D) MUERTES ATRIBUIBLES A LA GUERRA CIVIL

DEBIDO a las condiciones reinantes en España durante y después de la guerra civil, nunca ha sido posible facilitar ni siquiera aproximadamente totales detallados de las muertes de todas clases atribuibles a la guerra. Sin embargo, es posible establecer ciertos límites máximos y mínimos admisibles, y juzgar la importancia proporcional de los diferentes factores. El Gobierno victorioso, ansioso de impresionar al pueblo con el alto costo de la guerra, ha empleado habitualmente la frase un millón de muertos. José María Gironella, escritor enterado y valiente, empleó tal frase como título de una novela que describía la guerra de un modo mucho más objetivo que cualquier otra obra de ficción o no publicada en España. Al mismo tiempo, en el prólogo, Gironella declaraba que aunque creía que la frase «un millón de muertos» simbolizaba apropiadamente la devastación de la lucha, en realidad sólo murieron poco más de medio millón de personas.

Poco después de la guerra, un médico de Santander con algunos conocimientos de estadística y demografía, Jesús Villar Salinas, publicó un estudio titulado Repercusiones demográficas de la última guerra civil española (Madrid, 1942). La población de España había ido aumentando a un buen promedio en la década anterior a la guerra. El doctor Villar extendió el promedio de crecimiento del período 1926-35 hasta 1939, y llegó a la conclusión de que sin la guerra, la población de España habría sido de 1 100 000 personas más que las que revelaba el censo de 1940. Si sustraemos a ese cálculo los 300 000 emigrados (que había a mediados de 1940), el estudio del doctor Villar enumera unas 800 000 muertes. Las estimaciones demográficas de este tipo han de ser aproximadas, incluso en los casos en que se hayan llevado estadísticas cuidadosas; pero el estudio de Villar impresiona por una razón particular. En 1940, examinando las listas de muertes civiles y de bajas de guerra de que pudo disponer, estimó la población total de España en una cifra que resultó diferir tan sólo en 17 000 personas de la cifra del censo publicado en marzo de 1941.

Teniendo en cuenta las tres estimaciones más arriba citadas, comencé por la hipótesis de que habían muerto de medio millón a un millón de personas, y de que en números redondos la cifra de 800 000 para el período de 1936 a mediados de 1940 podía ser bastante aproximada. Entonces traté de estimar por separado los totales de muertes atribuidas a diferentes causas: batallas, represión en ambos bandos, incursiones aéreas y enfermedades.

La batalla más encarnizada de la guerra, y una de las más cuidadosamente observadas por corresponsales experimentados, fue la del Ebro. El 19 de noviembre de 1938, el Times de Londres estimaba que en los combates del 25 de julio al 15 de noviembre, cada bando había sufrido unas 40 000 bajas. Esta estimación concuerda con la importancia numérica de las fuerzas comprometidas y la naturaleza de la lucha. Los republicanos habían concentrado de 90 a 100 000 hombres, de los cuales alrededor de la mitad cruzaron el río en la última semana de julio. A partir de principios de agosto, en los combates intervino la artillería, y un fuego de ametralladoras y morteros comparable al de las batallas en el frente occidental en la primera guerra mundial; pero en un frente de sólo unos 25 km. Suponiendo que al final estuvieran comprometidos 100 000 hombres de cada bando, es razonable creer que sufrieran un 40 por ciento de bajas en una batalla de tal intensidad. Al estimar la proporción de muertos en una cifra total de bajas, es normal contar un muerto por cada cinco bajas. Esto significaría 8000 muertos por cada bando. Todos los relatos están de acuerdo en describir la bravura francamente suicida de los atacantes y los defensores. Si aumentamos en un 50 por ciento la proporción «normal» de muertes, esto significaría 12 000 por cada bando, y redondeando, un máximo posible de 25 000 muertos para toda la batalla en su conjunto.

Las otras batallas largas y sangrientas fueron las del Jarama, Brunete y Teruel. En el Jarama, el general Orgaz atacó con un máximo de 40 000 soldados, y en Brunete, la República lanzó casi 50 000 hombres a la ofensiva. La batalla del Jarama duró unos diez días, y la de Brunete tres semanas. De nuevo los informes periodísticos y médicos concuerdan en la intensidad de la lucha. Los combates acabaron por agotamiento temporal. Si cada bando sufrió un 50 por ciento de bajas, que es un promedio muy elevado, de las cuales un 20-25 por ciento pueden ser consideradas muertes, eso seguiría significando que no hubo más de 10 000 muertos en cada caso. En Teruel hubo casi 100 000 hombres comprometidos de cada bando en los últimos días; pero, exceptuando los combates más duros dentro del casco urbano de la ciudad, las bajas fueron relativamente ligeras. Los republicanos avanzaron rápidamente en los primeros días, y al final, tras el gran esfuerzo nacionalista, se retiraron hacia el Éste para evitar el cerco. Los historiadores nacionalistas pretenden que los republicanos sufrieron 50 000 bajas; pero aun aceptando esta cifra tan alta, llegamos aproximadamente a las 10 000 muertes, y estimando que los vencedores en este caso sufrieran la mitad de muertes que los vencidos, el total para la batalla ascendería a 15 000. (Ante cifra tan alta cito en comparación el cálculo del general Rojo de que los republicanos sufrieron 6000 bajas en Teruel).

Las bajas fueron también muy elevadas en el asalto a Madrid en noviembre de 1936; pero las fuerzas comprometidas eran todavía pequeñas. El general Mola llegó ante la capital con un ejército de 20 000 hombres, de los cuales empleó unos 5000 en las columnas atacantes. Conocemos más detalles de la lucha en la Ciudad Universitaria que en los otros sectores de las proximidades occidentales de Madrid. Durante los combates de noviembre puede que murieran 2000 internacionales en la Ciudad Universitaria. Los atacantes perderían como máximo 4 o 5000 hombres en todo el frente antes de verse obligados a suspender el asalto. Así que no es razonable suponer que por aquel tiempo hubiera más de 10 000 muertes, como máximo. Tanto los relatos nacionalistas como republicanos implican que los combates locales de finales de diciembre y de enero cerca de Madrid costaron tanto como el principal asalto, así que de nuevo una estimación de más o menos 10 000 muertos.

El costo militar del resto de la guerra fue relativamente ligero. Los nacionalistas perdieron más hombres en Madrid en noviembre que durante toda su campaña en Andalucía y Extremadura. Las milicias lucharon sólo esporádicamente, y su total de muertes en este período corresponde más a las represalias que a bajas de categoría militar. La campaña del Norte fue asimismo relativamente ligera en bajas. Las milicias vascas no llegaron a contar con más de 50 000 hombres, y no practicaron la resistencia suicida. Unos 80 000 soldados nacionalistas tomaron Santander, y todos los relatos de la marcha a través de Guipúzcoa, Vizcaya y Santander destacan la naturaleza esporádica de la lucha. Grandes sectores de los frentes de Aragón, Castilla la Nueva y Andalucía estuvieron tranquilos durante toda la guerra, y los combates fueron esporádicos en la conquista de Cataluña en 1939. Las operaciones de guerrilla en Galicia y Asturias ocuparon a bastantes soldados nacionalistas, pero no hubo combates importantes. Creo que una estimación de 20 000 bajas militares cubriría la campaña del Norte y los frentes tranquilos.

Basándome en los razonamientos expuestos más arriba, he llegado a una estimación de unas 100 000 muertes en los campos de batalla, distribuyéndose como sigue:

He puesto a propósito cifras aproximadas. Sospecho que, por ejemplo, teniendo en cuenta todos los factores de modo más exhaustivo, la batalla de Brunete costó más de 10 000 muertos y menos la del Jarama. Dudo que en Teruel hubiera 15 000 muertos; pero puedo haber subestimado las muertes en otros frentes menos importantes.

Este total de 100 000 es menor del que figura en cualesquiera de las historias militares que he leído. En el caso de las versiones nacionalistas creo que es debido al hecho de que Aznar y los autores de Cruzada exageraron bastante, por razones políticas, el número y equipo de las fuerzas republicanas, y de aquí las cifras de los muertos y heridos que causaron los nacionalistas a dichas fuerzas. En el caso de las historias prorrepublicanas, el deseo de ensalzar el heroísmo y de rendir tributo al valor de los vencidos les llevó a la exageración. Así el general Rojo escribió en ¡Alerta los pueblos!, que 100 000 hombres murieron por la República. Al decir eso tal vez quiso expresar que incluía a las muertes por represalia en dicha cifra; pero en todo caso, dado que estimó 6000 muertes republicanas en Teruel, y menos de 10 000 en el Ebro, es difícil ver cómo los muertos en el campo de batalla del ejército republicano podían ascender a la cifra de 100 000.

Por otra parte, mi estimación concuerda con el número de las fuerzas comprometidas. El ejército republicano llegó a contar como máximo con 600 000 hombres y los nacionalistas tuvieron a un total de 500 000 hombres en armas (incluyendo a las fuerzas italianas, alemanas y portuguesas). Es verosímil que en una enconada guerra civil de dos años y medio de duración en la que intervinieron 1 100 000 hombres, el 40 o el 50 por ciento de ellos hubiera sido al menos ligeramente herido alguna vez. Esto significaría 500 000 bajas, de las cuales un 20 por ciento, o sea 100 000, fueron muertos.

En el caso de las represalias es aún más difícil ser exactos. Sólo podemos reunir informes sueltos y ofrecer simultáneamente al lector las bases de un razonamiento, gracias al cual hemos llegado a una estimación. En 1943 el Ministerio de Justicia publicó una masa de testimonios y de documentos referente a los asesinatos en la zona republicana, bajo el título de Causa general. En su conclusión, la obra declara que el ministerio investigó debidamente 85 940 casos de dicho tipo, declaración que fue ampliamente aceptada por escritores posteriores, quizá porque parece mostrar un espíritu de moderación en relación con la pretensión anterior de que hubo hasta 300 000 casos.

La información de Causa es muy detallada y específica para las ciudades de Madrid y Bilbao y la persecución religiosa en Cataluña. Incluye relatos detallados de los incidentes más graves ocurridos en varios sitios, tal como el asesinato de sacerdotes en Ciudad Real, el asalto a la cárcel de Jaén y el asesinato de más de cien oficiales de la Armada. Estudié esta obra página por página, totalizando los números que daba el texto, redondeando las estimaciones totales concediendo de más, y no restando ni aun en el caso de que el texto indicara que podía haber una duplicidad entre un relato y otro. En total sumé 6000. Como ya he indicado, no abarca a toda España. Sin embargo, describe los incidentes principales y mejor conocidos de asesinatos en masa, y es innecesario decir que no minimiza las culpas de los «rojos». Es un caso de acusación sin defensa. Sus notas políticas distorsionan tan violentamente la historia del período, que ningún erudito serio puede otorgar crédito a sus pretensiones sin otra confirmación. Dada la ausencia de esa otra evidencia, ni por un momento acepto la cifra de 85 940 asesinatos allí imputados a los «rojos».

Una fuente de información mucho más digna de crédito, aunque en un campo limitado, es la Historia de la persecución religiosa en España, 1936-1939 (Madrid, 1961), de Antonio Montero. Tras años de cuidadosa investigación, el autor relaciona a unos 6800 religiosos como víctimas del terror en la zona del Frente Popular. La cifra es alta, pero digna de crédito, pues había unos 30 000 sacerdotes y frailes en la España de 1936. También, separando ambas categorías, Montero muestra que el 13 por ciento de los sacerdotes seculares y el 23 por ciento de los frailes fueron muertos. Esto concuerda con unas circunstancias en donde los sacerdotes podían esconderse más fácilmente y era más probable que encontraran civiles que atestiguaran a su favor ante los comités revolucionarios.

Según todos los testimonios, las principales víctimas fueron los curas y guardias civiles (en los pueblos) y los falangistas conocidos (en las grandes ciudades). Evidentemente, los guardias y los falangistas eran más capaces de defenderse físicamente que los curas, y también estaban mejor preparados psicológicamente para reaccionar ante una acción violenta que no para convertirse fácilmente en víctimas. En 1936 había 32 000 guardias civiles. Más de la mitad de ellos se sublevaron con los insurgentes, y algunos miles fueron leales a la República, especialmente en Cataluña y Levante. Otros tantos miles se limitaron a quitarse sus uniformes (si estaban en la zona del Frente Popular) y desaparecieron de los pueblos donde podían temer que los asesinaran. Es difícil creer que más de 1000 guardias civiles cayeran víctimas de la violencia revolucionaria. Consideraciones similares se aplican a la Falange. En la época de las elecciones de febrero de 1936, la Falange sólo contaba con 5000 afiliados. Creció rápidamente durante la primavera y llegó a alcanzar 60 000 antes del estallido de la guerra civil. Sin embargo, la gran mayoría de estos nuevos miembros no eran conocidos por los comités revolucionarios como jefes a los que se pudiera hacer responsable del alzamiento. Pero, con tal de hacer una estimación, supongamos que en julio los revolucionarios conocieran los nombres de 10 000 falangistas en la zona de España dominada por el Frente Popular. No me parece verosímil que fueran asesinados ni siquiera 2000 de ellos.

Otra cifra estimativa a la que doy gran crédito, porque la he recibido independientemente de varios médicos y de un miembro de la Cruz Roja española que se ocupó de esta cuestión desde el primer momento, da un total de 6000 víctimas para la ciudad de Madrid (incluyendo a los presos sacados de las cárceles los días 5 y 6 de noviembre, los curas y falangistas). En las otras ciudades importantes, como Barcelona y Valencia, hubo un terrorismo similar, pero en menor escala, y las víctimas potenciales tuvieron también mayores facilidades para escaparse debido a la proximidad del mar. Si 6000 es una estimación razonable para Madrid, 6000 también cubriría Barcelona y Valencia.

En los pueblos la situación varió grandemente, como ya he descrito en el capítulo dedicado a la revolución y el terror. Pero en los pueblos había pocas personas que por definición pudieran ser consideradas como enemigas: a lo sumo el cura, los guardias civiles, y algunos terratenientes odiados o sus representantes. En Andalucía los campesinos a menudo detuvieron a tales personas inmediatamente. La mayoría de ellos, lejos de ser fusilados, fueron puestos en libertad por el ejército invasor. En Cataluña y Levante los anarquistas detuvieron a muchos terratenientes y monárquicos en el supuesto de que era probable que hubiesen respaldado el alzamiento; pero la mayoría de estas personas fueron puestas en libertad cuando la evidencia y el testimonio de campesinos que los conocían de muchos años indicaron que no tenían nada que ver con la sublevación. Finalmente, debe ser recordado, con respecto a ciudades y pueblos, que la gran mayoría de asesinatos ocurrieron en los tres primeros meses de la guerra.

Hay que admitir que ésta es la categoría más difícil para hacer aún estimaciones limitadas. Si, por ejemplo, 500 pueblos de la zona del Frente Popular fueron testigos de 10 asesinatos cada uno, el total sería de 5000. No creo que en tal número de pueblos se asesinara realmente a tal número de personas. En grandes extensiones de Castilla la Nueva y Aragón no ocurrió prácticamente ninguna violencia revolucionaria. Sin embargo, en vez de subestimar el total, sostuve la hipótesis de 5000 confiando enteramente que era más que suficiente. Estimando por lo alto, deseé también asegurarme de que cubría también incidentes como el linchamiento de los aviadores derribados y el fusilamiento de rehenes tras las incursiones aéreas.

Hay pocos casos numéricamente importantes que puedan ser relacionados tras los primeros meses. Las luchas en Barcelona durante mayo de 1937 tal vez produjeron unas 1000 víctimas, que hay que calificar más bien en las categorías de asesinato o represalia que no en las de bajas militares. Quizá se produjeron otras 1000 víctimas en Madrid durante marzo de 1939. El SIM efectuó en 1938 numerosos asesinatos políticos, y tanto los comunistas como los anarquistas, en el frente, o en bases militares, fueron culpables de crímenes políticos en pequeña escala; inevitablemente pequeños porque tenían que actuar primariamente como aliados, por muchas disputas o arreglos de cuentas que aplazaran para después de la guerra. En los momentos de peor tensión, los comunistas, anarquistas y el POUM podían creer que los dirigentes de los grupos rivales deberían ser liquidados físicamente; pero jamás adoptaron tal actitud hacia los miembros corrientes. Por lo tanto, calculo que 1000 sería una cifra alta para los asesinatos políticos, dejando aparte los alzamientos de Barcelona y Madrid para los cuales ya he concedido cifras más altas de lo verosímil.

Basándome en los razonamientos anteriores, he llegado a una estimación de tanteo de 20 000 muertes por asesinato en la zona del Frente Popular, desglosándose como sigue:

Refiriéndonos a las estimaciones por categoría en lugar de por zonas geográficas:

  1. 6800 sacerdotes (casi el total).
  2. 1000 guardias civiles
  3. 2000 falangistas

En resumen, que apenas si la mitad del total corresponde a las categorías de los que eran obvios enemigos para los revolucionarios.

La categoría simple de muertos mayor fue causada por las represalias llevadas a cabo por los carlistas, falangistas y militares. Detrás de las líneas, la liquidación física del enemigo fue un proceso constante a través de la guerra. Los nacionalistas tenían, por definición, muchos más enemigos que los revolucionarios: todos los miembros de los partidos del Frente Popular, los masones, todos los funcionarios de los sindicatos de la UGT o la CNT o de las casas del pueblo; todos los miembros de los jurados mixtos que en general habían votado en favor de las demandas de los obreros. La represión fue efectuada en tres etapas. Al estallido de la guerra, las detenciones y fusilamientos en masa de tales personas correspondió al terror revolucionario en la zona del Frente Popular; pero hubo muchas más víctimas, porque tales detenciones y fusilamientos fueron oficialmente sancionados y porque una gran parte de la población era considerada hostil. En la segunda etapa, el ejército nacionalista, al conquistar zonas que habían estado en poder del Frente Popular, llevó a cabo fuertes represalias para vengar las de los revolucionarios y para poder controlar a una población hostil con pocas tropas. En los pueblos andaluces, como en los castellanos, hay muchos testimonios concernientes a represalias del orden del 60 por 6, 90 por 9, y así sucesivamente. En la tercera etapa, que duró al menos hasta el año 1943, las autoridades militares celebraron juicios sumarísimos masivos seguidos por ejecuciones en gran escala.

Para las tres etapas la evidencia está clara en el sentido cualitativo; pero las cifras se han de estimar de un modo aproximado. Los archivos de las prisiones y los registros de fallecimientos son equívocos, puesto que es conocido que de modo regular se firmaban documentos para la liberación de hombres que eran llevados a fusilar, y que certificados alegando ataques al corazón o de apoplejía se redactaban para cadáveres que habían quedado al borde de los caminos. Las técnicas de ejecución incluían la desfiguración deliberada de los cadáveres para que no pudieran ser reconocidos. Funcionarios de aquella época han testificado que las familias sentían temor a dar por desaparecidos a miembros masculinos de las mismas, ni iban a identificar los cuerpos de los muertos.

En lo referente a las ejecuciones políticas de los primeros meses de la guerra ofrezco seguidamente varias ilustraciones del tipo de estimaciones sobre las cuales he basado mis conclusiones. Un médico forense, miembro de uno de los partidos republicanos moderados de los 1930, con una década de servicios en el gobierno civil de una de las provincias afectadas, me dio lo que consideraba una estimación mínima de los seis primeros meses: 15 000 para la provincia de Valladolid, 15 000 para la de Zamora y 4000 para la de Salamanca. (Recibí confirmación por separado del hecho de que la represión hubiera sido menos severa en Salamanca que en las otras dos provincias). Un funcionario municipal de Sevilla, que fue encarcelado el 19 de julio por ser socialista, y que salvó la vida porque uno de los jueces testificó en el juicio sumarísimo que en 1932, siendo miembro de un jurado mixto, se mostró «favorable» y no votó siempre por los trabajadores, estimó en 6000 las ejecuciones en la ciudad a finales de 1936. Su estimación estaba basada en el número de hombres que eran sacados cada noche de la prisión mientras él estuvo allí, junto con informes similares que obtuvo de amigos que estuvieron encerrados en otras cárceles de Sevilla, y que lograron sobrevivir. Hablé con otras personas en la misma ciudad, que consideraron esta estimación extremadamente modesta. Un notario, exmiembro de la CEDA, que había vivido siempre en la provincia de Córdoba, trató en 1946 de determinar lo más exactamente posible el número de ejecuciones políticas en Andalucía. Pudo consultar a otros notarios y las listas municipales de muertos. Habló con curas párrocos, quienes podían nombrar docenas de víctimas católicas (y a cuyas familias no se les permitió poner sus nombres en ninguna lápida sepulcral). Se puso en contacto con numerosos exmiembros de la UGT y la CNT. Estimó un total de 26 000 para la provincia de Granada, 32 000 para la de Córdoba y 47 000 para la de Sevilla.

En el curso de un año de investigaciones, sostuve más de una docena de charlas con oficiales nacionalistas que me describieron los primeros días de la guerra. En un pueblo de Aragón los trabajadores se quedaron en sus casas durante el fin de semana del 18-19 de julio. Luego, oyendo que había caído el cuartel de la Montaña, organizaron una manifestación, armados de escopetas. «Nosotros» volvimos las ametralladoras hacia ellos. En aquel momento no resultaron muchos muertos, desde luego, pero huyeron a la Casa del Pueblo y allí la limpia fue fácil. El pueblo estuvo tranquilo todo el resto de la guerra. En una ciudad costera de Andalucía, los «rojos» pensaron ingenuamente que una huelga general acabaría con el alzamiento. El oficial que se apoderó de la ciudad describió cómo sus hombres, que sólo eran un «puñado», ametrallaron a las oleadas de obreros que avanzaban. Más de uno me explicó que fusilaban a todo el que veían vestido con mono o que tenía una señal morada en el hombro. Al fin y al cabo el ejército tenía prisa, y no disponía de tiempo ni de hombres que desperdiciar en la retaguardia. En el tono de estas descripciones no había nada excitado, pagado de sí mismo o defensivo. Esos oficiales trataban el asunto como si fuera cosa de exterminar sabandijas. Una de las impresiones más fuertes que me llevaron finalmente a aceptar cifras tan altas para las represalias nacionalistas fue el hecho de que estos oficiales evidentemente no tenían a sus enemigos por seres humanos. No estaban matando hombres; estaban haciendo una limpieza de ratas. Si yo les mencionaba Badajoz, estaban prontos a explicar la importancia de la unión de las fuerzas del Norte y del Sur. Lejos de considerar una calumnia las ejecuciones en la plaza de toros, evocaban otros incidentes parecidos de los que no informó la prensa mundial. En general, las descripciones hechas por los conquistadores coincidían bastante con las de los conquistados, excepto en los puntos de vista y en los adjetivos empleados.

Hacia mediados de 1937 las limpias militares y las apasionadas ejecuciones de los carlistas y falangistas habían casi totalmente terminado. Pero los tribunales marciales y los piquetes de ejecución siguieron trabajando durante más de otros cinco años. Elena de la Souchère, en Explication de l’Espagne (París, 1962), da a conocer los resultados de su lectura de las estadísticas oficiales en el período inmediato de la posguerra. En la categoría de muertes violentas, el total para 1939-1941 es superior en 84 000 al del total para la misma categoría de los tres años precedentes a la guerra (siendo la población de uno por ciento más numerosa en el último período). Las cifras de muertes en su conjunto son superiores en 220 000 en los años 1939-1941 que en los tres años anteriores a la guerra. La cifra de 84 000 es indudablemente menor que el número de ejecuciones, puesto que muchas de ellas fueron relacionadas como fallecimientos por causas naturales. La cifra de 220 000 es demasiado alta, puesto que se han de tener en cuenta las altas cifras de muertes debidas a las enfermedades y a la desnutrición de la posguerra. Pero una buena parte de las 220 000 pueden ser atribuidas a ejecuciones o a fallecimientos debidos a las condiciones de vida en los campos de concentración, muertes que no habrían ocurrido excepto como parte de una proscripción en masa.

Después de la guerra el Gobierno mantuvo prisiones militares en cada una de las 50 capitales de provincia y utilizó docenas de edificios de escuelas y conventos en las grandes ciudades, que fueron convertidos en cárceles atestadas de presos. Casi 70 000 veteranos republicanos regresaron a España a través de Hendaya a finales de febrero y en marzo de 1939, y unos 300 000 soldados y guerrilleros depusieron las armas en toda España en los últimos días de marzo. Ya había decenas de millares que esperaban en los calabozos nacionalistas y en los campos de prisioneros de guerra, y más de 100 000 obreros de Cataluña y Levante habían contribuido a la fabricación de material de guerra. Así que más de medio millón de hombres eran candidatos a juicios sumarísimos en la primavera de 1939. Todos ellos se habían opuesto al Movimiento Nacional desde el primero de octubre de 1934, según la ley de Responsabilidades Políticas.

Las autoridades nacionalistas quedaron al parecer sorprendidas por la obediencia del ejército derrotado al informar en los centros de desmovilización, y carecían de personal preparado para hacerse cargo de ellos. Miles de hombres fueron devueltos a sus hogares en vagones de ganado, y no se les dio de comer en un viaje de ocho o diez días. Otros millares esperaron en condiciones similares de inanición en los campos de concentración establecidos en las afueras de las grandes ciudades.

Las mujeres llevaban víveres a sus esposos o hermanos, así como regalos para los guardianes que verosímilmente podían aliviar su suerte. Los que no tenían familia, o estaban lejos de casa, subsistían a base de sopas acuosas que contenían un poco de lentejas o mondas de verduras. Los hombres eran sometidos a consejo de guerra por «rebelión militar» en grupos de 20 y 30, día tras día, en cada uno de los centenares de prisiones. Soldados reclutados eran destinados a lo que eufemísticamente se llamaba el servicio de ambulancia. Su verdadera tarea era recoger los cuerpos de los hombres que se habían dirigido a la muerte en hilera frente a una ametralladora. Muchos reclutas pagaban 25 pesetas a soldados con el estómago más fuerte que el suyo para poder excusarse de hacer ese servicio. Los presos más cultos servían como empleados, y estaban encargados de hacer recibos por las pertenencias de sus camaradas internados, y por el dinero para gastos que les traían sus familias. Tales empleados tenían que enterarse a la fuerza de los miles de ejecuciones ocurridas en sus prisiones en los años 1939-1941, y de las que en menor número ocurrieron en 1942 y 1943. Como los «rojos» acabaron por ser prácticamente exterminados y se acercaba la derrota de Alemania, en 1943 se redujo grandemente el número de ejecuciones. Cada vez con más frecuencia, los que habían sido condenados a muerte vieron sus sentencias capitales conmutadas por las de 30 años en campos de trabajo y cada día de trabajo les valía por dos de la sentencia original. No hay manera de saber qué proporción de sentencias de muerte fueron conmutadas así, ni cuántos hombres murieron a causa de la disentería, tifus, tuberculosis o de la combinación del exceso de trabajo y la subalimentación en los campos de trabajo.

De acuerdo con el tipo de evidencia cualitativa que hemos dado más arriba, y las indicaciones generales estadísticas de Elena de la Souchère, considero cierto que cerca de 200 000 hombres fallecieron en los años 1939-1943. Un oficial de carrera y abogado, que sirvió con los nacionalistas durante la guerra y fue nombrado defensor en los juicios sumarísimos en masa, me juró que, basándose sólo en las listas del Ministerio de la Gobernación, sabía que hacia el fin de la segunda guerra mundial iban ejecutadas más de 300 000 sentencias de muerte. Un exdiputado republicano que dio estimaciones muy bajas para la represión en Asturias, que no luchó en la guerra y que pasó encarcelado los años 1939-1947, estaba absolutamente convencido, comparando las notas de su cárcel de gran ciudad con las de amigos que llevaron la cuenta en otras prisiones, de que 300 000 era una estimación mínima para la represión de la posguerra. En todo caso, las ejecuciones políticas de los nacionalistas durante y después de la guerra constituyeron el capítulo mayor de muertes atribuibles a la guerra civil.

Aún quedan los factores de las incursiones aéreas y de las muertes por enfermedad. Las principales incursiones aéreas tuvieron lugar contra Madrid en noviembre de 1936 y contra Barcelona en marzo y mayo de 1938. Los informes indicativos policiales y periodísticos, aunque incompletos, sugieren que aun en los ataques más intensos murieron centenares y no millares de personas. Para toda la guerra, el total puede calcularse entre 5000 y 10 000, y esta última cifra puede tenerse realmente como máxima. En cuanto a las enfermedades, el tifus, la tuberculosis y las varias dolencias originadas por la subalimentación eran endémicas en toda España; pero los servicios sanitarios fueron excelentes en ambos bandos (excepto en las cárceles), así que no se produjeron epidemias. Es dudoso que puedan ser atribuidas 50 000 muertes al aumento de enfermedades endémicas durante la guerra. Yo creo que la mayoría de las muertes en la posguerra fueron debidas a ejecuciones; pero sin duda muchos ancianos, particularmente intelectuales, fallecieron dadas las condiciones de vida de las cárceles. Debido al estallido de la segunda guerra mundial, los víveres y los medicamentos fueron más escasos en el período 1939-1941 que lo habían sido durante la guerra civil.

El total se queda más bien corto, de acuerdo con la opinión española y mundial, y según las estimaciones demográficas del doctor Villar Salinas (800 000). Debo recalcar una vez más la naturaleza inevitablemente aproximada de todas las cifras. Sin embargo, creo que mis primeras cuatro cifras tienden hacia el máximo. Con respecto a las dos últimas cifras pueden hacerse algunas comparaciones. En las dos semanas que siguieron a la Comuna de París en 1871, el ejército francés colocó 15 puestos de ametralladoras en las plazas y parques de la ciudad y fusiló de 17 000 a 25 000 communards. Al año siguiente quizá fallecieran 3000 personas más en las cárceles o buques-prisiones. París tenía en aquella época menos de 2 000 000 de habitantes. La represión que aquí he resumido se aplicó a una nación de 25 000 000 de habitantes y continuó por un período de seis años.

En el último año de la guerra civil, el Gobierno republicano discutió repetidamente la cuestión de si merecía la pena continuar la resistencia en una guerra en que militarmente no había esperanzas de ganar. Uno de los constantes argumentos de Negrín fue el de que morirían más hombres si la República se rendía que si se resistía. En este punto tenía toda la razón. El lector escéptico debe recordar lo que es perfectamente conocido acerca de la conducta de los nazis en la segunda guerra mundial. Los hombres que ocupaban el poder en España tenían la misma ideología, y ya habían horrorizado más de una vez a los alemanes y a los italianos.

Cuando Heinrich Himmler visitó Madrid en 1941, en relación con el entrenamiento de la policía política española, desaprobó, por razones prácticas, el promedio de ejecuciones. La desnazificación de Alemania y la desestalinización de Rusia han revelado el alcance del asesinato en masa practicado por los gobiernos totalitarios en el siglo XX. Los hombres que hicieron tales cosas en España siguen siendo sus dirigentes. Naturalmente, desde 1945 no se han comportado como se comportaron de 1936 a 1945. Pero algún día, con un cambio de régimen, el mundo se enterará abiertamente de los crímenes que hoy sólo pueden ser deducidos por evidencias fragmentadas y pobremente documentadas.