El matrimonio se traslada a Chitry (Nièvre), y se aloja en casa de los padres de Renard para el nacimiento de un hijo, JeanFrançois, «Fantec» en el Diario. En noviembre, Renard participa como mayor accionista en la fundación del Mercure de France, la revista que abandera el simbolismo.
2 de febrero. Los ojos de los recién nacidos, esos ojos que no ven y en los que apenas se ve, esos ojos sin blanco, profundos y vagos, parecen hechos con un poco del abismo del que salen.
26 de febrero.
—Señora —dice una dama madura para tranquilizar a una joven dama—, cuando doy a luz es como si hiciera una gran caca.
12 de marzo. Palabras de suegra. (Durante la relectura de su diario a partir del 25 de enero de 1906, Renard escribió al margen de este párrafo la nota siguiente: «Es esta actitud con mi mujer lo que me impulsó a escribir Poil de Carotte».)
—Sí, mamá.
—Lo primero, yo no soy su madre, y no necesito sus cumplidos.
A veces olvidaba ponerle el cubierto, otras le daba un tenedor sucio, o, bien, al limpiar la mesa, dejaba adrede migas ante su nuera. O amontonaba ahí las de los demás. Cualquier pequeña vejación le parecía buena.
La oíamos decir: «Desde que esta extranjera está aquí, todo anda mal». Y esta extranjera era la esposa de su hijo. El afecto del suegro por su nuera aún atizaba más la rabia de la suegra. Al pasar junto a ella, se encogía, pegaba los brazos al cuerpo, se aplastaba contra la pared como por miedo a rozarla y ensuciarse. Lanzaba profundos suspiros, declarando que la desgracia no mata, porque de lo contrario ella ya habría muerto. Hasta escupía de asco.
A veces implicaba a toda la familia: «Habladme de Albert y de Amélie.[1] Esos sí que se entienden y son felices. No como otros que solo lo aparentan».
Detenía a una buena mujer en el pasillo, ante la puerta de su nuera, y le recitaba sus quejas. «¿Qué se le va a hacer? Son jóvenes», decía esta, relamiéndose con los chismes. «¡Ah, no siempre lo serán! —respondía la suegra—. Luego pasa. Yo también abracé mucho al mío, pero eso se acabó. La muerte se nos lleva a todos. Ya verán dentro de diez años, e incluso antes.»
Pero también tenía detalles. Seamos justos. Los tenía, y muy enternecedores:
—Preciosa, hija mía, cuente conmigo para lo que sea. No me haga caso, la quiero tanto como a mi hija. Deme, ya le lleno yo la palangana. Las tareas pesadas déjemelas a mí. Usted tiene las manos demasiado finas.
De repente, su rostro se hacía maligno:
—¿O es que no soy la criada para todo?
Y en su habitación, separaba las fotos de sus hijos y la de su nuera, dejándola aislada, abandonada, sin duda muy humillada.
29 de marzo. La exageración más tonta es la de las lágrimas. Fastidiosa como un grifo que no cierra bien.
10 de abril. El horror a los burgueses es burgués.
22 de mayo. A la hora del crepúsculo parece que más allá del horizonte empiezan los países quiméricos, los países quemados, la Tierra de Fuego, los países que nos precipitan al sueño, cuya evocación es encantadora, y que para nosotros son paraísos accesibles, Egipto y sus grandes esfinges, Asia y sus misterios, todo, salvo nuestro pobre, pequeño, flaco y triste mundo.
28 de mayo. La amistad de un escritor de talento sería muy provechosa. Lástima que todos los que desearíamos como amigos estén muertos.
25 de julio. Escribir una serie de pensamientos, de notas, de reflexiones dedicadas a Pierre, tituladas «Los cuadernos de Bululum».
El amor: amarás, es decir que querrás acostarte con una mujer, y a veces disfrutarás acostándote con esa mujer.
La literatura: no puedo darte lecciones. Puedo decirte qué libros he releído, y qué escritores me han gustado.
Música: pesca con caña junto al puente de Marigny. Desde una ventana abierta enmarcada por las ramas, me llegó una melodía nueva, y me emocioné mucho cuando, al mismo tiempo, el corcho se puso a bailar sobre el agua.
La pintura: ojalá la aprecies y tengas mejor gusto que yo, que nunca he sabido distinguir una pintura de una litografía en colores.
La familia: he sido un hombre de la transición. Tú serás el gran hombre.
La moral: ya es demasiado tarde para hablarte de ella. Nadie podría cambiar lo que hay en ti. Los principios de uno no cambian. Mi padre, que era contratista de obras públicas, tuvo muchas ocasiones de robar. Aunque sintió tentaciones, y mil motivos para ceder a ellas, nunca pudo robar. En moral, la voluntad es impotente.
La política: hazla, si los periódicos no te asquean de ella.
La filosofía: filosofa. ¡Vaya expresión! No la he inventado yo. Pero sé moderado. Un aficionado se arriesgó a volar en globo varias veces. Vio un mundo desconocido desde una perspectiva nueva. Sintió una gran alegría, experimentó una gran emoción. El globo vuelve a posarse. Él salta de la barquilla y se va, dejando tras de sí el globo un poco desinflado. El aficionado no se hizo aeronauta.
Bululum, también te recomiendo especialmente los cuentos de hadas. Aún ahora me encantan. Las hadas se nos escapan. Son radiantes y no se las puede atrapar, y uno ama eternamente lo que no puede conocer.
Bululum, todo el mundo tiene talento, y genio, e incluso facilidad. No digas: «Este hombre carece de talento». Y menos aún lo escribas. Sencillamente di: su tipo de escritura, la clase de pensamientos que le gustan me desagradan. No tienes derecho a más.
Bululum, cuando te aburras demasiado y la vida te pese, ¡oh!, te pese a morir, coge la página de entretenimientos de cualquier periódico y resuelve el jeroglífico o el crucigrama. Con esta distracción, hasta los mayores dolores se atenúan.
28 de julio. Bululum, quien lee demasiado no retiene nada. Elige a tu hombre. Relee, reléele para asimilarlo, digerirlo. Comprender es igualar.[2] Ser el igual de Taine, por ejemplo, ya es bonito.
31 de julio. «¡No trabajas, puerco!», le decía Langibout a Anatole en la novela de los Goncourt. Y yo también tengo que decirme: «¡No trabajas, puerco!». Es la verdad. Te bebes el sol, miras, observas, disfrutas de la vida, todo lo que Dios ha hecho te parece bien hecho. Te interesan las lagartijas, y las libélulas, que, plantadas la una sobre el cuello de la otra, vuelan de ramita en ramita, y se posan, la una tiesa, la otra en línea quebrada, con la punta de la cola en el agua. Te dices: antes de escribir, hay que observar. Pasearse es trabajar. Hay que aprender a verlo todo, la hoja de hierba, las ocas que gritan en los establos, el sol poniente, la cola rosada y purpúrea del crepúsculo que se extiende por todo el horizonte como una vela desplegada en la que se posa el arco de la luna. Te atiborras de mirar cuadros, con las manos en los bolsillos. Levantas las compuertas de tu fantasía. Y esta se desborda a derecha e izquierda, sale de su cuenca, se derrama al azar, a la aventura. Incluso se te ocurren ideas tristes. Piensas en la muerte: cuando truena, con miedo, y sin miedo cuando está despejado, cuando la luz difusa se cuela por todas partes, mira por las rendijas de cada ventana y doblega las pesadas espigas, cuando quisieras estar en otra parte, a la sombra, tranquilo, lejos del mundo, y te ves, en absoluto emocionado, con los pies juntos, tumbado, recogido, casi sonriente, un palmo bajo tierra, muy cerca de las flores, de la hierba, de la vida y el ruido. Muy bien. Te escucho. Ya ni siquiera cazas. Te repugna matar un pájaro. ¿Acaso no tienen derecho a vivir? No pescas. Los peces te parecen seres vivos que tienen alas para volar en el agua, que luchan, que se escurren, que existen. Te pones elegíaco. ¡Caramba, si es que lo comprendes todo! Panteízas: ves a Dios por todas partes y en ninguna. Tienes ideas serenas que te hacen sonreír benevolente. Degustas el tiempo. Te sientes perfectamente bien, pero te lo repito: «¡No trabajas, puerco!».
30 de agosto. El sueño es el salón de los recuerdos. Favorece su regreso. Es el lugar donde se citan. Esa primita que, de joven, te gustaba por el frescor de sus mejillas, en la que hace años que no piensas y que desapareció de la vida de vigilia, regresa tentadora en el sueño, pega su boca a tu boca, enreda su cuerpo con tu cuerpo, te inflama y al amanecer te deja un largo, un indefinible pesar.
5 de septiembre. ¿Qué pido? ¡La gloria! Un hombre me dijo que yo tenía una voz propia. Otro me dijo que escribo mejor y más claro que Maupassant, otro… Y otro más… ¿Es eso la gloria? No, los hombres son demasiado feos. Yo soy tan feo como ellos. No me gustan. Me tiene sin cuidado lo que piensen. ¿Y las mujeres? Esta noche, una me ha dicho: «No me canso de releer Crime de village». Era guapa y tenía un hermoso pecho. Ya está, la gloria es mía. Pero esta mujer es una guapa imbécil. No tiene ni idea. Si fuese muda, me gustaría acostarme con ella. Si la gloria fuese eso, ya no tendría que hacer nada más. ¡Y sin embargo, salvando las distancias, es eso y no otra cosa! La cantidad varía, pero la calidad sigue siendo la misma. También es una cuestión de oído. Para esta oreja basta con un poco de algodón, esa otra necesitaría una bala entera.
25 de septiembre. Leo novela tras novela, me atiborro, me empacho, me indigesto, a fin de asquearme de sus trivialidades, de sus repeticiones, de sus artificios, de sus convencionalismos, y poder hacer algo diferente.
26 de septiembre. Solo una vez vi a Théodore de Banville. Fue en casa del señor Labitte, un poeta lamartiniano de muy mediocre talento y que me daba lástima por la forma en que me contaba las bajezas de su mujer. Esa noche Banville hizo una breve aparición. Creo que suele acostarse temprano. Recuerdo su cara, ancha y pastosa como un queso blanco. Como poeta me era completamente desconocido. Por entonces yo solo me leía a mí mismo. De todas formas, él era una celebridad, pero una celebridad que yo no controlaba. Es curioso: en aquella época, en el 84, a los veinte años, yo no padecía esta timidez invencible que me asaltó luego, como una enfermedad secreta que me impide hacer vida social y que me pone a temblar en cuanto me acerco a alguien famoso, lo cual, por otra parte, raras veces me pasa. Así pues Banville no me producía ninguna impresión especial. Labitte me presentó como poeta y como estudiante de derecho.
—Poeta está bien —dijo Banville—. ¡Pero estudiante de derecho!
Le aseguré que asistía a clase lo mínimo posible. Pareció sonreírme con benevolencia. Y eso fue más o menos todo. Creo que también me reprochó que en vez de recitar yo mismo mis primeros versos, Les Étoiles, que le parecieron «muy bien», se los diese a leer a una especie de imbécil, el señor Ruef, también poeta, pero viejo poeta fracasado, que quería darse lustre patrocinándome y convirtiéndome, complaciente, abnegadamente, en un pequeño éxito de salón.
Yo, que entonces era más vanidoso que ahora —ya he seguido el cortejo de muchos de mis sueños—, ensordecido por el murmullo de elogios que había provocado la aparición de mis estrellas, no escuchaba a Banville. Lo lamento amargamente, y ese día perdí una hermosa ocasión de oír su voz triunfal, metafórica, lírica y siempre espiritual, de la que los Souvenirs nos dan una sensación lejana y débil.
Recuerdo también que cuando el poeta Grangeneuve quiso leer, con su voz profunda, unos versos del maestro, Banville elevó la mano en un ademán lento, untuoso, sacerdotal, y dijo:
—¡No, por favor! Me apenaría.
La expresión era hermosa, pero ¡cuántas veces la repitió Banville!
Más adelante, si Dios me da a elegir el paisaje en el que volveré a nacer, le pediré un paisaje lunar, para ver eternamente la suave y hermosa luna difundiendo «sobre los bosques ese gran secreto de melancolía que les gusta contar a los viejos robles y a las orillas antiguas de los mares». Una soberbia frase de Atala, que siempre me ha producido una enorme impresión de soledad y vastedad.
28 de septiembre. Dices que aún no estás maduro. ¿A qué esperas? ¿A pudrirte?
30 de septiembre. En la sala de armas, un montón de marqueses y de condes. Esa gente vive de su nombre como otros de su trabajo. Me impresionan. Plebeyo, hijo de campesino, les considero a todos imbéciles. Sin embargo, me imponen respeto, y cuando paso ante esas tristes academias desnudas, les pido perdón tímidamente.
22 de octubre. Hoy papá se ha puesto guantes, como si fuese joven. Es una coquetería tardía. Si le preguntasen por qué los lleva, respondería que la vejez ya le está helando la punta de los dedos.
28 de octubre. En los despachos de las comisarías se encuentra uno a personas de este tipo:
El inspector:
—¿Cuántos hijos tiene usted?
—Cinco, no, seis. No, cinco.
—¡Decídase! ¿Cinco o seis?
—Más bien seis, señor inspector.
—¿Dónde vive usted?
—En la calle Legendre.
—Está bien. Puede irse.
—¡Ah! Perdón, señor inspector. Le he dicho en la calle Legendre. Pero no es en esa, es en la de al lado.
—¿Cuánto tiempo lleva usted viviendo en esa calle?
—Un año.
—¿Y no se sabe el nombre?
—Ahora no me acuerdo, señor inspector.
Y esa gente tiene el mismo derecho al voto que el señor Renan.
14 de noviembre. Ayer, día 13, por la tarde, primera reunión de La Pléiade en el Café Français: vi extraños rostros.[3] Creía que ya habíamos terminado con las melenas. Me pareció entrar en un zoo. Eran siete. Encontré a Court. No ha crecido, y aunque por lo menos hacía cinco años que no le veía, me pareció que aún no le había dado tiempo a cambiarse el cuello postizo ni la dentadura. Vallette me presenta. Todos nos conocíamos ya «de nombre». Como soy el gran capitalista del asunto, tienen la cortesía de ponerse de pie. Ya empiezo a percibir ciertos olores alarmantes. Nos sentamos y me pongo a tomar notas en mi cuaderno mental. ¡Qué melenas! Uno de ellos ríe continuamente, pero ríe mal, porque del labio inferior le cuelga un enorme grano de pus. Se le podrían contar los pelos de la barba, pero no tengo tiempo. Me fascina su cabellera, su sombrero blando, su dolmán con cuello de oficial que le ciñe el busto, y el monóculo que se le cae, vuelve a alzarse, echa destellos, molesta. ¡Esa melena le oculta las orejas! ¿O es que no las tiene? Espero que alguien abra una puerta o despliegue un periódico y el aire levante un par de mechones y así podré comprobarlo. Pero no. Los rizos son demasiado espesos y acabo por creer que le han cortado las orejas. ¡Qué manos más feas! Dedos enrojecidos, como cigarrillos mal liados. Pero no puedo dejar de mirarlos. La cosa se hace indecente. Me va a pedir diez francos por las vistas. Vuelvo la cabeza a la izquierda. Otro melenudo. Cabeza de animal, de león de un zoo pobre al que nadie peina. Es sorprendente: cabellera frondosa como un roble en junio, y casi barbilampiño. El mentón es blanco, la nariz larga, un poco aplastada, ¡vamos, una cara de león!, la boca pequeña, pero aún demasiado grande para los dientes, bonitos como colillas de cigarros. Creo que se llama Aurier. De vez en cuando se pasa la mano por la cabellera y las uñas salen llenas de una sustancia gris, grasa, resinosa. Esto me deprime, y mi cabeza se desplaza como el maniquí de un peluquero, girando sobre su eje.
Ahora estoy frente a una cabeza árida. Experimento la sensación de salir de un bosque para adentrarme en una llanura. Aquí escasea la vegetación, todo está quemado por el sol. No hay savia. Los ojos son rojos. Necesitan una cataplasma, una gasa empapada de agua fresca. Las orejas, con sus incrustaciones primitivas, parecen rocas en las que no crece nada, rocas horadadas por el efecto de una catarata. A la mirada le cuesta mantenerse fija sobre una cara así, choca con nervaciones óseas, y finalmente cae en una boca profunda y ancha donde no se ve nada claro. ¿Por qué ese señor no se cubre con una peluca? Pero no. Su cabeza ha sido segada, afeitada con esmero. No ha conservado nada. Con unas pinzas de depilar, más fácil sería extraer de ese cráneo una idea que un cabello. No dice nada. ¿Es un idiota? Ahora, cuando va a hablar, todos erguimos la cabeza, como ciervos que huelen la jauría.
Pero se oye la voz de Vallette.
—¿Se puede considerar la revista como una persona moral, jurídica? Esa es la cuestión.
—¡Ah! —¡Oh! —¡Sí!
—Porque, en fin, si nos embargan…
Todos nos consultamos. No hay duda de que nunca han poseído nada embargable, pero reina la inquietud. Esa palabra paraliza. Todos se ven en prisión, sentados en un banco, entre cestitas con comida que les han traído los amigos.
—¡Perdón! ¡Si embargasen la revista como persona moral, entonces es que la revista sería inmoral!
Creo que quien ha dicho esto soy yo. ¡Menuda tontería! No tengo ningún éxito, y me sonrojo como un colegial iluminado por reflectores.
El peligro de un embargo parece descartado. Vallette, redactor jefe, consulta un papelito escrito a lápiz, y prosigue:
—Antes que nada, el título. ¿Conservamos el título de La Pléiade?
Yo no me atrevo a decirlo, pero ese título astral me parece un poco sobado. ¿Y por qué no la Osa Mayor o el Escorpión? Además, ese nombre ya lo tomaron otros grupos de poetas en el reino de Ptolomeo Filadelfos, en el de Enrique III y bajo Luis XIII. A pesar de todo, se adopta el título.
¿Y el color de la portada?
—Color mantequilla fresca. — Blanco mate. — Verde manzana. — ¡No! Como un caballo que he visto. — Gris tordo alazán. — ¡No! ¡No!
—Color de tabaco empapado de leche.
—¿Hacemos el experimento?
Hicimos traer un tazón de leche, pero nadie quiso sacrificar su tabaco.
Empezamos a recorrer la serie de los matices, pero nos faltaban las palabras. Habríamos necesitado a Verlaine. Le suplíamos con gestos, actitudes impresionantes, gestos suspendidos en el aire, proyección de índices que agujereaban el vacío.
—¿Y usted, Renard?
—A mí me da igual.
Hablé con indiferencia, pero en el fondo adoro el verde de la revista Scapin de segunda mano, cierto verde desleído por la intemperie.
—¿Y usted, Court?
—Yo acepto lo que decida la mayoría.
—Todos aceptamos lo que decida la mayoría. Pero ¿dónde está la mayoría?
Se congrega en el malva. ¡Las cortinas malva son tan bonitas! Además, la palabra rima vagamente con alcoba, y la asociación de ideas humedece las pupilas de Aurier: debe de conocer a una gran dama elegante.
Vallette prosigue:
—En la contraportada pondremos los títulos de las obras ya publicadas. ¿Verdad? —Todos callan.
—Y de las obras de próxima aparición.
Todo el mundo quiere hablar. Aurier: Vieux; Vallette: Babylas, Dumur: Albert. Y la lista se alarga, con más títulos que si descendiera de las Cruzadas.
—¿Y usted, Renard?
—Yo no tengo títulos. ¡Ah, pero en cambio tengo un texto! —Parezco insinuar que ellos no tienen ninguno. Me miran con suspicacia.
—Pasemos al formato —dice Vallette—. Quizá teníamos que haber empezado por ahí.
—Me da igual. — Me importa un c…
—Perdón —dice Aurier—. El espacio en blanco es importante. Necesitamos márgenes, márgenes amplios. El texto tiene que respirar sobre el papel.
—Sí, pero eso cuesta dinero. — ¡Ah! ¡Ah! —Yo pido el formato en decimoctavo, que cuadra con mi biblioteca.
—Qué mezquino. — Es el tamaño de las cuentas de la tintorería. — Sí, pero es fácil de encuadernar y además permite aprovechar la composición para editar opúsculos. Así, por ejemplo, yo… —Asunto zanjado.
—Ahora veamos el contenido. Para el primer número todo el mundo ha de entregar algo.
—Estaremos apretados como arenques en un tonel.
Nos repartimos la revista en cuotas.
—Yo tomo diez, sí señor. Las pago a treinta francos.
En fin, nos apañamos como viajeros de diligencia. A mí me perdonan porque no tengo versos que entregar, y todos ofrecen versos.
—Frontispicios y viñetas, claro está.
—Sí, muchas viñetas para separar los versos de cada uno, porque si no parecen la cola ante la taquilla del teatro, todos con miedo de quedarse sin entrar. ¡Imagínate, como los confundan!…
Vallette escribirá un artículo sobre La Pléiade. Dirá más o menos lo siguiente: hay tres razones para fundar una revista, y diez para ganar dinero. Nosotros no queremos ganar dinero…
Nos miramos. ¿Quién dirá que quiere ganar dinero? Nadie. Vaya, qué bien.
—¿Seremos decadentes?
—¡No! A causa de Baju. Ya sabéis que es profesor.
—¡Lástima! ¡No nos sentaremos a la diestra del dios Verlaine!
—¿Seremos claros?
—Sí, claros. —Muy claros. ¡Oh! Clarísimos. Tampoco exageremos. Dejémoslo en claroscuros.
—Que cada uno aporte lo mejor de su cosecha —dice Vallette.
Samain, un joven distinguido y enguantado, que aún no había dicho nada, ocupado como estaba dibujando un gran culo de una mujer desnuda:
—Y la escoria, se la enviamos al Figaro.
—No os burléis de Le Figaro, que Aurier publica allí.
—Y Randon también.
Aurier es el león. Randon, la cabeza árida. Inmediatamente obtuvieron toda nuestra consideración, y así nos habló Aurier:
—Sí. Sapeck se había vuelto loco. Yo sabía algunos chismes sobre él. Un amigo me aconseja que los lleve al Figaro. Corro allá, y, el sábado siguiente, me sorprendo al encontrar mis chistes (pues él es un graciosillo) en pleno Supplément del Figaro. Paso a la caja. Me dan ochenta y seis francos con cuarenta. Me han robado cero francos con sesenta. A seis perras por línea, tenía derecho a ochenta y siete francos limpios.
Vallette:
—Le han retenido los sesenta céntimos para su jubilación.
Era el turno de Randon.
—Mi especialidad son los chismes y agudezas. Se las envío al director en persona. Han publicado cuatro. A tres francos cada una, suman doce francos. Por la mañana, al levantarme, corro al quiosco más próximo. Compro Le Petit Journal y hojeo Le Figaro. Si veo mi agudeza, corro a la caja. Me conocen. Entro como un redactor jefe.
—Pero ¿cómo saben que las agudezas son suyas?
—Primero, las firmo. Y luego, las confío a la conciencia de la «Máscara de hierro» que lleva las cuentas. Además, si el cajero duda al consultar los libros, se las recito de memoria. Se troncha, y, convencido, me paga a tocateja. ¡Venga, amigos! ¡Ánimo! Sed agudos, ingeniosos, que me resolvéis la vida. También redacto las agudezas de otros…
Quiso recitarnos algunas, pero nos parecen detestables, sin duda porque la «Máscara de hierro» aún no las había aceptado y mandado imprimir…
Desgraciadamente, la cuestión de las cotizaciones fue agitada. Vallette anunció que iba a tomar nota al dictado de cada uno, pero con lápiz, para poder borrarlas si alguien se echaba atrás. Renard, 30; Dumur, 20; Vallette, 10; Raynaud, 10; Court, 5. Se iban acortando como la cola de un lagarto. Por un momento pensé que alguien acabaría invirtiendo un botón. Legítimamente orgulloso de mis treinta francos, inmediatamente me hice una alta idea de mí mismo y del Universo, y, desdeñoso, me guardé de decir nada para aplastar bajo un montón de garantías las sospechas, que ciertamente afloraban en el corazón de aquellos hombres, sobre mi solvencia.
Decidimos que el primer y último viernes de cada mes nos reuniríamos en un café de capa caída, «para relanzarlo». Se acordó que de entrada pagaríamos dos cuotas, porque una revista tiene que poder decir: «existo», y demostrarlo, y eso no es tan fácil como pensaba Descartes…
Los vasos estaban vacíos. Quedaban tres azucarillos en un plato. Aurier los cogió con el índice y el pulgar, y los ofreció desde lejos. Las cabezas fueron de derecha a izquierda. No insistió, y, con sencillez, se guardó el azúcar en el bolsillo de la levita. «Es para mis conejos», dijo, parodiando un chiste de Taupin. Para su desayuno de mañana, quizá.
Todos se preparaban para salvar el escollo final. Todos pensábamos calladamente en ello desde las once hasta las doce y cuarto. Valía la pena: ¿quién iba a pagar las consumiciones? Las hipótesis se paseaban por los bancos, agazapadas y mudas, como arañas. El capitalista de los treinta francos se sentía obligado a hacer el gesto, pero se abstuvo. Poco a poco, las mujeres de vida airada iban yéndose, la una a solas, la otra sujetando con aspereza por el brazo o el faldón de la levita a un hombre presa del deseo. Los camareros ya se tomaban la libertad de sentarse en el mobiliario del establecimiento, mesa o silla… La cajera hacía las cuentas, y con dolor oímos sonar entre sus dedos los besos de las monedas.
Viendo esto, uno de nosotros, el señor Samain, llamó a un camarero y dijo:
—¿Cuánto?
—¿Todos los cafés?
—No: uno.
—Cuarenta céntimos, señor.
Entregó cincuenta y se levantó. Cada uno lo suyo, y una propina para el camarero. ¡Ese sí que era un «hombre»!
20 de diciembre. Llevaba cuidadosamente la lista de los que llegaron tarde a la fama, y se alegraba al constatar que tal contemporáneo de moda pasaba de los cuarenta años. Y se decía: «¡Aún tengo mucho tiempo!».