Renard publica L’Écornifleur (el parásito, el sablista), con gran éxito de crítica. Colabora en varios periódicos y revistas: Gil Blas, Le Figaro, L’Écho, Le Journal, y es accionista de La Plume, revista decadente. Su prestigio literario crece, y también su familia con el nacimiento de Julie-Marie, llamada en el Diario «Baïe».
5 de enero. Trabajo mucho para que, más adelante, cuando me retire a mi pueblo, los campesinos me saluden con respeto, si me he enriquecido con la literatura.
12 de enero. Schwob a cenar.
—Daudet nos contó una cena en casa de Victor Hugo. Naturalmente, el gran poeta presidía la mesa, pero estaba a un extremo, aislado, y poco a poco los invitados iban apartándose de él, se desplazaban hacia la juventud, hacia Jeanne y Georges. El poeta estaba casi sordo y nadie le hablaba. Ya se habían olvidado de él, cuando, de repente, al final de la comida, se oyó la voz del gran hombre de la barba hirsuta, una voz profunda, lejana, que decía: «¡A mí no me han dado helado!».
Schwob me cuenta:
—En un restaurante, Baudelaire dijo: «Huele a destrucción». «No —le respondieron—, huele a coles, a mujer un poco sudada.» Pero Baudelaire repetía con violencia: «¡Os digo que huele a destrucción!».
9 de marzo. Ayer, cena de La Plume. Raros son los hombres inteligentes que tienen cara de inteligentes. Fealdades estudiadas como pomos de bastón. El horroroso Verlaine: un Sócrates taciturno y un Diógenes sucio; con algo de perro y de hiena. Se deja caer tembloroso sobre la silla que alguien le acerca cuidadosamente. ¡Oh! ¡Esa risa de nariz, una nariz precisa como la trompa de un elefante, y las cejas, y la frente!
Al entrar Verlaine, un señor, que al cabo de unos instantes demostraría ser imbécil, dice:
—¡Gloria al genio! ¡No le conozco, pero gloria al genio!
Y aplaude.
El abogado de La Plume exclama:
—La prueba de que tiene genio es que le da igual.
Luego le sirven unos fiambres a Verlaine, que rumía.
A la hora del café, todo es «maestro» y «querido maestro»; pero él está inquieto, y pregunta dónde está su sombrero. Parece un dios borracho. Lo único que queda de él es nuestro culto. Sobre un traje andrajoso —corbata amarilla, abrigo que en más de un lugar debe estar pegado a la piel— una cabeza de piedra sillar en demolición.
1 de abril. Renunciar absolutamente a las frases largas, que más que leerse, se adivinan.
7 de abril. Oscar Wilde almuerza a mi lado. Tiene la originalidad de ser inglés. Te ofrece un cigarro, pero lo elige él mismo. No es que salude a cada comensal: es que los estorba a todos. Tiene un rostro amasado con gusanitos rojos, y dientes grandes y cariados. Es enorme y lleva un bastón enorme. Schwob tiene delgados filamentos rojizos en el blanco de los ojos. Wilde dice:
—Loti ha editado sus acuarelas. La señora Barrès es fea. No la he visto, porque yo lo que es feo no lo veo. Sí, sé cómo trabaja Zola: a base de documentos. Un día, un amigo mío le llevó dos carros llenos. Zola se frota las manos, termina su libro, pero mi amigo le trae tres carros más: Zola tuvo que dormir fuera. ¡Trescientas páginas sobre la guerra! Un amigo mío que regresaba de Tonkin me dijo: «Cuando íbamos ganando parecíamos niños que juegan a la pelota; vencidos, parecíamos jugadores a la mesa de una taberna de mala muerte jugando con una baraja sucia». ¡Es una explicación mejor que La Débâcle!
18 de mayo.
—Su cabeza, Renard, es dolicocéfala (y me palpa el cráneo, y parece que me tome la medida para un sombrero). Usted es de la serie de los Sterne, y Schwob de la de los Hoffmann.
11 de junio. El talento es como el dinero: para hablar de él no hace falta tenerlo.
A una criada: «Duerme usted demasiado, hija mía. Duerme usted tanto como yo».
¡Y pensar que si fuese viudo tendría que salir a cenar fuera!
13 de julio. El caracol tiene cuello de jirafa.
20 de julio. El Racine sobre la mesa de Verlaine.
—Un día —cuenta Schwob— fui a ver a Verlaine, en una pensión miserable. Le ahorro la descripción. Abro la puerta. Había una cama mitad de madera y mitad de hierro, un orinal de hierro lleno de cosas, y olía mal. Verlaine estaba acostado. Solo se veían mechones de cabello, la barba y un poco de su cara, de piel marchita, de un feo color de cera amarilla.
»—¿Está usted enfermo, maestro?
»—¡Uh! ¡Uh!
»—¿Se acostó tarde, maestro?
»—¡Uh! ¡Uh!
»Su cara se volvió. Vi toda la bola de cera, de la que amenazaba desprenderse un pedazo manchado de barro: la mandíbula inferior.
»Verlaine me alargó la punta de un dedo. Estaba vestido. Sus zapatos sucios asomaban de la cama. Se volvió hacia la pared, con sus ¡Uh! ¡Uh!
»En la mesita de noche había un libro: era un Racine.
Schwob también me dice:
—Pregúntele a Barrès cómo murió el escritor Hennequin. Le encanta contarlo. Dice que esa historia demuestra que Hennequin era un hombre casto, por qué Odilon Redon dibuja tan mal, y que la señora Hennequin tenía un corazón a la antigua.
»Hennequin se quería bañar en el río y le dijo a Redon:
»—Usted no mire.
»—Nunca miro un cuerpo desnudo —respondió Redon.
»Se volvió de espaldas y permaneció inmóvil un buen rato. Mientras tanto, Hennequin se ahogaba.
»Cuando llevaron su cadáver a casa, la señora Hennequin dijo:
»—He aquí una flor cortada.
5 de octubre. La muerte de los demás nos ayuda a vivir.
10 de octubre. Verlaine, ¡ah, sí!, un Sócrates particularmente mugriento. Llega oliendo a absenta. Vanier le presta unas perras contra recibo, y Verlaine se instala, farfulla, habla con gestos, con fruncimientos de las cejas, con los pliegues del cráneo, con sus pobres mechones, con su boca como guarida de jabalíes, y su sombrero, y su corbata de cubo de basura. Habla de Racine, de Corneille que «últimamente está empeorando». Dice:
—Tengo talento, genio. Soy un hombre elegante y nada elegante.
Se revuelve porque le digo:
—¿Así que el asunto Remâcle no progresa?[5]
Tratando de erguirse, pregunta:
—¿Por qué? ¡Quiero saber por qué lo dice!
Me trata de entrometido, de inquisidor, y pide que le dejen «de una puñetera jodida vez en paz».
Me sonríe, me habla de sus elegías, de Victor Hugo, de Tennyson, un gran poeta; me dice:
—Yo escribo versos de hombre a hombre. Yo hablo en verso. Las elegías son bellas, son sencillas. No tienen forma. Ya no quiero la forma, la desprecio. Si quisiera escribir un soneto, me saldrían dos.
Me dice:
—¿Así que el señor es rico?
Se descubre y se inclina casi hasta tocar el suelo, se ofrece a acompañarme a un rincón, mira la absenta con sus ojos dotados de voz, la mira como a un lago de colores, y cuando pago me dice:
—Hoy soy pobre. Mañana tendré dinero.
Aprieta las monedas de Vanier en la palma de la mano; dice, como un niño:
—Voy a sentar la cabeza y trabajar. Mi mujercita me dará un abrazo, seguro. Mientras ella pueda comer marisco, me da igual estar en la mierda.
Farfulla, asquea, se te agarra, da pataditas torpes al suelo para asegurarse de que está de pie, ama a Vanier.
—Se equivocan al tratar de indisponerme con él. ¡Poco dinero gana conmigo!
En cuanto el otro le da la espalda, le amenaza con el puño:
—¡Asqueroso editor! Vanier me exprime como a una vaca lechera.
Una miseria penosa. Al ver que bebo quinquina dice:
—Ah, sí, quinqui-na-da.
Y los dientes le rechinan como risa de hiena.
Discursea sobre el «Rodrigo, ¿tienes corazón?» y «¿De esta noche, Phenice, has visto el esplendor?».
28 de octubre. El señor que nos dice: «Yo también pasé por eso».
¡Imbécil! Haberte quedado: entonces me interesarías.
Maurice Barrès, ante la amenaza de un artículo petardista de Léon Bloy que, dice, le hará mucho daño en provincias, le pregunta a Schwob si conoce a Bloy.
—Porque —dice— voy a contratar a dos hombres para que le maten antes de que publique el artículo. Y no quisiera que se confundiesen.
Schwob, encantado, compra una fotografía de Bloy y se la envía a Barrès.
12 de diciembre. Juega usted al juego inocente de preguntarse qué quedará de ellos dentro de cien años. Pero, querido amigo, ¿qué queda de usted hoy?