LA DERROTA DE LAS IZQUIERDAS
EN el otoño de 1932 el Gobierno de Azaña alcanzó su máximo prestigio. El presidente del Consejo de ministros había logrado moldear una mayoría segura con las varias fracciones republicanas y el Partido Socialista. El Gobierno había contenido la oposición anarquista y derrotada, sin dificultades, la sublevación militar monárquica de agosto. La UGT apoyaba al Gobierno a pesar de la impaciencia de millares de sus afiliados más exaltados y de la creciente influencia sobre las masas de la CNT, dominada por los anarquistas. La República había iniciado la reforma del ejército, la construcción de escuelas públicas, y un programa de grandes obras públicas. Finalmente, había logrado la aprobación de una ley de reforma agraria y concedido un Estatuto de autonomía a Cataluña.
Sin embargo, a lo largo del año la República había estado sujeta a los fuegos cruzados de la violenta oposición de las derechas y las izquierdas. El 10 de enero, poco después de los sucesos de Castilblanco y Arnedo, las juventudes tradicionalistas y socialistas chocaron en Bilbao. Con motivo de la celebración de un mitin carlista, donde se oyeron a la vez los gritos de ¡Gora Euzkadi!, (el slogan nacionalista vasco) y ¡Viva España!, los jóvenes socialistas desfilaron ante el local cantando La Internacional. Al salir los carlistas del mitin, dispararon contra la muchedumbre, matando a tres personas e hiriendo a varias, incluyendo a un guardia civil. Tras una investigación, el Ministerio de la Gobernación ordenó la clausura del convento de las Madres Reparadoras, porque se demostró que algunos de los disparos habían procedido de aquel edificio, y multaron al colegio del Sagrado Corazón (un centro aristocrático de enseñanza para señoritas), pues en su interior fueron hallados rifles y cartuchos[68].
En la tercera semana de enero, un pequeño levantamiento anarquista en los suburbios de Barcelona costó varias vidas. Los revolucionarios hicieron descarrilar varios trenes en Manresa y Berga, las tropas ocuparon Barcelona y el Gobierno clausuró los locales del Partido Comunista y de los anarquistas en la ciudad. Las Cortes otorgaron un voto de confianza al ministro de la Gobernación tanto por los sucesos de Bilbao como por los de Barcelona; en Cataluña se hizo un llamamiento a la huelga general, que fracasó, y los revolucionarios se guardaron de chocar contra el ejército[69].
A mediados de abril, en Pamplona, la capital de la Navarra carlista, una discusión callejera entre jóvenes socialistas y tradicionalistas degeneró en una pelea general, resultando muerto uno de cada bando y ocho heridos por disparos de armas de fuego. Durante el mismo mes, en Madrid, fue detenido en un bar un tal Manuel Lahoz, que llevaba consigo una pistola y mil pesetas. El juez Luís Amado lo tuvo detenido durante 72 horas y luego lo dejó en libertad provisional sin fianza, tras acusarle de posesión ilegal de armas. Casares Quiroga, invocando la ley de Defensa de la República, suspendió por dos meses al juez por negligencia al no exigir fianza a un casi seguro pistolero. El Colegio de Abogados consideró el hecho de modo muy distinto y protestó formalmente por la interferencia del ministro en la independencia del poder judicial[70].
La violencia esporádica no constituía una amenaza para la estabilidad del Gobierno; pero los dirigentes republicanos, hombres de temperamento pacífico y humano, estaban deseosos de adoptar métodos más suaves para mantener el orden público que los empleados por la guardia civil. Y decidieron crear una nueva fuerza urbana de seguridad, la guardia de asalto, los candidatos a la cual serían elegidos por su destreza atlética y su lealtad a la República. En principio, no tendrían que ir armados y fueron entrenados para disolver manifestaciones sin derramamiento de sangre; pero eran tan nerviosos como los demás policías españoles, especialmente en la recién autónoma Cataluña. Así en noviembre de 1932, cuando los estudiantes de medicina de Barcelona organizaron una improvisada manifestación de despedida de algunos de sus profesores que marchaban a una conferencia en Francia, los guardias de asalto les pegaron alegando que les habían sorprendido en una manifestación separatista ilegal[71].
El 30 de noviembre, Prieto, hablando en las Cortes sobre varios problemas del presupuesto de obras públicas, denunció el que numerosos anarquistas figuraran en la nómina de la Junta de Obras del Puerto de Huelva sin hacer ningún trabajo visible. Aquellos nombres habían sido incluidos por altos funcionarios que eran miembros prominentes de los partidos conservadores. Prieto no dejó de señalar la colaboración entre reaccionarios y anarquistas. También podría haberse dado cuenta de la necesidad de protección física sentida por muchos empleados y funcionarios, especialmente en Barcelona, Zaragoza y las poblaciones de Andalucía donde los pistoleros anarquistas eran más fuertes. Los pistoleros que fueron detenidos a finales de 1932 llevaban encima las modernas pistolas ametralladoras y a veces hasta dos mil pesetas en efectivo (unos doscientos dólares al cambio de la época, o sea el salario de seis meses de un obrero). El dinero procedía de las cotizaciones sindicales, «sablazos» a los pequeños tenderos y subsidios del tipo de los pagados a los agentes provocadores. Muchos de estos pistoleros iban de ciudad en ciudad, explotando la tensión laboral, hoy en Barcelona, mañana en Sevilla. A menudo eran bien conocidos de la policía, pero raramente se les tenía detenidos más de unas cuantas horas[72]. En el caso de Amado, por ejemplo, a muchos liberales les pareció que el Gobierno había escogido como «chivo expiatorio» a uno de los pocos jueces que eran capaces de tener encerrado en un calabozo a un pistolero durante 72 horas. En Huelva las autoridades habían esperado quizá reducir la violencia incluyendo en la nómina oficial a algunos de los más duros de estos tipos. Esta práctica no es desconocida en otros puertos de mar.
A principios de enero de 1933, el ministro de la Gobernación dio la alarma a las fuerzas nacionales de seguridad, pues parecía inminente un levantamiento anarquista en nombre del comunismo libertario, es decir, la completa colectivización de la economía y la abolición del Gobierno central. El 8 de enero varias aldeas aragonesas y andaluzas quemaron sus propios ayuntamientos y rompieron los hilos del teléfono. En los suburbios industriales de Barcelona hubo serios choques entre la policía y los obreros. Las noticias de los periódicos hablaban de 37 muertos y 300 heridos en tres días, tras de lo cual el orden fue restablecido.
En las semanas siguientes fueron siendo publicados horrorosos informes de los sucesos ocurridos en el pueblecito andaluz de Casas Viejas, donde los aldeanos declararon el comunismo libertario y trataron de sitiar sin éxito el cuartel de la guardia civil. Ésta, reforzada por un grupo de guardias de asalto, rodeó entonces a un grupo de anarquistas en la casa de su jefe, «Seisdedos». Como los anarquistas se negaron a obedecer la orden de rendición, los guardias hicieron fuego, matando a todos los defensores. Luego quemaron la casa y, según informes posteriores, dejaron deliberadamente abandonados los seis cadáveres a medio quemar para que los vieran los aldeanos y les sirviera de escarmiento[73]. Los diarios liberales e izquierdistas, así como el periódico monárquico ABC, enviaron corresponsales que compitieron entre sí para dar detalles sensacionales. En los últimos reportajes se decía que los guardias no sólo mataron a «Seisdedos» y sus compañeros, sino que rodearon a otros aldeanos y los obligaron a meterse en la casa para que compartieran la suerte de sus jefes.
También se descubrió que catorce prisioneros habían sido matados a sangre fría por un pelotón de la guardia de asalto a las órdenes de un tal capitán Rojas. Luego vino la noticia más sensacional: el capitán Rojas dijo a los periodistas que había recibido órdenes de que no hubiera «ni heridos ni prisioneros» y que el jefe del Gobierno, Azaña, había dicho sin rodeos: «Los tiros, a la barriga». Azaña ordenó inmediatamente una investigación gubernativa y negó de plano que hubiera dado tales órdenes o que hubiera dicho tal frase. Mientras tanto escribió en su diario que diputados de tres partidos diferentes le propusieron una dictadura como única solución a los continuos levantamientos anarquistas, y que tanto los amigos como los enemigos de la República decían que las cosas no podían seguir así indefinidamente.
En el debate de las Cortes el prominente diputado radical Diego Martínez Barrio denominó al régimen de Azaña como un gobierno de «barro, sangre y lágrimas». Lo que horrorizó más a la opinión pública fue el duro trato de que habían sido objeto unos miserables e ignorantes campesinos. Cuando las juventudes carlistas y socialistas chocaban, se trataba de personas conscientes políticamente, que sabían muy bien lo que estaban haciendo y que se desafiaban entre sí o desafiaban al Gobierno abiertamente. En tales casos era inevitable, aunque lamentable, que el Gobierno respondiera con la fuerza. Del mismo modo la mayoría de la opinión habría respaldado al Gobierno si éste hubiera tratado con dureza a los pistoleros profesionales que explotaban los sindicatos anarquistas. Pero la conciencia pública reaccionó enérgicamente contra la matanza de campesinos primitivos, que vivían en la más abyecta pobreza, y en este caso el peor de los crímenes había sido cometido por la nueva guardia de asalto republicana.
Los resultados de la investigación parlamentaria no fueron convincentes. El general Cabanellas, de la guardia civil, y otros oficiales de la policía declararon que no había nada extraordinario en las órdenes que habían recibido. Su testimonio implicaba que el capitán Rojas era un embustero, o que las órdenes del Gobierno de Madrid habían sido «interpretadas» en el curso de su transmisión, para dar al capitán la impresión de que realmente se le decía que matara a los prisioneros. A principios de marzo los radicales, dirigidos por Alejandro Lerroux, retiraron su moción de censura contra el Gobierno, y una semana después el informe oficial de las Cortes concluía diciendo que «no hay pruebas que permitan la insinuación de que la policía actuó en la represión de acuerdo con órdenes dadas por los miembros del Gobierno». Sin embargo, la opinión pública creyó al Gobierno moralmente responsable, y los sucesos de Casas Viejas llegarían a convertirse en la piedra angular de una «leyenda negra» contra la República[74].
Aun sin la tragedia de Casas Viejas que dramatizara la situación, a principios de 1933 había varios signos de que el país se inclinaba ahora hacia el conservadurismo. A finales de enero la Confederación Patronal Española, que era una importante asociación de hombres de negocios, dirigió una carta abierta a Azaña, en la que señalaba la «vertiginosa rapidez» con que iba siendo aprobada la nueva legislación social, y se quejaba de que los jurados mixtos, a través del voto del presidente nombrado por el ministro de Trabajo, prácticamente siempre daban la razón a los obreros. Al mismo tiempo los trabajadores, especialmente aquéllos de la CNT, no se sentían obligados a cumplir un acuerdo por el período del calendario del mismo. Pedían al Gobierno que obligara a los trabajadores a que cumplieran los acuerdos del jurado por todo el período de tiempo acordado y demandaban también que los presidentes y los vocales de los jurados mixtos fueran elegidos por oposición y no por nombramiento gubernativo: en otras palabras, que estos puestos fueran considerados como empleos civiles de carácter técnico, competitivo y apolítico[75].
A finales de marzo, la Unión Económica, que representaba una combinación de hombres de negocios y de economistas académicos, se quejó de que las tendencias «socialistas» del Gobierno habían creado una atmósfera de inseguridad en la industria. Indicaban que las listas de coalición presentadas en las elecciones de 1931 no habían permitido a los votantes elegir entre republicanos y socialistas, y pedían nuevas elecciones antes de que el Gobierno prosiguiera tomando medidas de naturaleza socialista[76]. En julio, más de cien organizaciones de hombres de negocios de diversas localidades se unieron al Círculo de la Unión Mercantil e Industrial de Madrid en sus ataques a la actuación de los jurados mixtos en la industria[77].
El disgusto reinante en el mundo de los negocios era una importante indicación de la creciente oposición al Gobierno de Azaña. La clase media española había sido siempre en gran parte apolítica, y su falta de colaboración fue una de las mayores debilidades de la primera República y de los gobiernos liberales de la Restauración. En general había acogido bien el advenimiento de la segunda República, y la minoría liberal de ella era la que sostenía económicamente la Acción Republicana de Azaña y el Partido Radical-Socialista. Pero la mayoría de los que apoyaban activamente a la República eran más amigos de Lerroux que de Azaña, no por su programa político, sino por su personalidad. Azaña representaba al Ateneo y a los intelectuales; Lerroux, al tipo de políticos más corriente, menos intelectuales, hombres que se habían «hecho» a sí mismos.
Otra indicación vino de las elecciones municipales de abril de 1933. La Constitución requería que los consejos municipales se renovaran cada dos años, y éstas eran las primeras elecciones en que los candidatos republicanos se presentaban en los centenares de pueblos que habían estado dominados por los caciques en las elecciones del 12 de abril de 1931. De unos 16 000 concejales elegidos, 9802 se declaraban republicanos y 4954 se confesaban monárquicos o de la extrema derecha cuya actitud hacia la República era equívoca. Los resultados desde luego indicaban una sólida mayoría republicana en el país, pero el número de victorias monárquicas era una sorpresa desagradable para el Gobierno. Además, dentro del campo republicano, los radicales de Alejandro Lerroux avanzaron a costa de los socialistas. Mientras que en las elecciones de junio de 1931 para las Cortes Constituyentes los socialistas habían sobrepasado a los radicales en una proporción de cuatro a tres más o menos, este promedio fue al revés en las elecciones municipales de 1933.
La oposición pidió la dimisión de Azaña, y el jefe del Gobierno replicó con su lengua cáustica calificando de «burgos podridos» los pueblos que habían elegido monárquicos. El presidente de la República consideró, sin embargo, que las elecciones municipales eran una inclinación del cuerpo electoral hacia la derecha y esperó que Azaña, que había mostrado una gran habilidad dirigiendo la mayoría, iría ahora más despacio con sus reformas legislativas mientras continuaba como jefe del Gobierno. Las Cortes se ocupaban de nuevo de la cuestión religiosa. El artículo 26 de la Constitución era una declaración de principios que requería ahora «leyes complementarias» que lo completaran. La primera de estas leyes fue la disolución de la Compañía de Jesús en enero de 1932. El Gobierno presionaba ahora por una ley de Congregaciones que completara las cláusulas constitucionales prohibiendo a las órdenes religiosas dedicarse al comercio, la industria y la enseñanza. Mucho más que en los primeros debates, la cuestión crucial era ahora la de la enseñanza.
En los últimos cincuenta años, las escuelas secundarias habían llegado a ser una de las principales actividades de las órdenes, tanto por su prosperidad material como por su sentido de misión social. En 1933 dirigían 259 escuelas secundarias atendidas por 2050 maestros, 1150 de los cuales tenían grados universitarios. Sus principales instituciones de este tipo eran los Exeters y Andovers de España, colegios considerados socialmente de buen tono, que servían de puntos de reunión para los hijos e hijas de las familias ricas, lo que daba ocasión de entablar relaciones luego provechosas en los mundos profesional y de los negocios, y que inculcaban una disciplina de trabajo ausente de las escuelas públicas. También proporcionaban un cierto número de becas, y aunque la mayoría de los estudiantes procedían de la clase adinerada, la Iglesia daba énfasis así a su labor caritativa y educativa. Muchos comerciantes, abogados, ingenieros y funcionarios públicos que jamás iban a misa y a los que no importaba que el clero secular se muriera de hambre, ambicionaban llevar a sus hijos a alguna afamada escuela secundaria de la Iglesia[78].
Los términos del problema eran diferentes a los del caso de la educación primaria, ya que el Estado no estaba en situación inmediata de sustituir las escuelas religiosas existentes. Había en abundancia maestros potenciales de escuelas primarias con los títulos necesarios para dedicarse a la educación; pero no existía la misma abundancia de personal universitario bien entrenado. Uno de los primeros actos del Gobierno Azaña en octubre de 1931 (poco después de la pugna sobre el artículo 26) fue ordenar a las escuelas religiosas que siguieran abiertas. Lo que el Gobierno temía en aquella época era una huelga escolar de la Iglesia, del mismo tipo de aquélla que provocó una guerra civil esporádica en México a finales de los años 1920. Asimismo en los dos años de experiencia republicana el Gobierno tuvo amplia evidencia de todos los grados de resistencia a la total laicización del sistema escolar.
En la primavera de 1933 las Cortes recibieron numerosas peticiones de grupos de padres insistiendo en que el Gobierno no cerrara las escuelas religiosas. Sin embargo, las presiones de esta clase parecieron reforzar los sentimientos anticlericales de las Cortes, y una mayoría que ya se iba desuniendo por causa de la legislación económica, volvió a unir sus filas para aprobar en mayo la ley de Congregaciones por 278 votos contra 50. Se ordenó a las escuelas secundarias religiosas que cerraran el 1.º de octubre y a las escuelas primarias a principios de 1934. Conforme se acercaba el momento de la votación, muchos obispos hablaron de excomunión para todos aquéllos que votaran la ley; pero el nuncio papal, monseñor Tedeschini, aconsejó paciencia. Estaba en estrecho contacto con el Gobierno y sabía que Alcalá-Zamora deseaba ardientemente un nuevo Concordato, y que Azaña se inclinaba también por dicha solución[79].
En general la opinión dentro de la Iglesia se polarizó en dos criterios distintos desde la proclamación de la República. La mayoría de los obispos sentían en su fuero interno, y hablaban en privado. Lo mismo que el cardenal Segura. Para ellos, en España el catolicismo era consustancial con la Monarquía. Una República era por definición hija de la impía Revolución Francesa, impuesta subrepticiamente a la católica España por los masones. Además, todos ellos debían su nombramiento al favor de Alfonso XIII y consideraban desagradecidos oportunistas a los eclesiásticos que se inclinaban por reconocer a la República. Una minoría de católicos favorecía una política de contemporización. Según su punto de vista, las leyes anticlericales eran fruto de la pasión momentánea. Al igual que en Francia y en Italia estas pasiones acabarían por enfriarse y entonces se podría llegar a un nuevo arreglo para defender los intereses esenciales de la Iglesia. Estos hombres también podían dar fe de que la Iglesia había fracasado en su misión social entre el proletariado, y que una bien definida separación entre la Iglesia y el Estado podría beneficiar a ambas partes. Los principales exponentes de esta posición eran Ángel Herrera, editor de El Debate; el cardenal Vidal y Barraquer, de Tarragona, y el nuncio, monseñor Tedeschini.
El papa Pío XI se inclinaba personalmente hacia una postura moderada. Desgraciadamente, en el curso de los numerosos cabildeos para el nombramiento de un nuevo primado no tuvo más remedio que darse cuenta de que la mayoría de los prelados españoles esbozaban una risita ante Ángel Herrera, con sus razonamientos sobre el «mal menor» y el «bien posible»; que consideraban al cardenal Vidal y Barraquer un separatista catalán con una escandalosa afición por el jazz, y pensaban que monseñor Tedeschini no tenía por qué meterse en los asuntos internos de la Iglesia española, y que sus razonamientos eran debidos, simplemente, a su bien conocida animosidad hacia el cardenal Segura. Mientras tanto, los amigos del nuncio en el Gobierno le repetían que la postura oficial de la República, a diferencia de la sostenida por la Monarquía, era la de no intervenir en el nombramiento de las jerarquías eclesiásticas, una posición que indicaba al papa una de las ventajas potenciales, desde el punto de vista de Roma, de la separación de la Iglesia y el Estado.
Tratando de hallar una vía intermedia, el papa nombró en abril de 1932 al obispo de Tarazona, Goma y Tomás, nuevo cardenal arzobispo de Toledo. Goma era un prelado muy culto, de gran inteligencia y carácter enérgico. No estaba estrechamente asociado ni con los intransigentes monárquicos ni con los social-católicos. Políticamente era ambicioso, dispuesto a adoptar una posición firme en defensa de los derechos históricos de la Iglesia, pero no dado a exabruptos impolíticos de carácter personalista como el cardenal Segura. Esperó hasta julio de 1933 para publicar su primera carta pastoral, una mesurada réplica a la ley de Congregaciones, con la cual contenía a los militantes, mientras mantenía obstinadamente todas las reclamaciones de la Iglesia. Así, recordó a los fieles que era su deber aceptar los poderes civiles constituidos, aunque fuera en una Roma pagana; pero repetía firmemente que era deber de los padres católicos enviar a sus hijos a escuelas católicas y afirmaba que la Iglesia continuaría sus funciones educativas. La inequívoca determinación del cardenal fue un factor importante en la decisión del presidente Alcalá-Zamora de disolver las Cortes y convocar nuevas elecciones antes del 1.º de octubre, fecha en la cual el Gobierno de Azaña, de seguir en el poder, presumiblemente habría obligado a cerrar las escuelas secundarias católicas[80].
La insistencia de republicanos y socialistas en el cierre de las escuelas de la Iglesia fue una política sectaria que redundó en su propia derrota. La mayoría había tratado de guiarse por el ejemplo de Francia, en donde habían sido separados la Iglesia y el Estado; pero el Gobierno francés no había privado al final a la Iglesia del derecho de tener escuelas privadas. La República no podía sustituir las escuelas secundarias existentes, de modo que el Gobierno que, de hecho, hizo más por la instrucción primaria que cualquier otro de la historia de España, se colocó a sí mismo en la posición de tratar de destruir las facilidades para la instrucción secundaria. Finalmente, al prohibir a las órdenes religiosas el ejercicio de la enseñanza hizo imposible una separación del Estado y de la Iglesia al modo como la mayoría de los católicos españoles, y el Vaticano, habrían probablemente aceptado. Otras cláusulas de la ley se referían al nombramiento de sacerdotes, su nacionalidad, la nacionalización de los edificios de la Iglesia, los impuestos sobre sus ingresos, la inspección de sus hospitales, orfanatos y seminarios. La firme determinación del Gobierno de llevar a cabo su programa de laicización máxima impidió que todas esas otras cuestiones fueran arregladas pacíficamente.
En el verano de 1933 la República inició el más notable de sus experimentos. Ya desde 1882, el gran crítico de arte y biógrafo de El Greco, Manuel B. Cossío, había soñado con poner los atrasados y aislados pueblos de España en contacto con la vida cultural de la nación. Cossío era colega de Giner de los Ríos en la Institución Libre de Enseñanza. Como Francisco Giner, era un gran caminante, un amante del campo y un pedagogo para quien la educación estética de sus discípulos era tan importante como su educación intelectual y técnica. La Institución daba gran importancia a la apreciación de la herencia artística nacional, y Cossío concibió la idea de que hasta las aldeas más apartadas y analfabetas pudieran disfrutar plenamente de este aspecto de la cultura moderna. En 1922, en un momento en que pareció que el rey iba a facilitar una mayor participación de los intelectuales liberales en la gobernación del país, Cossío propuso que el Gobierno enviara misiones ambulantes a pueblos y aldeas. La República hizo suya esta idea. En 1931 Cossío, que entonces era ya un hombre muy anciano, estaba demasiado enfermo para encargarse personalmente de tales actividades; pero bajo la dirección de Luís Santullano, y con la cooperación de profesores y estudiantes, la mayoría de ellos de la Universidad de Madrid, en el verano de 1933 se organizaron las primeras misiones pedagógicas.
Imbuidos de la misma fe de Cossío, que creía que la belleza podía ser apreciada aun por las almas más primitivas, los estudiantes fueron a las aldeas con reproducciones de pinturas célebres, y con películas. Sobre escenarios improvisados representaban las obras teatrales de Lope de Vega y Calderón. Llevaban medicamentos y libros, y con la cooperación de los aldeanos construían escuelas. La reacción popular era desigual. En muchos pueblos los campesinos jamás habían visto un automóvil, y mucho menos oído un fonógrafo o visto una película, y reaccionaban igual que los individuos de las tribus del interior de África y América del Sur en su primer contacto con los exploradores del siglo XX. Todo era maravilla, temor, curiosidad, como si se hallaran ante magia. En los pueblos un poco más sofisticados, la reacción era amistosa si la actitud del cura era amable u hostil si no lo era. En algunas aldeas las mujeres, vestidas de negro, soltaban risitas y corrían a esconderse en sus casas, igual que en Oriente. En otros, la sensación de maravilla tomaba una forma más escéptica y contemporánea. Los campesinos se quedaban mirando con la boca abierta, sin fiarse de aquellos jóvenes venidos de Madrid. ¿No serían recaudadores de impuestos? ¿O agentes para averiguar la verdad de los contratos sobre fincas? ¿No habrían venido a reclutar soldados? Poco a poco, se daban cuenta de que los forasteros habían venido a dar algo al pueblo: libros, medicinas y pinturas.
En unos pocos días el contacto entre la Edad de Piedra y el siglo XX, entre campesinos analfabetos y estudiantes universitarios de la clase media, daba pocos resultados concretos. Pero se establecía un contacto vivido y sentimental de tremenda importancia potencial. Estos estudiantes habrían sido la futura generación gobernante de España si la guerra civil no se hubiera interpuesto, con su ingenuo y generoso deseo de enfrentarse cara a cara con la pobreza, la ignorancia, el temor y la dignidad del pueblo español. Éste era el pueblo que había conquistado América y se había alzado contra Napoleón. Éste era también el pueblo de Fuente ovejuna y de Castilblanco. Aquí estaban las ocultas, las no dirigidas energías de España, un grupo humano que jamás había sido asimilado por la vida de la nación en los tiempos modernos. Por medio del teatro, de los apretones de manos, los abrazos y las caballerescas cortesías comunes a todas las clases de españoles, se estableció un contacto por encima de un abismo cultural de miles de años. Las misiones, producto del renacimiento krausista del siglo XIX, pudieron haber significado el comienzo de un mucho más profundo despertar del pueblo español en su conjunto[81].
En el verano de 1933, el descontento de los trabajadores y las rivalidades entre las confederaciones sindicales minaron aún más la estabilidad de la coalición de Azaña. Los socialistas siempre habían estado divididos en la cuestión de la participación en el Gobierno republicano. Tras la aprobación de una tímida ley agraria, y especialmente tras el asunto de Casas Viejas, un número cada vez mayor de sus diputados creyeron que ya era hora de retirarse del Gobierno; pero al mismo tiempo no era posible ninguna mayoría parlamentaria sin ellos, hecho que quedó rápidamente demostrado tras la aprobación de la ley de Congregaciones. El presidente de la República, Alcalá-Zamora, convencido de que la opinión pública se iba inclinando hacia la derecha, destituyó a Azaña y llamó a Lerroux. Este último no podía formar un Gobierno ante la oposición de los socialistas, así que al cabo de unos días el presidente tuvo que volver a llamar a Azaña. Los socialistas entonces tuvieron que decidir si seguían apoyando a Azaña o forzaban la disolución de las Cortes. Enfrentados con la posibilidad de unas elecciones en condiciones desfavorables para ellos, decidieron mantener la coalición.
Una importante razón para la inquietud de los socialistas era el descontento de la UGT. La federación laboral socialista había sido una organización muy disciplinada y en conjunto gradualista, durante la mayor parte de su historia. Tradicionalmente era muy fuerte en Madrid y Bilbao, y sus sindicatos más antiguos estaban formados por obreros especializados. Pero durante los dos primeros años de la República, la Federación de Trabajadores de la Tierra llegó a tener casi la mitad del total de miembros de la UGT. Estos trabajadores, que en su mayoría eran analfabetos, constituían lo más primitivo del proletariado español y su psicología política era mucho más parecida a la de los anarquistas que al marxismo. En 1932 los socialistas habían apoyado, aunque de mala gana, la decidida actuación de Casares Quiroga para asegurar la cosecha de trigo en Andalucía. En 1933, tras la desilusión de la ley agraria, no estaban de humor para sacrificar la lealtad de sus militantes trabajadores agrícolas para mantener el orden público en favor del Gobierno republicano. Como precio de su participación en el último Gobierno Azaña, insistieron en la inmediata derogación de la ley de Defensa de la República.
La otra gran federación obrera, la CNT, dominada por los anarquistas, se había opuesto al Gobierno republicano desde el principio. La huelga de la Telefónica, la huelga general de Sevilla, los motines de enero de 1932 y 1933 fueron obra de la CNT. Al cabo de tres meses los anarquistas ya habían proclamado que la República no era mejor que la Monarquía y obligaron a los socialistas a hacer el papel de rompehuelgas. El debate sobre el Estatuto de Cataluña les dio la oportunidad de ganar un trato de favor en dicha región. La tensión entre catalanes y castellanos era reforzada por la rivalidad entre la UGT y la CNT. La libertad de prensa les daba unas posibilidades de propaganda sin precedentes. Tanto su postura de oposición como su filosofía hallaban mucha más resonancia entre los hasta ahora desorganizados trabajadores que las ideas socialistas. Cuando los dirigentes de la UGT observaron el crecimiento más rápido de sus rivales, atribuyeron el éxito anarquista al hecho de que éstos no se habían comprometido colaborando con un Gobierno burgués.
En general, la expansión de la UGT se concentraba en las provincias occidentales, mientras que la CNT dominaba Cataluña y Levante. Ambas federaciones obreras tenían más o menos la misma fuerza en Andalucía, y Sevilla era el punto focal de su rivalidad. La capital andaluza era también una zona significativa de actividad comunista. A la proclamación de la República, el Partido Comunista español contaba con unos mil miembros[82]. Este grupo minúsculo quedó bastante dividido en 1932 por la defección de sus principales dirigentes intelectuales, Andrés Nin y Joaquín Maurín, que habían colaborado con Lenin en la fundación de la Tercera Internacional. Sin estar de acuerdo con todas las teorías de Trotski, se sintieron muy inquietos por su expulsión de la Unión Soviética en 1928 y se fueron volviendo cada vez más antiestalinistas, a medida que Stalin consolidaba su dictadura. En 1933, el partido se reorganizó en la zona de Sevilla y se llamó a sí mismo «Comité de Reconstrucción». Era dirigido por José Díaz, un enérgico y joven trabajador panadero que estaba destinado a ser el secretario general del Partido Comunista durante la guerra civil.
En total, pues, había tres grupos militantes de trabajadores que luchaban por el poder en la capital de Andalucía: la CNT, la UGT y el «Comité de Reconstrucción». La mayoría de los trabajadores urbanos pertenecían a los sindicatos de la CNT. Los comunistas eran más fuertes entre los trabajadores portuarios. La Federación de Trabajadores de la Tierra de la UGT había ido desarrollándose en los pueblos y la UGT desafiaba a los comunistas para ganar el control de los estibadores. Cada uno de estos grupos, así como la organización patronal, la Federación Económica de Andalucía, contrataban pistoleros cuando la ocasión lo requería. Cada año venían ocurriendo una docena de choques con muertos y heridos graves. Las víctimas más conocidas de aquellos asesinos fueron el secretario de la Federación Económica y un joven e inteligente doctor comunista. Los pistoleros eran alquilados por una tarifa de diez pesetas diarias, en una época en que el salario promedio diario de un obrero de fábrica era de doce pesetas. Cada organización reducía los riesgos de sus guardaespaldas manteniendo escondites, proporcionándoles documentación falsa y formando comités de ayuda a los presos, para aquéllos que tenían la mala suerte de ver un calabozo desde dentro. La violencia ocasional estaba localizada en la zona del puerto, y si los casos eran llevados a los tribunales, generalmente acababan en una absolución, ya que los testigos citados no se acordaban de nada[83].
Los diarios dieron una tremenda publicidad a estos hechos. La Junta de Obras del Puerto estaba en gran parte controlada por la familia de Luca de Tena, los propietarios y editores del diario monárquico ABC. Si un obrero de la CNT daba un puñetazo a un comunista en un bar de la zona portuaria, la edición Sevillana del ABC informaba que había habido un motín. Si uno de los sindicatos convocaba a una huelga general, y algunos tenderos prudentes bajaban los cierres de sus tiendas para que no pudieran arrojar una piedra a su escaparate, el ABC decía que la ciudad estaba paralizada. La verdad es que la vida era normal fuera de la zona portuaria, y todas las ciudades portuarias del mundo en la década de los 1930 eran testigos de escenas de rivalidad sindical y de violencia esporádica.
La violencia en Sevilla era significativa sobre todo por sus implicaciones políticas. Aunque la clase media española había dado buena acogida a la República, asociaba esta forma de régimen históricamente con el desorden y estaba obsesionada indudablemente con la cuestión del orden público. La policía puede ser incapaz de resolver el problema criminal del mundo clandestino en Francia o los Estados Unidos; pero en esos países la estabilidad de los gobiernos no está tan estrechamente ligada a la violencia laboral. Por otra parte, ellos estaban decididos a probar la autoridad de la República; sabían que esta violencia era una reacción contra la violencia gubernamental a la que había estado siempre expuesta la clase obrera española. Durante la mayor parte de los dos años del mandato de Azaña, el liberal gallego (y amigo íntimo de Azaña) Santiago Casares Quiroga, fue ministro de la Gobernación. Una y otra vez declaró que el Gobierno no estaba dispuesto a convertir en mártires a los anarquistas, y una y otra vez tuvo que recurrir a la guardia civil y a la guardia de asalto, cerrar temporalmente los locales de la CNT y suspender diarios anarquistas.
En 1933 los socialistas se sentían particularmente sensibles respecto a los acontecimientos que estaban ocurriendo en los campos de Extremadura y parte de Andalucía. En julio y agosto hubo una serie de incendios provocados y continuaron las fatales bombas contra los casinos y las fincas aisladas. El gobernador civil de Badajoz, que era miembro del partido de Azaña, dimitió porque docenas de alcaldes socialistas se negaron a colaborar con él. Cuando los diputados moderados y conservadores acusaron a los socialistas de fomentar la violencia en los campos, estos últimos negaron indignados que ellos apoyaran a los incendiarios. Por desgracia, la cuestión no era si los socialistas creían en el método del incendio de cosechas, sino si tenían el suficiente control sobre aquellos campesinos terriblemente pobres y carentes de cultura que se habían afiliado a la Federación de Trabajadores de la Tierra, esperando para 1932 una reforma agraria que pondría inmediatamente la tierra en sus manos[84].
Durante la primera mitad de 1933, el presidente de las Cortes, Julián Besteiro, trató de moderar el exagerado apasionamiento de las izquierdas, no sólo en las Cortes, sino ante los obreros cada vez más levantiscos. Por aquel entonces dirigió la palabra en la Casa del Pueblo de uno de los suburbios más densos de Sevilla, y dijo a los trabajadores que un radical responsable no procedía a hacer innovaciones por su cuenta. También advirtió contra los excesos anticlericales, añadió que si algunas personas insistían en decir que la voz del pueblo es la voz de Dios, no tenía nada de sorprendente que otros fabricaran otra definición igual de falsa de la democracia. En julio, hablando ante el congreso nacional de los sindicatos de ferroviarios, dijo a sus oyentes que el proletariado español conservaba demasiado del espíritu destructivo de los primeros tiempos de la era industrial; que una economía moderna era demasiado compleja para que los trabajadores lograsen sus fines con medios como la ocupación de fábricas en Italia, que había conducido al fascismo; que el Partido Socialista apoyaría todos los esfuerzos para crear un programa constructivo y pacífico para los desorientados campesinos que ahora se estaban convirtiendo en trabajadores industriales. Como Besteiro tenía el valor de decir las verdades, aun sabiendo que no serían populares entre sus auditorios, y debido a sus años de actuación como dirigente de la UGT fue aplaudido; pero su posición era inaceptable para los trabajadores ugetistas, confiados en su número cada día mayor y desilusionados con la lentitud de las reformas de la República, sintiendo a su izquierda la fuerte presión de los anarquistas[85].
La ruptura de la mayoría de las Cortes Constituyentes fue completada por el pase de los radicales a la oposición. Aunque habían criticado y puesto obstáculos en los debates de 1932, habían votado, sin embargo, con el Gobierno, la aprobación de las leyes más importantes: el Estatuto catalán y la ley de Reforma agraria. Sus sentimientos anticlericales hicieron que también colaboraran en la aprobación de la ley de Congregaciones, en mayo; pero se oponían cada vez más a la participación de los socialistas en el Gobierno y creían, tras su victoria en las elecciones municipales, que había llegado el momento de que Alejandro Lerroux fuera jefe del Gobierno. Cuando el debate sobre los incendios de cosechas agrió totalmente las relaciones entre los republicanos de Azaña y los socialistas, el presidente de la República encargó a Lerroux la formación de Gobierno.
En septiembre, las primeras elecciones para el Tribunal de Garantías Constitucionales confirmaron la tendencia conservadora de la opinión. El Tribunal, destinado a ser una especie de Tribunal Supremo en los conflictos constitucionales, era escogido principalmente por los concejales municipales, con dos escaños reservados al Colegio de Abogados y varios para los graduados universitarios de leyes. Los municipios, que habían sido elegidos en abril de 1933 por la votación más libre hasta entonces en la historia de España, escogieron personalidades antigubernamentales en una proporción de dos y media a una. Eligieron, entre otros, al financiero Juan March, que entonces estaba en la cárcel por haber sido recientemente declarado convicto de la acusación de contrabando. Los abogados eligieron a José Calvo Sotelo, monárquico y exministro de Hacienda de Primo de Rivera, que en aquel tiempo se encontraba desterrado. Los municipios y los abogados mostraron así su disgusto contra el Gobierno, e incidentalmente privaron al Tribunal desde el principio de su carácter digno y no partidista que era absolutamente esencial para el desempeño de sus funciones. Como la oposición socialista impedía que Lerroux pudiera gobernar, el presidente de la República decidió disolver las Cortes Constituyentes y convocar nuevas elecciones generales.
La campaña electoral reveló la importancia de varias fuerzas políticas nuevas, la más importante de las cuales era la Confederación Española de Derechas Autónomas, coalición de partidos derechistas conocida por sus iniciales de CEDA. Al menos desde 1917, si no antes, los conservadores católicos de gran elocuencia parlamentaria habían tratado en vano de hacerse con la jefatura. Se sintieron asustados ante las huelgas revolucionarias de 1917 y desilusionados por la corta vida del Gobierno de unión nacional de Antonio Maura en 1918. En la primavera de 1923 habían formado el Partido Social Popular, una imitación del malaventurado partido de Don Sturzo en Italia. En septiembre de 1923 el golpe de Estado de Primo de Rivera acabó con la actividad política normal, lo mismo que la acabó la subida de Mussolini al poder en Italia un año antes. Algunos se adhirieron a la Unión Patriótica de Primo de Rivera en los últimos años de la década de los 20, pero otros se negaron a colaborar con un régimen dictatorial. En mayo de 1931 las elecciones para las Cortes Constituyentes tuvieron lugar antes de que ellos hubieran tenido tiempo de reorganizarse políticamente.
En el año 1931, el diario El Debate se convirtió en el principal órgano de expresión de aquellos católicos que deseaban aceptar provisionalmente el nuevo régimen republicano y defender los intereses católicos dentro del marco de la legalidad republicana. Su fundador y editor, Ángel Herrera, también encabezaba la acción social y caritativa de la Iglesia con su organización llamada Acción Católica. Herrera trataba de no mezclarse personalmente en actividades políticas, pero a través de las columnas de El Debate y de las reuniones locales de la Acción Católica pudo ayudar a organizar un nuevo partido, llamado Acción Popular, bajo la dirección del joven diputado por Salamanca José María Gil Robles. Acción Popular era más fuerte en el norte de España. Al aproximarse la campaña electoral de 1933, el partido procuró ensanchar su base incluyendo a todas las pequeñas fuerzas políticas católicas que quisieran unirse a él, especialmente el partido regional católico valenciano dirigido por Luís Lucia.
El denominador común de los partidos que formaban la CEDA era la defensa de los sentimientos e intereses católicos contra las actitudes y leyes anticlericales de las Cortes Constituyentes. No tenía un programa económico coherente, representando, como representaba a la vez, a los grandes terratenientes de Castilla, los pequeños agricultores del norte de España y las organizaciones y cooperativas obreras católicas. Se inspiraba en el catolicismo social del papa León XIII y abogaba por los principios de Religión, Patria, Familia, Orden, Trabajo y Propiedad. Propugnaba una organización corporativa de la sociedad en los mismos términos empleados por el papa Pío XI en su encíclica de 1931, Quadragesimo Anno. Evitó la cuestión de República contra Monarquía en el cuadro general español, predicando que las formas de régimen eran accidentales.
Combinándose con la CEDA con propósitos electorales, había dos pequeños partidos monárquicos militantes: los tradicionalistas, muy fuertes en el Norte, defensores de los principios carlistas, y Renovación Española, fundada por Antonio Goicoechea en marzo de 1933, que representaba principalmente a los monárquicos alfonsinos. Ambos partidos recalcaban que lo que trataban de conseguir no era una restauración, sino una instauración. En su opinión, la Monarquía había fracasado, no porque el pueblo español ya no tuviera sentimientos monárquicos, sino porque desde 1875 la monarquía patrocinó ideas liberales que eran incompatibles con la tradición española. Los carlistas consideraban que la rama principal de los Borbones se había comprometido en vano con el liberalismo. Renovación prefería dejar para más adelante la cuestión dinástica, ya que en todo caso España no estaba todavía preparada para aceptar de nuevo la Monarquía; pero defendían la persona de Alfonso XIII. Ambos grupos deseaban una Monarquía autoritaria, que descansaría sobre la religión y las instituciones tradicionales antes que sobre las pistolas de un partido fascista. Ambos grupos compensaban con su riqueza y sus relaciones sociales aristocráticas lo que les faltaba en número de seguidores. En la alianza electoral, la CEDA representaba a las masas católicas y al ala de la Iglesia que provisionalmente estaba dispuesta a aceptar la República. Los partidos monárquicos representaban a los católicos adinerados, a la aristocracia y a los elementos intransigentes de la Iglesia[86].
El año 1933 fue asimismo testigo de las primeras actividades significativas de pequeños partidos de tipo fascista. Ya en octubre de 1931, Ramiro Ledesma Ramos y Onésimo Redondo Ortega fundaron las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS). Ledesma era un estudiante de filosofía, hijo de un maestro de escuela de Zamora; anticlerical y admirador de Hitler y Mussolini. Onésimo, de origen campesino, era un fervoroso católico y organizador de los pequeños cultivadores remolacheros de la provincia de Valladolid. Aunque difiriendo en sus posiciones religiosas, ambos dirigentes sentían una fuerte nostalgia por la grandeza de España bajo los Reyes Católicos, odio hacia el marxismo y creían en una cierta forma de «dictadura popular[87]». A finales de 1933 afirmaban haber organizado unos 400 estudiantes de la Universidad de Madrid en un nuevo sindicato antimarxista y tener otros 500 miembros organizados en pequeños sindicatos en otras ciudades españolas. La CEDA no los tomaba en serio, ni tampoco los dirigentes monárquicos; pero recibieron pequeñas subvenciones de figuras como Juan March y Antonio Goicoechea, y de varios banqueros vascos[88]. No presentaron candidatos para las elecciones a las Cortes.
Otro partido derechista marginal que entró en la campaña de 1933 fue la Falange Española, fundada el 29 de octubre por tres hombres: José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador; Julio Ruiz de Alda, famoso as del aire, uno de los aviadores que habían tomado parte en el primer vuelo trasatlántico de España a América del Sur, y Alfonso García Valdecasas, diputado asociado en las Cortes con el grupo Al Servicio de la República. La Falange no presentó una lista de candidatos. Sin embargo, era significativa la aparición en el escenario político español de un Primo de Rivera joven, quien, a pesar de carecer de un programa específico o probada habilidad, fue capaz de despertar sentimientos de intensa lealtad personal entre la juventud, universitaria o no.
Con una mayor participación de unas derechas reorganizadas, las elecciones de 1933 fueron mucho más acaloradamente disputadas que las de 1931. Diego Martínez Barrio, escogido por el presidente para dirigir las elecciones, era un masón que había adoptado el sobrenombre de «Vergniaud», por el diputado girondino que fue autor de la célebre frase: «Antes la muerte que el crimen». Martínez Barrio resultó una buena elección, porque representaba casi el centro absoluto en el espectro político.
Hubo algunos actos esporádicos de violencia y mucha crisis oratoria en las seis semanas de la campaña electoral. José Antonio Primo de Rivera, candidato de las derechas en la provincia de Cádiz, se mofó de las elecciones generales y de los parlamentos que tenían olor de tabernas baratas. Intentaron asesinarlo en una ocasión que pronunciaba uno de los discursos de la campaña[89]. José Calvo Sotelo, hablando por Radio París, declaró: «Considero evidente que este Parlamento será el último elegido por sufragio universal por muchos años. Estoy persuadido de que la República se ha puesto más en peligro por ser parlamentaria que por ser una República». Un conductor de tranvías comunista, que era candidato a las Cortes, fue asesinado en su vehículo, y un orador conservador fue golpeado hasta dejarlo inconsciente, en una aldea vasca normalmente pacífica. Los socialistas acusaron al Gobierno de permitir que los pistoleros anarquistas pasearan impunemente por las calles.
Pero el primer ministro se negó a responder a la agitación provocadora con intervenciones de la policía. Él ya había dirigido las denuncias contra las brutalidades de Casas Viejas, y creía que el ministro de la Gobernación había abusado de sus poderes de intervención en la política municipal. Los mítines electorales eran la forma principal de educación política al alcance de las masas. La democracia debía aprenderse en la acción, aun a costa de cometer numerosos errores. Y corrió el riesgo calculado de que la violencia esporádica no falsificara los resultados de la votación hasta el punto que lo habría hecho la intervención gubernamental.
El 19 de noviembre, y con unos ocho millones de votantes acudiendo a las urnas, las derechas consiguieron una victoria sustancial. Como resultado del pacto electoral, los tradicionalistas y Renovación recibieron un total de 40 escaños. La CEDA ganó 110 escaños y se convirtió en el mayor partido minoritario de la cámara, beneficiándose a la vez de las cláusulas de la ley electoral y de su potente y bien financiada campaña. La clase media católica, hasta ahora apolítica, se había volcado hacia un partido que predicaba la accidentalidad de las formas de régimen, y que garantizaba la protección de la propiedad y la religión. Los cultivadores de trigo de Castilla votaron en masa por la CEDA, espoleados a la vez por sus puntos de vista católico-conservadores y la campaña de injurias contra Marcelino Domingo, así como por el programa de importación de trigo de 1932. En las ciudades las monjas iban en taxi hasta las urnas para votar por la CEDA.
El Partido Radical, con unos 100 diputados, logró el segundo puesto, atrayéndose millares de votos de la clase media urbana que era a la vez antisocialista y anticlerical. Los partidos de Manuel Azaña y Marcelino Domingo quedaron virtualmente barridos, y la representación socialista reducida a la mitad. Una gran parte de las pérdidas republicanas fue atribuida a la abstención en masa de los anarquistas, muchos de los cuales habían votado por los republicanos de izquierda en 1931. Pero el factor principal fue la ruptura de la coalición republicano-socialista en la cual los republicanos de izquierda estuvieron excesivamente representados en virtud de sus acuerdos con los socialistas. En las segundas Cortes su debilidad numérica era patente, y los mismos socialistas, sin haber perdido votos, perdieron la mitad de sus escaños. Igualmente, como resultado de la ley electoral, la CEDA estuvo excesivamente representada en comparación con la importancia numérica de los votos que había obtenido.
La representación de los partidos que no habían formado parte de las coaliciones de 1931 o 1933 no varió mucho. Los grupos conservadores moderados de Miguel Maura y Alcalá-Zamora tuvieron 28 diputados en las primeras Cortes y 21 en las segundas. Al mismo tiempo, los liberal-demócratas de Melquíades Álvarez aumentaron de 2 a 8 diputados y los radicales incrementaron su representación en un 10 por ciento. Los nacionalistas vascos tuvieron 14 diputados en ambas Cortes. Si la opinión pública hubiese cambiado radicalmente, es razonable suponer que las cifras de estos partidos no coaligados habrían cambiado más de lo que cambiaron. Los resultados de las elecciones indicaban en su conjunto una tendencia moderada hacia la derecha, caracterizada particularmente por la abstención anarquista y la fuerte participación católica[90].