LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE DE 1934
LA revolución de octubre estuvo dirigida a impedir que la CEDA participara en el Gobierno, una participación que parecía, tanto a los liberales de la clase media como a la izquierda revolucionaria, como un equivalente a la implantación del fascismo en España. La sublevación tuvo tres fases principales. El 5 de octubre hubo una serie de huelgas generales no coordinadas, en las grandes ciudades, que fracasaron. El día 6 Luís Companys proclamó la «República de Cataluña dentro de la República Federal española» e invitó a un «Gobierno democrático en el exilio» a establecerse en Barcelona. Mientras tanto, en la zona minera de la provincia de Asturias, las fuerzas unidas del proletariado iniciaron la lucha armada contra el Gobierno, el ejército y el régimen capitalista existente[120].
Las huelgas generales fallaron por un cierto número de razones. En primer lugar, los anarquistas se abstuvieron casi por completo. En Aragón se hallaban agotados por los extraordinarios esfuerzos de la huelga general de Zaragoza de marzo-abril. En Cataluña consideraban al Gobierno Companys como un asunto puramente «burgués», que no les interesaba. Además, los trabajadores políticamente conscientes, tanto anarquistas como marxistas, estaban confundidos por las divisiones entre sus dirigentes. Los moderados de la CNT, como Ángel Pestaña, iban inclinándose cada vez más a la idea de una participación política en los gobiernos democráticos. Los jefes antiestalinistas Andrés Nin y Joaquín Maurín, que eran particularmente influyentes en la provincia de Lérida, predicaban una revolución comunista que fuera menos ingenua y más organizada que el comunismo libertario de los anarquistas y que evitara a la vez el burocratismo y el centralismo característicos de los partidos socialista y comunista españoles. Al mismo tiempo, Francisco Largo Caballero, desilusionado con la República, estaba organizando una Alianza Obrera, que habría de agrupar a todos los elementos no anarquistas del proletariado en la parte oriental de España. Tal multiplicidad de consignas tendía a neutralizar la fuerza de la clase obrera en Aragón y Cataluña.
En Andalucía y Extremadura los campesinos estaban exhaustos y confusos tras el fracaso de la huelga de junio. Los más activos, políticamente, sabían que los socialistas estaban divididos acerca de si era o no oportuna la huelga, y todos ellos comprendían que ésta había sido un costoso fracaso. En octubre, de nuevo, los socialistas se hallaban divididos sobre el mejor modo de impedir la entrada de la CEDA en el Gobierno. La mayoría de los intelectuales y los antiguos dirigentes sindicales se oponían a la verborrea revolucionaria de Largo Caballero y a la aventura del desembarco de armas en Asturias. El día 5, Largo Caballero declaró por su parte una huelga general en Madrid, pero la dirigió de un modo indeciso, la primera de un sinnúmero de ocasiones en que había de demostrar que ladraba más que mordía. Una importante razón final del fracaso del llamamiento a la huelga fue la inmediata reacción del Gobierno proclamando el estado de guerra en toda España.
Los primeros acontecimientos importantes tuvieron lugar en Cataluña. El problema más importante entre la Generalitat y el Gobierno central seguía siendo la ley de Cultivos; pero otras circunstancias diversas se añadieron a la tensión. La transferencia de poderes bajo el Estatuto de autonomía se iba desarrollando demasiado lentamente para gusto de los catalanes, y el retraso, naturalmente, causó confusión acerca de quién era el responsable de la dirección de los asuntos públicos, la administración, los sueldos y los gastos presupuestarios en los servicios provinciales existentes. La prensa de Barcelona atribuyó el aumento de la delincuencia en 1933 a la deliberada negligencia de la política controlada por Madrid[121]. Cuando en abril de 1934 se hizo la transferencia de la autoridad, casi todas las fuerzas de policía dimitieron como gesto ostentoso de protesta. La guardia civil, por su parte, ofreció su inmediata cooperación a las nuevas autoridades catalanas. Éstas, sin embargo, estaban decididas a crear una fuerza propia de policía rural y establecieron los mossos d’esquadra, para que patrullaran por los pueblos con sandalias y blusas con galones dorados[122].
A pesar del Estatuto y de la gran popularidad personal de Companys, Cataluña fue sacudida por una oleada de nacionalismo incontrolado. En la Universidad, los profesores castellanos veían cómo sus discípulos y sus colegas catalanes se mostraban deliberadamente hostiles al uso continuado de la lengua castellana en las aulas. Aparecieron octavillas exhortando a los catalanes a no contaminar su sangre casándose con castellanas. Más grave que tales síntomas era el crecimiento de un movimiento casi fascista dentro de las filas juveniles de la Esquerra. Llevando camisas verdes, llamándose a sí mismos escamots (pelotones), y denominando a su movimiento Estat Català, hacían la instrucción en formación militar, con fusiles anticuados o inservibles, reconociendo como jefe a José Dencás, consejero de Orden Público de la Generalitat.
Cuando la UGT convocó la huelga general contra la entrada de la CEDA en el Gobierno, Dencás pensó que había llegado la ocasión esperada para proclamar una Cataluña independiente bajo su propia jefatura. En la mañana del 5 de octubre los obreros anarquistas, así como la mayoría de los empleados socialistas de ferrocarriles, se dirigieron al trabajo. Los escamots, a veces amenazando con sus pistolas, detuvieron tranvías y autobuses, dijeron a los expendedores de billetes en las taquillas del Metro que se fueran a sus casas, y amenazaron con destrozar los escaparates de las tiendas que no cerraran. También se informó que estaban levantando los raíles del ferrocarril al este de Lérida para separar «Cataluña» de «España[123]».
El presidente Companys se vio metido en medio de una tormenta en formación. A su izquierda, los impacientes rabassaires amenazaban con apropiarse de las tierras, ahora que los mismos hombres que habían anulado la ley de Cultivos ocupaban el poder en Madrid. A su derecha, los escamots preparaban un golpe fascista en suelo catalán. Mientras tanto, en toda España los liberales y las izquierdas presionaban para lograr la unidad de acción a fin de anticiparse a lo que consideraban como un fascismo incipiente bajo Lerroux. Si ocurría un choque, en Cataluña había nada menos que ocho fuerzas capaces de la violencia armada: eran, la IV División del ejército español, la guardia municipal de Barcelona, la guardia civil y la guardia de asalto, los mossos d’esquadra, los escamots, los rabassaires y la FAI.
Durante todo el 5 de octubre y hasta últimas horas de la tarde del 6, Companys ordenó repetidamente al insubordinado Dencás que no lanzara sus escamots a la calle. Dado que Miguel Badía, jefe de la guardia municipal, era un leal lugarteniente de Dencás, Companys no pudo lograr que obedeciera sus órdenes. Mientras tanto, trató de ponerse en contacto telefónico con Alcalá-Zamora en Madrid, para advertir al presidente que le era imposible contener las reacciones izquierdistas o nacionalistas contra el nuevo Gobierno central. El secretario del presidente le leyó un mensaje en tono tranquilizador, pero Companys no pudo ponerse en contacto directo con el presidente en persona[124]. En la mañana del día 6 se recibió el anuncio del presidente del Consejo de ministros proclamando el estado de guerra. Aquella tarde Companys telefoneó al general Batet, catalán de ideas moderadas, que era el jefe del distrito militar de Barcelona. Invitó a Batet a ponerse al servicio de la «República federal», y el general trató de calmar los temores de su interlocutor, indicando que la proclamación de la ley marcial se aplicaba a toda España y no estaba dirigida contra Cataluña.
En toda Barcelona se anticipaba el clímax de la tarde del día 6. Los consejeros de la Generalitat aparecieron en el balcón del palacio del Gobierno a las 7,30, preparados para dirigirse a la enorme multitud congregada en la plaza de San Jaime, por debajo de ellos, así como a todos los radioyentes de Cataluña. Los nacionalistas exaltados esperaban la proclamación de la plena independencia de Cataluña. Los liberales aguardaban una declaración de resistencia al fascismo de Madrid. Dencás planeaba por su cuenta la proclamación del Estat Català. Companys, en medio de tantos fuegos cruzados, tomó el micrófono de manos de Dencás y proclamó el «Estado catalán dentro de la República federal española». Luego él y su Gobierno se atrincheraron en la Generalitat, en el centro de la parte antigua de Barcelona, dependiendo para su defensa de unos 100 mozos, y esperando desesperadamente que el general Batet permaneciera neutral.
La prudencia del general Batet evitó una tragedia de mayores proporciones. Desde luego, se negó a ponerse al servicio de la Generalitat; pero cuando el ministro de la Guerra, impaciente, llamó por teléfono a las dos de la madrugada para preguntarle por qué no había aplastado la resistencia, replicó que prefería esperar al amanecer para ahorrar vidas[125]. Dencás, olfateando el fracaso, huyó de Barcelona aquella noche. A las cinco de la mañana, Companys acordó por teléfono los términos de la rendición. El general Batet ordenó que se abrieran las puertas y que los mozos salieran con los brazos en alto. Companys replicó que esto sería muy peligroso, ya que fuera había aguardando una excitada multitud y dado que un muchacho fue herido cuando estaba enarbolando la bandera blanca sobre la Generalitat. El general dio entonces otras órdenes. Las puertas serían abiertas y él enviaría un representante para que aceptara la rendición. De esta manera, se permitió a la Generalitat rendirse de un modo digno y sin que hubiera más derramamiento de sangre. La revolución catalana de octubre costó algunos muertos en las escaramuzas habidas en la noche del 6 al 7 de octubre, y al amanecer el Gobierno de Companys fue a la cárcel para aguar dar el proceso bajo el cargo de rebelión contra la autoridad debidamente constituida[126].
Mapa 2.— La provincia de Oviedo con los nombres de los lugares que jugaron un papel importante en la Revolución de Octubre de 1934.
En Asturias, el curso de los acontecimientos estuvo determinado en gran parte por el aislamiento geográfico y psicológico de las ciudades mineras. Situadas en los valles de los ríos Aller y Nalón, al sur y sudeste de Oviedo, hay una serie de poblaciones mineras, la mayoría de ellas con menos de 10 000 habitantes. Sus condiciones de vida se caracterizaban por lo peligroso de su trabajo, la constante vigilancia policíaca, una casi total ausencia de periódicos nacionales, autos, radios y comodidades hogareñas, así como una sed por un mínimo de dignidad y educación que sólo podían saciar a través de sus sindicatos mineros. La UGT tenía el mayor número de afiliados, especialmente en la capital de la provincia, aunque la CNT, los comunistas y los trotskistas estaban también representados con más o menos fuerza en la región[127].
Los años de propaganda anarquista y marxista habían creado un espíritu de misión entre los mineros. Lo mismo que la Reconquista cristiana de España había comenzado en Covadonga, en lo más abrupto de la cordillera cantábrica, así la revolución proletaria se originaría en Asturias. Las disputas sectarias habían impedido con frecuencia la unidad de acción en el pasado; pero en 1934, pensando en el triunfo de Hitler en Alemania y de Dollfuss en Austria, lograron un grado bastante elevado de unidad. Adoptando el slogan de Unión de hermanos proletarios (UHP), como denominador de sus grupos, las diferentes organizaciones de la clase obrera se unieron en comités revolucionarios locales[128].
En la noche del 4 de octubre, cuando llegó la noticia de la formación del nuevo Gobierno, los comités decidieron inmediatamente declarar una huelga general. En Mieres, donde predominaban los mineros comunistas, 200 militantes, armados con unos 30 rifles, sitiaron el ayuntamiento y los cuarteles. Gracias a una combinación de sorpresa, terror y exageración de su número (disparando con los mismos rifles desde diferentes posiciones), lograron la rendición de los guardias civiles y de asalto. Al día siguiente ocuparon con facilidad otras ciudades mineras entre Mieres y Oviedo, a veces utilizando la bandera de la Cruz Roja como insignia, y el día 6 atacaron la propia capital de la provincia. Oviedo tenía unos 80 000 habitantes, y, en contraste con los centros mineros, en la ciudad había una considerable clase media, una Universidad, varios centros gubernamentales y una guarnición de mil hombres. Unos 8000 militantes marcharon sobre la ciudad, con unas pocas armas cortas y sin artillería, pero con grandes cantidades de dinamita. Como la mayoría de la población se escondió tras las persianas corridas, los mineros tomaron la mayor parte de la ciudad, ocupando los pisos bajos de los edificios oficiales y arrimándose a los muros para resguardarse de los disparos desde los pisos altos.
Al día siguiente llegaron noticias de los fracasos de Madrid y Barcelona, y el presidente del Consejo de ministros organizó una campaña a base de radio y octavillas, para convencer a los mineros de que el Gobierno controlaba la situación en todo el país. Pero los mineros no tenían por costumbre creer a Alejandro Lerroux, y la exaltación que les había producido su rápido éxito, a más del gran apoyo popular que pudieron percibir en las ciudades mineras y fabriles, aumentó su ardor. Ocuparon las fábricas de armas de Trubia y La Vega, confiscaron numerosos edificios y establecieron el racionamiento de los alimentos y las materias primas. Para los mejores elementos de entre los sublevados, el régimen revolucionario tenía que ser una demostración de moralidad proletaria. Los burgueses recibían las mismas raciones alimenticias que los trabajadores. En el hospital, se dio a los médicos instrucciones de tratar equitativamente a los heridos del Gobierno o revolucionarios. La milicia revolucionaria tenía que proteger a la clase media y a los profesionales apolíticos, aun al riesgo de la vida[129].
En Oviedo, los socialistas y los comunistas se repartieron la autoridad. La UGT era numéricamente el elemento más fuerte, y en Ramón González Peña y Belarmino Tomás disponía de dirigentes moderados que disfrutaban de considerable prestigio entre los liberales de la clase media, así como entre el proletariado. El prestigio comunista se basaba en la captura de Mieres. Ambos partidos se enorgullecían de su disciplina y estaban ansiosos por prevenir el pillaje. El comité de Oviedo miraba con sospecha a aquéllos que insistían en pedir servicios de guardia nocturnos. Acogieron bien la oportunidad de colocar los prisioneros políticos en casas particulares y contaron para este propósito con los buenos oficios de Teodomiro Menéndez, un exdiputado socialista que se negó a tomar parte en el levantamiento y estuvo brevemente detenido por los militantes.
Sin embargo, para muchos de los trabajadores revolucionarios, el saqueo de las tiendas burguesas no constituía robo. Estaban tan acostumbrados a pensar en los guardias civiles y de asalto como sus enemigos naturales, que la desaparición temporal de estas fuerzas pareció una gloriosa oportunidad para apropiarse de mercancías de toda clase. También para una pequeña minoría primitiva, que había aprendido el odio de clases, sin aprender la «disciplina revolucionaria», la liquidación física del enemigo estaba a la orden del día. En Mieres, en la mañana del 5 de octubre, cuando la guardia de Asalto se rindió, la multitud pidió la muerte de dos guardias particularmente odiados. El comité se negó a ello, formando un círculo con sus propios cuerpos para proteger a los prisioneros. Uno de los guardias, enloquecido por el miedo, escapó del círculo y fue muerto a tiros.
En las dos semanas que siguieron al 5 de octubre fueron asesinadas unas 40 personas. Algunas de ellas eran ingenieros u hombres de negocios, matados por venganzas personales a las que se dio el pretexto de odio de clases. Sin embargo, las principales víctimas fueron sacerdotes. Algunos conventos fueron registrados inútilmente en busca de armas, y los sacerdotes que trataban de huir por las ventanas fueron matados como conejos. En Turón, media docena de frailes fueron detenidos en la mañana del día 5, sin que recibieran malos tratos. Durante los dos días siguientes, sus guardianes, que los habían separado de los otros prisioneros, les preguntaron repetidamente si querían unirse a las fuerzas revolucionarias. Los frailes replicaron que no podían ir al frente, excepto en el cumplimiento de sus deberes religiosos. El día 8, un grupo de soldados que no pertenecían a su guardia entraron y les obligaron a marchar con el pretexto de que los llevaban al frente. Los condujeron al cementerio y allí los fusilaron. En el pueblo de Sama, el cadáver de un guardia de asalto fue pisoteado de un modo que recordaba a Castilblanco. También es cierto que más de un soldado y sacerdote superviviente testificó de los esfuerzos de los dirigentes del comité para evitar los asesinatos de sacerdotes y prisioneros, intervenciones que salvaron docenas de vidas[130].
El Gobierno quedó desconcertado ante la toma de Oviedo por los revolucionarios. Temió enviar al ejército regular, ante la muy verosímil posibilidad de que los reclutas españoles se negaran a disparar contra los revolucionarios, o incluso desertaran para irse con ellos. El ministro de la Guerra, Diego Hidalgo, siguiendo el consejo de los generales Franco y Goded, envió contingentes de los Regulares, moros y de la Legión Extranjera[131]. Al llegar a los puertos de Avilés y Gijón el 8 de octubre, estas tropas pudieron reducir fácilmente la resistencia de los estibadores y pescadores locales[132]. Los comités revolucionarios estaban aquí dominados por los anarquistas. Aunque se habían unido al levantamiento y habían aceptado el slogan UHP, los socialistas y comunistas de Oviedo no se fiaban de ellos y negaron armas a su delegado el día anterior.
A partir del 8 de octubre los revolucionarios supieron que estaban aislados, completamente a la defensiva, y que la Legión Extranjera había desembarcado. En Oviedo, González Peña tuvo dificultades para impedir que los mineros, desesperados, volaran la catedral, desde donde aseguraban que les habían disparado. Entre el 10 y el 12, él y otros dirigentes que aconsejaban la rendición fueron acusados de cobardía y se amenazó con darles muerte. Al anochecer del 12 de octubre, el general López Ochoa había reconquistado casi toda la ciudad, exceptuando la estación del ferrocarril. Como resultado del cañoneo de la artillería del ejército y de las voladuras de los mineros, Oviedo carecía de agua y luz. La biblioteca de la Universidad y centenares de casas resultaron destruidas.
González Peña, agotado por los esfuerzos para evitar las destrucciones innecesarias e incapaces de convencer a los mineros de lo inútil de continuar la resistencia, dimitió. Los comunistas (como habían de hacer en marzo de 1939) se adelantaron como los portavoces de la continuación de la resistencia, a pesar de que todas las probabilidades estaban en contra. Se formó un nuevo comité, dominado por los comunistas, y todos los partidos se comprometieron a continuar la resistencia. El nuevo comité podía hacer muchos gestos, pero no ejercer la autoridad, y detuvo a Teodomiro Menéndez por unas horas. A la mañana siguiente, 13 de octubre, envió un tren blindado de seis vagones con unos doscientos hombres al pueblo de Campomanes. Los obreros ferroviarios cooperaron de mala gana. A unos pocos kilómetros de la ciudad fue necesario hacer un alto de tres horas para reparar la caldera, pues tras toparse con una patrulla enemiga, aquélla había sido agujereada por los disparos de armas de fuego. Al jefe de la expedición le costó mucho trabajo impedir que sus hombres mataran al maquinista, del que sospechaban que había cometido sabotaje.
Mientras tanto, del 10 al 18 de octubre, los moros y legionarios fueron tomando las poblaciones mineras casa por casa. El general López Ochoa, que era un oficial culto, y masón, hizo lo que pudo para evitar los asesinatos y violaciones, incluyendo el fusilamiento de cuatro moros culpables de atrocidades. El coronel Yagüe, de la Legión, prefirió emplear un saludable terror como arma y no contuvo a sus tropas. Los últimos días se caracterizaron por actos de desesperado valor, con mineros desarmados ofreciendo sus pechos desnudos en desafío a las tropas que avanzaban.
Mieres, de donde habían partido los revolucionarios el 5 de octubre, era su último baluarte hacia el día 18. Belarmino Tomás, delegado socialista en el comité, negoció los términos de la rendición con el general López Ochoa. Los revolucionarios pidieron que no se permitiera a los moros entrar en los pueblos. Tomás explicó que el 13 de octubre recorrió las afueras de Oviedo acompañado de unos cuantos mineros. En el cementerio vieron 18 cadáveres que habían sido atados juntos y mutilados, y en casa de un minero hallaron el cuerpo de una joven que había sido violada y a la que le habían cortado ambos brazos. El general estaba ansioso por evitar más derramamientos de sangre y comprendió que si los mineros habían de luchar forzados por una desesperación suicida, harían falta semanas y meses para pacificar Asturias. Se mostró de acuerdo en que los moros y legionarios no entraran en los pueblos, a menos que no fueran tiroteados por francotiradores, en cuyo caso los pondría en la vanguardia[133].
Esto de los francotiradores fue la razón verdadera o supuesta de los frecuentes fusilamientos de prisioneros durante los días de la «limpieza» militar. Por ejemplo, si un pequeño contingente de soldados cruzando un territorio montañoso y hostil oía un disparo o una imprecación procedente de una ladera boscosa, creyendo que este disparo podía ser el preludio de un ataque general en un esfuerzo para liberar los prisioneros, éstos eran matados por los guardianes. Es imposible saber cuántos hombres fueron muertos de este modo, porque el método no se supo inmediatamente.
Durante las dos semanas de lucha, el público español supo muy poco acerca de los métodos empleados por las fuerzas del Gobierno. Muchos habían admirado la dignidad con que el jefe del Gobierno, Lerroux, se dirigió por radio en la noche del 5 de octubre, anunciando simultáneamente el estado de guerra y prometiendo un retorno justo y rápido a la normalidad. El colapso de las huelgas generales y de la revuelta catalana aumentó mucho el prestigio del Gobierno. Incluso para muchos de los elementos de izquierdas, la revolución de Asturias constituía un desastroso error político, y admitían que cualquier Gobierno habría tenido que reprimir la comuna de los mineros. Pero en las semanas siguientes el Gobierno, que dependía de los militares y de la extrema derecha, perdió el control sobre la situación en Asturias. Los guardias civiles y de asalto rivalizaron entre sí en arrancar fantásticas confesiones a los prisioneros. La prensa derechista publicó cuentos de monjas violadas y de niños a los que habían arrancado los ojos. Las Cortes, que se habían negado a restablecer la pena de muerte cuando la huelga general de Zaragoza, la votaron ahora rápidamente.
En Oviedo un periodista liberal, Luís Sirval, fue muerto a tiros en plena calle por un oficial del Tercio que se sintió ofendido por sus artículos. El asesinato de Sirval no fue más brutal que otros muchos cometidos por las fuerzas de la represión; pero Sirval era persona muy conocida y respetada. El Gobierno impuso la censura sobre todas las noticias procedentes de Asturias; pero un grupo parlamentario investigador fue a Oviedo: Álvarez del Vayo y Fernando de los Ríos por los socialistas; Félix Gordón Ordás y Clara Campoamor por los republicanos, estos dos últimos partidarios hasta entonces de Lerroux. Los investigadores establecieron la falsedad de las historias referentes a monjas y niños. Al mismo tiempo, reunieron la evidencia más perjudicial sobre la tortura en las prisiones, y muchos testigos de la clase media de Oviedo elogiaron la nobleza de los mineros, la mayoría de los cuales habían respetado estrictamente a los no combatientes durante el sitio de la ciudad. A la delegación de las Cortes se unió un grupo parlamentario británico. Este último no pudo hacer más que confirmar la evidencia de sus colegas españoles; pero las derechas consideraron un insulto su presencia en España, mientras que en el extranjero su informe creó una oleada internacional de simpatía hacia los mineros.
El principal instigador de las torturas sádicas fue el comandante Doval, de la guardia civil, que empleó, entre otras técnicas, presiones sobre los órganos sexuales o el clavar alfileres o astillas bajo las uñas. También tenía un ingenioso método para atar las muñecas y las piernas de la víctima al cañón y mango de un fusil y levantarla del suelo por medio de una polea. Por tales medios sus hombres consiguieron varias confesiones del mismo delito. Félix Gordón Ordás, profesor de veterinaria, que era masón y diputado del Partido Radical, tras reunir evidencia de las actividades de Doval, escribió una carta de denuncia al jefe del Gobierno, Lerroux. Éste se hallaba bajo intensa presión de las derechas para que «aplastara» la revolución, y de las izquierdas para que amnistiara a los miles de prisioneros tomados durante las operaciones de limpieza. Telefoneó al general Velarde, superior de Doval, ordenándole que moderara y contuviera las actividades del comandante. Doval, como fuera, se enteró del texto de dicha conferencia telefónica y envió copias de ella a los dirigentes monárquicos Antonio Goicoechea y Luca de Tena. Goicoechea se la mostró a sus amigos en los pasillos de las Cortes, y cuando Lerroux se enteró de esto, ordenó el inmediato traslado de Doval por insubordinación[134]. El ABC, diario de Luca de Tena, preparó entonces un editorial atacando a Lerroux; su publicación fue prohibido por la censura. La actitud de Lerroux fue característica, pues deseaba actuar con humanidad; más para evitar una confrontación con los reaccionarios que le apoyaban, buscó el pretexto de la insubordinación de Doval, para no tener que encararse con el problema de la tortura policíaca. Las derechas gritaron que el Gobierno estaba traicionando a España, retirándose ante el marxismo masónico internacional, y las izquierdas compararon la revolución asturiana con la sublevación de Espartaco, la Comuna de París, la resistencia de los obreros vieneses a Dollfuss y otros heroicos episodios en la lucha del proletariado internacional.
La «liquidación» de la sublevación de octubre tuvo ocupado al Gobierno hasta bien entrado el año 1935. Centenares de jurados mixtos y de ayuntamientos, como los de Madrid, Barcelona y Valencia, fueron suspendidos; el estado de alarma y la censura de prensa se prolongaron mes tras mes. En toda España, de 30 a 40 000 presos políticos esperaban su proceso. La mayoría de estos presos, así como de los concejales suspendidos, podían a lo más ser acusados de pertenecer a los mismos partidos políticos o de ser colegas o amigos de algunos de los dirigentes implicados en las sublevaciones catalana y asturiana.
Un cierto número de procesos militares y políticos revelaron la inseguridad del Gobierno y la amargura de la opinión pública. El comandante Pérez Farrás, militar de carrera que había mandado a los mozos de escuadra catalanes en su resistencia a las tropas del general Batet, durante la noche del 6 de octubre, fue sometido a consejo de guerra y condenado a muerte por rebelión militar. Según el artículo 102 de la Constitución, el presidente tenía poderes para conmutar las sentencias de muerte «previo informe del Tribunal Supremo y a propuesta del Gobierno responsable». El presidente Alcalá-Zamora era reacio a crear mártires de la causa de la autonomía catalana y estaba convencido de que una prolongada campaña de represión destruiría a la República. Los ministros no deseaban recomendar una conmutación, pero convinieron en una revisión por el Tribunal Supremo. Éste confirmó el fatal veredicto y Alcalá-Zamora lanzó todo el peso de su prestigio en un nuevo esfuerzo, ahora con éxito, para que el Gobierno le permitiera la conmutación de la sentencia de muerte. La posición de Lerroux era que el comandante Pérez Farrás, un oficial de carrera y un ingeniero de educación universitaria, era culpable de flagrante rebelión militar. El presidente recordó a sus ministros que la sentencia de muerte del general Sanjurjo fue inmediatamente conmutada para general satisfacción de los mismos que ahora pedían la muerte del comandante Pérez Farrás. El presidente salió triunfante en su empeño, a costa de empeorar sus relaciones personales con el Gobierno Lerroux[135].
El primero de febrero de 1935 fueron fusilados en Oviedo dos hombres tras un consejo de guerra: el sargento Vázquez, que desertó, con las armas en la mano, para pasarse a la milicia revolucionaria, y un minero que mandó el pelotón de ejecución de ocho guardias civiles. Alcalá-Zamora se negó a conmutar en estos casos, aunque las izquierdas le presionaron para que lo hiciera. Pero Vázquez y Argüelles tenían verdaderamente las manos manchadas de sangre; aunque muchas personas pensaron que era injusto que se conmutara la sentencia de un hombre instruido, que sabía muy bien lo que hacía, y se ejecutara a dos hombres humildes que se dejaron arrastrar por las emociones y sólo comprendían vagamente las ideologías. El presidente fue acusado de aplacar al nacionalismo catalán, y no actuar por humanidad desinteresada.
A mediados de febrero se celebraron los Consejos de guerra contra dos diputados socialistas implicados en la revolución: Teodomiro Menéndez y Ramón González Peña. Menéndez formó parte del pequeño grupo de diputados socialistas durante la Monarquía y perteneció siempre al sector moderado del partido. El levantamiento le sorprendió en su domicilio de Oviedo y al entrar allí el ejército lo detuvo. Puesto en fila junto con varios centenares de prisioneros, contó veintisiete hombres fusilados antes de que le llegara su turno y atribuyó su salvación al hecho de ser amigo del general López Ochoa. En las primeras semanas de su encarcelamiento mostró síntomas de desequilibrio nervioso. Los ruidos de las torturas podían ser oídos claramente y las noticias de ejecuciones irregulares llegaban constantemente. Al parecer, a finales de diciembre intentó suicidarse saltando desde un balcón al suelo de cemento de la prisión. (Es necesario emplear las palabras «al parecer» ya que la censura hizo imposible que nadie pudiera enterarse de toda la historia). En todo caso, sufrió varias heridas en la cabeza y la espalda. El 20 de diciembre, durante la investigación parlamentaria sobre las torturas en las prisiones, su viejo amigo Fernando de los Ríos fue a visitarle, y éste informó que Menéndez lo reconoció, pero habló de modo incoherente, con evidente delirio[136].
En febrero, cuando llegó el momento de su proceso, estaba a la vez física y mentalmente incapacitado. Testigos locales indicaron que no se había movido de su casa en toda la semana, y que su única actividad fue la de tratar de que varios prisioneros fueran puestos en libertad, rechazando una invitación para dirigir la palabra a la muchedumbre que se aprestaba a dirigirse a la fábrica de armas de La Vega. La acusación contra él se basaba en haber «sido visto» con varios dirigentes revolucionarios y que su firma aparecía en un documento que resultó ser la transferencia de prisioneros a domicilios particulares. Las personas que fueron libertadas gracias a sus esfuerzos presentaron declaraciones juradas, y hubo una carta de Julián Besteiro afirmando que en las juntas del Partido Socialista, Menéndez votó contra la sublevación. Al final fue llevado ante el tribunal en una camilla y le preguntaron si quería hablar en defensa propia, a lo que contestó negativamente[137].
Unos días después, sin que se hubiera dictado todavía la sentencia contra Menéndez, comenzó la vista contra González Peña. Éste había sido miembro del comité revolucionario y manejó fondos robados del Banco de España. Muchos testigos manifestaron que le vieron «dar órdenes», aunque significativamente nadie pudo acusarle de cometer violencias o de crueldad con los prisioneros. González Peña declaró en su defensa que, efectivamente, había recibido 15 000 pesetas para huir. (Logró permanecer escondido hasta el 4 de diciembre). Pero tras su captura devolvió 15 500 pesetas. Dijo que había salvado a cien guardias de morir fusilados en los cuarteles de Pelayo, y que había varios testigos de sus esfuerzos para impedir los incendios y el terrorismo. Peligrando su vida dos semanas después de las ejecuciones de Vázquez y Argüelles, entregó al tribunal una justificación autobiográfica de su solidaridad con los revolucionarios. Entre otras cosas, y puesto que era acusado de robar al Banco de España, hizo una descripción de sus ingresos personales. Por ejercer varios cargos había ganado sesenta mil pesetas en año y medio bajo la República. De estos ingresos, vivía con 5000, gastaba 4000 en libros, prestaba 9000 a sus amigos y daba el resto a los parados[138].
En el intervalo entre los procesos de Menéndez y González Peña, el Partido Socialista francés reunió miles de firmas en peticiones de amnistía, y el diputado socialista francés Vincent Auriol visitó a Lerroux en nombre de la Liga de los Derechos del Hombre. Simultáneamente, un grupo de intelectuales españoles escribió al presidente Alcalá-Zamora protestando contra las torturas en las prisiones de Oviedo, como se revelaban en un documento firmado por 564 presos a fines de enero. Entre los que firmaron la carta al presidente estaban los famosos escritores Unamuno y Valle Inclán, así como Francisco Bergamín, el abogado que defendió al general Sanjurjo en 1932[139].
El 16 de febrero el tribunal militar anunció las sentencias de pena de muerte para Menéndez y González Peña, seguidas a los pocos días por la condena de otros 17 miembros de los comités revolucionarios. Esta sucesión de penas de muerte provocó una crisis dentro del Gobierno de centro-derecha. El jefe del Gobierno, Lerroux, aunque había creído justa la pena de muerte para Pérez Farrás, no era un hombre vengativo. Su reputación no se basaba en ningún programa, sino en su habilidad para calmar extremistas. Era conocido en broma como «el contratista de la tranquilidad pública». En parte por humanidad y en parte por su deseo de no permitir que Alcalá-Zamora se llevara toda la fama, Lerroux recomendó una conmutación de la sentencia contra los jefes políticos revolucionarios. Inmediatamente, Gil Robles en nombre de la CEDA y Melquíades Álvarez por el Partido Reformista anunciaron que dejaban de colaborar, como reacción, con el Gobierno[140].
Las derechas habían esperado utilizar la crisis asturiana no sólo para ejecutar a los jefes socialistas, sino también para desacreditar a los republicanos de izquierda. En los tribunales y el Parlamento intentaron repetidamente convertir a Manuel Azaña en uno de los responsables de las sublevaciones catalana y asturiana. Azaña había llegado a Barcelona a finales de septiembre de 1934, para asistir al entierro de Jaime Carner, que había sido ministro de Hacienda en su Gobierno. Los últimos tributos a Carner congregaron, naturalmente, a muchas personalidades del bienio 1931-33, y hubo varias conversaciones en las que participaron republicanos de izquierda, socialistas y miembros de la Generalitat. Azaña pensaba regresar a Madrid el 4 de octubre, pero varios amigos le rogaron por teléfono que no saliera de Barcelona. Todos esperaban un golpe militar y temían que su vida peligrara si regresaba. Al día siguiente, la huelga general se extendía virtualmente por toda Cataluña, así que se vio obligado a quedarse donde estaba.
El día 6, mientras la Esquerra debatía si declarar o no el Estat Català, un miembro del Gobierno de Companys, Juan Lluhí, fue a ver a Azaña, al hotel Colón. En un estado mental de evidente agitación, dijo al expresidente del Consejo que la Generalitat no podría contener a las masas, y que tendrían que canalizar el movimiento nacionalista o disparar contra sus propios seguidores. Azaña le recordó que él había votado contra una República federal, y que fueran los que fuesen los motivos actuales de la Generalitat, cualquier declaración contra el Gobierno central aparecería como separatista. Azaña estaba además seguro de que el movimiento fracasaría. Lluhí lo tachó de pesimista y sugirió, esperanzado, una analogía con los acontecimientos de 1931. El coronel Macià había ido demasiado lejos proclamando la República catalana. Madrid se había apresurado a negociar con él. En el compromiso resultante los catalanes habían renunciado a su República separada a cambio del compromiso firmado de un Estatuto de autonomía. Lluhí sugirió que lo que la Generalitat esperaba realmente era un regateo semejante. Tras proclamar la República federal negociarían con Madrid, concediendo el Estat Català contra un arreglo satisfactorio del problema de la ley de Cultivos.
Comprendiendo la puerilidad de tales esperanzas, y sabiendo que por su mera presencia en Barcelona sería implicado en lo que ocurriera, Azaña convocó inmediatamente en su hotel al comité catalán de Izquierda Republicana, y contó a sus miembros la conversación, recibiendo de ellos una unánime aprobación de su expresión de oposición a todo levantamiento tal como Lluhí había insinuado. Hacia las ocho de aquella noche abandonó el hotel, acompañado de varios amigos y del policía secreto que le había asignado el Gobierno de Madrid como guardián. Pasó la noche en casa de un amigo, el doctor Rafael Gubern.
Aproximadamente a la misma hora que Azaña dejaba el hotel Colón, Alejandro Lerroux estaba hablando por teléfono con el general Batet. Entre otras cosas dijo al general que Azaña estaba en esos momentos redactando un manifiesto para Companys «presumiblemente con carácter sedicioso». En la mañana del 7, cuando todo hubo acabado, el director general de Seguridad anunció a los periodistas en Madrid que «Azaña y su banda» habían huido a través de una alcantarilla que había en los sótanos de la Generalitat. Si el director hubiera comprobado con el policía que él mismo había designado para vigilar a Azaña, se habría enterado de que éste no había ido a la Generalitat, y de haber consultado con la policía de Barcelona, se habría enterado de que tal alcantarilla no existía. De haber preguntado a su agente sobre las actividades de Azaña, habría sabido que Azaña trató de disuadir a Lluhí y que su partido se había manifestado contra toda tentativa de levantamiento.
Azaña fue detenido el día 7 e internado en un barco-prisión en el puerto de Barcelona. Tras tres días de encuesta, el investigador militar encargado del caso, general Pozas, quedó completamente convencido de la inocencia de Azaña y no hizo de ello un secreto para nadie. Pero el Gobierno se negó a libertarle. El 14 de noviembre un grupo de eminentes intelectuales se dirigieron con una carta abierta al Gobierno protestando contra la insensata persecución de que era objeto el ex primer ministro. La censura impidió que la carta apareciera en los periódicos[141]. Azaña fue puesto en libertad provisional a últimos de diciembre, mientras que el caso era llevado al Tribunal Supremo. Durante enero y febrero, la atención pública se concentró en las revelaciones sobre las torturas en Oviedo, y sobre los procesos de Menéndez y González Peña. Entonces, el 21 de marzo, cuando parecía verosímil que las sentencias de muerte fueran conmutadas, los monárquicos iniciaron en las Cortes un debate de gran envergadura. Antonio Goicoechea acusó a Azaña de ser responsable de las discordias civiles reinantes en España, y repitió todas aquellas acusaciones no probadas y refutadas hechas cuando lo de Casas Viejas, y prosiguió acusando a Azaña de haber iniciado la revuelta catalana, y luego le atribuyó los desembarcos de armas en Asturias.
En su tentativa para destruir a Azaña, las derechas crearon virtualmente el Frente Popular. La opinión pública habría apoyado probablemente al Gobierno de centro-derecha si tras la revolución hubiera castigado tan sólo a los culpables de atrocidades tanto entre los revolucionarios como entre los militares. Pero la prensa monárquica y los diputados estaban decididos a identificar a toda la República liberal con los mineros militantes más revolucionarios. La CEDA y el Gobierno Lerroux, aunque estaban mejor enterados, siguieron humildemente la senda trazada por Antonio Goicoechea.
Lo cierto es que todas las formas de fanatismo y crueldad que habían de caracterizar la guerra civil se dieron ya en la revolución de Octubre y sus secuelas: una revolución utópica desfigurada por el esporádico terror rojo; sistemática represión sangrienta de las «fuerzas del orden»; confusión y desmoralización de la izquierda moderada; fanática venganza por parte de las derechas. Tras el restablecimiento del orden, el presidente y el primer ministro trataron torpe, pero sinceramente, de limitar la represión; más la censura de prensa impidió que el pueblo español supiera siquiera lo que había ocurrido en Asturias, y por tanto aprender de las lecciones de tan trágico prólogo de la guerra civil.
Cuando en marzo de 1935 las derechas intentaron, de nuevo contra el abrumador peso de la evidencia, igualar a Azaña con el sargento Vázquez, forjaron la unidad de la izquierda extrema y moderada. Disgustaron a los conservadores honrados y llegaron hasta el extremo de convertir a Azaña en el ídolo de las masas. Durante el día del debate, se congregaron muchedumbres entusiastas de partidarios, para aclamar a Azaña al entrar y salir éste de las Cortes. Cuando se procedió a la votación a última hora de la tarde, los carlistas, Renovación y la CEDA votaron contra Azaña. Los republicanos conservadores, los nacionalistas vascos, la Esquerra y toda la Izquierda votaron por él[142]. La alineación era muy parecida a la de la España del 18 de julio de 1936. Y hubo casi un anticlímax cuando el 6 de abril el Tribunal Supremo absolvió a Azaña de todos los cargos en relación con la revolución de Octubre. Pero aun entonces, las derechas no aceptaron el veredicto, y en julio, en las Cortes, se habría de oír de nuevo la repetición de las viejas acusaciones.