POLÍTICA E IDEOLOGÍAS EN 1935
CON la revolución de Asturias liquidada y el Gobierno Lerroux firmemente en el poder, la coalición de centro-derecha tuvo una oportunidad más para gobernar a España. El ministro de Agricultura, Manuel Giménez Fernández, estaba decidido a transformar la España de los latifundios de acuerdo con los principios sociales católicos. Abogado, historiador, enérgico portavoz y lugarteniente de Gil Robles en la CEDA, patrocinó tres leyes destinadas a fomentar el desarrollo de las fincas individuales familiares en Andalucía y Extremadura. La ley aprobada en marzo estaba destinada a mejorar las condiciones de vida de aquéllos que tenían arrendadas pequeñas parcelas de tierra. Éstos habían de recibir arrendamientos a largo plazo y serían compensados por las mejoras que hicieran en las tierras y edificaciones. Las tierras que trabajaran no podrían ser vendidas sin que ellos dieran su acuerdo al precio de venta. La ley de agosto estaba destinada a dar a los arrendatarios la oportunidad de comprar una parcela de tierra. Y la ley de noviembre obligaba específicamente a los terratenientes de Extremadura a arrendar sus tierras incultivadas durante el año siguiente.
Sin embargo, el partido al que pertenecía el ministro insistió en que estas leyes contuvieran cláusulas que efectivamente impidieran que hubiera ningún cambio fundamental en las relaciones de la propiedad rural. La ley de marzo daba al propietario la posibilidad de elegir entre las nuevas condiciones de arrendamiento o de cultivar la tierra por sí mismo. Su aprobación fue seguida por una oleada de desahucios por parte de los terratenientes, que se limitaron a anunciar a sus indefensos arrendatarios que ahora pensaban labrar las tierras por su cuenta[143]. La ley de agosto declaraba que los campesinos tendrían la oportunidad de comprar algunas tierras, pero no necesariamente las tierras sobre las que estaban viviendo. Las propiedades disponibles serían aquéllas que los propietarios deseasen vender. Eran necesarios numerosos pasos legales antes de que se adquiriera el título de propiedad, y el campesino, establecido en una determinada parcela, tendría que pagar una renta del 4 por ciento del valor señalado durante los años que durasen las transacciones legales[144]. Como bajo la ley de 1932, el campesino se enfrentaba con un período indefinido de litigios, tiempo durante el cual habría de pagar rentas sin saber si al final acabaría siendo el propietario. En 1932 al menos el Gobierno había sometido grandes extensiones de tierras a la expropiación, pero en 1935 las hectáreas disponibles serían aquéllas de las cuales los propietarios quisieran desprenderse.
El problema del exceso de trigo se presentó en 1935, lo mismo que se había presentado en los años anteriores. En junio las Cortes autorizaron al Gobierno a comprar el excedente, pero declarando que se debía dar la preferencia a los cultivadores que hubieran recibido préstamos de los bancos de crédito agrícola. Así que la prosperidad de los bancos fue el primer criterio que se tuvo en cuenta al decidir qué agricultores necesitaban un más rápido alivio de sus necesidades. Como esta medida resultara ser totalmente inadecuada, el Ministerio de la Guerra compró grandes cantidades y concedió un crédito de 200 millones de pesetas a fin de que las fábricas harineras continuaran trabajando, a pesar de las desfavorables condiciones del mercado[145].
La cuestión escolar siguió ocupando a las Cortes, de modo frecuente y apasionado, al igual que en el período de Azaña. Desde abril a diciembre de 1934 el ministro de Instrucción Pública había sido Filiberto Villalobos, miembro del partido de Melquíades Álvarez. Villalobos, aunque disponía de presupuestos reducidos, en comparación con los de los años 1931-33, continuó edificando escuelas primarias en los pueblos y atacó el problema del alojamiento de los maestros, ofreciendo un subsidio de 3000 pesetas a cada pueblo que construyera una vivienda para el maestro. La CEDA le acusó de promover la educación laica, y fue sustituido a finales de aquel año. Durante 1935, con el pretexto de hacer economías, la construcción de escuelas quedó virtualmente suspendida. El Gobierno redujo drásticamente los presupuestos para becas en el extranjero, el centro de estudios arábigos, la escuela de verano de la Universidad de Madrid en Santander, las misiones pedagógicas y la facultad de Medicina de Madrid[146]. En algunos de estos casos podría hallarse una excusa plausible para hacer economías; pero el motivo real era entorpecer el trabajo de aquellas instituciones en donde era más fuerte la influencia de la Institución Libre de Enseñanza. En noviembre vino un decreto acabando con la independencia de los inspectores de enseñanza primaria. Desde 1913 habían disfrutado durante largo tiempo de su empleo, pero ahora podrían ser trasladados o destituidos a petición de las autoridades locales[147].
Junto con la reducción del presupuesto para enseñanza pública, vino la devolución de las propiedades confiscadas a los jesuitas. El Gobierno les devolvió unos 25 edificios que habían sido dedicados a escuelas por los municipios de Barcelona y Valencia, y se preparó a pagar una indemnización adicional a la Compañía de Jesús. Lerroux no hizo ningún secreto de que su Gobierno intentaba aplacar a la Iglesia, y la CEDA insistió en que todas las escuelas, públicas y privadas, deberían ser católicas[148].
Gil Robles hizo caer al Gobierno en marzo por su negativa a aceptar la conmutación de las sentencias de muerte contra los dirigentes asturianos. La prensa monárquica lo alabó por su intransigencia. A principios de mayo la CEDA volvió a formar parte del Gobierno, esta vez con el propio Gil Robles como ministro de la Guerra, mientras los monárquicos le acusaban de traición por haber «aceptado» la República. Como ministro de la Guerra, Gil Robles conservó la mayoría de las reformas estructurales hechas por Azaña. Consideró que la reducción de efectivos, y mucho de la reorganización, habían sido necesarias, pero que los nombramientos personales de Azaña habían ofendido a la mayoría de los miembros del cuerpo de oficiales; que Azaña había escogido a sus amigos antes que a los oficiales profesionales más prestigiosos, para llevar adelante sus reformas. Sin embargo, en 1935, nombrar a los oficiales de mayor prestigio en cada cuerpo significaba nombrar a los oficiales que o bien odiaban a la República, como los generales Fanjul y Goded, o que eran indiferentes a las formas políticas, como el general Francisco Franco, el capaz y ambicioso oficial de carrera que había entrenado la Legión Extranjera haciéndola alcanzar su más alto grado de eficiencia y disciplina.
Aun antes de la revolución de Asturias, los liberales españoles habían temido a la Legión. Después de Octubre, vieron que era un instrumento perfecto para un golpe de estado: disciplinada, bien armada, tan cruel como hiciera falta en cualquier situación dada, y sin lazos inhibitorios que la ligaran a la población española. El 14 de abril de 1935, en la ceremonia conmemorativa del cuarto aniversario de la República, el presidente Alcalá-Zamora condecoró a los generales Batet y López Ochoa, destacando así a los militares que habían demostrado humanidad durante la sublevación de Octubre. La prensa derechista prefirió elogiar a Franco y a la obra de la Legión en Asturias, y a principios de mayo Gil Robles lo nombró jefe del Estado Mayor. Durante el verano tomó otra decisión que parecía presagiar un golpe de estado. Intentó que la guardia civil fuera transferida del Ministerio de la Gobernación al Ministerio de la Guerra, para eliminar de ella toda influencia «izquierdista». Como el ministro de la Gobernación era el muy respetable conservador Manuel Portela Valladares, los propios colegas de Gil Robles en el Gabinete empezaron a temerle.
En varias ocasiones durante 1935 Gil Robles repitió públicamente que se oponía a los golpes militares. La desconfianza popular hacia él fue hábilmente satirizada por una comedia que resultó premiada, escrita por Juan Ignacio Luca de Tena, hijo del fundador del ABC. El protagonista de ¿Quién soy yo?, Mario Colomer, es un joven ministro cuya brillante carrera ha provocado los celos del primer ministro y del presidente, pero cuya eficacia y apoyo de partido son tales que todo el mundo espera que pronto se apodere totalmente del poder. Un cierto general se puso enteramente a disposición del ministro. Sin embargo, Mario Colomer decía que jamás consentiría un golpe de Estado. Lo cierto es que tiene un doble, al que se le ha oído hablar de tal movimiento. En el último acto, el general, comprensiblemente confundido, toma el poder en sus manos y se lo entrega a Mario Colomer. Como el general de la obra teatral, el público español se sentía confuso acerca de las verdaderas intenciones de Gil Robles[149].
Alejandro Lerroux todavía deseaba incluir hombres moderados y capaces en su Gabinete. Su mejor nombramiento, en este sentido, fue sin duda el de Joaquín Chapaprieta, un rico abogado de gran reputación que pasó a ser ministro de Hacienda. Antes de la dictadura de Primo de Rivera había actuado como subsecretario de Hacienda con Santiago Alba, presidente de las Cortes en 1933-36. Era un técnico experto, sin ambiciones políticas, y entre los colaboradores de Lerroux se le tenía por ajeno a las tentaciones. Chapaprieta deseaba equilibrar el presupuesto por medio de la honestidad, la economía y nuevos impuestos. Planeaba reducir la burocracia de los departamentos gubernamentales y pidió una reducción del 10 al 15 por ciento en los sueldos de los servicios civiles. Al mismo tiempo pensó elevar los tributos sobre la herencia y aumentar varias cargas en la transferencia de grandes propiedades. La CEDA informó a Chapaprieta que no apoyaría su presupuesto si incluía las nuevas leyes de impuestos sobre la herencia y transferencia. Como en el caso de las reformas agrarias de Giménez Fernández, Gil Robles colocaba los intereses de sus ricos sostenedores por encima de los de la justicia social, tanto concebida en términos católicos como laicos.
Exceptuando ciertos matices, el Gobierno en 1935 era descaradamente reaccionario. Se negó a la reforma agraria y dotaba miserablemente la educación pública. Devolvió sus propiedades a los jesuitas, favoreció al sector antirrepublicano del ejército, y se negó a aprobar impuestos que de alguna manera perjudicaran a los ricos. Su impopularidad y su carencia de programa le forzó a depender constantemente de poderes de excepción. En el verano de 1933 había sido derogada la ley de Defensa de la República, y en su lugar las Cortes aprobaron otra de Orden público más detallada y graduada. La nueva ley definía los estados de prevención, alarma y guerra. En el primer caso, la policía sería alertada y se harían detenciones preventivas. En el segundo, el Gobierno podría aplicar amplias medidas de censura y cerrar los locales de las organizaciones que amenazaran el orden público. En el tercer caso el Gobierno podría declarar la ley marcial. El 5 de octubre de 1934, el jefe del Gobierno, Lerroux, había declarado el estado de guerra. Dos meses después el Gobierno se sintió lo suficientemente confiado como para volver al estado civil normal de cosas, sustituyendo el estado de guerra por el estado de alarma; pero no se hicieron más progresos. Durante todo 1935 el estado de alarma se prolongó mes tras mes, y los ayuntamientos, los jurados mixtos, la Generalitat, todos quedaron suspendidos. Los treinta o cuarenta mil prisioneros políticos hechos en Octubre seguían presos.
Sin embargo, la prensa, a pesar de la frecuente censura, no se recataba valientemente de criticar con amargura al Gobierno. Como la existencia de este dependía de su mayoría en las Cortes, sería una gran exageración etiquetar al Gobierno de Lerroux con el apelativo de «fascista». Por el contrario, las derechas sentían que les habían birlado la victoria dos veces: una tras ganar las elecciones de noviembre de 1933 y la otra tras el fracaso de las sublevaciones catalana y asturiana. Tras la victoria electoral, Gil Robles habló en las Cortes de cooperación entre su partido y el Gobierno republicano. ABC gritó inmediatamente traición, puesto que desde su punto de vista la mayoría de los votos de la CEDA eran votos monárquicos. El Debate replicó citando textos de León XIII sobre la compatibilidad de todas las formas de gobierno con la Iglesia. Tras rebuscar un poco, ABC fue rápido en indicar que las declaraciones del papa se habían referido específicamente a la Francia de la década de 1890, donde la Tercera República llevaba ya establecida veinte años y no había candidatos monárquicos que se presentaran a las elecciones. Así, mientras que las izquierdas consideraban a Gil Robles jefe de un movimiento fascista-clerical según el modelo del de Dollfuss en Austria, los monárquicos le acusaban de venderse a la República.
Después de que el general Sanjurjo fuera amnistiado en abril de 1934, se permitió a la organización reaccionaria monárquica Acción Española que reanudara sus actividades. Sus propósitos confesados eran revitalizar los valores tradicionales de España que habían sido minados por los republicanos y los krausistas. Entre sus cursos de conferencias había uno de Antiparlamentarismo, por Ramón Serrano Súñer, cuñado del general Franco y jefe de la juventud de la CEDA[150]. Los exilados monárquicos comenzaron a regresar a España. José Calvo Sotelo, que se había convertido en un ardiente admirador de Charles Maurras mientras vivió en Francia, fundó el Bloque Nacional, con un programa en el que se pedía un Estado corporativo y totalitario. En sus discursos en público, preguntaba repetidamente, refiriéndose con ironía a la CEDA: ¿Para qué consolidar una República sin republicanos? A finales de año los monárquicos estaban disgustados por lo que ellos consideraban relativamente suave represión en Asturias. En una polémica periodística entre ambos dirigentes, Calvo Sotelo se quejó de que los resultados conseguidos por la CEDA eran totalmente desproporcionados con el gran triunfo electoral de 1933 y declaró que los monárquicos no podían comprender qué «misteriosa fórmula» permitía a la católica CEDA mantener una alianza con el «positivismo incrédulo» representado por los radicales de Lerroux. En su réplica, Gil Robles evitó las discusiones; pero expresó su sentimiento porque la prensa monárquica comenzara a atacarle en el momento en que las elecciones se ganaron, y recordó a su respetado colega que éste se sentaba en las Cortes y publicaba un periódico gracias a la amnistía de Sanjurjo obtenida por la CEDA[151].
Durante todo 1935 Gil Robles laboró para mantener unida su dispar coalición. Pidió la pena de muerte para González Peña en febrero y en marzo para aplacar a los monárquicos. En mayo entró a formar parte de un nuevo Gobierno de centro-derecha, y en junio selló esa alianza en un banquete celebrado en Salamanca en honor de Alejandro Lerroux. Habló del honrado trabajador y del pequeño agricultor; pero su partido castró la reforma agraria y extendió la suspensión de los ayuntamientos en los cuales las izquierdas obtuvieron la mayoría en 1933.
La prensa de Acción Católica a menudo publicaba violentos ataques contra los masones y los judíos. Gil Robles desautorizó estas frases; pero el 9 de noviembre de 1935, hablando ante un público católico juvenil en Salamanca, atacó el «espíritu revolucionario» que había sido «el fruto de muchas generaciones de maestros» y «la obra de una Universidad descristianizada» y del programa de becas en el extranjero. Sus oyentes se mostraron encantados; pero el periódico moderado republicano El Sol le atacó en un editorial por tal demagogia. Gil Robles sabía muy bien —escribió El Sol— que la mayoría de los catedráticos de Salamanca eran católicos y que muchos de los más prestigiosos profesores del Centro Católico de Estudios Universitarios habían recibido becas para ir al extranjero.
Las querellas internas de las derechas gastaron el prestigio de Gil Robles y fueron en gran parte responsables de la esterilidad legislativa de los años 1934-35. Pero la alianza en funciones entre radicales y la CEDA pudo muy bien haber sobrevivido a las críticas de los monárquicos y los filofascistas en las Cortes. Fue destruida por dos grandes escándalos políticos que se produjeron en el otoño de 1935. El primero estaba relacionado con una variante de la ruleta conocida como straperlo. Se suponía que el nuevo juego introduciría un elemento de habilidad en la operación de la ruleta. Para instalar el estraperlo en los casinos de España era necesaria una licencia gubernativa, y su promotor holandés buscó la influencia de los personajes del Gobierno para obtener tal licencia. A las pocas horas de iniciarse la primera jugada en San Sebastián, la policía retiró el permiso[152]. El inventor exigió entonces ser compensado económicamente por la pérdida de su inversión, y no consiguiendo lo que él creía se merecía, inició pura y simplemente un chantaje. Entre sus «amigos» estaban el sobrino de Lerroux, el exministro de la Gobernación Salazar Alonso y el gobernador que Lerroux había nombrado para Cataluña, Pich y Pon. En una carta dirigida al presidente de la República, declaró confidencialmente que estos hombres le habían aceptado dinero cuando solicitó la licencia. El presidente, que siempre había sospechado de la moralidad de Lerroux, le obligó a dimitir y entregó las pruebas acusatorias al nuevo jefe del Gobierno, Chapaprieta. La Constitución exigía que los cargos criminales contra un jefe de Gobierno fueran oídos en las Cortes; pero el debate que siguió fue más político que judicial, y no se pudo probar nada. Pero dado que Lerroux personalmente, y los radicales como partido, gozaban de una turbia reputación, el voto formal exonerándolo no pudo restablecer su prestigio. Además, el debate de las Cortes concernía sólo a los ministros radicales y se hizo un discreto silencio sobre la cuestión de si el sobrino de Lerroux y un cierto número de personalidades menores habían aceptado sobornos. La opinión pública estaba segura de que sí[153].
El escándalo del estraperlo ocurrió en octubre y añadió al vocabulario español un nuevo término con frecuencia utilizado en el mercado negro. Luego, en diciembre, vino el asunto Nombela, en el cual aparecía que varios amigos de Lerroux habían tomado un interés impropio por los contratos de suministros al ejército de Marruecos[154]. Para entonces el prestigio de aquel «republicano histórico» y de su partido estaba tirado por el suelo. Bajo Azaña los radicales habían combinado el anticlericalismo y el temor a las reformas sociales. Bajo Lerroux habían aplacado a la Iglesia y gobernado a favor de las derechas. Los admiradores y clientes del capitalista Juan March se habían puesto ahora en ridículo por pequeños escándalos de soborno.
La vida política efectiva en España tomó ahora nuevas y ominosas formas fuera de las Cortes. Cada uno de los partidos de masas, la CEDA y los socialistas, tenía una organización juvenil, y el chocante denominador común de estas organizaciones era su desdén hacia los dirigentes moderados de la anterior generación. La Juventud de Acción Popular (JAP) utilizaba el vocabulario antisemítico de los nazis y soñaba con una noche de San Bartolomé de masones y marxistas. La Juventud Socialista adoptó el análisis comunista de los socialdemócratas, llamándolos «social fascistas», y aplicaba esa frase a los Prietos y Besteiros. En las principales universidades la Federación Universitaria Escolar (FUE), fundada en 1920 para combatir la dictadura, estaba dominada en 1935 por funcionarios marxistas militantes, y los estudiantes católicos hallaban igualmente organizaciones militantes en su campo. Además de todo esto, existían la pequeña pero combativa Falange Española, cuyo jefe principal era José Antonio Primo de Rivera, y las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS) de Ramiro Ledesma Ramos.
José Antonio, hijo del fallecido dictador, era típico de los ideales y confusionismo de toda una generación juvenil. Como estudiante de derecho se hizo de muchos amigos entre los liberales y se había considerado discípulo de Ortega y Gasset. La caballerosidad y lealtad que siempre fueron características de él le habían llevado a defender la memoria de su padre; pero cuando en octubre de 1933 tomó parte en la fundación de la Falange no defendió ni a la monarquía ni a la dictadura. España necesitaba una revolución, una revolución mucho más profunda que la que había sido intentada por la República. Se refería al socialismo como justo en sus orígenes y aspiraciones, y era partidario de la separación de la Iglesia y el Estado. Lo malo del socialismo, decía, era su dependencia de modelos extranjeros y su ateísmo. En sus discursos y escritos José Antonio no proponía un programa específico, pero hacía llamamientos al espíritu de sacrificio y a la unidad nacional. Rendía homenaje a la energía de Mussolini y a sus dotes de orador, sin sentirse particularmente impresionado por el estado corporativo. Admiraba a la Inglaterra imperial, y le gustaba citar el «If» de Kipling, aunque estaba convencido de la decadencia de Occidente. Tenía muchos amigos íntimos y relaciones entre los monárquicos; pero no los creía capaces de dirigir la España regenerada con la que soñaba. A él y a sus colaboradores les gustaba trabajar con las mangas de la camisa arremangadas, una postura que simbolizaba su energía, su exhibición de músculo, su impaciencia ante las rutinas remilgadas y las inhibiciones burguesas. José Antonio no podía sentir ninguna admiración por Gil Robles, con su cara fofa, regordeta y poco heroica y sus sutilezas verbales. En principio se oponía a la violencia; pero de hecho reunía armas para la Falange y más de una vez defendió a los pistoleros falangistas ante los tribunales. Admiraba el principio de jefatura, y como la mayoría de los dirigentes con afición al estilo autoritario, no podía cooperar con iguales. Riñó con Ruiz de Alda, su compañero fundador. En febrero de 1934 fusionó la Falange con las JONS de Ramiro Ledesma; pero en enero de 1935 Ledesma fue expulsado y José Antonio quedó como jefe indiscutido. La literatura falangista, al explicar estas querellas, dio énfasis a las diferencias teóricas y políticas; pero fundamentalmente fueron el resultado de las ambiciones personales de ambas partes que compitieron.
La personalidad de José Antonio tenía varias facetas, todas ellas dramáticas, personalmente atractivas e ingenuamente egoístas. Había el José Antonio de los ropajes legales que defendió antes las Cortes a uno de los ministros de su padre, en el proceso por las responsabilidades de la dictadura. Había el José Antonio travieso que remedaba a los viejos políticos y gritó «¡viva el estraperlo!», durante un debate sobre la corrupción política. Había el José Antonio que rendía culto al héroe y que reverenciaba la memoria de su padre y el intelecto de Ortega. Había un José Antonio que admiraba a Prieto, y que pensaba de un modo parecido a éste en la necesidad de la industrialización y los riegos en España. Y había un José Antonio que despreciaba el materialismo del Occidente moderno y de los marxistas, y que compartía los mitos fascistas de élite, jerarquía y tradición[155].
Con todas estas cualidades era típico de su generación en España. Los sentimientos de clase y las lealtades religiosas determinaban a cuál de las organizaciones se adheriría un estudiante o un obrero joven. Si su catolicismo era fundamental y no tenía fuertes inclinaciones monárquicas, se unía a la JAP. Si los ideales de jerarquía y legitimidad eran tan fuertes como el catolicismo, se uniría a los carlistas o a Renovación. Si admiraba a Mussolini y a Hitler, odiaba a los marxistas y también a las antiguas clases privilegiadas, se afiliaba a las JONS o a la Falange. Si se sentía atraído por la dialéctica del marxismo, y había rechazado al cristianismo, se incorporaba a la Juventud Socialista o al Partido Comunista. Pero en todos los casos rechazaba la República burguesa y se burlaba o inconscientemente subestimaba las virtudes de la democracia parlamentaria. De estas organizaciones, sólo la JAP y la Juventud Socialista representaban un número sustancial; pero todas ellas se preparaban para la violencia heroica, concebida no como una brutal prueba de fuerza, sino como un ingrediente necesario de la actividad política. En la Casa de Campo, al oeste de Madrid, la JAP, la Falange, y la Juventud Socialista se ocupaban los domingos de su entrenamiento paramilitar. En Valladolid, las patrullas de las JONS imitaban a los fascistas italianos con incursiones terroristas relámpago sobre las barriadas obreras y ruidosas reyertas callejeras con los estudiantes izquierdistas. En Valencia los jóvenes carlistas o de la JAP guardaban los conventos en los momentos de tensión política, por si acaso.
La mentalidad de los grupos juveniles tanto de las derechas como de las izquierdas estaba dominada por el recuerdo de la revolución de Asturias y sus secuelas. Con la implacable censura pesando sobre la prensa, no les quedaba más remedio que creer en sus propios mitos. Las juventudes de la JAP y de Falange, creyendo que los mineros habían violado monjas y hecho una matanza entre la clase media de Oviedo, se sentían ultrajadas por la conmutación de las sentencias de muerte. También les parecía muy significativo a ellos, para vergüenza y ludibrio del Gobierno democrático, que los dirigentes escaparan a la pena de muerte, mientras que el glorioso ejército soportara el oprobio de la necesaria limpieza de los revolucionarios. La juventud socialista, por su parte, miraba a Asturias como una gloriosa derrota. Creyendo que las atrocidades habían sido cometidas tan sólo por las fuerzas de la represión, y convencidas de que la clase obrera industrial estaba destinada a conducir a la humanidad hacia un futuro mejor, dejaban de lado la responsabilidad de las izquierdas en el origen de la tragedia. La sublevación había sido un error táctico, no un crimen político, y había fracasado por la mala organización y el armamento insuficiente. Para ambos bandos la revolución de Octubre indicaba, no la necesidad de un Gobierno moderado y democrático, sino la inevitabilidad de una prueba de fuerza mejor preparada entre las derechas y las izquierdas.
En julio de 1935 los jóvenes intelectuales seguidores de Largo Caballero se rebelaron contra el «reformismo» del órgano del partido, El Socialista, y fundaron un nuevo semanario (luego diario), llamado Claridad. Su propósito era convencer a las masas socialistas de que Besteiro y Prieto habían deformado la tradición revolucionaria del Partido Socialista español. Cada semana publicaban citas de Pablo Iglesias, indicando la eventual necesidad de una toma revolucionaria del poder. Iglesias había sido siempre un hombre de acción moderada y en 1921 luchó contra la tendencia mayoritaria a ingresar el partido en la Tercera Internacional. Pero Iglesias, como Marx, podía ser citado diciendo cosas muy diferentes. Claridad citaba también varios textos de Lenin sobre táctica, todos ellos indicando la ingenuidad, si no la traición, de aquellos camaradas que esperaban alcanzar el socialismo por medios puramente parlamentarios. Margarita Nelken, diputada socialista por Badajoz y campeona de la Federación de Trabajadores de la Tierra, visitó la Unión Soviética y regresó para escribir una serie de artículos laudatorios acerca del segundo plan quinquenal, poniendo énfasis particularmente en el supuesto éxito de las granjas colectivas.
Durante esos mismos meses, treinta mil presos izquierdistas seguían estando encarcelados, con mucho tiempo para leer y muchos amigos que les llevaran libros. Los últimos años de la dictadura y los primeros años de la República habían sido testigos de una aparición en masa de nuevas editoriales. Hubo una serie de primeras ediciones populares y baratas, de tipo político, cuyos títulos empezaban todos con el Al servicio de… y que subrayaban los programas de los diferentes partidos políticos desde la derecha moderada a la extrema izquierda. Estaba, por ejemplo, la editorial Maucci de Barcelona, que vendía ediciones baratas de Kropotkin, Bakunin, Tolstoi, Nietzsche, y ofrecía manuales y guías de la salud y la felicidad, que combinaban útiles conocimientos médicos, recetas de cocina vegetariana o de régimen y pornografía. En Madrid, Ignacio Bauer, profesor de enseñanza secundaria que era amigo de Azaña, y pariente lejano de Rothschild, compró una serie de pequeñas editoriales y pagó sueldos fabulosos por la preparación de una serie de obras maestras españolas poco conocidas, y que fueron excelentemente editadas: «Los Clásicos Olvidados». A través de las editoriales Zeus y Cenit publicó magníficas traducciones de las mejores obras de las literaturas rusa y alemana, así como de Marx, Engels, Lenin y sus principales comentaristas. Debido a la depresión, la mayoría de estas editoriales fueron a la bancarrota. Una generación de obreros y estudiantes compró libros a montones, de carros de mano alineados en torno a la Puerta del Sol y a lo largo de la Carrera de San Jerónimo. Muchos de estos libros constituyeron a su vez el alimento literario de los presos políticos.
A tales lectores les parecía que los libros escritos por los republicanos moderados antes de la depresión y de la sublevación de Asturias tenían poco que ver con la realidad. Las novelas de Zola, Dreiser y Upton Sinclair les hacían más efecto; pero las obras más leídas de todas eran las de Marx y Lenin, quienes habían analizado científicamente y predicho las crisis económicas y las brutales luchas de clases en que los lectores se hallaban envueltos. Entre los presos de Madrid, Francisco Largo Caballero ocupaba un puesto de honor. Habiendo sido en su origen estuquista, con un largo historial sindical, era un hombre de verdadera procedencia proletaria, que había dedicado toda su vida a la mejora de su clase. En octubre el profesor Besteiro se había opuesto al levantamiento, el burgués Prieto había huido a Francia y el burgués Azaña había tenido buen cuidado de poner en claro que no había tenido nada que ver con los revolucionarios.
Pero Largo Caballero había ido a la cárcel y se negó a declarar nada que pudiera ayudar a la policía en la persecución de sus camaradas. Caballero se había inclinado cada vez más hacia la izquierda desde 1933, y ahora leyó a fondo a Marx por primera vez, en compañía de ardientes y jóvenes intelectuales que lamentaban su propio origen burgués, y que lo idolatraban doblemente, como un auténtico proletario, y como sucesor espiritual del «Abuelo», el igualmente proletario, austero y honrado Pablo Iglesias.
El año 1935 no estuvo dominado, ni mucho menos, por los fracasos políticos de las Cortes o las emociones políticas de la juventud. Fue un año culminante en el renacimiento cultural de España. De hecho, apenas si hubo en el medio siglo anterior un contraste tan grande entre el estancamiento de la política española y la vitalidad de la cultura española. Nada menos que tres nuevas obras teatrales de Federico García Lorca fueron estrenadas en los primeros meses del año. Vicente Aleixandre publicó La destrucción o el amor y Rafael Alberti su Verte y no verte. Jorge Guillen, el poeta de los poetas, fue por primera vez ampliamente conocido con su segunda edición de Cántico. El pastor murciano autodidacta y poeta Miguel Hernández se estableció en Madrid y colaboró con sus poemas en la revista de Alberti, Octubre. Luis Buñuel produjo su obra maestra documental Tierra sin pan, referente a Las Hurdes, la comarca de la provincia de Cáceres afligida por la miseria, y que fue puesta por primera vez a la atención del público español por el entonces obispo de Coria y luego cardenal-arzobispo Segura.
Ramón Menéndez Pidal se lanzó a la publicación de una erudita historia de España en varios volúmenes, y en septiembre el entomólogo de fama mundial Ignacio Bolívar presidió el Congreso Internacional de Entomología en Madrid. Las Misiones Pedagógicas prosiguieron sus actividades, y el entusiasmo de los particulares llenó el hueco de las drásticas reducciones del Gobierno en su presupuesto. Miguel de Unamuno, oponente liberal de la dictadura de Primo de Rivera, y ahora portavoz de la crítica de mucho de lo que la República había hecho, fue nombrado ciudadano honorario en 1935. En Barcelona, Pablo Casals, violonchelista de fama internacional y decidido patriota catalán, pagó con los ingresos que le proporcionaban sus conciertos a los miembros de una orquesta sinfónica y una sociedad coral, y el doctor Juan Negrín, hijo de un rico comerciante de las Islas Canarias, continuó gastando sus ingresos particulares en la construcción de la magnífica biblioteca médica que puso a disposición de los estudiantes de medicina de Madrid. Las pasiones políticas, el genio literario, la vitalidad cultural, el idealismo individual y la generosidad de todas las clases españolas estaban en pleno apogeo en el año 1935.