La vida literaria de Renard empieza a ser intensa. Frecuenta a los grandes escritores contemporáneos. Publica con regularidad en el Mercure críticas literarias y otros textos que se reunirán en Sourires pincés. La familia Renard pasa los meses desde abril hasta septiembre en Barfleur, inaugurando así la costumbre de vivir medio año en el campo.
2 de enero. Se puede ser poeta y llevar el pelo corto.
Se puede ser poeta y pagar el alquiler.
Aunque sea poeta, uno puede acostarse con su mujer.
Un poeta, a veces, puede escribir en francés.
28 de enero. Los burgueses son los demás.
18 de febrero. Victor Hugo y muchos otros han visto al niño como un ángel. Hay que verlo feroz e infernal. Además, solo desde este punto de vista puede renovarse la literatura sobre el niño. Hay que acabar con el niño de azúcar que todos los Droz han creado para que el público le dé lametones. El niño es un animalito necesario. Un gato es más humano. No el niño que dice monadas, sino el animal que clava las garras allí donde encuentra algo tierno. La preocupación continua del padre es hacérselas guardar.
20 de febrero. Esa mirada peregrina que el actor pasea alrededor, incluso en sus más graves preocupaciones, para asegurarse de que le están mirando y le han reconocido.
17 de marzo. Estoy pasando un mal momento. Todos los libros me hastían. No hago nada. Me doy más cuenta que nunca de que no sirvo para nada. Siento que no llegaré a nada, y estas líneas que escribo me parecen pueriles, ridículas, e incluso, y sobre todo, absolutamente inútiles. ¿Cómo salir de esto? Tengo un recurso: la hipocresía. Me quedo horas encerrado y se creen que trabajo. Quizá me compadecen, algunos me admiran, y yo me aburro, y bostezo, con los ojos llenos de reflejos amarillos, los reflejos enfermizos de mi biblioteca. Tengo una mujer que es un ser fuerte y dulce, lleno de vida, un bebé digno de ganar un concurso, y ninguna energía para disfrutar de todo esto. Sé que este estado de ánimo no durará. Volveré a tener esperanzas, más coraje para esforzarme más. ¡Si por lo menos estas confesiones me ayudasen! ¡Si más adelante me convirtiese en un gran psicólogo, grande como Bourget! Pero no me creo lo bastante vivo. Moriré antes de tiempo, o me rendiré y me convertiré en un borracho de ensueños. Más valdría romper piedras, labrar campos. Así pues, ¿me pasaré la vida, sea corta o larga, repitiéndome: más valdría otra cosa? ¿Por qué este balanceo del alma, este vaivén del ardor? Nuestras esperanzas son como las olas del mar: al retirarse descubren un montón de cosas nauseabundas, conchas infectas y cangrejos, cangrejos morales y hediondos abandonados ahí, que se arrastran de lado para volver al mar. ¡Qué estéril es la vida de un hombre de letras que no triunfa! Dios mío, yo soy inteligente, más inteligente que muchos. Es evidente, ya que leo La tentación de San Antonio sin dormirme. Pero esta inteligencia es como agua que fluye inútil, desconocida, allí donde aún no han instalado un molino. Sí, eso es: yo aún no he encontrado mi molino. ¿Lo encontraré algún día?
18 de marzo. Los elogios se invierten como se invierte el dinero, para que nos lo devuelvan con intereses.
21 de abril. Cuando cometes una indiscreción, crees que la corriges recomendando al confidente que sea… más discreto de lo que tú has sido.
2 de junio. He construido castillos en el aire tan hermosos que me conformo con las ruinas.
21 de junio. Es sobre todo en el teatro donde cada uno es responsable de sus actos.
12 de agosto. Quizá el escritor que perdurará sea Merimée. En efecto, es el que menos usa las imágenes, esa causa de senilidad del estilo. La posteridad pertenece a los escritores secos, a los estreñidos.
4 de septiembre. Los platos desportillados duran más que los intactos.
19 de octubre. Bergerat considera que las crónicas de Fouquier son ineptas.
—Los literatos nos ponemos como un trapo, pero nos apoyamos unos a otros. ¡Yo hice entrar en el Figaro a Jules Case, a Séverine, que no pudo quedarse, y a tantos otros! Conocí a Flaubert, que vino a consultarme datos sobre el duque de Angulema. He conocido a Hugo. Le gustaba mucho mi voz, sobre todo cuando se volvió sordo (sic). Era un tímido. Cuando se hacía el importante, era que tenía miedo. También me apreciaba porque yo le hacía bromas, y siempre me sentaba a su lado en la mesa, me prefería a las mujeres. Houssaye le llevaba chicas para follar de incógnito. Dos años antes de morir, se enamoró de una carnicera y le chupaba devotamente la punta de los dedos.
29 de noviembre. Barrès ha redescubierto la mejor manera de ser nuevo: complicar la expresión de las cosas antiguas.
Pero no habría que dejar pasar la estación en que uno cree en la literatura: es una estación breve.
5 de diciembre. El señor Julien Leclerq me pide que sea su testigo contra R. Darzens. Quiere acabar con él. Pide un duelo feroz, a 15 metros, luego a 20, luego a 25, a tres balas, luego a dos, a una, luego como queramos… Novelesco, no, pero siempre ha amado. Su futuro suegro exige que le muestre un certificado médico que constate que no es pederasta.
31 de diciembre. El duelo Leclercq-Darzens. De camino, duelo-vacuna. La gente nos miraba, con los brazos cruzados.
—Señores —decía Ajalbert—, estoy muy nervioso, estoy muy nervioso. Ánimo, señores —añadió—, y compórtense como caballeros.
Darzens se reía por lo bajo. Leclercq sonreía y tiraba un poco al azar, mientras que su adversario se servía de la espada como de una aguja, apuntaba a la mano como si quisiera clavar una avispa en una hoja de parra.
—Cuando pienso —me dijo Leclercq— que este sucio asunto acaba con esa picadura, y que tengo que considerarme suficientemente vengado de las injurias de ese hombre, me entran ganas de llorar. Usted, Renard, parece furioso.
En efecto, lo estaba, y, sin jactarme, para mí habría sido una alegría batirme a mi vez.
—Pero si somos los testigos —me dijo Paul Gauguin—, ¿por qué no nos batimos también?
Él también estaba furioso.
También había dos hombres que se dieron de puñetazos, hacia el lado de Darzens. Casi se matan. Se batieron de veras, y el honor —el honor que hay que satisfacer como una necesidad— les hizo exhibirse ridículamente en la carretera ante unos tipos guasones, apenas interesados en todo aquello. ¡Es grotesco, y pensar que estoy dispuesto a ser así de grotesco!
El duelo es un pretexto para necedades de abogados, para pronunciar frases huecas y sentencias de almanaque. También es una excusa para beber mucho y no almorzar. Y un motivo para sacar de su indiferencia a un montón de amigos pánfilos que acuden como hienas a presenciar el combate. Cada uno se lleva un pedazo del ridículo que flota en el aire, y lo pegan como una etiqueta al nombre del amigo.
Con mis dos espadas, una manta y un paraguas, yo había hecho un paquete tan perfecto que habría sido un fastidio tener que deshacerlo.