Renard publica varios textos en L’Écho de Paris littéraire illustré; entre ellos, la novela por capítulos Poil de Carotte, que se considerará su obra maestra hasta la publicación póstuma de este Diario. También aparecen sus libros Coquecigrues y La Lanterne sourde. Viaja con Schwob a Suiza.
11 de enero. Cuando elogia a alguien le parece que se denigra un poco.
22 de enero. Un escritor conocidísimo el año pasado.
Uno:
—Vendo, luego tengo talento.
El otro:
—No vendo, luego tengo talento.
1 de febrero. Aunque ya tiene discípulos, no podemos llamar a Jules Renard «querido maestro». Es demasiado joven. Nacido el 22 de febrero de 1864, estudió en varios institutos de los que no recuerda ni el nombre.
¿Sus proyectos? No los tiene. Oportunista en literatura.
¿Sus métodos de trabajo? Cada mañana se sienta a la mesa y espera que algo llegue. Asegura que siempre llega.
Unos dicen de él: «Tiene seco el corazón», y otros: «Es un sensible que se esfuerza en parecer cruel», y otros: «Yo le conozco: es bueno», y otros: «¡Qué miserable! ¡No le creía capaz de eso!».
Por la mañana, la vida le divierte; por la tarde, le aburre.
Cualquiera podría hacer lo mismo.
Fue celebrado como poeta por Charles Cros.
24 de abril. Subir al cielo por la soga de un ahorcado.
28 de abril. Sí, lo sé. Todos los grandes hombres primero fueron ignorados; pero yo no soy un gran hombre, así que preferiría ser famoso inmediatamente.
31 de mayo. El teatro socialista es como rogarle al emperador de Alemania que asista a nuestros ejercicios de tiro en el campo de Vincennes y pretender que con eso nos devolverá Alsacia.
25 de agosto. Se precipitó al abismo, dejando en el borde, para inmortalizarse, una pantufla.
Pero nadie encontró nunca la pantufla.
5 de septiembre. No me aburro nunca, porque considero que aburrirse es insultarse a sí mismo.
Ya se ha hecho una reputación: así que ya no hace nada.
6 de septiembre. Cuando a aquel estadista le anunciaron: «Su mujer ha muerto», preguntó:
—¿Es oficial?
15 de septiembre. El simple olor de la tinta mata mis sueños.
30 de septiembre. Duro consigo mismo, duro con los demás, a veces se dejaba ir. Seguía el entierro de algún desconocido para tener derecho a llorar.
10 de octubre. Ayer noche Schwob y yo estábamos desesperados y por un momento creí que íbamos a salir volando por la ventana como dos murciélagos.
No podemos escribir novelas ni periodismo. El éxito que merecemos ya lo hemos tenido. ¿Vamos a volver a obtenerlo eternamente? Los elogios que antes nos complacían ahora nos dejan fríos. Si nos dijesen: «Aquí tienen dinero: retírense durante tres años a donde quieran para escribir una obra maestra, y saben ustedes que si quieren la pueden escribir», no lo aceptaríamos. Entonces, ¿qué? ¿Vamos a arrastrarnos hasta los ochenta años?
Nuestra conversación nos daba una especie de fiebre negra.
Schwob se levantó y dijo que quería irse lejos.
También dijo que lo más raro que hay en el mundo es la bondad.
—Querido director —dice Schwob—, si aún duda en aceptar mi manuscrito, imagínese por un momento que estoy muerto.
14 de octubre. ¿Para qué decir que alguien «tiene» o «no tiene talento»? Dígase lo que se diga, «no hay pruebas».
¡Pero qué rápido nos entendemos, y qué interesante se hace la conversación, y qué pronto nos animamos, en cuanto, en vez de hablar solo de arte, hablamos del dinero que procura!
Alguien cuenta que Zola gana cuatrocientos mil francos al año, y que un diario le ha ofrecido diez mil francos por artículo semanal, y que Daudet se va a morir de rabia, y que Vandérem, gracias a los consejos de Capus, gana lo que quiere.
¡Qué claro y cautivador es todo esto!
27 de octubre. ¡Cuánto talento se necesita para escribir en un periódico!
1.° Tener cuidado en no resbalar con las mondas y cáscaras de la escalera que lleva a la redacción.
2.° Caerle en gracia al bedel.
4 de noviembre. Goncourt se queja de los tiempos que corren.
—Ahora, para que no te olviden, tienes que publicar una obra maestra al año. Así que voy a decidirme a publicar de nuevo mi Diario, pero no la parte que me concierne, que sería tan interesante. Venga a verme el domingo. Estaré encantado.
Nos separamos, y, como los dos vamos en la misma dirección, cogemos cada uno una acera, y, para no tropezarnos, espero a que el maestro, que camina despacito, se adelante. Hoy, entre los viejos y los jóvenes, hay mármol.
11 de noviembre. En el momento de casarse, Bergerat le dijo a Gautier:
—Tengo que confesarle que soy hijo natural.
—Todos somos más o menos hijos naturales.
—También tengo que confesarle que mi madre hace vida marital con un sacerdote.
—¿Y con quién más honorable podría vivir?
1 de diciembre. En casa de Daudet.
—Las comparaciones —me dice— no aclaran nada. Pero tengo que compararle con La Bruyère. Sí, usted es el La Bruyère moderno. ¡Ah, el día en que le den una puñalada en el corazón, qué libro más hermoso escribirá!
Una noche, Baudelaire, de regreso de un viaje, durmió en casa de Mendès y le contó lo que había ganado en toda su vida: unos quince mil francos.
18 de diciembre. El viaje de la mirada de mi padre, que primero se posa en el suelo, y mediante pequeños desplazamientos sube a mis rodillas, brinca a mi pecho —con el ojo derecho, el izquierdo se retrasa—, y finalmente se confunde con la mía, en una reunión incómoda para ambos.
22 de diciembre.
—¿Y estas líneas cortas también cuentan?
—¿Cuáles?
—Esta, por ejemplo: «¿Realmente?».
—Sí, cuenta.
El campesino fue a buscar una pluma y un tintero que parecía un frasquito para tabaco, y penosamente escribió, en una esquina del periódico, con letras infantiles, la palabra «realmente».
—Entonces —dijo enderezándose— ¿yo, así, solo por escribir esto, ya me habría ganado cinco céntimos?
—Sí —respondí.
No dijo nada y me miró directo a los ojos. Tenía una expresión de sorpresa, envidia y cólera.