PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA DE 1976

ME sería imposible exagerar si digo lo emocionado y feliz que me siento al ver que, doce años después de haber terminado La República española y la guerra civil, la obra va a estar por fin legalmente al alcance de los lectores españoles. No es que fuera desconocida, ya que miles de españoles decididos a conocer la verdad sobre su heroica y trágica guerra civil han conseguido de una u otra forma las obras de autores como Gerald Brenan, Hugh Thomas, Broué y Témime, Herbert R. Southworth y yo mismo. Pero la autorización de una edición española me parece una oportunidad excelente para decir qué pienso de la obra a la luz de mis lecturas y mi experiencia a partir de 1964. Hay una serie de detalles que tal vez habrían sido diferentes si la hubiera escrito en 1974 en vez de en 1964. Pero, excepto errores poco importantes de nombres o cifras que he intentado corregir, no he alterado el texto. Un libro tiene una lógica interna propia que puede destruirse fácilmente si se hacen chapuzas con los detalles para incorporar la investigación o las controversias posteriores. Y, lo que es más importante, cuando un libro ha suscitado controversia, y ha sido conocido en gran medida a través de otras obras que lo ensalzan o lo condenan, hay que presentar a los lectores el texto real que dio lugar a las críticas de autores tan diversos como Noam Chomsky y los hermanos Salas Larrazábal.

Voy a mencionar en primer lugar unos cuantos matices de interpretación, y luego pasaré a las cuestiones sustanciales. Durante la década que pasé investigando y escribiendo (1955-1964), yo estaba muy influido por una serie de personalidades a las que admiraba mucho: el difunto Manuel Lorenzo Pardo, ingeniero hidráulico y discípulo de Joaquín Costa; Jaume Vicens i Vives, el principal historiador profesional de España en lo que llevamos de siglo; Manuel Giménez Fernández, dirigente del ala liberal de la CEDA; Indalecio Prieto, de los socialistas parlamentarios; Manuel de Irujo, el ministro vasco de Justicia; Dionisio Ridruejo, de la Falange; y el general Vicente Rojo, del ejército republicano. Todos estos hombres, con la excepción parcial de Vicens, estaban apasionadamente convencidos de que sólo con que ciertos individuos, o pequeños grupos de dirigentes, hubieran actuado de forma diferente en varios momentos clave, toda la historia de la República y la guerra civil podría haber sido completamente distinta. Además, yo había escrito mi tesis doctoral sobre Joaquín Costa, un hombre que siempre ponía de relieve, aunque involuntariamente, el papel de los individuos históricos; y era un admirador del ideal krausista de la creación de hombres como la clave para el progreso de la civilización. Al escribir sobre momentos clave como el verano de 1934, los levantamientos catalán y asturiano, la primavera de 1936, y los problemas internos de los gobiernos de Largo Caballero y Negrín, puede que pusiera un poco más de énfasis en las personalidades que el que pondría si escribiera hoy. No repudio lo que dije sobre las emociones y los motivos de los individuos concretos, pero creo que ahora insistiría más en los factores objetivos, económicos y diplomáticos, y menos en los individuales. En particular, ahora creo que las probabilidades de derrota de la República fueron enormes desde el principio debido a la hostilidad del mundo financiero. En mayo de 1931, los banqueros holandeses y americanos cancelaron ostentosamente los préstamos que acababan de hacer unos meses antes al gobierno real. Entre 1932 y 1936 ni siquiera una reforma agraria radical habría podido solucionar los problemas de los campesinos sin tierra. Sólo un desarrollo industrial rápido habría podido absorber a los parados rurales, y en los años treinta no había programas de ayuda extranjera del tipo de los habituales a partir de 1945. Después del alzamiento militar de julio de 1936, la hostilidad de todas las grandes potencias excepto la Unión Soviética (con la excepción parcial de una Francia tímida y dividida) colocó a la República en una situación de inferioridad abrumadora. A partir del momento que se montó la farsa del Comité de No-intervención, ya no importaría quién fuera el jefe de gobierno, ni si los dirigentes más destacados utilizaban un lenguaje marxista o capitalista liberal. Los factores económicos y diplomáticos antes mencionados contribuyeron, sin duda, al profundo pesimismo de Julián Besteiro e Indalecio Prieto, y probablemente al de Azaña tras el estallido de la guerra.

Hablando de pesimismo, debo decir que mi último capítulo probablemente sería menos sombrío si lo escribiera hoy. En aquella época yo estaba impresionado por la derrota aplastante de todas las izquierdas, manifestada por la dictadura de Franco. Una vez más, no tengo razón alguna para repudiar aquellas páginas que responden a las fechas y las circunstancias en que fueron escritas, pero en los doce últimos años han surgido una serie de factores esperanzadores. La economía se ha ido industrializando y diversificando cada vez más, aunque siga dependiendo fuertemente del capital y la tecnología extranjeros. El analfabetismo se ha reducido probablemente a menos del 10 por ciento. La Iglesia ha manifestado una comprensión y una simpatía nuevas respecto a las necesidades de la clase obrera y de los pueblos no castellanos. Gradualmente, a partir de finales de los años sesenta, se ha reproducido una restauración del antiguo pluralismo de la vida intelectual española. El pensamiento de los krausistas, los demócrata-cristianos, los republicanos, los regionalistas, los marxistas y los anarquistas ha vuelto a expresarse ampliamente de palabra y en letra impresa. Y un elemento demagógico del pluralismo anterior, a saber, el anticlericalismo, está virtualmente ausente del panorama actual. Por todas estas razones, y muy especialmente gracias al progreso económico y cultural, el futuro de España se presenta sustancialmente más esperanzador para un demócrata de izquierdas como yo, que en 1964.

Respecto a la obra de Noam Chomsky: en American Power and the New Mandarins (Pantheon, Nueva York, 1969, pp. 74-105 y 138-153) analiza mi libro como un ejemplo de las virtudes y los vicios de la historiografía «burguesa». Me reconoce una preparación cuidada y un espectro de simpatías razonablemente amplio, pero considera que la clase a la que pertenezco y mi carrera profesional me han impedido interpretar la guerra civil correctamente. Según él, yo consideraba equivocadamente que la Unión Soviética era una potencia revolucionaria a finales de la década de los 30, y minusvaloraba mucho los logros de los colectivos patrocinados por los anarquistas. Además, según él, pasé por alto las fuentes importantes. Creo que bastará un ejemplo para ver lo tendenciosas que son sus afirmaciones. En la página 138 de la obra citada, escribe que «Jackson sólo hace una referencia pasajera» a la historia anarquista en tres tomos de Peirats. De hecho, en una nota a pie de página, en la 252, me refiero a esa obra diciendo que es una de mis cuatro fuentes principales respecto a la revolución social en Cataluña. Además, él dice que yo, como supuesto «compañero de viaje», defendía la política exterior soviética y encubría la conducta represiva de los comunistas contra los socialistas de izquierda y los anarquistas. De hecho, yo expuse muy claramente los motivos pragmáticos de la política soviética, y los engaños y abusos de que fueron objeto los elementos de extrema izquierda y los republicanos de clase media del Frente Popular. En la página 249, cuando empezaba a tocar el tema de las colectivizaciones, decía de ellas que constituían la revolución social más profunda ocurrida en España desde el siglo XV. Utilizaba —haciéndolo constar en notas a pie de página— exactamente las mismas fuentes que Chomsky me acusó de pasar por alto. Nadie que haya leído mi capítulo sobre «La caída de Largo Caballero» puede acusarme de encubrir la actuación de los comunistas respecto a sus compañeros del Frente Popular. Como que, en realidad, mi texto no confirma mucho la opinión que Chomsky tiene de mí, frecuentemente recurre a la afirmación de que Jackson «evidentemente» o «al parecer» cree esto o lo otro. No voy a entrar en más detalles en este prólogo; sólo pido a todos los lectores que tengan una actitud de suma cautela ante la utilización que hace Chomsky de palabras como «evidentemente» o «al parecer», y en general que comparen las opiniones que me atribuye con lo que de hecho digo y las referencias que incluyo en mi libro.

Hay dos áreas específicas —la intervención extranjera y el total de bajas— en las que, si escribiera hoy, mis cálculos cuantitativos serían algo diferentes de los de este libro. Empecemos por la intervención extranjera. Basando mis afirmaciones en las investigaciones de J. R. Hubbard (páginas 361-362), yo indicaba lo bien que le había ido a Franco en sus negociaciones para conseguir suministros militares de todo tipo no sólo de los alemanes e italianos, sino de firmas inglesas y norteamericanas. Entonces no pude dar cifras totales ni siquiera aproximadas. Las recientes investigaciones de Robert H. Whealey permiten hoy ser mucho más específico[1]. Los nacionalistas gastaron en el extranjero 645 millones de dólares aproximadamente para conseguir suministros; el 88 por ciento del total correspondió a Alemania e Italia, y el 12 por ciento al área del dólar y la libra esterlina. Hicieron más pagos al contado a Italia de los que yo suponía. De sus tratos con el área del dólar y la libra esterlina obtuvieron no sólo el petróleo y los camiones de los que yo hablaba en mi libro, sino también productos químicos, caucho, yute, algodón, estaño y máquinas-herramientas.

En la medida en que los gastos financieros sean indicativos, dado el estado actual de la investigación podríamos decir que Franco recibió más o menos la misma cantidad de ayuda que la República, considerando que la República exportó sus reservas de oro, por valor de 578 millones de dólares, a la Unión Soviética, y que el gobierno de ésta siempre ha afirmado que las reservas quedaron más que agotadas con la compra de suministros soviéticos. Pero las sumas de dinero gastadas, y los diferentes pedidos y recibos que figuran en los archivos militares no son en absoluto las únicas formas de evidencia, y ni siquiera las principales. Supongamos de momento que, sobre el papel, la República recibió tantos aviones y tanques como los nacionalistas. ¿Cómo se explica entonces que corresponsales militares profesionales como Carlos Gómez, Eddy Bauer y Georges Oudard, todos ellos pronacionalistas, consideraran que los nacionalistas disfrutaban de una superioridad aplastante en cuanto al armamento en todas partes salvo en la defensa de Madrid y en los primeros días de las ofensivas republicanas de Brunete, Teruel y el Ebro? La respuesta es muy compleja, y no puede reducirse a cantidades netas. Los nacionalistas, a partir de finales de julio de 1936, pudieron recibir suministros sin la más mínima interrupción. La República dependía de largas rutas marítimas desde la Unión Soviética, y los submarinos italianos hundieron una serie de cargueros que transportaban suministros soviéticos. Las fuerzas del general Franco siempre contaron con la zona costera que estaba en manos de los nacionalistas, y con la vía terrestre a través de Portugal. La frontera francesa se cerró para la República a mediados de agosto de 1936. Continuó un pequeño contrabando de armas, y los voluntarios internacionales siguieron cruzando los Pirineos, pero la frontera sólo se abrió en el período de marzo a mayo de 1938, para que pudieran atravesar los nuevos aviones y armamento soviéticos (gracias a los cuales la República pudo lanzar la ofensiva del Ebro tres meses más tarde). Los nacionalistas podían contar con suministros regulares de gasolina, equipo de comunicaciones, y piezas de recambio para los vehículos y las armas alemanes e italianos. La República nunca sabía si las municiones compradas a precios exorbitantes en el mercado negro europeo encajarían en su amplia gama de fusiles y ametralladoras, y la extrema irregularidad de las importaciones de petróleo significaba que nunca sabían con seguridad con cuánto combustible contaban. Los nacionalistas disfrutaban de unas relaciones económicas basadas en la confianza y el mutuo respeto con sus suministradores de los países del Eje, Inglaterra y los Estados Unidos, y a veces incluso podían jugar con la competencia entre ellos. La República dependía casi por completo de un gobierno soviético suspicaz, que cobraba caro, y cuyo compromiso con la República nunca fue tan claro y firme como el de Alemania, Italia y Portugal con los nacionalistas. Por lo tanto, es perfectamente comprensible —aunque se admita la casi paridad, sobre el papel, de la ayuda extranjera a los dos bandos— que los nacionalistas disfrutaran de una superioridad material aplastante en casi todas las acciones militares de la guerra.

Para hablar sólo de un ejemplo concreto de la nueva investigación sobre la intervención extranjera desde el punto de vista cuantitativo, mencionaré la importante labor que ha hecho Jesús Salas Larrazábal en los archivos militares españoles. En Intervención extranjera en la guerra civil de España (Editora Nacional, Madrid, 1974) hace una lista de las siguientes cifras totales de aviones importados: 656 italianos, 593 alemanes y 750 rusos (más unos 250 aviones construidos bajo la dirección de técnicos rusos en Sabadell y Reus). Además, la República recibió unos 300 aviones variados, excedentes en su mayoría, la mitad franceses y la mitad de otros países europeos y de los Estados Unidos. Unos 100 de éstos nunca entraron en acción, y de todos modos no puedo tomarlos en serio desde un punto de vista militar porque no tenían la capacidad de cargamento ni de combate suficiente para competir con los aviones alemanes, italianos y rusos. Respecto al número de aviones italianos también vale la pena señalar que el estudio sumamente cuidadoso de John F. Coverdale, Italian intervention in the Spanish civil war (Princeton University Press, 1975) afirma (p. 409) que Italia envió más de 750 aviones a la España nacionalista, es decir, 100 aviones más que los de Salas Larrazábal. Así, pues, todavía no tenemos cifras totales exactas en lo referente a los aviones, pero, suponiendo que las cifras de Salas sean aproximadamente correctas, por lo menos en cuanto a las proporciones, estas cifras indicarían que la cifra total de aviones alemanes y rusos fue sustancialmente mayor, y la cifra total de aviones italianos algo menor de lo que yo creía cuando escribí el libro hace doce años, después de que se me negara el acceso a los archivos militares españoles. Por ejemplo, al describir el total de las fuerzas nacionalistas en vísperas de la ofensiva de la primavera de 1938 (p. 354), yo decía que contaban con 700 aviones italianos y 250 alemanes. Las cifras de Salas Larrazabal para marzo de 1938 son de 400-500 aviones italianos y 400 alemanes. Del mismo modo, el aumento en el número de aviones rusos significa que, así como entonces (p. 393) yo hablaba de 100 aviones al comenzar la ofensiva del Ebro, ahora calcularía unos 300. En cuanto a la guerra vista en su conjunto, las cifras de Salas siguen dando a los nacionalistas una ventaja numérica sustancial en lo referente a aviones útiles (1249 alemanes e italianos frente a 1000 rusos y diseñados por rusos), pero de hecho sus datos no son tan precisos como puede parecer a sus lectores. En la página 426 dice que, durante el segundo y el tercer trimestres de 1937, llegaron a España 95 Ratas, 31 Katiuskas y 62 Natachas (188 en total). Pero en la tabla acumulativa de la página 429 dice que los 95 Ratas y los 31 Katiuskas llegaron durante el segundo y el tercer trimestres de 1938, no de 1937. En la página 424 dice al lector que no hay información directa del número de aviones enviados desde Rusia durante el segundo y el tercer trimestres de 1937, pero que, además de la información obtenida por el agregado militar alemán en Ankara, hay datos sobre el número de aviones rusos de servicio en el verano de 1937. En la página siguiente da unas cuantas cifras, pero la única que se refiere de una forma clara y específica a aviones de servicio en julio de 1937 es una referencia a seis escuadrillas de Natachas, con un total de 72 aviones. De las demás cifras de la página puede deducirse que quizás había otros 80 o 100 aviones rusos de servicio durante el verano de 1937, pero desde luego las cifras y las fechas no dan al lector unos totales numéricos claros. Así, pues, la obra de Salas Larrazábal es muy importante porque indica que el número de aviones alemanes y rusos era mayor de lo que pensábamos antes, pero todavía queda por hacer mucho trabajo numérico cuidadoso.

La segunda área en la que mis cálculos cuantitativos serían diferentes si escribiera hoy es la del total de muertes atribuibles a la guerra civil. En el Apéndice D, yo calculaba que podían atribuirse unas 580 000 muertes directamente a la combinación de guerra, enfermedades y represión. Ahora creo que sobrevaloré el total de muertes. He dejado el apéndice tal como lo había escrito en un principio por dos razones: primero, porque la base de mis juicios cualitativos sigue siendo la misma, y segundo, para que los lectores puedan comparar plenamente mi exposición original con mi actual revisión. En la pasada década, los estudios demográficos han sido mucho más detallados y matizados que antes. Mi cálculo se basaba principalmente en mis lecturas de Jesús Villar Salinas y Elena de la Souchère. Después estudiar la obra de Jordi Nadal, La población española (Ariel, Barcelona, 3.ª edición, 1973), y de hablar de la cuestión con varios demógrafos españoles llegué a la conclusión de que el número total de muertes debió de ser del orden de las 300 000 o 400 000. Dejo un amplio margen de aproximación por varias razones además de las que ya daba en el apéndice original. En primer lugar, el censo de 1940 es muy poco fiable. Puede que sobrevalorara las dimensiones de la población en unos 200 000 o 300 000 habitantes simplemente porque muchas de las cifras se basan en el número de cartillas de racionamiento distribuidas después de la guerra, y este número frecuentemente se hinchaba para conseguir más raciones de comida para los miembros de una familia o los empleados de la cantina de una fábrica. Además son poco fiables puramente por la falta de personal preparado, y por lo incompleto que era el registro de defunciones. Muchos críticos de mi obra han insistido en que hay listas completas, «con nombres y apellidos», tanto de las bajas en el campo de batalla como de las ejecuciones en retaguardia, pero yo considero que esta afirmación es totalmente increíble. Ni siquiera los alemanes, con su famosa obsesión por el detalle y la eficacia, tenían registros completos de todos los enemigos que fusilaban ni de todas las personas que morían en sus campos de concentración. Aunque rechazo los cálculos mínimos basados en el uso del censo de 1940 junto con las listas gubernamentales, obviamente incompletas, he reducido en un 50 por ciento mi cálculo original del número de ejecutados en represalia por los nacionalistas, y lo he hecho por las siguientes razones: 1) porque los estudios demográficos calculan un máximo de unas 400 000 muertes en vez de las 580 000 que calculé en 1964; 2) porque tal vez la mitad o más de las sentencias de muerte firmadas entre 1936 y 1944 no se ejecutaron, sino que se conmutaron por condenas de veinte o treinta años de trabajos forzados. Todo esto no altera el carácter devastador que, desde un punto de vista cualitativo, tuvo la represión nacionalista. Está, por ejemplo, el estudio sumamente detallado de Ian Gibson, La represión nacionalista de Granada en 1936 y la muerte de Federico García Lorca (Ruedo Ibérico, París, 1971), en el que el autor llega a la conclusión (pp. 137-138) de que sólo en la ciudad de Granada (con 155 000 habitantes) los nacionalistas ejecutaron a unas 4500 personas durante los primeros meses de la guerra. A pesar de todo, teniendo en cuenta principalmente la evidencia demográfica, estoy convencido de que las cifras que utilicé eran demasiado altas. Un comentario más sobre mis nuevos cálculos. Creo que tal vez di una cifra demasiado pequeña, 20 000 (p. 457), al hablar del número de muertes ocurridas en las campañas del norte, de Aragón, Extremadura y los «frentes tranquilos» en general.

Teniendo en cuenta todo lo anterior, ofrezco los siguientes cálculos revisados que el lector puede comparar con los de la página 466 del Apéndice D:

Al mismo tiempo, es importante que el lector sepa que, incluso mis cálculos revisados, son muy diferentes de los que ofrecen los historiadores nacionalistas. A este respecto, lo mejor que se me ocurre es transcribir un párrafo del Boletín de Orientación Bibliográfica (n.º 100, Madrid, diciembre de 1974, p. 26): «Si se habla de la posguerra, la postura del señor Jackson raya en el delirio. Aquí se apoya en testimonios tan fiables como el de Elena de la Souchère que basa sus estimaciones en las estadísticas oficiales de las muertes violentas en los años inmediatamente posteriores al final de nuestra guerra, con lo que nuevamente nos demuestra el señor Jackson que no ha leído a Villar, pues de haberlo hecho sabría que este autor ya reconocía que su cifra de 173 731 muertos en la guerra, señalaba un mínimo, pues faltaban en ella todas las defunciones producidas y no registradas, entre las que se encontraban la mayoría de “los paseados”, y muchos de los muertos en campaña que militaban en fuerzas radicadas en territorios distintos del de su residencia habitual. Son todas estas defunciones las que van registrándose a partir del año 39, a medida que sus deudos obtienen el reconocimiento legal de defunción. Así se llega a ese promedio de 3283 defunciones violentas en el año 40, que decrece posteriormente de manera muy sensible, aunque sigue manteniéndose alta hasta el año 45. Añadidas todas estas defunciones a las indicadas por el señor Villar para el período 1936-39 llegaríamos a un total de 229 051 muertes ocasionadas por la guerra, entre 1936 y 1945, ambos inclusive. Remitimos al señor Jackson al anuario de 1951 del I. N. E. En esta cifra están incluidos, naturalmente, los muertos de la División Azul y muy probablemente los que cayeron luchando en las filas aliadas. Por tanto, puede tener la certeza el señor Jackson que la cifra total de muertos en nuestra guerra, incluida la posguerra, no pasó de la cifra de 250 000».

Me gustaría repetir aquí lo que escribí en el mismo número de dicho Boletín (pp. 8-9): «En 1951, treinta y siete años después del comienzo de la primera guerra mundial, por fin fue posible que un grupo de estudiosos franceses y alemanes redactara una declaración conjunta analizando las responsabilidades del comienzo de la guerra. Quizá llegue pronto el momento en que un grupo de historiadores nacionalistas y republicanos puedan analizar libre y plenamente toda la evidencia disponible y hacer un cálculo mutuamente aceptable del total de las ejecuciones políticas».

Por último, me gustaría agradecer los añadidos y las correcciones que debo a las cartas o conversaciones con los siguientes amigos y colegas: profesores Stanley Payne y Edward Malefakis, señor Antonio Ramos Oliveira, señor George Hills, señor Herbert Southworth; también quiero agradecer una beca del comité de investigación de la Universidad de California, que me permitió consultar documentos y personas en Madrid acerca de las controvertidas cuestiones de la intervención extranjera y del número total de muertes.

G. J.

Universidad de California, San Diego.

La Jolla, California 92093.

Mayo de 1976