EL GOBIERNO DE CENTRO-DERECHA
DESDE que se conocieron los resultados del escrutinio, estuvo claro que en las nuevas Cortes sería otra vez necesario un Gobierno de coalición. Aunque todas las derechas votaran de acuerdo con la CEDA, seguirían constituyendo menos de la mitad de la Cámara. Si la CEDA se combinaba con el centro y no con la extrema derecha, una disciplinada alianza de la CEDA y los radicales también se quedaría corta para formar mayoría. La cuestión se complicaba además por las actitudes personales. El presidente Alcalá-Zamora había respetado siempre a Manuel Azaña, aunque se hubiera opuesto a él políticamente. Los dirigentes de las dos minorías principales en la nueva Cámara eran Alejandro Lerroux, del Partido Radical, y José María Gil Robles, de la CEDA. El presidente de la República, al igual que muchos conservadores y las izquierdas en bloque, no se fiaban de Lerroux a causa del pasado de éste. Lerroux empezó su carrera política como un demagogo anticalanista; en los primeros años del siglo era conocido como el «emperador del Paralelo», la calle principal de los distritos obreros de Barcelona. En su repliegue hacia el republicanismo, su partido ganó las elecciones municipales en Barcelona; sin embargo, entonces se demostró que era culpable de muchos actos de corrupción, al estilo familiar en la política de las grandes ciudades americanas. Lerroux era un gran señor[91], sin tener educación universitaria ni ingresos regulares. Era famoso por el modo como ablandaba a sus acreedores, que si entraban hechos una furia en su casa exigiendo el pago inmediato, se pasaban media hora con el gran hombre, y salían (después de haberle hecho un nuevo préstamo) diciendo que acababan de hablar con el hombre que iba a salvar a España. En el transcurso de sus actividades políticas, se hizo muy amigo de Juan March, un enriquecido contrabandista de tabaco, y cuando tenía ya más de sesenta años de edad obtuvo el título de abogado, para poder cobrar decorosamente los honorarios que le abonaba su paniaguado, como consejero que era de los varios negocios controlados por March. Sin embargo, Lerroux había ganado cierto prestigio en los años 1920 como «republicano histórico», años en los que Alcalá-Zamora era todavía un funcionario monárquico y Azaña pertenecía al Partido Reformista de Melquíades Álvarez.
El presidente de la República era un hombre de gran cultura, algo tímido y extremado en sus escrúpulos morales. Jamás se sentía a gusto ante el vulgar y desahogado Lerroux, y como la mayoría de los intelectuales republicanos, a la vez temía y se burlaba de aquel rápido sentido de las realidades que había dado a Lerroux tanto éxito en política. Por otra parte, no podía confiar en Gil Robles, el jefe de la CEDA, que había actuado de abogado defensor de los militares complicados en la revuelta de Sanjurjo y que era asimismo uno de los principales abogados de los jesuitas. Claro que ninguno de estos hechos le descalificaba para dirigir un partido conservador bajo la República; pero era comprensible que el presidente lo lamentara, si se tenía en cuenta que en ningún momento, durante o después de la campaña electoral, Gil Robles afirmó su lealtad a la República como tal. Él insistía en su parlamentarismo, en su respeto hacia las autoridades constituidas; reconocía que la República había advenido por voluntad del pueblo español, pero continuaba hablando de que las formas de régimen eran accidentales. Como la República sólo tenía dos años de vida, y mucha de su legislación social y muchos de los artículos de su Constitución eran objeto de violentos ataques, el presidente, aunque personalmente era un conservador y un católico devoto, no quiso entregar el poder a Gil Robles. Encarado con tan desagradable dilema, prefirió a Alejandro Lerroux.
Lerroux concebía su misión como una de rectificación y pacificación. Creía que las Cortes Constituyentes se habían inclinado demasiado hacia la izquierda, particularmente en lo referente a la legislación laboral y las leyes anticlericales. Como «republicano histórico», sabía mejor que nadie cuán pocos republicanos de verdad había en España. Le parecía que los socialistas habían manejado las Cortes Constituyentes, a través de la docilidad de Azaña, en todos los momentos de su cooperación. Y propuso ganarse a las masas de católicos y monárquicos mostrando que la República podía proteger a la Iglesia y el derecho a la propiedad. Razonaba que la CEDA y sus votantes aceptarían de buen grado a la República en pocos años cuando dejaran de identificarla automáticamente con las amenazas de una revolución social y religiosa.
El primer Gobierno de Lerroux (que actuó de noviembre de 1933 a abril de 1934), aunque estaba compuesto totalmente de radicales, dependía de los votos de la CEDA y de los monárquicos. No era, pues, un Gobierno de coalición como lo había sido el de Azaña. Pero lo mismo que Azaña había dependido de los votos de los socialistas, Lerroux dependía de las derechas. Las leyes más discutidas de las primeras Cortes no fueron rechazadas, pero fueron suspendidas: la ley de Congregaciones fue ignorada, y las escuelas de la Iglesia funcionaron normalmente. La reforma agraria, siempre lenta, se paró. Largo Caballero había aprovechado su puesto como ministro de Trabajo para nombrar presidentes favorables a los obreros en los jurados mixtos, y ahora el nuevo ministro, José Estadella, usaba del mismo poder para nombrar presidentes favorables a los patronos[92]. Los salarios agrícolas, que habían subido a un promedio de diez a doce pesetas diarias con Largo Caballero como ministro, ahora bajaron de cuatro a seis pesetas, que era el promedio de 1930. Estos cambios, naturalmente, acrecentaron la tensión en los campos. En marzo las Cortes votaron un aumento de los efectivos de la guardia civil en mil hombres. Martínez Barrio dimitió como ministro de la Gobernación, y su sucesor, Rafael Salazar Alonso, declaró que los socialistas estaban subvirtiendo la República y que cada huelga importante constituía un problema de orden público tanto como un problema laboral. El Gabinete aprobó también, en abril, un proyecto de ley para el restablecimiento de la pena de muerte, ostensiblemente como un disuasivo de los crímenes sociales; pero también evidentemente, dentro del cuadro político, para fortalecer la fuerza represiva con que contaba el Gobierno. Pero las Cortes, incluyendo un gran número de los diputados radicales, así como las izquierdas, se negaron a votar la pena de muerte.
Las Cortes Constituyentes habían dispuesto que el presupuesto estatal para el pago de los sueldos a los sacerdotes cesaría al cabo de dos años, y que como parte de la separación de la Iglesia y el Estado establecida por el artículo 26, los gastos del clero serían sufragados por los fieles. Esto había causado consternación a la jerarquía eclesiástica, que sabía muy bien que con excepción de Navarra y el País Vasco, el clero se moriría probablemente de hambre si era obligado a depender de las contribuciones voluntarias de los fieles. En 1934, las Cortes votaron que se pagaran aproximadamente los dos tercios de los emolumentos del clero secular. También aprobaron, tras tener que dar por terminado un agrio debate, una ley por la que se devolvía a las órdenes religiosas las propiedades que ya les habían sido confiscadas.
Mientras que los radicales gobernaban en favor de las derechas, hubo una serie de importantes cambios de alineación en los partidos. Desde el momento de las elecciones, Azaña y Prieto comenzaron a predicar la necesidad de una renovada coalición republicano-socialista. Al mismo tiempo, el partido de Azaña, Acción Republicana, se fusionó con los radical-socialistas de Marcelino Domingo para formar Izquierda Republicana. El Partido Agrario de Martínez de Velasco, socialmente conservador y aliado de la CEDA, hizo, sin embargo, una declaración de lealtad a la República, mientras que Gil Robles mantenía su posición ambigua. Martínez Barrio, el principal lugarteniente de Lerroux en el Partido Radical, rompió con su jefe, en buena parte debido a la devolución de las propiedades de la Iglesia y al endurecimiento de la política de orden público[93]. Todos estos cambios eran muy sintomáticos de la inquietud de los republicanos moderados e incluso de los conservadores, al ver que el Gobierno Lerroux se inclinaba rápidamente hacia la derecha.
Cambios igualmente importantes estaban teniendo lugar entre las fuerzas políticas de la clase trabajadora. Inmediatamente después de la victoria electoral de las derechas, Largo Caballero empezó a hablar en términos revolucionarios, quejándose de que los obreros no estaban mejor bajo la República que bajo la Monarquía. Largo Caballero había sido un dirigente sindical y un socialista reformista durante décadas, pero varias influencias coincidentes determinaron su evolución hacia la izquierda. Consideró el nombramiento de Estadella como ministro de Trabajo, seguido por la rápida revisión de las decisiones de los jurados mixtos, como una traición a la clase obrera. La subida de Hitler al poder en Alemania, con el claro apoyo de la derecha tradicional, mostró lo rápidamente que podían los conservadores colaborar en la destrucción de una República cuya Constitución estaba inspirada principalmente en la de la Alemania republicana. Además, Largo Caballero estaba celoso por los muchos elogios dirigidos a Julián Besteiro por su actuación como presidente de las Cortes, y a Prieto, como ministro de Obras Públicas, por muchas de las mismas personas que se habían opuesto a él por su labor como ministro de Trabajo. Ya a principios de 1934, jóvenes radicales de su partido, como Carlos Baráibar y Luis Araquistáin, animaron a Largo Caballero a «romper» con las tendencias reformistas y a remodelar el Partido Socialista como un partido revolucionario.
Largo Caballero había estado mucho tiempo inquieto por la rivalidad de los sindicatos anarquistas y marxistas y estaba ansioso por tomar la dirección de un frente unido de la clase obrera, que evitaría conflictos tales como la huelga de la Telefónica en 1931 o las violentas rivalidades del puerto de Sevilla. Con el nombre de Alianza Obrera, inició una cooperación entre la UGT y el grupo minoritario moderado de la CNT dirigido por Ángel Pestaña. También negoció con Joaquín Maurín, el dirigente del pequeño partido comunista antiestalinista de Cataluña. Pestaña tenía muy escasa influencia dentro de la CNT y las teorías políticas de ambos, así como la tendencia autonómica catalanista, separaban a Caballero de Maurín, así que sus esfuerzos por entonces dieron poco fruto[94].
Los primeros meses de las nuevas Cortes estuvieron señalados por la actividad militante sin dirección unificada. En 1933 los anarquistas se levantaron contra Lerroux, como habían hecho un año antes contra Azaña. De nuevo hubo declaraciones de comunismo libertario, incendios aislados de iglesias y sabotaje industrial. El Gobierno, en el cual Martínez Barrio era ministro de la Gobernación, restableció el orden en cuatro días, usando el mínimo de fuerza y sin que afortunadamente se repitiera otra Casas Viejas[95]. En marzo, los recién elegidos directivos radicales del sindicato de impresores madrileños de la UGT declararon la huelga, y el nuevo ministro de la Gobernación, Salazar Alonso, declaró inmediatamente el estado de alarma. La huelga fue un fracaso, pero sirvió para ilustrar el mal humor de los nuevos dirigentes de la UGT y la rapidez con que Salazar Alonso aplicaba su teoría de que las huelgas eran problemas de orden público.
A finales de marzo, la CNT convocó en Zaragoza una huelga general que paralizó a la ciudad casi seis semanas. Zaragoza, mucho más que Barcelona, era el centro espiritual del anarcosindicalismo, que no estaba adulterado por el nacionalismo catalán. Era el centro más poderoso de la Federación Anarquista Ibérica (FAI), la élite militante y férreamente organizada que desde 1927 había dominado a las masas de la CNT. De allí eran originarios los principales dirigentes de la FAI: los hermanos Ascaso, Buenaventura Durruti y algunos otros. La FAI combinaba el idealismo anarquista con el gangsterismo, a menudo en las mismas personas. Recaudaban las cuotas de los sindicatos de la CNT, creaban fondos de ayuda a los presos, compraban armas, «protegían» a los trabajadores de la policía. En 1923 los hermanos Ascaso dieron un rudo golpe a su concepto de la libertad asesinando al cardenal Soldevila en Zaragoza, considerado por ellos como el pilar del clericalismo y la reacción política. Sentenciados a treinta años de cárcel capitalista, fueron amnistiados, sin embargo, en 1931 por la República burguesa. Como eran albañiles de oficio, a menudo habían hecho trabajos de restauración en la Basílica de la Virgen del Pilar, en el curso de los cuales pasaban diariamente ante la tumba de su distinguida víctima.
Los anarquistas de Zaragoza podían ser divididos más o menos en tres categorías. Había un puñado de idealistas autodidactas, lectores de Bakunin y Tolstoi, a veces místicos pacifistas, a veces vegetarianos o desnudistas. Vivían como ascetas, orgullosamente, con sus pobres ingresos de trabajos mal pagados, y creían a pies juntillas que proclamando el comunismo libertario en toda la Península, inmediatamente sobrevendría una sociedad pacífica, próspera e igualitaria. Luego venía la masa de peones y trabajadores semiespecializados, orgullosos de su resistencia física al hambre y a las palizas de la policía, convencidos de la superioridad moral inherente a ser proletarios y no burgueses, e identificando la liberación espiritual con el ateísmo. Antes de que existiera la FAI, a estos individuos era fácil disuadirles para que no se declararan en huelga. La mayoría de las tiendas y talleres en que trabajaban eran pequeños, y las relaciones entre jefe y empleado eran íntimas. Pero la conciencia de clase y la mística revolucionaria que les había inculcado la FAI les decidió a mostrar a los patronos que la sociedad dependía de ellos, los trabajadores. Les gustaba demostrar ese poder paralizando la ciudad y consideraban sus huelgas generales como ensayos para el logro revolucionario final del comunismo libertario.
Finalmente había un grupo pequeño, pero importante, de pistoleros profesionales, no todos españoles. Cuando los habitantes de Zaragoza veían a veinte o treinta forasteros con acento extranjero vendiendo corbatas por las calles, sabían que estaba próxima otra huelga general. Las peticiones que despertaban el entusiasmo de las masas anarquistas solían ser más políticas que económicas. En 1933 convocaron huelgas de un día, que fueron efectivas, pidiendo la liberación de Thaelmann, el jefe del Partido Comunista alemán que estaba encarcelado, y terminaban sus mítines con el grito de «¡vivan Sacco y Vanzetti!». No importaba que los comunistas fueran en realidad sus mortales enemigos, que a Hitler le importara un comino lo que los obreros de Zaragoza pensaran, y que ya hiciera seis años que Sacco y Vanzetti habían sido llevados a la silla eléctrica, aparte de que muy pocos de ellos se podían permitir el lujo de perder un día de salario[96].
El principal motivo de la huelga general de marzo de 1934 fue pedir la liberación de los apresados en el fracasado levantamiento de diciembre. También protestaban de la conducta del gobernador civil al privar a algunos conductores locales de autobuses de sus licencias. El Gobierno central no negoció con los huelguistas con respecto a los presos y el gobernador devolvió la mayoría de las licencias en cuestión, pero la huelga prosiguió durante casi seis semanas, creando a Durruti una fama nacional y legendaria. Hacia el final, cuando las familias de los huelguistas se enfrentaban con el fantasma del hambre, Durruti organizó una espectacular caravana de autobuses para evacuar a los hijos de los huelguistas, llevándolos a las casas de camaradas anarquistas de Cataluña[97].
En el curso de estos meses, las derechas, al igual que las izquierdas, se mostraron más activas y militantes. La JAP, organización católica juvenil asociada con la CEDA, quería saber por qué su ídolo, Gil Robles, no se había hecho cargo del poder tras las elecciones de noviembre de 1933. La postura de Gil Robles era realmente difícil. No podía esperar convertirse en presidente del Consejo de ministros sin declarar su lealtad a la República; pero el respaldo financiero de su partido era abrumadoramente monárquico, así que no podía permitirse el lujo de declararse republicano. Él insistía en su parlamentarismo[98]. Pero el partido católico del centro en Alemania había votado la concesión de plenos poderes a Hitler, y el Vaticano había firmado un Concordato con Hitler en julio de 1933. Esto ocurría en una época en la que muchos gobiernos estaban intentando ejercer al menos presión moral contra los primeros ultrajes antisemitas y protestaban contra el encarcelamiento en masa de los miembros de la oposición. En febrero de 1934, un primer ministro católico, el canciller Dollfuss, se convirtió en el dictador de Austria y ahogó en sangre la protesta socialista por la disolución del Parlamento. Bajo tales circunstancias, ¿cuántos liberales y socialistas españoles iban a creer en las declaraciones de parlamentarismo de Gil Robles? ¿Y cuántos de sus seguidores militantes, que coreaban los slogans antisemitas, y en general imitaban a los movimientos juveniles nazi y fascista, iban a considerarse satisfechos con la «correcta» actitud de su jefe?
El 22 de abril de 1934, el movimiento católico juvenil celebró una reunión de masas en El Escorial, en la cual se combinaron cuidadosamente las actitudes militantes y precavidas. La elección del lugar no podía por menos que recordar a la opinión pública a su fundador, Felipe II, que había dedicado este monasterio a San Lorenzo como muestra de gratitud por la victoria de San Quintín y le añadió la inmensa cripta en la cual estaban enterrados los reyes de España. Treinta mil jóvenes, muchos de los cuales habían ido andando desde Madrid, se reunieron para escuchar a Gil Robles, quien les dijo que a su debido tiempo se harían cargo del poder, que eran los defensores de la legalidad frente a la revolución y que si la revolución «descendía a las calles», estarían allí para enfrentarse con ella heroicamente. La multitud aclamó entusiásticamente cuando el orador se negó a refugiarse bajo un paraguas contra la fría lluvia que barría la plaza.
Las posturas heroicas y las frases fascistas no eran la especialidad de Gil Robles, pero en abril de 1934 él sabía que sus seguidores no sólo volvían sus ojos hacia Austria y Alemania, sino que el extremismo derechista aumentaba en España. En febrero se habían fusionado la Falange y las JONS. Entre ambas contaban por aquel entonces menos de 3000 miembros pero José Antonio Primo de Rivera era un joven de personalidad magnética, que podía muy bien hacer incursiones en la JAP. En los primeros meses de su existencia, la Falange había predicado contra la violencia callejera; pero la prensa monárquica se rió de ellos, por no haber vengado los tiroteos sufridos por varios estudiantes falangistas, y durante un breve pero significativo período el terrorista monárquico Juan Antonio Ansaldo se unió a la Falange con la tarea precisa de entrenar sus pelotones de represalia[99].
Gil Robles, hablando en El Escorial, se las vio y se las deseó para distinguir su movimiento del fascismo y el nazismo: «No temo que en España este movimiento nacional tome el camino de la violencia; no creo que, al igual que en otras naciones, el sentimiento nacional reclame que se reavive nuevamente la Roma pagana o emprenda una morbosa exaltación de la raza… Somos un ejército de ciudadanos, no un ejército que necesite uniformes y desfiles marciales».
Mientras él hablaba, la ciudad de Madrid estaba paralizada por una huelga general. No circulaban tranvías, autobuses ni taxis. Aquel domingo había abiertos pocos bares y cafés[100]. La clase obrera de Madrid demostró con virtual unanimidad su disgusto hacia el jefe de la CEDA. Una crisis parlamentaria se estaba forjando y los trabajadores notificaban al Gobierno que jamás aceptarían la participación de la CEDA en el Gabinete. La causa principal de aquella crisis iba a provocar la hostilidad de las izquierdas; las Cortes habían aprobado un proyecto de ley concediendo la amnistía al general Sanjurjo y a sus compañeros de la revuelta militar de agosto de 1932; al mismo tiempo el Gobierno proponía el restablecimiento de la pena de muerte.
La crisis del Gabinete en abril fue tanto un conflicto entre el presidente y el Gobierno como un conflicto entre las derechas y las izquierdas. El artículo 83 de la Constitución daba al presidente el poder, por medio de un «mensaje razonado», de pedir a las Cortes que reconsideraran una ley en el término de quince días después de su aprobación. Éste era el equivalente del poder de veto del presidente norteamericano, dado que las Cortes tendrían que reunir una mayoría de los dos tercios en la segunda votación, para que la ley pasara por encima de las objeciones del presidente. Alcalá-Zamora estaba convencido de que la amnistía crearía un peligroso precedente; pero también sentía grandes escrúpulos contra el empleo de su autoridad presidencial. El artículo 84 de la misma Constitución declaraba que todos los «actos y mandatos» del presidente serían nulos a menos que fueran refrendados por un ministro. El artículo 83 no decía nada acerca de un refrendo. ¿Era entonces libre el presidente de vetar una ley por sí mismo, o la Constitución incluía el veto entre sus «actos y mandatos» que requerían tal firma? La vaguedad constitucional ilustraba los deseos mixtos de sus autores. Por una parte deseaban dar al presidente un poder moderador; por otro, querían que el Gabinete, que representaba la supremacía legislativa, pudiera controlar las iniciativas del presidente.
Alcalá-Zamora, durante el período de quince días de que disponía, expuso al Gabinete sus objeciones tanto sobre la amnistía como sus escrúpulos sobre el veto. Esperaba evitar tener que tomar una decisión legal consiguiendo un refrendo; pero el Gobierno apoyó unánimemente a Lerroux, no hizo caso de sus preocupaciones sobre el artículo 84 y le dijo que o firmaba la ley o la vetaba de acuerdo con el artículo 83[101]. Mientras tanto, la prensa conservadora repetía que los monarcas constitucionales también disfrutaban del poder del veto, pero que jamás lo habían ejercido. Las Cortes bajo la Monarquía jamás habían sido representativas de la verdadera opinión pública ni tampoco jamás habrían puesto inconvenientes al monarca, aprobando una ley que él tendría que vetar. Pero Alcalá-Zamora era muy sensible a toda sugestión de que podría salirse de los límites de sus justos poderes.
Trató, en efecto, de hacerlo de ambas maneras: firmando la ley, mientras escribía sus objeciones a la misma. En un memorándum de 34 páginas, arguyó que toda reincorporación al ejército de los oficiales que se habían sublevado animaría inevitablemente a los futuros conspiradores a actuar con la virtual seguridad de quedar impunes y poder reintegrarse en caso de fracaso. También argüía que mientras técnicamente estaba pidiendo una segunda consideración, en realidad pedía una primera consideración, dado que las cláusulas que él objetaba no habían formado parte de la ley original y habían sido añadidas sin debate. Pero deseaba también satisfacer a las familias que habían contado con la amnistía, y firmó el proyecto de ley como un mal menor[102].
Ésta fue una de las varias crisis políticas en las cuales el infortunado presidente no satisfizo a nadie. Lerroux se puso furioso y dimitió, pensando que Alcalá-Zamora le había retirado su confianza en el Gobierno sin atreverse a decirlo. Las izquierdas, aunque aplaudían sus razonamientos respecto a la amnistía, se sentían irritadas por sus excesivos escrúpulos, burlándose de ellos. Debería tener el valor de vetar la ley, en vez de andarse con remilgos de lo que constituía una «primera» o una «segunda» consideración. La opinión pública por lo general hallaba su conducta impropia de un jefe de Estado. Mientras tanto, la amnistía se promulgó y aplicó, y el nuevo Gobierno, presidido por Ricardo Samper, aunque muy similar por su composición al anterior, se hizo cargo del poder; «los mismos perros con diferentes collares», como se solía decir de los numerosos cambios de Gobierno en el siglo XIX.
Durante marzo y abril la atención nacional se ocupó principalmente del debate sobre la amnistía y las huelgas desafiantes que se desarrollaron en Madrid y Zaragoza. El Gobierno Samper estaba destinado a enfrentarse con la primera crisis grave entre el Gobierno central y la Cataluña autónoma. En noviembre de 1933 los conservadores habían ganado la mayoría de los escaños de las Cortes en Cataluña, al igual que en el resto de España. La Lliga Catalana de Francisco Cambó (que colaboraba en la Cámara con la CEDA) tenía 25 escaños contra 19 de la Esquerra. Sin embargo, en las elecciones para la Generalitat de enero de 1934, la Esquerra obtuvo una gran mayoría, probablemente la diferencia habida entre la abstención de los anarquistas en las primeras elecciones y su participación en las segundas.
El coronel Macià, héroe de la lucha para la obtención del Estatuto de autonomía, murió repentinamente en diciembre. El nuevo dirigente de la Esquerra, Luís Companys, a diferencia de Macià, era más bien un republicano de izquierda que un nacionalista catalán. Companys había estado asociado con Marcelino Domingo en la dirección de las huelgas revolucionarias de 1917. Había sido el abogado defensor de los anarcosindicalistas durante la década de los 20, y en el curso de su labor había defendido a la vez a los santos y a los pistoleros de la clase obrera de Barcelona. En 1931 proclamó una República federal dentro de la cual Cataluña gozaría de autonomía, mientras que la fórmula del coronel Macià había sido virtualmente separatista, si bien no en su inmediata enunciación. La victoria de la Esquerra en enero, y la jefatura de Companys, significaban que Cataluña iba a ser gobernada por un Parlamento y un Gabinete de la misma composición que la coalición de Azaña, pero disfrutando de mayor unidad que la citada coalición, puesto que en la misma Esquerra estaban incluidas la mayoría de las tendencias representadas en el Gobierno de Azaña. Mientras que Madrid tenía un Gobierno radical que dependía en gran medida de las derechas, Cataluña tenía un Gobierno izquierdista.
Uno de los principales propósitos de Companys era realizar una reforma agraria cortada a la medida de las necesidades específicas de Cataluña, donde había miles de pequeños agricultores cuya principal cosecha era la de uva. La mayoría de ellos no eran propietarios de las tierras, sino que cultivaban sus viñas bajo contratos a largo plazo que dependían de la vida de los viñedos. Durante el siglo XIX, el promedio de vida de las viñas era de unos cincuenta años. El propietario y el arrendatario se dividían los beneficios a medias y el arrendamiento duraba hasta que morían las tres cuartas partes de las viñas; por este tipo de contrato, llamado de rabassa morta, los campesinos eran conocidos como rabassaires. Hacia 1890 una plaga de filoxera acabó con las especies predominantes de viñas y el nuevo tipo duraba sólo unos veinticinco años. Después de la primera guerra mundial, el breve pino de arrendamiento, combinado con una baja en los precios del vino, ocasionó muchas dificultades[103]. Luís Companys, entre sus otras muchas actividades, fue el fundador y jefe de la Unió de Rabassaires, cuyo programa era el de alcanzar la propiedad de los viñedos para los campesinos que ahora los labraban como arrendatarios.
El 11 de abril de 1934, la Generalitat aprobó una ley permitiendo a los arrendatarios adquirir la propiedad de las tierras que hubieran estado cultivando al menos durante quince años, y estableciendo tribunales para la determinación de los límites y precios. Esta ley de cultivos era el equivalente catalán de la proyectada ley de arrendamientos, que no logró ser aprobada por las Cortes en el verano de 1933. Los terratenientes replicaron inmediatamente diciendo que esta ley era inconstitucional y pidieron al Gobierno Samper que llevara el caso ante el Tribunal de Garantías Constitucionales. Protestaban diciendo que la ley violaba el artículo 15, que reservaba a Madrid todas las leyes que afectaran las bases de obligaciones contractuales. La Generalitat contestaba diciendo que, de acuerdo con el artículo 12 del Estatuto de autonomía, tenía derecho a legislar en materias de política social agraria[104].
La ley ciertamente concernía a materias de política social agraria y sus efectos se limitaban al territorio de Cataluña; pero igualmente afectaba las bases de las obligaciones contractuales. Así que la decisión del tribunal habría de ser más política que legal. El 8 de junio, por 13 votos contra 10, sin que una mayoría absoluta de los miembros del tribunal hubiera oído el caso, este dio la razón a las objeciones de los terratenientes. Fue un voto en favor del centralismo y los intereses creados conservadores, contra el regionalismo y la reforma agraria. La Generalitat se negó a aceptarlo, y procedió a aprobar una ley virtualmente idéntica[105]. Pero ni Luís Companys era un separatista, ni Ricardo Samper un fascista, a pesar de todo lo que una prensa excitada pudiera decir de ellos. Ambos hombres negociaron tranquilamente durante el verano en busca de una fórmula que permitiera la reforma agraria sin contravenir la Constitución.
El problema de los rabassaires coincidió con una creciente agitación entre el proletariado campesino en la España occidental y meridional. Lo mismo que el Partido Socialista se inclinaba hacia la izquierda tras haber salido perdiendo en las elecciones de noviembre, los moderados fundadores de la Federación de Trabajadores de la Tierra fueron reemplazados por una generación más joven de dirigentes, que se orientaban por la nueva senda revolucionaria indicada por Largo Caballero. En la primavera de 1934 el nivel de los salarios iba descendiendo, y por haber sido rechazada la ley de Términos municipales las Casas del Pueblo se habían visto privadas de controlar el exceso de mano de obra local. Los terratenientes, aguijoneados por dos años de lucha de clases y de elevación de salarios, habían empezado a introducir maquinaria agrícola en las tierras cerealísticas. Los nuevos dirigentes de la Federación establecieron un frente unido con la jefatura anarquista de Andalucía, y un comité combinado de la UGT-CNT anunció el 25 de mayo que los trabajadores agrícolas declararían la huelga el 5 de junio si sus demandas no eran atendidas. Al mismo tiempo dieron publicidad al hecho, ya sabido, de que se esperaba la más abundante cosecha de trigo de la historia de España.
La Federación pidió salarios de 12 y 13 pesetas diarias, similares a los pagados en el período de Azaña. Como compensación por el rechazo de la ley de Términos municipales, solicitaron garantías de que todos los trabajadores disponibles serían empleados, y de que a nadie se le negaría trabajo por su afiliación política. Hacia el 2 de junio ya habían obtenido estas concesiones en un regateo supervisado por el Gobierno; pero algunos de los dirigentes exigieron ahora que los salarios acordados para la cosecha se aplicaran a todo el año. Esta demanda habría duplicado por sí el pago anual de salarios, ya que los peones agrícolas eran empleados tan sólo un promedio de 150 días cada año en las épocas de la siembra y la cosecha. Los moderados, en efecto, se retiraron del aparentemente unido frente militante, de modo que cuando llegó el 5 de junio, sólo algunos pueblos aislados y no más del 20 por ciento de los obreros fueron a la huelga en todas las zonas. Hacia el 10 de junio ya estaba visto que la huelga había sido un total fracaso, aunque no se informó de incidentes aislados hasta el día 18[106].
El ministro de la Gobernación creía firmemente que tenía entre manos una huelga revolucionaria. Recurrió a la guardia civil y a la guardia de asalto, impuso la censura en las provincias afectadas, deportó a centenares de campesinos encerrándolos en cárceles de provincias distantes, y detuvo a varios maestros, médicos, abogados y diputados socialistas a quienes acusó de fomentar la revolución. Ante las Cortes leyó párrafos incendiarios en los que se pedía que se atacara a la guardia civil, elogiando la quema de cosechas y el asesinato (en anteriores ocasiones) de media docena de terratenientes particularmente odiados de la provincia de Jaén. Declaró que informes confidenciales indicaban que los jefes socialistas habían perdido el control de los comunistas y la FAI. Justificó la rigurosa censura diciendo que sin ella, los trabajadores que ya habían vuelto a los campos volverían a la huelga al enterarse de falsos rumores de éxito en otras provincias. Justificaba la detención de personalidades profesionales y políticas basándose en que eran culpables de propaganda revolucionaria y de que España se había convertido en un país propicio a la revolución marxista[107].
Los debates en las Cortes fueron muy violentos. Los socialistas se mostraban siempre particularmente sensibles a las acusaciones de que los comunistas o los anarquistas los estaban empujando a adoptar posiciones extremas, y Largo Caballero se levantó furioso para rechazar toda responsabilidad, directa o indirecta, por las frases incendiarias de los «provocadores». Los socialistas odiaban intensamente a Salazar Alonso. En la década de 1920-1930 había sido un periodista liberal, un concejal del municipio de Madrid, y amigo (a veces íntimo) de muchos de sus actuales oponentes. La autoridad parecía habérsele subido a la cabeza. En el menor incidente veía un complot revolucionario, y el contraste entre su inhibición durante la huelga general de Zaragoza y la mano fuerte que había mostrado frente a los trabajadores agrícolas en junio, parecía indicar una particular animosidad contra los socialistas[108].
Durante la semana de la huelga de trabajadores campesinos ocurrió un dramático incidente en Madrid entre trabajadores socialistas y falangistas. Ambos grupos estaban dedicando las tardes de los domingos en 1934 a hacer ejercicios paramilitares en la Casa de Campo, parque al oeste de la ciudad. Entre ambos partidos a menudo se intercambiaban gritos hostiles y eran frecuentes las peleas a puñetazos, disparándose de vez en cuando algún tiro. El 10 de junio, en uno de tales choques, un joven falangista fue golpeado hasta morir. La dramática noticia se propagó rápidamente por la ciudad y un pelotón de jóvenes de Falange, utilizando el automóvil de Alfonsito Merry del Val, se dirigió a una barriada obrera donde dispararon al azar contra un grupo de trabajadores que volvían de la Casa de Campo. Sus balas hirieron mortalmente a una muchacha — Juana Rico — y causaron graves heridas en las piernas a los dos jóvenes que la acompañaban. Merry del Val fue sometido a juicio aquel verano, pero fue puesto en libertad por falta de pruebas[109].
La represión de la huelga de campesinos continuó, y sus más graves aspectos fueron la deportación de trabajadores y las detenciones de diputados, y todo eso con el cuadro de fondo del paso por Madrid de trenes cargados de campesinos, que volvían a sus hogares de Extremadura procedentes de la cárcel de Burgos. La prensa izquierdista publicaba patéticos relatos de las malas condiciones sanitarias en que fueron llevados los campesinos amontonados, sin darles víveres, y en las estaciones terminales comités socialistas sirvieron comidas y distribuyeron tabaco a aquellos campesinos analfabetos, que saludaban con el puño en alto y que parecían haber salido de los lienzos que pintó Goya en 1808 o de los heroicos Episodios nacionales de Galdós.
Indalecio Prieto encabezó el debate en las Cortes. Hombre de mucha memoria y de estilo oratorio fluido y claro, había actuado en tiempos de la Monarquía en el comité parlamentario que se encargó de investigar todas las acusaciones criminales contra diputados. Los artículos 55 y 56 de la Constitución de 1931, copiados casi palabra por palabra del texto de la Constitución monárquica, se referían a los derechos de los diputados. Según el artículo 55, disfrutaban de inmunidad para dedicarse a la propaganda política. El artículo 56 declaraba que un diputado sólo podría ser detenido en el caso de ser sorprendido in fraganti cometiendo un delito común, y aun entonces, sólo en el caso de que el delito en cuestión estuviera castigado con una pena aflictiva, es decir, una multa o una sentencia de cárcel. Era tradición en el Parlamento no perseguir jamás a los diputados por delitos políticos.
En los primeros días de la huelga de campesinos al diputado socialista por Badajoz, Rubio Heredia, le ordenó el gobernador civil de la provincia que saliera de su distrito electoral, siendo escoltado en su salida de la ciudad por la guardia civil. Interpelado en las Cortes, Salazar Alonso indicó que Rubio no había sido detenido, y prosiguió diciendo que el Gobierno habría respaldado a la guardia civil aunque lo hubiera detenido. En las siguientes dos semanas tres diputados fueron detenidos y encerrados por una noche en un calabozo. El único diputado comunista de las Cortes, el doctor Cayetano Bolívar, fue detenido mientras visitaba a unos campesinos encerrados en un calabozo de Jaén. Ideológicamente, el doctor Bolívar se parecía mucho más a los cristianos primitivos que a los funcionarios de la Tercera Internacional. Era un hombre consumido por su sentido de la injusticia social, idealizando al pueblo entre el que vivía, no cobrando nada a la mayoría de sus pacientes. De su sala de visitas colgaba un crucifijo. Unos días después, un diputado socialista, Carlos Hernández Zancajo, fue detenido por la guardia civil en Pozuelo, ostensiblemente por llevar armas. Prácticamente todos los funcionarios del Gobierno llevaban armas y Hernández había dicho a los guardias que iba armado. Sin embargo, le registraron, le quitaron su pistola y lo tuvieron encerrado toda la noche. Fue libertado a petición de dos colegas socialistas, uno de ellos el futuro primer ministro en tiempos de la guerra, Juan Negrín. En las Cortes los socialistas afirmaron que dichas detenciones habían tenido lugar como consecuencia de las observaciones de Salazar Alonso con motivo de la discusión del caso Rubio. El ministro de la Gobernación declaró que haría una investigación para averiguar si Hernández había sido maltratado, pero se negó a hacer ninguna declaración política.
El caso del diputado socialista Juan Lozano fue más grave. La policía halló en su casa un paquete del que él dijo que contenía octavillas, pero que resultó contener pistolas. El Gobierno no sólo lo detuvo, sino que llevó las pruebas ante la Comisión de Suplicatorios, que presentó contra Lozano una acusación por poseer un «depósito de armas» ilegal. Junto con la acusación contra Lozano, la Comisión presentó otra contra José Antonio Primo de Rivera. El 3 de junio, unos 500 falangistas se reunieron en un aeropuerto sin permiso del Gobierno. La guardia civil disolvió la reunión y el joven José Antonio asumió caballeresca y personalmente toda la responsabilidad por esta manifestación ilegal. Los guardias no detuvieron a nadie, ni registraron a los falangistas por si iban armados. José Antonio, sin embargo, confesó que en su casa tenía un depósito de armas. El Gobierno le multó con 10 000 pesetas, que no eran difíciles de pagar para un joven de sus medios.
Prieto anunció en el debate su propósito de defender a la vez a Juan Lozano y a José Antonio contra las acusaciones gubernativas. Desde su punto de vista, ambos hombres habían cometido delitos políticos, y el Parlamento español jamás había perseguido a los diputados por tales delitos. Su propósito real era poner de relieve el trato dado a los socialistas y el que habían dado al hijo de Primo de Rivera. Tres diputados habían sido detenidos mientras visitaban a sus electores, y un cuarto estaba acusado de un delito común por haber recibido un paquete con armas. En todos estos casos la policía había registrado a los individuos como habría hecho con cualquier sospechoso de ser delincuente. Cuando Lozano fue puesto en libertad bajo fianza, el ministro de la Gobernación telegrafió a los puestos fronterizos para evitar que huyera de la justicia. Por otra parte, Primo de Rivera fue hallado al frente de una concentración ilegal de hombres que pertenecían a una organización paramilitar. No hubo registros, ni esposas, ni detenciones; y la Comisión de las Cortes, con toda corrección, al decir de Prieto, había tratado el caso de Primo de Rivera como un delito puramente político.
El debate no condujo a ningún resultado definitivo. Dos días después las Cortes suspendieron sus sesiones por todo el verano, y cuando volvieron a reunirse a principios de octubre, problemas mucho más graves ocuparon su atención. Pero el debate fue sintomático. Los socialistas veían al fascismo en la mano dura de Salazar Alonso contra los campesinos sin tierras y el puñado de diputados que los representaban. Los portavoces de la CEDA y de los partidos monárquicos argüían que la inmunidad parlamentaria otorgada por el artículo 55 no incluía el derecho a hacer propaganda revolucionaria. Samper, presidente del Consejo de ministros, era más conciliador que su ministro de la Gobernación; pero el Gobierno no quiso hacer ninguna declaración política definida sobre cómo trataría casos similares en el futuro. Los socialistas reiteraron que no se dejarían intimidar como los socialdemócratas alemanes en 1933, o permitir que los acorralaran y los cañonearan como les sucedió a los socialistas de Viena en 1934. En un momento dramático, Prieto, creyendo ver que un diputado derechista sacaba una pistola, se adelantó corriendo entre escaños esgrimiendo a su vez otra (sin duda sin amartillar), para ser rápidamente rodeado por los amigos y sacado afuera, a los pasillos, para que se calmara. Palabras y gestos melodramáticos, pero tras ellos, la sombría convicción de las derechas de que se estaba tramando una revolución comunista y de las izquierdas de que España se estaba volviendo fascista. Un detalle incidental del debate, que pudo haber llegado a ser muy significativo en años posteriores de no haber sido por la tragedia de la guerra, fue una corriente de mutuo afecto entre Prieto y José Antonio Primo de Rivera[110].
Durante las vacaciones parlamentarias del verano de 1934, la cuestión de la autonomía vasca pasó de repente a primer plano. Las cuatro provincias de Navarra, Vizcaya, Álava y Guipúzcoa tenían una larga historia de privilegios económicos y administrativos especiales. Hasta 1876 habían poseído unos fueros que les daban derecho a poseer Parlamento, tribunales y cecas propios. Como castigo por su participación en el levantamiento carlista, el Gobierno central abolió sus fueros; pero los sustituyó por un concierto económico, bajo el cual conservaban el derecho a fijar los impuestos que debían pagar a través de sus municipios y a abonar una suma fija a Madrid. A finales del siglo XIX y a principios del XX, las provincias de Vizcaya y Guipúzcoa, en particular, se convirtieron en centros de la industria y de la banca. Los vascos, siempre de cara al mar, con sus industrias del hierro y del acero, y sus relaciones comerciales con Inglaterra, eran el único pueblo de España que había desarrollado la moderna empresa corporativa. En Cataluña las fábricas textiles eran negocios familiares. Pero los bancos y las industrias metalúrgicas de Bilbao eran corporaciones con accionistas, consejos de dirección, capital reunido procedente de diferentes orígenes y manejado de forma impersonal. Por otra parte, mientras que la organización corporativa era fuerte, sólo se elegía cuidadosamente como directores a vascos, aun cuando los bancos con centrales en Bilbao se habían convertido, por sus actividades, en bancos nacionales.
Los vascos estaban orgullosos de su alto nivel de vida, su eficiencia capitalista, sus mejores carreteras, escuelas y hospitales. Su sociedad era una amalgama única de catolicismo social con influencias inglesas. La tierra estaba bien distribuida, las cooperativas católicas y las asociaciones de crédito florecían en las ciudades; la Iglesia era de hecho, tanto como en teoría, el centro social de la vida aldeana; el nivel cultural del clero vasco, y como consecuencia de sus escuelas, era alto. La influencia inglesa era bien visible en la organización de los negocios, la afición a los deportes al aire libre y el modo poco retórico como llevaban sus asuntos. Muchos comerciantes e industriales vascos enviaban sus hijos a colegios ingleses.
La orientación atlántica de los vascos hacía que tuvieran en realidad una psicología muy diferente de la característica de los agricultores y montañeses navarros. Este hecho se hizo aparente en el planeamiento del Estatuto de autonomía. Originalmente fue pensado para las cuatro provincias; pero en junio de 1932 los delegados navarros se retiraron de la conferencia en la cual los delegados de las otras tres provincias redactaron el proyecto de Estatuto por gran mayoría. El 5 de noviembre de 1933, los electores de Vizcaya, Álava y Guipúzcoa aprobaron la ley propuesta, por la misma abrumadora mayoría con que los votantes catalanes aprobaron su proyecto de Estatuto en 1931.
En las nuevas Cortes de noviembre de 1933, los nacionalistas vascos se habían unido al bloque de la CEDA. Como conservadores sociales y económicos, y fervorosos católicos, era lógico que colaboraran con la CEDA. Sin embargo, pronto se sintieron desilusionados cuando comprendieron sin lugar a dudas que ni Lerroux ni Gil Robles apoyarían la presentación de un Estatuto de autonomía para los vascos. En la primavera de 1934 habían apoyado a las izquierdas catalanas en su lucha por la aprobación de la ley sobre la rabassa. En el verano decidieron forzar la concesión de su propia autonomía. Sabían que unas Cortes dominadas por Gil Robles jamás les darían satisfacción. Pero el primer ministro, Samper, había demostrado su deseo de llegar a un compromiso con los catalanes. Quizás también se decidiría a ponerse a su favor.
De acuerdo con el artículo 10 de la Constitución, se habría de redactar una nueva ley municipal para regular la recaudación de impuestos en toda España. Ésta era una de tantas leyes complementarias que no estaban aprobadas cuando se disolvieron las Cortes Constituyentes. Los vascos anunciaron que fundamentándose en el tradicional concierto económico y en el enunciado del artículo 10, era imperativo que el Gobierno otorgara la nueva ley. Proponían celebrar elecciones en las ciudades de las tres provincias el 12 de agosto, elecciones en las que se elegirían delegados municipales que negociarían con el Gobierno de Madrid sobre toda la cuestión de los impuestos.
El 3 de agosto los gobernadores civiles les prohibieron celebrar las elecciones y Madrid envió tropas a Bilbao, Vitoria y San Sebastián. Cincuenta de unas 180 ciudades desafiaron al Gobierno y celebraron las elecciones en campos cercanos, mientras que la policía ocupó los ayuntamientos. No hubo violencias; pero fueron detenidos unos 50 concejales, y más de la mitad de los funcionarios municipales de las provincias vascongadas dimitieron como protesta contra la acción del Gobierno, Samper previno una crisis más grave reconociendo que la ley municipal debió haber sido promulgada hacía tiempo y prometiendo presentar a las Cortes un proyecto de ley permitiendo a los vascos elegir delegados para negociar con el Gobierno las modalidades del sistema de impuestos. Al mismo tiempo indicó que la nueva ley la estaban esperando no sólo las municipalidades vascas, sino las de toda España[111].
La acción de los vascos en agosto de 1934 fue un audaz movimiento político, no espoleado por ningún tipo de mar de fondo de sufrimientos populares, como era el caso de la huelga de los campesinos, o una necesidad económica largo tiempo sentida, como la de los rabassaires. Los nacionalistas estaban irritados por lo que consideraban la traición de la CEDA, y les parecía políticamente apropiado presentar sus demandas al mismo tiempo que se debatía públicamente el problema catalán. Los banqueros y negociantes de Bilbao y San Sebastián invitaban generalmente a la aristocracia titulada a bordo de sus yates. Pero el 4 de septiembre celebraron una excursión a la que se dio mucha publicidad, con diputados socialistas, de la Esquerra y de la Izquierda Republicana. Los monárquicos, la CEDA y el núcleo elegante de la colonia veraneante en San Sebastián se encolerizaron porque los católicos vascos cortejaban a la «canalla roja».
Para la gran mayoría de los españoles, la vida prosiguió normalmente en el verano de 1934. Los campesinos de todo el país obtuvieron la mejor cosecha del siglo. La industria y el comercio se sintieron aliviados al empezar a recobrarse de la profunda depresión de los años 1932 y 1933. Los lugares de vacaciones estaban llenos. Este verano fue asimismo testigo del máximo de actividad de las misiones pedagógicas.
Pero la tensión política de la primavera no disminuyó. El 11 de julio, apenas una semana después de que se hubiera celebrado en las Cortes el debate sobre el depósito ilegal de armas de José Antonio, el joven fundador de la Falange fue sorprendido por la policía en otra reunión de carácter paramilitar. La policía confiscó cierto número de armas, materias inflamables y porras. Una semana más tarde, Rafael Salazar Alonso anunció que el Gobierno consideraría ilegal cualquier reunión en donde se hiciera el saludo fascista o el del puño en alto.
En una entrevista periodística, Julián Besteiro manifestó su esperanza de que el Gobierno no pondría a la Generalitat entre la espada y la pared. En su opinión, la ley sobre la rabassa era un asunto interno que los catalanes estaban en su legítimo derecho de resolver, y que jamás debió ser llevado ante el Tribunal de Garantías. Y fue más allá, manifestando que si el Gobierno de Madrid coaccionaba a los catalanes, el resto de España tendría derecho a lanzarse a la revuelta. Además, en su opinión, la CEDA no estaba calificada para gobernar la República, pues se había negado a declarar su inequívoca lealtad al régimen[112].
A finales de agosto, con ocasión de una breve visita de Gil Robles a una fundición de acero en Bilbao, los trabajadores, de modo espontáneo, soltaron sus herramientas mientras él estuvo presente. Tal era el odio casi general del proletariado industrial hacia el hombre al que consideraban jefe del fascismo español. Al mismo tiempo, uno de los más antiguos y respetados dirigentes de la UGT, Andrés Saborit, correligionario y amigo de Pablo Iglesias, expresó sus temores de una radicalización del socialismo español. En una entrevista declaró que ni siquiera la disciplina del Partido Socialista podría obligarle a alzar el puño a guisa de saludo, y protestó vehementemente contra su uso en los campamentos infantiles de verano de la UGT[113].
Cuando las Cortes declararon terminadas sus sesiones en julio se daba por supuesto en general que habría una crisis parlamentaria cuando volvieran a reunirse el 1.º de octubre. Gil Robles, presionado por sus ricos amigos monárquicos durante sus vacaciones veraniegas en San Sebastián, anunció sus intenciones en una arenga pública en Covadonga el 9 de septiembre. Lo mismo que en abril había escogido El Escorial, en septiembre escogió la cuna de la Reconquista, el diminuto valle en el cual los cristianos de Asturias lograron impedir que los musulmanes conquistaran el extremo noroeste de España. Con la victoria de Covadonga, la España cristiana señaló el principio de su lucha de ocho siglos para liberar España del yugo del Islam.
Los trabajadores de Oviedo y Gijón protestaron con huelgas efectivas de un día. La carretera de Covadonga fue sembrada de tachuelas y la caravana de la CEDA tuvo que marchar lentamente, llevando escobillas atadas a los guardabarros o defensas delanteras en los coches. En su discurso, el jefe calificó a los socialistas de traidores y les advirtió que jamás aceptaría la desmembración del territorio nacional que implicaba las concesiones hechas por Samper a los catalanes y a los vascos. Explicó una vez más que el grupo de la CEDA en las Cortes había sido demasiado pequeño para gobernar y demasiado grande para actuar meramente como oposición. Se habían sacrificado por el bien de España; pero en el mañana gobernarían. Evitando cuidadosamente toda incitación a la violencia, declaró, sin embargo, que ellos irían tomando una a una todas las «trincheras» hasta alcanzar el poder[114].
Mientras tanto, Indalecio Prieto intentó demostrar su militancia proletaria, introduciendo armas de contrabando en Asturias. Este hecho sólo fue posible por el conocimiento sin rival que tenía del mundillo político bajo cuerda de España y por la casi jocosa ineficacia de los archivos gubernamentales. En 1931, poco después del establecimiento de la República española, un grupo de revolucionarios portugueses trató de comprar armas cortas de los arsenales españoles, en un intento para derribar la dictadura de Salazar. Se habían entendido con un rico industrial vasco que era amigo de Prieto; pero, finalmente, no pudieron comprar las armas y éstas fueron embargadas en 1932 en Cádiz por el Gobierno, del cual Azaña era presidente del Consejo y ministro de la Guerra y su amigo Casares Quiroga ministro de la Gobernación. En 1934, Prieto, que conocía la existencia de esta partida, se las arregló para comprarla, ostensiblemente para ser embarcada con destino a Etiopía, que en aquel tiempo ya esperaba la invasión italiana. Para poder embarcar las armas sus agentes compraron un yate de altura, el Turquesa, nada menos que al almirante retirado y diputado monárquico Ramón Carranza.
Las armas fueron embarcadas en Cádiz en presencia de un oficial del Estado Mayor que llevaba una orden de despacho urgente en Aduana del primer ministro Samper[115]. El Turquesa zarpó entonces para Asturias, donde hizo una breve visita nocturna al pequeño puerto pesquero de Pravia. En presencia de Prieto fueron descargadas varias cajas de cartuchos, ocho pistolas, tres revólveres y dos fusiles[116]. Luego, sospechando la presencia cercana de la policía, el yate levó anclas hacia Burdeos, donde el cónsul español embargó el barco y la mayor parte de su cargamento. Mientras tanto el jefe socialista fue a tropezar con un par de carabineros que sentían sospechas, pero a los que pudo convencer de que nada le gustaba más que pasear de noche a lo largo de la costa. Varios días después huyó a Francia, donde había de permanecer hasta finales de 1935.
Todo el mes de septiembre de 1934 estuvo puntuado por palabras y hechos violentos. En varios pueblos de Asturias, los mineros que protestaban de la concentración política en Covadonga cantando La Internacional chocaron con la policía. En San Sebastián, corazón del moderado País Vasco, ocurrieron dos asesinatos políticos. Revolucionarios desconocidos asesinaron a Manuel Carrión, un rico industrial que simpatizaba con los falangistas, y en el día de sus funerales, pistoleros sin identificar mataron a tiros a Manuel Andrés Casaus, miembro de la Izquierda Republicana de Azaña y exdirector general de Seguridad[117]. En Cataluña, los rabassaires, contra el consejo de sus dirigentes, empezaron a apoderarse de las cosechas y algunos más acalorados de entre ellos prendieron fuego al Instituto Agrícola de San Isidro, cuartel general en Barcelona de los odiados terratenientes. Dos días después, en Madrid, Gil Robles y Martínez de Velasco se dirigieron a una asamblea de terratenientes catalanes mientras que la UGT convocaba una huelga general y el ministro de la Gobernación cerraba la Casa del Pueblo.
En la provincia de León, los guardias de asalto mataron por error a un hombre e hirieron gravemente a otros dos. Iban patrullando por la carretera Madrid-León en la noche del 16 de septiembre, vigilando para impedir el contrabando de armas. A intervalos de pocos minutos dieron el alto a un camión y luego a un automóvil; sin embargo, lo hicieron sin aparecer en la carretera. En ambos casos los conductores apresuraron la velocidad, suponiendo que eran atacados por bandidos, y en cada caso los guardias se mantuvieron fuera de la vista, suponiendo que estaban tratando con hombres dispuestos a todo, disparando contra ambos vehículos. Fatalmente el muerto era un católico, y en sus funerales en León, los espectadores cantaron La Internacional y gritaron: «¡Muera el fascismo!»[118].
A finales de mes, Salazar Alonso, dirigiéndose al Círculo Mercantil de Madrid, repitió sus anteriores advertencias referentes a la inminencia de una revolución y pidió a sus oyentes que consideraran si no sería ventajoso provocarla, para luego aplastarla[119]. El exrey Alfonso intervino por primera vez abiertamente en la política española con una carta a Antonio Goicoechea (publicada más tarde en el ABC), ofreciendo sus servicios para preservar a España de complots revolucionarios. El dirigente monárquico Calvo Sotelo escogió este momento para visitar en Portugal al exilado general Sanjurjo.
Con todo este fondo de violencia y amenazas, las Cortes se reunieron el 1.º de octubre. La CEDA retiró su confianza al presidente del Consejo de ministros, y el Gobierno cayó. Durante diez meses los radicales habían gobernado con el apoyo de la CEDA; pero ahora Gil Robles demandó la participación de la CEDA en el Gabinete. El presidente Alcalá-Zamora seguía sospechando profundamente del «accidentalismo» predicado por Gil Robles. También sentía celos del hombre joven que había tenido tanto éxito organizando a las masas conservadoras de la República, un papel que Alcalá-Zamora había imaginado que sería el suyo. También se daba cuenta de la amenaza socialista de levantarse contra el régimen legalmente constituido si el poder era entregado a la CEDA. «¡Antes Viena que Berlín!», gritaban los socialistas, queriendo significar que por pocas esperanzas que tuvieran de salir triunfantes, lucharían contra el fascismo como los trabajadores vieneses habían luchado, antes que dejarse destruir sin luchar como en la Alemania de Hitler.
Pero la CEDA representaba el grupo más numeroso de votos de la cámara y había ganado sus escaños en unas elecciones libres. Su dirigente insistía en su lealtad al sistema parlamentario, ya que no a la República. Aunque los miembros de su partido eran admiradores de Dollfuss, el canciller austriaco, y sus grupos juveniles gritaban con frecuencia slogans fascistas, no había pruebas de que Gil Robles estuviera preparando personalmente un régimen fascista. El presidente decidió que, a pesar de sus temores y desconfianzas, no podría excluir para siempre a la CEDA. Y pidió a Alejandro Lerroux que formara un Gobierno de coalición en el que la CEDA recibiría tres carteras.
La reacción de los otros jefes republicanos fue inmediata. En notas casi idénticas, Manuel Azaña, Diego Martínez Barrio, Felipe Sánchez Román y Miguel Maura escribieron al presidente diciéndole que estaba rompiendo todas las relaciones con las «instituciones existentes» y que era culpable de entregar la República a sus enemigos. Los socialistas habían esperado que al final Alcalá-Zamora se negaría a entregar el poder a la CEDA. Y ahora, cumpliendo la amenaza que en la propia cámara habían formulado (contra la opinión de los seguidores de Julián Besteiro y Andrés Saborit), el partido y la UGT desencadenaron la huelga en toda España. En Valencia, el 1.º de octubre, El Pueblo, órgano del saliente presidente del Consejo de ministros radical, Samper, defendió la legalidad de la nueva ley de Cultivos y proseguía diciendo: «Encarados con un período de opresión y de vergüenza, no queda más salida que un alzamiento revolucionario. Si las fuerzas derechistas de Gil Robles no son comprensivas (en su actitud), desaparecerá el camino de la legalidad».