Renard traba dos de las amistades decisivas de su vida: las de Alfred Capus y Marcel Schwob, quien durante años será su confidente literario y moral. Publica Caquets de rupture, relato en el que más adelante basará su pieza teatral Le Plaisir de rompre.
3 de febrero. Ayer noche, cena de los simbolistas. Brindis múltiples, preparados, improvisados, leídos, farfullados. Frase de Barrès: «En el fondo del corazón, todos llevamos un petardo antisimbolista». Barrès me parece gelatinoso.
Había un joven rígidamente plastroneado, con una gran cosa blanca en el ojal. Parecía la guardia de honor del simbolismo. Le preguntaron: «¿Usted qué hace aquí?». Respondió: «Me acaban de tumbar en el bachillerato. Al salir del aula he visto que se celebraba un banquete de escritores. Me he apuntado». Había algo que le asombraba: «¡Cómo! ¡Son las once y aún tienen tiempo de entregar artículos a los diarios!».
Mendès es la pederastia hecha gesto. Mirbeau parece un suboficial de artillería. Marie Krysinska, una boca que invita a meter un pie dentro.
Raynaud no estaba satisfecho de la cena y decía: «¡Ni siquiera nos ha dado tiempo a emborracharnos un poco!».
Vanor. ¡Con cuánto talento da la mano ese muchacho!… Es de primera en saludar con la cabeza y en sonrisas simpáticas.
Moréas. El cabello le cae sobre el bigote.
Jean Carrère. Un Lamartine meridional. Cree en el ideal, en el infinito, en Job, en un montón de insignificancias, y para demostrarlo recita sus versos. Encima, querría que le tomasen por un bárbaro, y cree que cuando se publique su libro de versos todo el mundo se le echará encima. Además, Louis Denise ya se lo ha advertido.
Léon Lacour, ya gris, ya calvo, y todavía bajito. ¡Ah! ¡Los que han tomado a la literatura por una nodriza están desnutridos!
Toda esa gente dice: «yo soy un rebelde», con el aire de un viejecito que acaba de hacer pipí sin demasiadas dificultades.
4 de febrero. ¡Sí! Le hablé a las estrellas en un lenguaje selecto, quizá en verso, y, con los brazos en cruz, esperé su respuesta.
Pero quien me respondió fue un círculo de perros, perros famélicos, con aullidos monótonos.
13 de febrero. ¡Ah, la vida literaria! Esta tarde he ido a la librería Lemerre. No voy muy a menudo, por timidez. En los escaparates no había ningún Sourires pincés. Enseguida se me ocurrió la idea imbécil de que quizá se habían agotado los mil ejemplares. Al entrar, sentía palpitar muy fuerte el corazón.
Lemerre ni siquiera me ha reconocido.
16 de febrero. Marcel Schwob no ha cumplido aún los veinticuatro años. Aparenta treinta. La Coulonche le rechazó en la École Normale, por la retórica en francés, naturalmente. Se licenció con la primera plaza, antes que los normalianos que se habían presentado en la Normale al mismo tiempo que él. Nunca ha escrito una línea sin cobrarla, y entró en L’Évènement enviando una carta a Magnier desde provincias, ofreciéndose para escribir crónicas. Desprecia las melenas y se rapa la cabeza casi al cero. Es un periodista sabio y de una especie rara, un trabajador que quiere cosas, cree en cosas, desprecia cosas; para mí, todavía un enigma.
23 de febrero. George Sand, la vaca bretona de la literatura.
5 de marzo. Daudet dice: «Si yo hubiera hecho el árbol genealógico de Zola, un día me habrían encontrado colgado de una de sus ramas».
7 de marzo. Ayer noche, Schwob y yo abrimos nuestros corazones.
Es una alta inteligencia que ha superado varias crisis. Una vez incluso intentó envenenarse.
—Durante dos minutos —dice—, antes de vomitar, toqué la muerte.
Me dice:
—Al principio me pareció usted malo, pedante, insoportable, y a pesar de la admiración que siento por usted, esta noche, al venir a cenar, sufría. Venía sufriendo por sus contradicciones.
El cerebro no tiene pudor.
Retrato de Schwob. Es un hombre aislado. Piensa que hemos llegado tarde y que después de nuestros mayores solo podemos hacer una cosa: escribir bien.
Dice: «Lo que quiero decir es esto», se levanta, se pasea un poco inclinado, y habla. Tiene arcos superciliares, un notable rostro redondo, apenas un poco de cabello, y un lenguaje de seminarista distinguido.
14 de marzo. Aquí quizá va a pasar una desgracia. Hoy una celebridad con quevedos y a cuarenta francos la visita ha pronunciado la palabra «difteria». Después de eso, ya no sé qué más ha dicho. Marinette llora, yo me he quedado con un nudo en la garganta. Estamos borrachos de miedo.
Escuchamos la respiración del bebé, a veces ronca, a veces silbante. Vomitar le alivia, y quisiera verle vomitar continuamente.
Lo más terrible es que está alegre. Ríe, y quizá la muerte está al acecho. Yo hago literatura.
Nos liamos con las laringes y las faringes.
17 de marzo. Escena posible. El niño ha muerto. El padre y la madre lloran. Pero el amante coge a la mujer de la mano, le da una palmada al marido en el hombro y dice: «¡Venga, ánimo! Ya haremos otro».
15 de abril. Daudet, en vena, nos habla de los embarques de Gauguin, que quiere irse a Tahití para no ver a nadie, pero no se va nunca. Hasta el punto de que sus mejores amigos han acabado por decirle: «Tiene usted que marcharse, querido amigo, tiene usted que marcharse».
22 de abril. Una agudeza oída por el padre de Schwob.
En el teatro, un hombre está sentado al lado de un señor que tiene la nariz deforme. De repente, se vuelve hacia él:
—Mire, será mejor que se lo diga: ya hace un buen rato que su nariz me fastidia.
El hombre de la nariz deforme:
—¡Y a mí, caballero, ya hace veinticinco años!
27 de abril. Ayer, en el Moulin Rouge, en el Moulin de la Galette. Cómo duele no ser nada para la mujer que te parece bonita. Una chica en calcetines, con las piernas desnudas, hacía el «grand écart». Yo habría aceptado ser su chulo. También habría querido ser el director de la orquesta, el jefe de todo aquello. ¡Ah, pústulas de la vanidad!
7 de mayo. Mi temor era no llegar a ser más que un Flaubert de salón, inofensivo.
24 de mayo. Viaje a la Châtre, un país donde George Sand es la Virgen María. Allí tenía «su» carnicero, «su» pastelero, además del peluquero que se llevaba treinta días a Nohant.
He ido y vuelto con Henry Fouquier, y he tenido la fuerza de no preguntarle cómo se llamaba para que él no me preguntase lo mismo. Hablar de literatura sin saber con quién es la mejor manera de conservar buenas relaciones literarias.
George Sand está sentada en medio de la plaza en su pose de la Comédie Française. El guía que nos acompaña no puede pasar ante una casa sin decirnos el nombre del propietario, el valor del inmueble, su historia y qué herederos la codician. Nos cuenta que el día de la inauguración de la estatua de George Sand, su hija Solange, señora del escultor J. B. Clesinger, ofendida porque no hubiesen aceptado el busto de su marido, lo tenía expuesto en una ventana, entre coronas de flores y banderas, frente a la multitud. Añade que las obras de George Sand reportan a sus herederos entre cuarenta mil y cincuenta mil francos al año, lo que no les impide dejar que su propiedad de Nohant se esté cayendo a pedazos ni talar los árboles históricos, árboles en cuyas cortezas, dice, seguro que George Sand escribió algo.
«En pleno trabajo —dice Fouquier cuando regresamos— George Sand era capaz de levantarse porque necesitaba un hombre.» Su hija Solange resultaba aún más sorprendente. A la vez artista, juerguista y reaccionaria, a las seis de la mañana, al final de un baile, decía a Fouquier: «Corro a casa porque quiero ver qué están haciendo las criadas».
16 de junio. ¡Parece que esté uno obligado a escribir una novela, como a hacer el servicio militar!
18 de junio. Puede estar usted seguro de que nunca olvidaré el favor que le he hecho.
15 de octubre. Un duelo parece el ensayo general de un duelo.
16 de octubre. Señor, en un mostrador de carnicería he visto cerebros parecidos al suyo.
22 de octubre. Mis amigos me esperan en la novela, como detrás de una esquina.
4 de noviembre. Cena Flammarion. Solemnemente nos retiran a Schwob y a mí los platos en los que no hemos podido comer. El lenguado al vino blanco no ha llegado hasta nosotros. Nos guardamos provisiones de pan y de manzanas. Algunos pelean por el queso. Un señor imita al perro lobo y lanza aullidos. Un autor, al que creemos dramaturgo y que solo es monologuista, canta una canción… Xanrof hace el estúpido al piano. Fasquelle, el socio de Charpentier, ejecuta la danza del vientre y frotando el pulgar contra la mesa, la hace temblar. Tiene la nariz ancha, aplastada en medio de la cara. Es como si le hubieran dado una patada y se hubieran dejado el pie.
Mendès habla con Flammarion y este parece tan incómodo como un editor que escucha a un autor. El otro Flammarion, el astrónomo, que en cuanto me he sentado me ha pedido la mitad del pan, me dice que está preparando el fin del mundo: siete años de trabajo. Parece muy en paz con el cielo y más en paz aún consigo mismo. Un actor, Florent, artista, que hace imitaciones, tiene la cabeza más lisa que una nalga, y sin embargo ha conseguido peinarse con raya. A lo lejos, al final de la mesa, se ve a Ginisty, cuyos ojos son como ranuras de portaplumas. Tiene los cabellos oleosos, recién salidos de la colada, y en medio de la frente algo que Schwob toma por un ratoncito y yo por el culo de un sapo. Un señor que tiene una mancha color de vino en la cara parece un asesino que se ha sentado a la mesa sin limpiarse. Otro, una especie de Homero enrojecido y desdentado, habla de la inspiración: es el editor Lacroix, el que le hizo ganar más de un millón a Victor Hugo. Bertol-Graivil, un maestrillo flaco y condecorado.
SCHWOB: ¡Qué zoológico!
YO: ¡Y vaya melenas tienen! Es como si Dios hubiera ido con prisas y no tuviese tiempo de quitarles eso de encima.
>SCHWOB: ¡Y esas narices! ¡Vaya extraordinarias protuberancias carnosas!
Él es guapo, y yo también, sin duda.
Nos levantamos de la mesa, y veo que Mendès se abotona el pantalón.
>ALLAIS: Qué contento estoy de conocer a Jules Renard.
>YO: Yo le conocía a usted. Ha escrito un libro muy divertido.
>ALLAIS: ¡Oh! Es una obra maestra.
>YO: Recuerdo un cuento suyo. El de la chica que no quiere subir a un ómnibus cuyo color no hace juego con su ropa…
>ALLAIS: Le creo. Es una joya. Pero Renard parece triste.
>YO: En absoluto. Me estoy divirtiendo, siempre he soñado con hablar con escritores.
>MENDÈS: Un día fui a cenar a casa de Cladel, y Cladel se divertía poniendo a su niño con las nalgas desnudas sobre la sopera: así se le calentaba el culito. Cladel se reía y a nosotros se nos abría el apetito.
»Pero aún así, no es tan sucio como Philoxène Boyer, al que vi durante todo un mes con una raya de tinta en la mejilla derecha, y cuando abría el ojo, era una solución de continuidad.
COURTELINE: Eso no es nada comparado con un señor que no se quería quitar los calcetines sucios. Se ponía encima otros limpios, y los viejos iban diluyéndose a través de los nuevos. También he visto a dos borrachos jugando a las cartas. Uno, al mostrar el rey, vomitó un montón de cosas, entre otras, pedazos de riñones. El otro, igual de borracho, titubeó un momento, se levantó, y recogiendo los pedazos de riñones que colgaban de la barba de su amigo, se los metió en el bolsillo.
23 de diciembre. Visto, en casa de Schwob, a André Gide, el autor de los Cahiers d’André Walter. Schwob me presenta como un tozudo insoportable.
—Si no lo es —dice Gide con una voz aguda—, lo parece.
Es imberbe,[4] está resfriado de la nariz y la garganta, tiene mandíbulas exageradas y los ojos hinchados. Es el amante de Oscar Wilde, cuya fotografía veo en la chimenea: un señor grueso y muy distinguido, también imberbe, que ha sido descubierto recientemente.