Capítulo 5

PROBLEMAS ECONÓMICOS DURANTE LA ÉPOCA DE AZAÑA

LA proclamación de la República había causado por sí misma una grave crisis financiera en España. Los españoles ricos comenzaron inmediatamente a transferir sus capitales a los bancos extranjeros, y los círculos financieros internacionales acogieron con escepticismo al nuevo régimen. Tanto el primer ministro de Hacienda, Prieto, como su sucesor, el republicano catalán Jaime Carner, vieron que su primer y más importante objetivo era estabilizar la peseta como preludio a la restauración del crédito internacional de España. Para ello emplearon métodos deflacionarios conservadores, restringiendo las importaciones, reduciendo la burocracia y tendiendo hacia un presupuesto equilibrado. A mediados de 1932 la peseta había conseguido la estabilidad y los déficit de los presupuestos de 1932 y 1933 de Carner fueron mucho menores que los de la dictadura.

Al enfrentarse con la ya antigua cuestión de la reforma agraria y al encararse con los muchos problemas de la depresión mundial, el Gobierno siguió una política pragmática y a veces contradictoria, que en parte era debida a la novedad de los problemas y en parte al carácter indeciso de la mentalidad económica del Gobierno, así como al hecho de que la mayoría de las Cortes consistiera en republicanos y socialistas de clase media.

Dado que se venía arrastrando ya de tiempo y como el descontento entre los campesinos era muy grande, la reforma agraria era la más crucial de todas las cuestiones económicas. Al mismo tiempo, involucraba complejos problemas sociales y económicos que variaban de provincia a provincia y a menudo de pueblo a pueblo. No se podría hacer ninguna revisión seria si no se expropiaban extensas fincas, en otras palabras, sin atacar a algunos de los más poderosos intereses creados del país. El ministro socialista de Trabajo, Largo Caballero, había dispuesto rápidamente el establecimiento de jurados mixtos y ofreció alivios en el pago de los arrendamientos y seguros de accidentes a los aparceros y peones agrícolas sin tierras. El Gobierno provisional nombró asimismo una comisión de técnicos, bajo la presidencia de un profesor de derecho, liberal, Felipe Sánchez Román, para que preparara un plan de colonización para familias sin tierra en Extremadura, Andalucía, Ciudad Real y Toledo. A mediados de julio esta comisión presentó a las Cortes un plan para establecer entre 60 y 75 000 familias en el primer año de asentamiento. Pero las protestas a cuenta de los intereses de propiedades existentes fueron tan fuertes, que la comisión fue disuelta y se dejó toda acción a la futura decisión de las Cortes[48].

Largo Caballero siguió como ministro de Trabajo en los varios gobiernos de Azaña. En noviembre las Cortes aprobaron una ley de jurados mixtos, que eran encargados de tratar de las cuestiones de salarios y contratos de trabajo en todas las industrias y la agricultura. Los sindicatos y asociaciones patronales apropiados deberían elegir a sus propios jurados, y por el consentimiento unánime de éstos se nombraría a un presidente. Si no podían ponerse de acuerdo en la elección de presidente, como ocurría frecuentemente, el Ministerio de Trabajo lo nombraría. El ministerio nombraría asimismo al secretario de cada jurado y al delegado provincial de Trabajo, que representaría al Gobierno central, un poder que colocaba una inmensa autoridad en manos de dicho ministerio. Con Largo Caballero en el cargo, los jurados mixtos trabajaron simultáneamente para reducir el poder de los caciques locales y aumentar el de los socialistas. Precisamente en esas zonas de mayor tensión social, el presidente y el secretario serían verosímilmente miembros de la Federación de Trabajadores de la Tierra. Bajo la dirección del socialista moderado Lucio Martínez Gil, la Federación contaba con unos 100 000 adheridos en 1931, como resultado de casi cinco años de organización. En el verano de 1932 se ufanaba de contar con 445 000 miembros, siendo la mayoría de los nuevos afiliados campesinos sin tierras, de ideas extremistas y que se sentían agradecidos a los socialistas porque éstos les habían dado su primera oportunidad de hacer oír su voz a la hora de tomar decisiones económicas. La nueva organización ahora constituida representaba numéricamente casi la mitad de la UGT, y cambió el tono de lo que había sido, bajo Pablo Iglesias y luego bajo Largo Caballero y Julián Besteiro, una organización disciplinada y gradualista que representaba la aristocracia de la clase obrera española[49].

Las Cortes también aprobaron, ante la insistencia de Largo Caballero, una ley de Términos municipales, dirigida a proteger a los peones agrícolas locales y acabar con la emigración masiva de las familias sin tierras, que arrastraban una existencia miserable por culpa del paro estacional. La ley requería que los trabajadores agrícolas se registrasen en el municipio en el que vivían y deseasen trabajar, y la confección de las listas se convirtió en una función de la Casa del Pueblo. Por efecto de las decisiones de los jurados mixtos, los salarios agrícolas casi aumentaron al doble entre los veranos de 1931 y 1932, y los varios decretos y leyes de 1931 prometieron a los trabajadores rurales las mismas clases de protección legal y seguros sociales de que ya disfrutaban los trabajadores industriales. Por primera vez en la historia de España, la clase más afligida por la pobreza de toda la población se sentía protegida por el Gobierno. Sin embargo, estas leyes no atacaban la cuestión fundamental de la reforma agraria, y la ley de Términos municipales resultó ser, usando un expresivo adjetivo español, contraproducente[50]. Sin mejorar mucho el problema del paro estacional, interfirió grandemente en la recolección de las cosechas y privó a los trabajadores emigrantes de su trabajo habitual[51].

Los amargos conflictos que se desataron por causa de las decisiones de los jurados mixtos hicieron ver a los diputados lo grande que era el descontento entre los campesinos, y la reforma agraria fue el tema de frecuentes debates durante los primeros ocho meses de 1932. Y no era por falta de datos técnicos. Los gobiernos monárquicos habían hecho un censo cuidadoso de la propiedad rural en la primera década del siglo, a la vez con propósitos impositivos y pensando en una futura reforma agraria. Los planes de riego databan de 1902 y se desarrollaron mucho durante la década de los 20, gracias a un destacado ingeniero agrónomo español, Manuel Lorenzo Pardo, dando una detallada información sobre tipos de suelos, desniveles y recursos potenciales de agua. Las dificultades se presentaron al tratar de interpretar los datos y sobre las diferentes ideas acerca de lo que era socialmente conveniente. Los muchos puntos de vista pueden ser divididos en tres categorías:

Los agrarios, a menudo apoyados por los diputados de la Lliga Catalana, argüían que la mayoría de las tierras disponibles eran demasiado secas y poco fértiles para su utilización agrícola. Por disponibles entendían las tierras que de ordinario no habían sido labradas con provecho, y en el mapa indicaban a ciertas zonas de Extremadura y Castilla la Nueva, donde los suelos en cuestión eran realmente mediocres. En cuanto a la cuestión del agua, nadie dudaba de la integridad de Lorenzo Pardo, pero saldría muy caro construir pantanos y canales y el problema de la extrema irregularidad de las lluvias no sería resuelto, aunque fuera mitigado, por el desarrollo de las construcciones hidráulicas. Además, era dudoso si el medio millón de familias sin tierra de la España meridional verdaderamente querían convertirse en campesinos propietarios, y si querían, sólo podrían salir adelante provechosamente con sus nuevas fincas más que recibiendo fuertes subsidios para comprar equipo y la instrucción técnica necesaria para usar tal equipo.

Un segundo grupo de diputados, principalmente radicales y radical-socialistas, estaba ansioso por crear una clase de campesinos propietarios en las zonas dominadas por los latifundios. Sus argumentos eran más sociales que económicos. Los pequeños propietarios agrícolas franceses eran la espina dorsal de la prosperidad y la estabilidad social de la República francesa. Como defensores de los derechos de la propiedad, estos diputados republicanos se oponían a la confiscación de las grandes fincas; pero asimismo mostraban desgana a enfrentarse con los tremendos impuestos que habría que imponer para comprar las tierras de los terratenientes y entregárselas a sus arrendatarios y a los campesinos sin tierras. Por otra parte, aunque reconociendo los gastos iniciales de la reforma, declaraban que el pequeño propietario, con un incentivo personal que antes no tenía, cultivaría las tierras más intensamente que en el pasado, haciendo así posible que en unas pocas décadas se pagara un buen precio por las fincas expropiadas.

Un tercer grupo, que comprendía en su mayoría a socialistas, aunque no a todos éstos, creía en las soluciones colectivas. Argüían que las máquinas, los fertilizantes y los servicios técnicos de todas clases serían mucho más eficaces utilizados por grupos de campesinos que no por pequeños propietarios, y también que la inversión inicial por familia sería mucho menor si los servicios técnicos eran comunes. Había muchos precedentes existentes en la España levantina y pirenaica, que habían demostrado su eficacia, sobre el uso colectivo de los derechos sobre el agua y el uso común de herramientas y facilidades de almacenamiento[52].

Todos estos puntos de vista podían apoyarse en datos técnicos y tener sentido en ciertas zonas; pero como cada grupo escogía inevitablemente los datos que convenían a sus parcialidades políticas, no podían aceptar la verdad en labios de sus oponentes. Los agrarios, que daban énfasis a la poca fertilidad y la escasez de agua, eran claramente los representantes de los grandes terratenientes. Los que proponían pequeñas fincas atendidas por una familia eran los republicanos de clase media, y los que abogaban por soluciones colectivas eran los socialistas[53].

El debate se celebró con un fondo de creciente agitación en los campos. Debido a la mejora de los salarios y a las excelentes condiciones climáticas, Andalucía esperaba tener en 1932 la mejor cosecha de cereales en muchos años. Conforme se acercaba el tiempo de la siega, los trabajadores amenazaron con dejar el grano en los campos, a menos que les fueran concedidos nuevos aumentos de salarios. Justificando esta demanda por la necesidad nacional, el ministro de la Gobernación, Casares Quiroga, estableció en Sevilla un jurado técnico especial y ordenó a los representantes de los patronos y los obreros que hicieran inmediato acto de presencia ante tal jurado. Respondieron todos los grupos de los patronos y la mayoría de los grupos obreros; pero los sindicatos anarcosindicalistas se abstuvieron. El jurado especial estableció salarios y condiciones de trabajo para la cosecha de primavera; se eliminó la amenaza de huelga y la cosecha fue salvada.

Pero toda la agricultura española estaba afectada por la inseguridad respecto al futuro. Ya en 1931 muchos grandes terratenientes habían dejado sus fincas sin cultivar. Algunos de ellos temían una confiscación revolucionaria inmediata, acompañada del linchamiento de los ricos. Los de mayor presencia de ánimo consideraban que había que esperar el desarrollo de los acontecimientos y quizá disciplinar a los trabajadores por un saludable aumento del paro. Algunos, anticipándose al nuevo período que se iniciaba y en el cual habría probablemente muchos reajustes, prefirieron vender sus tierras y colocar el dinero en bancos extranjeros. Así el cultivo decayó y muchas tierras se pusieron en venta, cosas ambas que contribuyeron a la inquietud de la población rural.

En el verano de 1932 un número cada vez mayor de arrendatarios abandonaron el campo. Constituían una clase intermedia muy importante entre los terratenientes y los proletarios y podían ser considerados sharecroppers, aunque este término inglés sugiere una clase más pobre que la de estos arrendatarios de las provincias occidentales y meridionales de España. Eran agricultores comerciales que empleaban peones y pagaban rentas, parte en dinero, parte en especie, a los terratenientes. Lo que ocurrió es que simplemente muchos arrendatarios hallaron que los salarios que les exigían los jurados mixtos no hacían rentables sus fincas, aun teniendo en cuenta la bonificación obtenida por el alivio de sus arrendamientos. Psicológicamente ellos se identificaban mucho más con la clase propietaria que con el proletariado rural. Entre cuestiones de posibilidad técnica, el incremento de los conflictos sociales, el decaimiento de los cultivos, la baja del valor de las tierras y el peligro de un ataque a los intereses creados, el proyecto de reforma agraria parecía atascado en el verano de 1932. Entonces, la sublevación de Sanjurjo renovó los impulsos jacobinos y revolucionarios dentro de las Cortes, y dio una justificación para la confiscación de los latifundios pertenecientes a los grandes de España, que era una clase social a la que se consideraba moralmente implicada en el fallido pronunciamiento. Pero aun en este momento de fervor revolucionario, el Gobierno declaró que la confiscación sólo se realizaría cuando estuviera justificada por razones de interés social, tal como establecía el artículo 14 de la Constitución. La determinación de interés social en los casos individuales aún llevaría un largo tiempo.

La ley agraria aprobada en septiembre de 1932 autorizaba la expropiación de millones de hectáreas pertenecientes a la nobleza y preveía en teoría las formas colectiva e individual de explotación de la tierra. Sin embargo, era una formulación excesivamente legal y esto puede demostrarse refiriéndonos tan sólo a una de sus disposiciones. Según el artículo 5, párrafo 12, las fincas explotadas por una renta fija estaban sujetas a expropiación. Sin embargo, se exceptuaban aquellas alquiladas en nombre de menores y las propiedades tenidas como partes de dotes no evaluadas. Asimismo, si el propietario no explotaba las tierras directamente por respeto a un anterior contrato, y podía demostrar que intentaba en el futuro cultivar esas tierras directamente, tal finca no estaría sujeta a la expropiación.

Además de las excepciones de esta clase, la ley preveía varias etapas de evaluación para determinar un justo precio por las tierras sujetas a expropiación. Anticipándose a numerosos pleitos, el artículo 9 proporcionaba los medios de una ocupación temporal de la tierra durante la tramitación de las formalidades legales. En tal caso, los colonos habrían de pagar una renta del 4 por ciento del valor estimado de las tierras, y su ocupación cesaría al cabo de 9 años en caso de que la tierra no fuera finalmente expropiada. Imagínese la posición de campesinos paupérrimos y semianalfabetos, de cara a una ley semejante, esperando la acción de los tribunales locales, provinciales y nacionales, pagando rentas y honorarios de abogados por un máximo de nueve años, sin estar seguros de si al final pasaría a adquirir o no la propiedad. Cualquiera hubiera dicho que la ley estaba pensada por una asociación de abogados sin empleo que deseaban asegurar no sólo a ellos, sino a sus futuros hijos abogados, un medio de ganarse bien la vida, en lugar de ser una ley escrita para los campesinos de España.

La ley no satisfizo a nadie. Durante los dos años de su vigencia, hasta finales de 1934, sólo 12 260 familias recibieron tierras, según las cifras del Instituto de Reforma Agraria[54]. En el verano de 1933, las grandes fincas y las tierras de los arrendatarios eran subastadas casi al 20 por ciento de su valor en 1930. En Extremadura, los campesinos sin tierra quemaban cosechas, casas de campo y los casinos de los ricos de los pueblos. En Andalucía se produjeron formas menos violentas de sabotaje. Cuando hubo que distribuir algunos de los cortijos del duque de Medinaceli, los funcionarios locales colocaron en las listas de los que habían de recibir tierras nombres de campesinos que habían fallecido ya hacía tiempo. Al mismo tiempo los anarquistas hacían pedazos los folletos explicativos del Instituto de Reforma Agraria, explicando a los periodistas que si el Gobierno daba tierras a los campesinos, éstos perderían su fervor revolucionario[55].

Mientras tanto, el Gobierno trató en vano de que las Cortes aprobaran una ley en beneficio de los pequeños arrendatarios. El proyecto disponía que tendrían derecho a comprar la tierra que hubieran tenido arrendada al menos durante quince años. En la versión original, tendrían que capitalizar la finca al 5 por ciento, es decir, pagar 20 veces el arrendamiento anual para adquirir la propiedad. Los propietarios se quejaron diciendo que esto sería muy injusto, y que las rentas tradicionales no eran nada parecido al 5 por ciento del valor real de las fincas. Otra fórmula que se propuso entonces fue la de que el valor de venta fuera determinado por un jurado mixto, un método al que igualmente pusieron objeciones los terratenientes. Los jurados mixtos se basarían, naturalmente, sobre el valor atribuido para el pago de impuestos, que, claro está, se había declarado siempre muy bajo por los terratenientes para defender sus intereses bajo la Monarquía. El Gobierno Azaña cayó en septiembre de 1933 sin haber completado una ley de arrendamiento[56].

Aparte del asunto de la reforma agraria, el Gobierno tuvo que enfrentarse con una serie de serios problemas económicos, agravados por la depresión mundial y todos ellos requiriendo soluciones experimentales en el contexto del tiempo. Tres problemas de particular gravedad concernían a la producción y mercados del trigo, carbón y frutos cítricos. Los cereales se cultivaban en casi todas las regiones, pero su producción estaba concentrada en Castilla y Aragón, el corazón de la meseta ibérica. Como ya he dicho antes, los costos de producción eran altos, y sin la protección de tarifas el trigo español jamás habría podido competir con los trigos norteamericanos y argentinos en los mercados nacionales. Las fincas cerealísticas eran de todos los tamaños y tipos: latifundios, fincas arrendadas de tamaño mediano y pequeñas fincas familiares. La población en su conjunto era tradicionalmente conservadora y católica, y los arrendatarios y los pequeños propietarios individuales identificaban sus intereses en gran medida con los de los terratenientes.

A principios de 1932 se vio que la cosecha de cereales de aquel otoño en Castilla sería mala. El precio del trigo estaba subiendo. La cosecha de 1931 se había reducido algo por las inseguridades que acompañaron al primer año de vida del régimen republicano. Los salarios habían subido y era de esperar que los anarquistas exigieran más subidas de salarios todavía al llegar la época de la cosecha. Desde el momento en que Marcelino Domingo se convirtió en ministro de Agricultura, Comercio e Industria en octubre de 1931, los cultivadores de cereales comenzaron a presionarle para que elevara los precios mínimos del mercado, la tasa[57], que iba de 46 a 49 pesetas por quintal métrico. El ministro había pedido a todas las delegaciones agronómicas provinciales que le enviaran informes sobre los costos locales de producción. Gracias a este estudio pudo enterarse de que los costos variaban entre 33 y 42 pesetas, y decidió que la tasa de 46 era suficiente.

En marzo los periódicos comenzaron a hablar de escasez de trigo y de que probablemente habría que recurrir a las importaciones. En el pasado se había importado trigo con frecuencia, pero desde que había bajado la cotización de la peseta en el mercado de divisas internacional y dado que la República se había comprometido a una política de presupuesto equilibrado, sería una torpeza política el tener que importar grano en 1932. Marcelino Domingo apeló entonces a los cultivadores de trigo, a través de la prensa y de la radio, pidiéndoles que voluntariamente hicieran un cálculo de la cosecha esperada. Los informes que le enviaron indicaban escasez. Al mismo tiempo, el precio continuó subiendo, y el Gobierno recibió angustiados telegramas de los gobernadores civiles, rogándole que procediera a una inmediata importación para evitar subidas en el precio del pan.

En tales circunstancias, y aun teniendo en cuenta que habría un poco de exageración en aquellos telegramas, el ministro decretó la importación de unas 250 000 toneladas de trigo durante los últimos días de abril y en mayo. El precio del trigo alcanzó su punto máximo en junio, en cuyo momento la llegada de grano extranjero aportó al mercado unas 250 000 toneladas de trigo español que no había figurado en los informes de aquel estudio. Luego la suerte se puso de cara, el tiempo fue bueno, hubo pocas huelgas y la cosecha fue la mayor en muchas décadas. Durante el otoño el precio del trigo fue bajando sin cesar y una tormenta se desató sobre la cabeza del ministro. Los mismos diputados y gobernadores que habían pedido las importaciones en marzo ahora le acusaban de estar arruinando a los cultivadores de trigo de España. Las Cortes querían saber por qué se habían hecho unas estimaciones tan pobres de la cosecha. Las izquierdas acusaron a los grandes tratantes de grano de ocultar sus reservas para especular con el alza de precios y las derechas se rieron del antiguo periodista y masón que era desde luego incapaz de adivinar la verdadera situación de un país cerealista.

Ahora todo el mundo prestó atención al hecho de que el trigo importado estaba siendo pagado a un precio más alto que la tarifa mundial. En este punto el ministro, al consultar con el Tesoro, tuvo que hacer una difícil elección. Si pagaba el trigo al contado, la peseta, que había alcanzado su punto más bajo en marzo de 1932, bajaría aún más, y eso que en abril y mayo comenzó a mostrar signos de recuperación. Si pagaba a plazos, para no alterar la situación del cambio internacional, tendría que pagar intereses. Los dos ministros decidieron conjuntamente que era preferible pagar intereses, exponiéndose así a que luego les acusaran de pagar precios más altos que los del mercado mundial por el trigo importado[58].

Dificultades de otra especie surgieron en relación con la industria minera fiel carbón. La industria carbonífera estaba decayendo en todo el mundo, debido al agotamiento de los mejores filones y a la competencia de las nuevas fuentes de energía: petróleo, gas y electricidad. Los mineros asturianos, la mayoría de los cuales eran miembros de la UGT, figuraban entre los trabajadores españoles más militantes. Estos hombres trabajaban en los pozos sólo cuatro días a la semana en 1932, y el carbón se estaba acumulando en las bocaminas. £1 mineral español era de pobre calidad y no tenía empleo económico en la industria del acero, ni servía para las locomotoras de los ferrocarriles, los dos usos que representaban el 75 por ciento del consumo español. El carbón de buena calidad tenía que ser importado de Inglaterra y estas importaciones a cambio ayudaban a la venta de un buen porcentaje de la producción española de frutos cítricos al Reino Unido.

En octubre de 1932 se habían acumulado en las bocaminas unas 350 000 toneladas de mineral que no se había podido vender. El Gobierno estaba formado por una coalición republicano-socialista y el ministro de Industria era un republicano cuyo partido dependía en gran medida de los votos de los trabajadores. Los mineros de la UGT, dirigidos por Ramón González Peña, pidieron que el Gobierno comprase el sobrante de carbón y que los ferrocarriles y buques españoles utilizaran carbón español. También amenazaron con una huelga minera, que sería acompañada, si era necesario, por una huelga de solidaridad de los estibadores de los puertos de la costa norteña. En el curso de penosas negociaciones, puntuadas por una huelga súbita de cuatro días, el Gobierno contrató la compra inmediata de 100 000 toneladas de carbón asturiano. El carbón sería utilizado por los ministerios de la Guerra, Marina y Obras públicas; el Gobierno importaría asimismo alquitrán para fabricar briquetas, que harían que el carbón asturiano fuera utilizable en las locomotoras españolas. En esta ocasión la prensa y la oposición criticaron la «complacencia» de los socialistas, la perspectiva de nuevas importaciones y el hecho de que los ministerios implicados no supieran en realidad en qué emplear tanto carbón como el que había sido comprado ahora y se compraría en el futuro[59].

El problema del carbón estaba sólo incidentalmente relacionado con el de la exportación de frutos cítricos; pero políticamente iban a estar ligados el uno al otro. Los frutos cítricos eran uno de los principales intereses comerciales de la España oriental, particularmente en la región de Valencia. Aquí el sentimiento regionalista era muy fuerte. No adoptaba la forma nacionalista de Cataluña; pero al igual que esta región, Valencia también tenía su lengua propia, el recuerdo de su independencia medieval, un resentimiento contra el espíritu militarista y centralizador de Castilla y un sentimiento de superioridad basado en una rica economía agrícola y en una mejor distribución de la renta que en Castilla y Andalucía. En el siglo XIX los sentimientos regionalistas y anticastellanos habían tomado la forma del carlismo. En las últimas décadas los campesinos se habían afiliado en gran número al partido republicano del famoso novelista y periodista Vicente Blasco Ibáñez. En 1932, la mayoría de los campesinos valencianos pertenecían a un partido conservador regional, dirigido por Luís Lucia, y la minoría, al partido radical-socialista de Marcelino Domingo.

Durante la década de los 1920, el mercado mundial de frutos cítricos estaba en expansión y los labradores valencianos habían extendido mucho sus cultivos. El comercio de exportación estaba controlado más bien por los navieros que por los cultivadores, aunque muchos de los cultivadores más ricos eran también parcialmente dueños de buques. La cosecha era vendida a los expedidores fletadores cuando todavía estaba en el árbol, a los precios señalados por éstos. La mayoría de los embarques se dirigían a la Europa septentrional y a Inglaterra y los cultivadores de cítricos pagaban a la vez las travesías de ida y vuelta, aun en los casos en que los buques retornaran con un cargamento parcial con destino o procedente de puertos británicos y alemanes. La depresión coincidió con el advenimiento de la República y los años peores fueron 1932 y 1933. En aquella época todos los países reaccionaron a la contracción de los mercados extranjeros adoptando la política del nacionalismo económico. Hasta Inglaterra abandonó el comercio libre, y, en particular, los acuerdos imperiales de Ottawa de 1932 la obligaron a dar preferencia a las compras en sus dominios y colonias. En aquellas circunstancias, Palestina, que se había convertido en un mandato británico bajo la Sociedad de Naciones, sustituyó en gran parte a España en el mercado naranjero británico.

Aunque la principal razón de la pérdida del mercado británico estaba perfectamente clara, la escena política se complicó por la coincidencia de la crisis carbonera asturiana con el problema de los cítricos. Cuando los mineros demandaron que se comprara carbón asturiano con preferencia al carbón británico, la Cámara de Comercio de Valencia se opuso inmediatamente a tal demanda, temiendo que los británicos replicarían reduciendo aún más sus importaciones de frutos cítricos españoles. El Gobierno reconoció la gravedad de la cuestión de la exportación de cítricos y al mismo tiempo negó toda relación de causa a efecto entre ella y el problema del carbón. Los compradores extranjeros ya habían indicado que los frutos españoles tenían una calidad muy desigual. A finales de la década de los 20 la calidad había sido sacrificada a la cantidad y la verdad es que la primera reacción de los cultivadores ante la caída de precios en 1931 fue el extender aún más los cultivos. Los exportadores alteraron también las marcas en una tentativa para evitar que compañías menos conocidas se beneficiaran de la reputación de que gozaban las ya acreditadas.

El Ministerio de Agricultura hizo dos proposiciones muy importantes: un comité técnico separaría las diferentes clases de fruta, para evitar abusos en la calidad, y el Gobierno construiría una flota que acabaría con el monopolio naviero y la dependencia de los pequeños cultivadores a los precios ofrecidos por los grandes intereses privados. Ninguna de estas dos propuestas hechas en la primavera de 1933 se llevó a efecto, y sólo sirvieron para añadir más dificultades políticas al Gobierno. Los grandes cultivadores y los navieros se resintieron de la publicidad dada a sus defectos. Los pequeños cultivadores no recibieron ninguna ayuda inmediata. El Gobierno fue de nuevo criticado por su inclinación a desequilibrar el presupuesto, así como por el aspecto socialista de su proposición de construir una flota de carga nacional[60].

Durante toda la época republicana, la industria vasca del acero sufrió una grave crisis, en parte debida a las condiciones mundiales y en parte a la política del Gobierno. La industria se había expansionado y gozado de buenos precios y tarifas protectoras durante la década de los 20. Los armamentos para la guerra de Marruecos habían sido durante largo tiempo una buena fuente de ingresos, y cuando la guerra se acabó, Primo de Rivera comenzó la modernización y extensión de la red ferroviaria, que continuó ofreciendo un gran mercado para el acero vasco. La República, sin embargo, no siguió la política ferroviaria del dictador. En gran parte por consejo de Indalecio Prieto, el Gobierno se decidió por continuar la construcción de carreteras, haciendo así que la construcción de ferrocarriles quedara virtual mente suspendida. El cambio estaba motivado especialmente por la convicción de Prieto de que en el futuro los camiones proporcionarían un transporte más eficaz y económico; pero esta nueva tendencia tuvo también grandes implicaciones políticas. Muchos industriales vascos se inclinaban por la República por la promesa de ésta de conceder estatutos de autonomía. Prieto, aunque nacido en Oviedo, había vivido casi toda su vida en Bilbao, donde era propietario del influyente diario El Liberal, y contaba con la cooperación de la clase media catalana y vasca para desarrollar la economía de la España republicana. No hace falta decir que los industriales vascos echaron la culpa a la República por la crisis de la industria metalúrgica, cuando fueron cortados drásticamente los pedidos de equipo para los ferrocarriles. Sus esperanzas de obtener el Estatuto los mantenía en el campo republicano, pero sin gran entusiasmo.

La República tuvo también dificultades con los ferroviarios, tradicionalmente organizados por la UGT, pero influidos ahora por la CNT. Con el advenimiento de la República, esperaron grandes aumentos de salarios además de la jornada de ocho horas, y en el verano de 1931 estaban preparados para ir a la huelga. Prieto, como ministro de Hacienda del Gobierno provisional, arriesgó su prestigio entre los trabajadores oponiéndose a las subidas de salarios. Haciendo números les demostró que los ferrocarriles habían estado funcionando con déficit desde hacía años, que la jornada de ocho horas aumentaría los costos, y que sería imposible financiar simultáneamente un aumento general de salarios aunque el Gobierno autorizara el aumento de las tarifas ferroviarias, una decisión que afectaría a los usuarios. Los ferroviarios se conformaron con la jornada de ocho horas y varias mejoras de sus condiciones de trabajo, pero desde entonces empezaron a creer que Prieto se había vendido a los capitalistas[61].

En el otoño de 1931 Prieto pasó del Ministerio de Hacienda al de Obras Públicas, donde dirigió durante dos años los mayores esfuerzos económicos constructivos de la República. Prosiguió la política hidráulica de la dictadura. Primo de Rivera había llamado a Manuel Lorenzo Pardo para dirigir un programa nacional de construcción de pantanos y de regadíos. Entre 1926 y 1930 se construyeron una serie de pantanos en el valle del Ebro y se hicieron planes detallados para Levante y el valle del Guadalquivir. Prieto confirmó el nombramiento de Lorenzo Pardo, prosiguió adelante con los proyectos existentes para la cuenca del Ebro, construyó dos pantanos en el Guadalquivir e inauguró un nuevo proyecto en Extremadura (las Obras del Cíjara), que fue interrumpido por la guerra civil y completado en 1957 con el nuevo nombre de Plan Badajoz. Prieto creía que los regadíos serían una solución más efectiva del problema agrario español que la mera expropiación de las grandes fincas, porque se podía hacer sin añadir nuevos conflictos sociales y porque muchas de las tierras pertenecientes a los latifundios eran demasiado secas para ser cultivadas con éxito por los pequeños agricultores. Los regadíos aumentarían mucho la superficie cultivable de España y además proporcionarían beneficios subsidiarios tales como energía eléctrica y repoblación forestal. En el valle del Ebro, donde los principales pantanos y canales habían sido construidos al final de la década de los 20, Prieto se concentró en la construcción de centrales eléctricas. Dondequiera que se comenzaban las excavaciones o se terminaba un pantano, Prieto pronunciaba un discurso ante la población local ensalzando la importancia del agua, los árboles y la electricidad. En el verano de 1932 acompañó al presidente de la República en un viaje por las obras emprendidas en la cuenca del Guadalquivir, y don Niceto Alcalá-Zamora representó la dignidad de una República con preocupaciones sociales, mientras que su ministro regordete predicaba las doctrinas de Joaquín Costa y dedicaba elogios al cuerpo de ingenieros agrónomos de la República española[62].

Seguían en importancia a las obras hidráulicas los proyectos sobre ferrocarriles y carreteras. Aquí Prieto siguió adelante con algunos planes de la dictadura y alteró radicalmente otros. Primo de Rivera había comenzado el túnel del Guadarrama que acortaría notablemente la distancia por ferrocarril entre Madrid e Irún. Prieto completó este proyecto en 1933. Pero mientras que Primo de Rivera había comenzado extendiendo el kilometraje en raíles en varias provincias, Prieto prefirió concentrarse en la electrificación de las líneas existentes y en la creación de termínales subterráneas en Madrid y Barcelona. Gran parte de la electrificación del trayecto Madrid-Segovia data de este período. En Barcelona, el Gobierno central, la Generalitat y el municipio cooperaron en la financiación de la construcción de la terminal subterránea de la plaza de Cataluña. En Madrid, el Gobierno comenzó la construcción (aún no terminada) de la terminal central bajo la principal avenida de la capital: el paseo de la Castellana.

Al igual que en el caso de la construcción de escuelas, el coro de críticas fue aumentando en intensidad en la prensa y en unas Cortes muy preocupadas por la estabilidad del presupuesto. Primo de Rivera había gastado un promedio de 50 a 60 millones de pesetas anuales en obras hidráulicas. El presupuesto de 1932 pedía 80 millones y 175 el de 1933. Sobre esto había la construcción de carreteras secundarias, la prolongación de la Castellana, la construcción de un bloque de edificios para nuevos ministerios y una terminal subterránea del «metro». La oposición protestaba diciendo que los proyectos se habían hecho tan sólo pensando en dar trabajo a los obreros socialistas parados, que los nuevos ministerios y las estaciones de término eran innecesarios, que los salarios pagados eran demasiado altos. Los partidarios del Gobierno replicaban diciendo que el ensanche de Madrid y la mejora de su red de transportes eran, al igual que los regadíos, inversiones para el futuro económico de España[63].

En 1933 el Gobierno se daba plenamente cuenta de la contradicción existente entre sus esfuerzos para nivelar el presupuesto y los grandes proyectos de construcción financiados por el Estado. Jaime Carner dimitió como ministro de Hacienda (víctima de un cáncer de garganta del que habría de morir al año siguiente). Fue sucedido por otro catalán, Viñuales, que en colaboración con Prieto propuso un nuevo método para la financiación de las obras hidráulicas. Hablando en una reunión de los directores de las principales cajas de ahorros de España, sugirieron que los bancos se encargaran juntos de la formación de la sociedad anónima para financiar la construcción de pantanos. Los bancos, a cambio, arrendarían las tierras regadas y venderían la energía eléctrica producida como resultado de su inversión. El Gobierno supervisaría los arrendamientos y las tarifas de la electricidad en nombre del interés público. Esta propuesta, tan similar al tipo actual de inversiones de muchas de las grandes compañías americanas de seguros, pareció demasiado audaz a los banqueros allí reunidos. En todo caso, el Gobierno Azaña cayó al cabo de los dos meses, y ya no hubo posibilidad de llevar a la práctica la idea[64].

Hay varios importantes elementos comunes a los diversos problemas económicos de que se ha tratado más arriba. En los años transcurridos de 1932 a 1935, el total del comercio exterior de España fue tan sólo un promedio del 30 por ciento de su valor en 1928. Las zonas que dependían más del comercio internacional eran las que simultáneamente estaban haciendo las demandas más precisas al nuevo régimen: el País Vasco, con su fuerte movimiento de autonomía, y Andalucía con su proletariado rural recientemente organizado. Bajo el nuevo régimen España gozaba de un grado sin precedentes de libertad de prensa, y por lo tanto los problemas eran bien ventilados en los periódicos. Los resultados tenían importantes implicaciones políticas, que eran explotadas al máximo en las Cortes. Para los políticos conservadores de la católica Castilla resultaba estupendo poder echar la culpa del problema triguero a un republicano catalán. Con el Partido Socialista en el Gobierno, los agrarios y los radicales se convirtieron de repente en los adalides de los oprimidos mineros de la UGT y de los ferroviarios. La verdadera causa de la crisis en la exportación de cítricos podía ser la crisis mundial y los acuerdos de Ottawa; pero no había que desaprovechar la ocasión para echar la culpa de todo a un ministro republicano que podía ser acusado, aunque fuera faltando a la verdad, de mimar a los mineros a costa de los intereses de los hombres de negocios valencianos. La desvalorización de la peseta habría ocurrido igualmente en circunstancias económicas similares bajo cualquier otro nuevo Gobierno; pero era una ocasión única para culpar a un Gobierno revolucionario de intelectuales, krausistas, masones y socialistas de llevar a la ruina a la economía española por su ineptitud.

Si el observador tomaba todo aquel nerviosismo y publicidad por su valor aparente, tenía que dar una importancia exagerada a aquellas críticas. En 1931 ningún gobierno había empleado todavía los métodos de Keynes para el fomento de la industria mediante subvenciones gubernamentales. Ningún gobierno, excepto los de la Italia fascista y la Rusia comunista, había utilizado aún el poder político del Estado para controlar la moneda. Hasta finales de la década de los 30, y mucho más especialmente a partir de la segunda guerra mundial, los gobiernos de todas clases han establecido controles sobre moneda, precios, exportaciones, importaciones e inversiones hasta un grado que en el tiempo de la segunda República española habrían provocado automáticamente la acusación de «comunismo». El programa de obras públicas de Prieto fue muy similar en contenido al del New Deal norteamericano puesto en marcha dos años más tarde; también se parecía a muchos programas luego etiquetados como de «desarrollo económico» a mediados del siglo XX. Pero en la Europa de 1931 el déficit financiero y las inversiones públicas en aras del futuro bienestar público no eran doctrinas fácilmente aceptadas. También es cierto que, fuera lo que fuese lo que Prieto, Carner y Domingo hubiesen hecho, habrían sido atacados por sus filiaciones políticas, independientemente de la política que hubieran seguido. En España, en las décadas de los 40 y los 50, se plantearon problemas idénticos con la misma gravedad; pero con una prensa censurada y una poderosa policía, los hechos no fueron aireados en público. Hoy, en que las naciones ricas ayudan económicamente a los gobiernos de los países amigos más pobres, hay apoyos económicos de que nunca pudo disponer la República.

Y, sin embargo, en muchos de los aspectos más importantes para el ciudadano corriente, la economía española prosperó a pesar de la depresión mundial. En parte, esta prosperidad resultaba del relativo aislamiento, así como de la política adoptada. Durante los años que van de 1931 a 1935, los salarios aumentaron en general mientras que el costo de la vida permanecía estable. La alimentación era uno de los capítulos más baratos en el presupuesto familiar, y la producción per capita de cereales, verduras y pescado fue superior a cualquier otra época. La industria textil, que entre todas las de España era la que empleaba mayor número de trabajadores, mantuvo su nivel de 1920-30 de producción y volumen de ventas. Las industrias eléctricas, el comercio de pescado y las industrias de la alimentación se expandieron. Hubo un alto nivel continuo de actividad en el ramo de la construcción, debido en primer lugar a la construcción de escuelas y a los trabajos de obras públicas, y luego a un boom en la edificación de viviendas. Contrariamente a la impresión que uno puede recibir ante tantas críticas acerca del déficit financiero, los déficit presupuestarios fueron menores que durante la dictadura de Primo de Rivera. Los ingresos del Gobierno aumentaron con los nuevos impuestos industriales y sobre los bienes raíces, así como con el aumento de los del alcohol, la gasolina y el tabaco[65].

En los peores momentos de la depresión llegó a haber medio millón de parados, proporcionalmente una cuarta parte del paro sufrido por los Estados Unidos y Alemania en 1932. Los primeros años de la República fueron testigos de un tremendo aumento en el número de huelgas. En 1933 el número total de jornadas perdidas se había triplicado en relación a 1931 y diez veces en comparación a 1928. También es cierto que 1933, el año de la máxima actividad huelguística, fue el año de la más profunda depresión de la economía española en su conjunto[66]. Pero un detenido análisis de las cifras, industria por industria y provincia por provincia, muestra, sin embargo, que los motivos políticos jugaron un papel mucho más grande que las demandas económicas. El porcentaje de días perdidos en huelgas económicamente motivadas fue bajando continuamente en el período de 1930 a 1933, años en que precisamente los períodos de huelgas aumentaron muchísimo. Además, las variaciones en la conducta de los huelguistas en distintas localidades no se ajustaron a ninguna norma económica discernible. Así, por ejemplo, las huelgas agrícolas en la provincia de Málaga costaron 81 600 días de trabajo en 1932 y sólo 13 000 en 1933, mientras que en Jaén se perdieron sólo 27 000 en 1932 contra 485 000 en 1933. Las industrias metalúrgicas de Vizcaya perdieron 162 839 días de trabajo en 1930, 4149 en 1931 y 91 942 en 1932. Ninguna norma sobre precios, salarios o cifra de ventas tuvo la más remota relación con la norma de las huelgas. El año 1932 fue el de mayor número de huelgas en la industria de la construcción de Valencia, mientras que en Barcelona lo fue el año 1933, y las pérdidas debidas a huelgas en este ramo de la industria fueron cuatro veces mayores que en Madrid en el mismo período[67].

Todas las pruebas de que disponemos tienden a demostrar que la agitación social de la época republicana tuvo más bien motivos políticos que económicos. En los años en que Azaña gobernó, la joven República no logró resolver el problema agrario; pero si se tienen en cuenta los varios problemas resultantes de la depresión mundial, la actuación del gobierno español puede ser comparada muy favorablemente con los muchos estados democráticos más firmes y experimentados.