombres tendrán miedo de mirarla y se volverán de espaldas, como si fuera una fosa. Ni siquiera trabajo como quien quiere embrutecerse, y, a pesar de todo, la verdad, hay momentos en que estoy satisfecho de mí mismo.
1 de diciembre. La rueda de la Fortuna le ha arrollado.
7 de diciembre. Y todo el mundo se queja. Y Veber, que me habla con sus elegantes aires de cabra que ramonea, comiéndose las palabras, se lamenta de que no publiquen su texto. Y se indigna. ¡Como si nunca hubiera publicado en un diario, qué diablos! Le Figaro le trata como a un principiante… La gente cree que se ha casado con una mujer rica. Primero, eso no se le puede reprochar, y segundo, es falso. Ahora tiene una mujer que alimentar… Y el otro día le decía a Xau: «Todos deberíamos imitar a Renard y, a la menor ofensa, largarnos. Porque sin nosotros no podéis hacer un diario, y, si a alguien deberíais retener aunque fuese por la fuerza de las armas, es a Renard».
Yo se lo agradezco y balbuceo: «Yo también tengo problemas, incluso problemas de dinero. Cada día me desespero durante tres o cuatro horas. Tengo una mujer buena, que me anima. Si Veber tiene, igual que yo, una mujer buena e inteligente —y no lo dudo—, está salvado. Todo acaba por arreglarse».
Y repito: «Todo acaba por arreglarse». Añado: «Hay una línea de cimas, y una de bajos fondos. Se trata de permanecer en las cimas», etc., etc.
Así, somos indiferentes a las desgracias de los demás, a menos que nos causen placer.
Y Veber, ante la charcutería, decía: «¿Qué podría comprarle a mi mujer?».
9 de diciembre. Ayer, en casa de Lautrec con Tristan Bernard. De una calle donde llovía a cántaros pasé a un estudio de un calor asfixiante. El pequeño Lautrec nos abre la puerta en mangas de camisa, con los pantalones caídos y cubierto con un gorro de panadero. Lo primero que veo, al fondo, sobre un sofá, son dos mujeres desnudas: una muestra el vientre, la otra el trasero. Bernard se acerca extendiendo la mano y diciendo: «¡Buenos días, señoritas!». Yo, incómodo, no me atrevo a mirar de frente a las dos modelos. Busco dónde dejar el sombrero, el abrigo y el paraguas que gotea.
—Si está trabajando no queremos interrumpirle —dice Bernard.
—Ya habíamos terminado —dice Lautrec—. Vístanse, señoritas.
Y va a buscar una moneda de diez francos que deja sobre la mesa. Ellas se visten, apenas cubiertas tras las telas, y de vez en cuando arriesgo una mirada, sin lograr verlas bien; y todo el rato siento en mis ojos parpadeantes su mirada retadora. Finalmente, se van. He visto muslos mates, flaccideces, cabellos rojos, pelos amarillos.
Lautrec nos enseña sus estudios de casas de citas y sus obras de juventud: enseguida se decidió por lo atrevido y lo feo. Me parece, más que nada, un hombre con curiosidad artística. No estoy seguro de que lo que hace esté bien, pero sé que le gusta lo raro, que es un artista. Este hombrecito que llama a su bastón «mi bastoncito», que sin duda sufre por su estatura, merece, por su sensibilidad, tener talento.
12 de diciembre. Yo nací para el éxito en el periodismo, la gloria cotidiana, la literatura abundante: leer a los grandes escritores lo cambió todo. De ahí, la desgracia de mi vida.
16 de diciembre. Alphonse Daudet me dice:
—Pese a mi admiración por Poil de Carotte, aún prefiero cosas como «Le Bijou» y «L’Horloge» de Le Vigneron dans sa vigne. No conozco nada más perfecto en la literatura francesa. Usted escribe obras maestras en una uña.