LA POLÍTICA DEL GOBIERNO AZAÑA
MANUEL Azaña actuó como jefe del Gobierno desde octubre de 1931 a septiembre de 1933.Durante 1933, una creciente oleada de oposición obstruyó el programa del Gobierno; pero en los últimos meses de 1931 y en el año siguiente, el Gobierno Azaña mantuvo la iniciativa. Azaña se había convertido en presidente del Consejo de ministros en buena parle como resultado de su papel en la aprobación del artículo 26. En enero de 1932 las Cortes aprobaron nuevas leyes laicas: la primera ley del divorcio en España y la de secularización de cementerios. Hubo algunos casos de divorcio a los que se dio mucha publicidad, como el de Constancia de la Mora, nieta de Antonio Maura, que acabó con un desgraciado matrimonio de conveniencia volviéndose a casar (esta vez en una ceremonia civil) con el joven oficial de aviación Hidalgo de Cisneros. Pero el hecho asombroso fue la escasez de casos de divorcio. Los españoles de todas clases eran intensamente conservadores en esta materia. La clase media de Madrid y Barcelona aprovechó la nueva ley muy pocas veces y en muchas provincias no se dio un solo caso. Los cementerios pasaron a control secular sin grandes ceremonias en la mayoría de los lugares, aunque hubo algunas ciudades en las que el alcalde republicano, acompañado por la banda municipal tocando La Marsellesa, presidió la ceremonia pública del cambio. En muchas ciudades había pequeñas porciones de terreno valladas, reservadas para los pocos ciudadanos obstinados que habían preferido un entierro civil. La ceremonia de la secularización a menudo incluía un ostentoso derribo de la tapia y se dijo que hubo casos en que las autoridades municipales aconsejaron a los ciudadanos que demandaran el matrimonio y el entierro civiles ahora que España había conseguido la libertad religiosa[32].
Desde el punto de vista de la Iglesia, tales actos eran a la vez ofensivos e ilegales, ya que, en teoría al menos, las relaciones entre la Iglesia y el Estado en España estaban todavía regidas por el Concordato de 1851, según el cual la religión católica debía ser mantenida como religión oficial en España. De conformidad con los preceptos de la Iglesia, el matrimonio debía ser un sacramento y no meramente una ceremonia civil, y toda la educación pública y privada debería conformarse a la doctrina de la Iglesia.
EL GOBIERNO AZAÑA VISTO DESDE LA DERECHA
Sin embargo, ya en el siglo XIX el Estado se había sentido coartado por la rigidez del Concordato. En las grandes ciudades aparecieron algunas escuelas privadas no religiosas y el matrimonio y entierro civiles eran posibles para aquéllos que los requirieran específicamente. En 1913 el Gobierno decretó que la instrucción religiosa en las escuelas públicas no sería obligatoria para los niños cuyos padres profesaran otra religión. La dictadura de Primo de Rivera, por su parte, restableció la enseñanza religiosa obligatoria y un real decreto de 1924 amenazó con suspender a los maestros que expresaran ideas ofensivas para la religión católica[33].
En cuanto los gobiernos de la Monarquía constitucional trataban de reducir el monopolio de la Iglesia, la jerarquía ponía el grito en el ciclo alegando persecución. La secularización de cualquiera de las funciones bajo discusión constituía a la vez una violación del Concordato y un ataque contra la libertad religiosa, entiéndase por ello la libertad de la Iglesia para monopolizar esas funciones con la ayuda del Estado. Cuando la República acabó con la instrucción religiosa obligatoria y anunció su intención de introducir la legislación laica, la Iglesia respondió como en el pasado: el Gobierno estaba violando el Concordato y atacando la libertad religiosa[34].
Las leyes de enero de 1932 eran por lo tanto muy importantes en principio, aunque pocas personas solicitaron el divorcio o deseaban un entierro civil. Para los diputados, estas leyes continuaban la tradición liberal de la Monarquía constitucional y ponían fin a la orientación clerical de la reciente dictadura. Los republicanos identificaban el principio del control de un Estado neutral con la libertad individual mucha mayor disfrutada por los pueblos de Europa septentrional y occidental, Estados Unidos y los dominios británicos. También lo identificaban con los escritos de la Ilustración francesa y la tradición jacobina. De aquí las ceremonias de derribo de tapias, las bandas tocando La Marsellesa y la propaganda de que el matrimonio y el entierro civiles eran signos de «cultura», mientras que las ceremonias religiosas eran signos de superstición.
El artículo 26 pedía la disolución de todas las órdenes religiosas que constituyeran un peligro para el Estado, así como aquéllas que requirieran un voto especial además de los tres votos canónicos normales. La primera de estas disposiciones se aplicaba principalmente, y la segunda exclusivamente, a los jesuitas. En enero de 1932 el Gobierno Azaña decretó la disolución de la Compañía de Jesús y la confiscación de sus propiedades. Los jesuitas habían sido expulsados repetidamente por los gobiernos franceses, españoles e italianos de los siglos XVIII y XIX. Como orden particularmente disciplinada y como principales defensores del papado durante la Contrarreforma, los jesuitas habían sido tradicionalmente el «chivo expiatorio» en toda acción anticlerical en los países católicos. Y ahora esta disolución no hacía más que reflejar este extraordinario ánimo histórico. En la España de 1931 el famoso voto especial significaba tan sólo que los jesuitas se ponían incondicionalmente a las órdenes del papa para servir como misioneros en el extranjero[35]. En cuanto a la cuestión de peligro para el Estado, las referencias del Vaticano a la naturaleza transitoria de la República y el hecho de que fueran monárquicas la mayoría de sus altas dignidades, podía muy bien ser considerado un peligro potencial para el Estado; pero estos factores no podían referirse más a los jesuitas que a cualquier otra orden de la Iglesia. De hecho, los discípulos de los jesuitas que editaban El Debate eran los primeros católicos españoles eminentes en argüir que una sociedad católica era compatible con la República, y en recordar el ejemplo de León XIII al urgir el ralliement de los católicos franceses a la tercera República en la década de 1890.
Las causas más racionales de la disolución de los jesuitas eran su influencia educativa, su tremenda riqueza oculta y el poder económico que les daba tal riqueza. Regentaban dos escuelas de ingenieros que tenían fama de ser más eficaces y estar mejor equipadas que las del Estado, y muchos daban por supuesto que los alumnos graduados en estas escuelas ocupaban luego los mejores puestos en las industrias en expansión desde principios del siglo XX, aunque fuera debido a que los gobiernos monárquicos no reconocían aquellos títulos de los jesuitas como válidos para ocupar puestos de funcionarios civiles[36]. Se sabía que la compañía era propietaria de extensas fincas y tenía intereses en la industria, incluyendo un paquete de acciones preferentes de la Compañía Telefónica, muchos títulos de la deuda pública y controlaba las compañías de electricidad y de tranvías de las grandes ciudades. Pero éstas, como otras numerosas formas de propiedad corporativa, no podían ser averiguadas porque no figuraban a nombre de los jesuitas. El ministro liberal Canalejas había propuesto en 1910 que se impusieran gravámenes a las propiedades de las órdenes religiosas, y los anticlericales más extremistas habían pedido su disolución. Ante esa amenaza, los jesuitas comenzaron a transferir ordenadamente sus propiedades a hombres de paja o a sociedades que eran legalmente los propietarios, pero que de hecho no hacían más que administrar las propiedades de la orden. La amenaza no se materializó en 1910, pero los jesuitas siguieron actuando con el supuesto de que un Gobierno más fuertemente anticlerical pudiera algún día hacerse cargo del poder, y cuando en 1932 fue disuelta la Compañía de Jesús, nadie, excepto sus abogados, uno de los cuales era el eminente y joven diputado católico Gil Robles, sabía qué es lo que exactamente poseían los jesuitas en acciones o fincas[37].
Cuando el Gobierno intentó confiscar las propiedades jesuíticas, se vio metido en un laberinto de detalles. La cuestión de los hombres de paja no era más que un aspecto del problema. Resultó imposible separar donaciones, emolumentos sacramentales, colectas de caridad e ingresos escolares de las rentas de las propiedades e inversiones. Era igualmente imposible determinar el verdadero coste del mantenimiento normal de los edificios, gastos del culto y las cantidades de dinero destinadas a las misiones en el extranjero. Sin embargo, el Gobierno pudo identificar unas 33 escuelas, además de las 47 residencias y los 79 edificios urbanos que esperaba utilizar como escuelas. En algunos casos, el Gobierno se vio frustrado por acciones legales que demostraron que los jesuitas no eran los propietarios, sino los inquilinos, de los citados edificios. En ciertos casos el Gobierno estableció escuelas públicas; en otros tuvo que enfrentarse con cierres de locales y huelgas de alumnos. A veces, los jesuitas se disolvían simplemente tal como la ley les ordenaba, pero continuaban rigiendo sus escuelas como corporaciones educativas privadas en las mismas condiciones de cualquier otra escuela particular. Ya que tanto se ha hablado de «expulsión» y de «persecución», es preciso recalcar que en la inmensa mayoría de casos el Gobierno fue muy puntilloso con los procedimientos legales, y los jesuitas tuvieron todas las oportunidades de burlar el decreto disolviéndose sólo de nombre. El principal resultado concreto de la orden de disolución fue que el Gobierno adquirió unas docenas de edificios, la legalidad de cuya ocupación estaba pendiente de la decisión de los tribunales y la eventual compensación que tendría que ser pagada. Los jesuitas decidieron por propio acuerdo retirar a muchos de sus sacerdotes y maestros más jóvenes de España; pero la marcha de estos hombres fue dada a conocer en la prensa mundial como la expulsión de los jesuitas[38].
Para los republicanos, tanto como para los clericales, aunque por motivos diferentes, las implicaciones del artículo 26 y la suerte de las órdenes religiosas estaban íntimamente relacionadas con la lucha para crear un sistema de escuelas laicas. Desde el 14 de abril, el Gobierno provisional había considerado que una de sus tareas más urgentes era la rápida expansión de las escuelas primarias del Estado. En 1931 las estimaciones sobre el índice de analfabetismo en España variaban del 30 al 50 por ciento de la población total. No había cifras en las que uno pudiera confiar sobre el número de niños que iban a la escuela o los grados que habían completado. La calidad del material escolar y de la instrucción variaba mucho. El único dato fijo del cual podemos partir es que existían unas 35 000 escuelas del Estado servidas por una plantilla de 36 680 maestros y maestras. Como España era un país predominantemente rural, la mayoría de estas escuelas sólo tenían un aula, y si se quiere estimar su capacidad, los planificadores contaban 50 alumnos por escuela con maestro. Calculando entonces que las 35 000 escuelas existentes atendían de millón y medio a dos millones de niños, el ministerio de Instrucción Pública estimaba que en España eran necesarias otras 27 000 escuelas para atender de un millón a millón y medio de niños que en general no iban a la escuela.
El primer año de la República fue un año de fiebre de construcciones escolares. Mientras que Prieto luchaba contra la baja de la peseta y Maura con los problemas de orden público, Marcelino Domingo y Rodolfo Llopis se arremangaban los brazos en el ministerio de Instrucción Pública; Domingo como ministro, y Llopis, un socialista profesor de escuela normal, como director de Enseñanza Primaria. Sabiendo que la República estaba decidida a construir escuelas, siguieron adelante con la confianza que les daba la seguridad de que sus colegas del Gobierno y luego las Cortes Constituyentes aprobarían sus iniciativas. Los municipios debían proporcionar los solares y ayudar financieramente a la construcción de los edificios. El Gobierno central contribuiría con el 50 o el 75 por ciento de los gastos de construcción y pagaría el sueldo al maestro una vez que la escuela comenzara a funcionar. Cuando los funcionarios municipales, siguiendo la vieja costumbre, venían a Madrid a pedir al Gobierno que les ayudara a construir un nuevo puente, en el ministerio de Obras Públicas les contestaban que desgraciadamente no tenían dinero para atender tal petición, pero que si querían construir una escuela, en el ministerio de Instrucción Pública estarían encantados de poder ayudarles. Marcelino Domingo pasó los días más felices de su vida poniendo en marcha el plan de construcciones escolares y lloró amargamente cuando en octubre de 1931 le pidieron que cediera el ministerio a Fernando de los Ríos, el catedrático de derecho socialista que se hallaba técnicamente mejor calificado, que no estaba en lo más mínimo celoso por la fama adquirida por Domingo, y que sin duda estaba ansioso por dejar el ministerio de Justicia tras el agotador debate sobre el artículo 26.
En marzo de 1932, De los Ríos comparó en las Cortes el progreso en las construcciones escolares bajo la Monarquía y bajo la República. De 1909 a 1931, el Estado había construido 11 128 escuelas, es decir, unas 500 anuales. En sus primeros diez meses la República había edificado 7000 escuelas, o sea un promedio diez veces más rápido que el de la Monarquía. Pero a finales de año pudo anunciar la terminación de unas 9600 escuelas primarias y la elaboración de un plan quinquenal para proveer las restantes necesarias hasta alcanzar las 27 000. Como el costo promedio de construcción de una clase era de 25 000 pesetas, el Gobierno razonó que un préstamo de 400 000 000 de pesetas para ayudar a los municipios durante los cuatro años siguientes completaría la construcción del mínimo de edificios necesarios para que todos los niños de España fueran a escuelas primarias.
Para proporcionar los maestros necesarios, el ministerio organizó unos cursillos para los muchos adultos que estaban en posesión del título de maestro, pero que trabajaban como funcionarios en otros servicios gubernamentales. Unos 15 000 hombres y mujeres con títulos de enseñanza se inscribieron en esos cursillos el primer año; pero como sólo había que cubrir 7000 puestos, era posible seleccionar los mejores. El promedio de sueldos a los maestros se elevó en un 15 por ciento entre 1931 y 1933, en un tiempo en que el costo de la vida permaneció estable. Tanto por estas mejoras económicas como por el entusiasmo público, la enseñanza se convirtió en una carrera más atractiva, y parecía razonable creer que en los cuatro o cinco años de construcción intensiva que se avecinaban, las escuelas normales y las universidades proporcionarían otros 20 000 maestros.
Pero por cierto número de razones el ritmo intensivo de construcciones escolares no iba a extenderse más allá de finales de 1932. Uno de los mayores obstáculos fue el presupuesto. El Gobierno provisional había empezado por dar prioridad a las consideraciones humanas antes que a las financieras; pero conforme transcurrían los meses, fue pareciendo que era más importante que hubiera un presupuesto equilibrado, no sólo para establecer el crédito internacional del nuevo régimen, sino para atender a los ruegos de los economistas republicanos, que consideraban los déficit anuales de la dictadura un escándalo nacional. Además de las razones económicas, los críticos podían señalar ejemplos específicos de despilfarro, casos de planes arquitectónicos imperfectos o de corrupción en la concesión de las contratas, que habían doblado y triplicado el costo original estimado para ciertos edificios.
La disputa laico-religiosa también se fue convirtiendo cada vez más en un lastre para el programa de construcciones escolares. La misma cifra de 7000 dada por Fernando de los Ríos sobre el número de escuelas creadas en los primeros diez meses llegó a ser un grito de batalla. Uno de los primeros actos del ministerio de Instrucción Pública fue pedir a los municipios que informaran del número de niños que asistían a las escuelas primarias religiosas. El total para toda España era de unos 350 000, y una vez más sobre la base de 50 alumnos por escuela, esta cifra significaba que la República necesitaba 7000 nuevas escuelas para sustituir a las que eran regidas por las órdenes religiosas. El ministerio había planeado además su programa total sobre la base de un estudio provincia por provincia; pero la respuesta de los municipios varió grandemente. En Alicante, la provincia natal de Llopis, que era una zona donde los republicanos y los socialistas eran muy fuertes, según el estudio se necesitaban unas 130 escuelas nuevas. Las autoridades municipales proporcionaron 104 edificios amueblados aun sin la ayuda gubernamental. En Madrid, con un municipio que tenía una composición muy similar a la de la mayoría de las Cortes, el Gobierno y el Ayuntamiento cooperaron en la construcción de 174 escuelas que a finales de 1932 albergaban a 12 500 alumnos. Pero en la próspera y fuertemente católica provincia de Vizcaya, los municipios sólo ofrecieron 106 edificios, mientras que el estudio indicaba 219, y en la vecina Guipúzcoa, donde el estudio recomendaba 355 escuelas nuevas, los municipios abrieron 56. En muchas zonas rurales y unas pocas ciudades, los padres pusieron objeciones a la coeducación, y cuando el Gobierno ordenó que fueran retirados los crucifijos que colgaban de las paredes de las clases, muchas familias respondieron haciendo que sus hijos llevaran grandes crucifijos pendientes del cuello. Y también trataron (intimidándolos) de forzar a los maestros y maestras a que asistieran a misa.
Finalmente se hicieron muchas críticas con referencia a la calificación de los maestros. La minoría de las Cortes, y muchos críticos fuera del Gobierno, no aceptaron las calificaciones de aquéllos que habían aprobado los cursillos. ¿Por qué aquellos individuos no se habían dedicado a la enseñanza en tantos años? Debían de ser los que aprobaron con dificultad o los que se hicieron maestros porque era el medio más sencillo de conseguir un «título» y por tanto un empleo mejor. Los partidarios del Gobierno replicaban que no habían sido maestros porque la Monarquía no creó las escuelas suficientes, y recalcaban que más de la mitad de los maestros de las escuelas primarias religiosas no tenían títulos académicos de ninguna clase. A principios de 1933, casi 10 000 nuevas escuelas primarias podían considerarse el logro mejor tras dos años de esfuerzos, pero los progresos ulteriores quedaron paralizados por la apasionada polémica religiosa, en la cual casi todo el mundo pareció perder de vista que el objetivo original era el de proporcionar un mínimo de educación a todos los niños de España[39].
Durante su primer año como presidente del Consejo de ministros, Azaña extendió considerablemente las reformas militares que había iniciado en mayo de 1931 como ministro de la Guerra. En diciembre creó un cuerpo de suboficiales, dándoles mayor responsabilidad de la que por su rango habían ejercido anteriormente. Esta medida estaba calculada para democratizar y republicanizar el ejército y también estrechó el vacío profesional que había entre los oficiales y los suboficiales. Y reclutando candidatos a oficiales entre los suboficiales, el Gobierno esperó ensanchar la base social de la oficialidad del ejército. Ciertamente que el cuerpo de oficiales español estaba tradicionalmente abierto a todas las clases sociales. Las filas superiores de los ejércitos franceses y alemán a principios del siglo XX estaban mucho más dominadas por las familias aristocráticas y por las influencias de clase que las del ejército español. La ley de diciembre de 1931 no alteraba lo que era habitual en España, sino que extendía una práctica democrática ya existente[40].
En marzo de 1932, el ministro de la Guerra recibió autorización para pasar a la reserva a todo general que no hubiera recibido ningún nombramiento en el plazo de seis meses. Tal medida era absolutamente necesaria dado que el ejército reformado sólo tendría puestos para un tercio de los oficiales en activo a principios de 1932. El Gobierno intentaba también por este medio forzar al retiro a generales hostiles a la República. Entre los que seguramente tendrían que retirarse según los términos de esta ley, en cuanto fuera aprobada, había una serie de generales que en 1936 fueron de los más activamente implicados en la sublevación militar: Mola, Saliquet, Orgaz, Millán Astray y González de Lara[41]. La misma ley disponía que los oficiales que hubieran aceptado el retiro de acuerdo con el decreto de mayo de 1931 perderían sus pensiones si eran hallados culpables de difamación según la ley para la defensa de la República. Esta medida produjo un vivo debate en las Cortes y el general Fanjul encabezó la oposición. Miguel Maura y Ángel Ossorio y Gallardo se opusieron a la cláusula temiendo las injusticias de que podrían ser víctimas las personas y las familias de unos 5000 oficiales recientemente retirados que pudieran en un momento dado criticar al Gobierno. Azaña prometió que el Gobierno sería muy prudente en la aplicación de esta ley; pero insistió que sería intolerable para la República el tener que pagar a sus enemigos[42].
Prosiguiendo las mejoras técnicas del equipo militar, Azaña creó en mayo de 1932 un cuerpo auxiliar de técnicos, el llamado Cuerpo Auxiliar Subalterno del Ejército (CASE). Anteriormente no había habido cuadro orgánico ni salarios regulares para los empleados civiles. La nueva ley procuraba un salario regular y una seguridad de empleo para el personal administrativo: armeros, mecanógrafos, mecánicos y obreros de la construcción encargados del mantenimiento de los edificios. Otra ley de septiembre de 1932 afectaba a la vez a la organización y al entrenamiento. Creaba un Cuerpo de tren para la más rápida entrega de los suministros y aumentaba grandemente el presupuesto de la aviación. Todos los candidatos para el cuerpo profesional de oficiales tendrían que servir seis meses de período activo antes de ingresar en una academia especializada y deberían seguir un cierto número de cursillos de artes liberales en una Universidad regular. Al mismo tiempo, Azaña redujo de cinco a dos las academias para la enseñanza de las diferentes especialidades. Los tribunales militares, que anteriormente habían tenido jurisdicción propia, fueron subordinados a los tribunales civiles por la creación de un Cuerpo jurídico de abogados civiles que actuarían en los casos militares y convirtiendo al Tribunal Supremo en el más alto tribunal de apelación tanto para los casos civiles como los militares.
La opinión militar aceptó el servicio activo para los candidatos a oficial, el Cuerpo de tren y el presupuesto de aviación, como medios razonables de modernización; pero se mostró dividida en cuanto a la conveniencia de reducir el número de academias. Para muchos era un ahorro lógico cuando todo el ejército era reducido a menos de la mitad; para otros amenazaba la calidad de la enseñanza técnica especializada. A la mayoría de los oficiales profesionales les disgustó el resto de la ley. En su opinión, el requisito de estudios universitarios era una tentativa de diluir el espíritu militar de una nueva generación de oficiales, y el mismo efecto tendría la subordinación de los militares a los tribunales civiles. En realidad, el Gobierno se proponía quebrantar las antiguas barreras de casta y la mutua ignorancia, poniendo a los futuros oficiales en contacto, durante una parte de su educación, con los futuros miembros de las profesiones liberales[43].
Los cambios estructurales en el ejército (y las reformas menos importantes, pero similares, en la marina) no eran más que un aspecto, y probablemente el que produjo controversias, del papel que habían de jugar las fuerzas militares en la vida española. Lo mismo que las cuestiones de la Iglesia y las escuelas públicas estaban íntimamente unidas, lo estaban las cuestiones de la reforma del ejército y el orden público. En mucho mayor grado de lo que la mayoría de la gente se preocupaba de averiguar, el orden público en España dependía de la guardia civil, la fuerza de policía militarizada creada en 1840 para acabar con los salteadores de caminos. La guardia civil estaba armada con fusil y sus individuos siempre viajaban en parejas; sus compañías estaban mandadas por oficiales de carrera y el director nacional de la misma era siempre un general del ejército. Por su eficacia en limpiar los caminos de la España rural, llegó a ser conocida entre los terratenientes y la clase media como la Benemérita. Con la aparición del anarquismo en la segunda mitad del siglo XIX, la guardia civil fue utilizada cada vez más para acabar con manifestaciones de campesinos y para prevenir o quebrantar huelgas. Era práctica frecuente en la guardia civil disparar a quemarropa contra los huelguistas, y el ministerio de la Gobernación tenía la norma de proteger invariablemente el anonimato de los guardias que habían disparado y, si le era posible, ocultar la noticia. Si para los terratenientes la guardia civil era realmente la Benemérita, para los campesinos sin tierra era un ejército de ocupación compuesto de 25 000 hombres bien armados.
En abril de 1931 el jefe de la guardia civil era asimismo uno de los generales más prestigiosos del ejército español: José Sanjurjo, nombrado marqués del Riff por su papel en la pacificación de Marruecos. El general Sanjurjo había sido una figura clave en el golpe de Estado triunfante en 1923. Como amigo íntimo de Primo de Rivera y como caballero, estaba resentido del trato que el rey había dado al dictador en 1930. Cuando tras las elecciones municipales el rey le preguntó si la guardia civil estaba dispuesta a defender su trono, el general Sanjurjo aconsejó a Su Majestad que abandonara España, jugando así un papel muy importante en la pacífica transición hacia el régimen republicano. Pero mientras el general animaba a Miguel Maura a tomar posesión del ministerio de la Gobernación el 14 de abril, la multitud en toda España gritaba: «¡Abajo la guardia civil!». Su declaración de lealtad al nuevo régimen, indudablemente sincera, no pudo borrar inmediatamente las décadas en que las masas habían ido acumulando su resentimiento. Y, claro está, tampoco cambiaron los sentimientos en gran parte monárquicos de no pocos guardias civiles.
El invierno era en la España rural una estación que traía consigo mucho paro obrero, y por supuesto una gran tensión social. El último día de 1931 fue testigo de un trágico choque entre los campesinos y la guardia civil en Castilblanco, un pueblo relativamente grande del valle del Guadiana, próximo a los límites provinciales entre Badajoz y Cáceres. El 20 de diciembre, bajo la dirección de la Federación de Trabajadores de la Tierra, los campesinos en paro concurrieron a una manifestación pacífica pidiendo trabajo. La guardia civil disolvió la manifestación tal como lo venía haciendo durante décadas. Su actuación en este caso fue pacífica; pero negó a los campesinos todo efectivo derecho de reunión.
La Federación convocó entonces una huelga general de dos días, cuyo objetivo era obligar al traslado del jefe local de la guardia civil, al que consideraban como particularmente hostil. El alcalde se negó a dar permiso para la manifestación del día 30; pero ésta se verificó de todos modos, sin incidentes. El día 31 envió a la guardia civil a la Casa del Pueblo a fin de pedir a su presidente que cancelara la manifestación prevista para aquel día. Mientras las negociaciones se llevaban a cabo, un grupo de mujeres insultó a los cuatro guardias e intentó penetrar en la casa. Al tratar de impedírselo, uno de los guardias disparó un tiro, y una muchedumbre de irritados campesinos cayó sobre los cuatro, que fueron linchados allí mismo con ensañamiento.
El país se estremeció de horror. El general Sanjurjo comentó que ni siquiera en las cabilas más primitivas de Marruecos había visto cadáveres tan salvajemente mutilados. El ministro de la Gobernación, Casares Quiroga, asistió al entierro de los cuatro guardias y declaró públicamente que su conducta había sido intachable. El doctor Marañón escribió en El Sol que este hecho podía ser comparado con el narrado por Lope de Vega en su famoso drama Fuente ovejuna, en el cual un grupo de aldeanos asesinan a un odiado comendador particularmente cruel. Cuando los jueces reales les preguntaron quién mató al comendador, los aldeanos contestaron unánimemente: «Fuente ovejuna, señor». Para el doctor Marañón, toda España, todo terrateniente, todo comerciante, todo maestro, todo sacerdote, que conociendo la miseria en que vivían las masas rurales no hubiera actuado para aliviar tal miseria, era culpable del horrible crimen de Castilblanco. El asesinato era el resultado de unas condiciones sociales inhumanas, y sólo el cambio de tales condiciones podía expiar la culpa colectiva de la nación española. Cuando más tarde los dirigentes locales fueron juzgados, uno de sus abogados defensores, el socialista Jiménez de Asúa, apeló a razonamientos de ese tipo. Alegando las deplorables condiciones sociales del pueblo y la naturaleza explosiva y multitudinaria del acto, pidió al tribunal que castigara a sus defendidos tan sólo por la posesión ilegal de armas. Finalmente el tribunal pronunció seis sentencias de muerte, luego conmutadas por cadena perpetua[44].
Otro choque entre el pueblo y la guardia civil tuvo lugar el 5 de enero de 1932, esta vez en la ciudad riojana de Arnedo. Una muchedumbre de trabajadores iba acompañando una delegación huelguística que iba a reunirse con los patronos. Al ver a la guardia civil, prorrumpieron en gritos hostiles pidiendo su disolución y refiriéndose a ellos como lacayos de los capitalistas. Los guardias, muy nerviosos después de lo ocurrido en Castilblanco, dispararon contra la muchedumbre, matando seis personas, de ellas cuatro mujeres y un niño, e hiriendo a dieciséis.
La opinión pública, que había reaccionado con simpatía hacia la Benemérita cuando lo de Castilblanco, se mostró ahora indignada. Éste era otro caso, como tantos del pasado, en que la guardia civil disparaba a quemarropa contra campesinos hostiles, pero desarmados. Las Cortes pidieron la destitución del general Sanjurjo. El Gobierno se negó a doblegarse a esa exigencia, sabiendo que de todos modos Sanjurjo no era personalmente responsable de un problema histórico. Pero un mes después el general Cabanellas lo sustituyó en la jefatura de la guardia civil.
El disgusto de los militares contra las leyes de Azaña y las críticas públicas contra el ejército y la guardia civil produjeron una serie de incidentes en la primavera de 1932, los más serios de los cuales tuvieron lugar con motivo de una revista militar de la guarnición de Madrid en Carabanchel. Un coronel de infantería, Julio Mangada, se sintió ofendido por ciertas observaciones del general Villegas, que estaba al mando de la primera división, y del general Goded, jefe del Estado Mayor. Cuando este último concluyó su breve discurso con el grito tradicional de «¡Viva España!», e invitó a los oficiales presentes a unirse a él en el brindis, el coronel Mangada expresó su resentimiento por los apenas velados sentimientos antirrepublicanos del general Villegas, e insistió en gritar «¡Viva la República!». Dadas las circunstancias, su acción era a la vez ruda e insubordinada. El Gobierno lo arrestó y llevó el caso a los tribunales. Pero también destituyó al general Villegas del mando de la primera división y aceptó la dimisión del general Goded, que no había cometido ninguna falta, pero cuyos conocidos sentimientos personales eran de tal naturaleza que apenas si podía reinar la confianza entre él y el Gobierno Azaña. En todo el incidente no hubo más que palabras, pero el «¡Viva España!», ya simbolizaba una clase de lealtades y el «¡Viva la República!», otra. Aunque Mangada hubiera sido legalmente la parte equivocada, es indudable que fue provocado. Los generales Goded y Villegas figuraban entre los que se sublevaron en julio de 1936 y el coronel Mangada luchó por la República, al igual que el general Masquelet, que fue nombrado por Azaña en aquella ocasión para suceder a Goded como jefe del Estado Mayor Central.
Durante aquellos mismos meses, las Cortes estuvieron debatiendo activamente la cuestión del Estatuto de autonomía de los catalanes. Cataluña presentaba problemas particulares y ofrecía oportunidades para la República. Era una región de pequeñas fincas y de propiedad relativamente bien distribuida. Era también la zona más industrializada y urbanizada de España; sus negocios típicos eran generalmente propiedad de una familia, lo mismo que en Francia en la misma época. Había pocos grandes bancos y corporaciones, aunque sí bastante capital extranjero invertido en Cataluña, si bien la industria catalana no dependía de gerentes y técnicos extranjeros.
Cataluña poseía también una fuerte vida cultural propia. En el siglo XIX había producido una serie de eminentes escritores y filósofos y ni el krausismo ni el marxismo, que eran las corrientes intelectuales cruciales en Castilla, ejercían gran influencia en Cataluña. Los catalanes eran industriosos y culturalmente despiertos; tenían mejores carreteras, mejor alumbrado público, tiendas atractivas, más teatros y salas de música que en el resto de España. Estos contrastes habían existido en 1830 lo mismo que en 1930, pero los medios modernos de transporte y comunicaciones hicieron que la gente se diera más cuenta de estas diferencias en el siglo XX. Las muchas nacionalidades pequeñas de la Europa central habían logrado la libertad nacional gracias a las cláusulas del tratado de Versalles. Los nacionalistas catalanes más ardientes se consideraban víctimas del «imperialismo» castellano y comparaban su situación a la de los polacos luchando por liberarse de Rusia y la de los checos sacudiendo el yugo de Austria.
La literatura catalana, la prosperidad y la estructura de la clase media representaba una gran oportunidad para la República, puesto que era axiomático que la democracia florece más rápidamente donde la propiedad está bien distribuida y hay una clase media fuerte. La coyuntura política favorecía también a los republicanos. La conservadora Lliga Catalana había sufrido fuertes pérdidas en las elecciones de 1931. Su jefe, Francisco Cambó, había preferido en 1930 ayudar al rey a restablecer la Monarquía constitucional, y los profundos sentimientos republicanos de los catalanes habían dado como resultado la victoria de la Esquerra. El jefe de la Esquerra, el coronel Macià, había pedido al principio una República catalana. Sin embargo, republicanos catalanes más capaces, aunque menos relevantes, como Luís Companys, Nicolau d’Olwer y Jaime Carner, eran amigos íntimos de los dirigentes republicanos izquierdistas del resto de España y prestaron su colaboración entusiasta y su competencia técnica al Gobierno provisional primero, y luego al de Azaña. D’Olwer como ministro de Economía y Carner como ministro de Hacienda.
Durante junio y julio de 1931 los catalanes elaboraron su proyectado Estatuto de acuerdo con las restricciones principales aceptadas por el coronel Macià, en su conferencia con los ministros de Madrid. El proyecto se refería a Cataluña como un Estado autónomo dentro de la República española y no decía nada de una federación ibérica. Establecía claramente que el Gobierno de Madrid controlaría de modo exclusivo los asuntos relativos a la defensa nacional, las relaciones exteriores, las tarifas y aduanas, así como las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Sin embargo, también declaraba que el poder público en Cataluña emanaba del pueblo, presumiblemente el pueblo catalán, aunque no se empleaba ningún adjetivo. El catalán se convertía en el idioma oficial del Estado, y pedía el pleno control de las escuelas y de la Universidad de Barcelona. En el plebiscito celebrado el 3 de agosto, de 208 000 votantes inscritos en la provincia de Barcelona, 175 000 votaron en favor del proyectado Estatuto y 2127 en contra. Las mismas abrumadoras mayorías favorecieron el Estatuto en las otras tres provincias catalanas: Gerona, Lérida y Tarragona[45].
CAMBIOS, por Cañabate
EL CORONEL MACIA EN EL PAPEL DE REINA ISABEL LA CATÓLICA.
Monumento que deberá erigirse por suscripción popular para sustituir al de Isabel la Católica tan pronto como el Estatuto de autonomía sea aprobado (el coronel Macià con el poeta Ventura Gassol en primer plano).
(Gracia y Justicia, 14 de mayo de 1932).
En las Cortes, los republicanos unitarios, como el conservador Melquíades Álvarez y el catedrático de derecho Felipe Sánchez Román, liberal, se opusieron al conjunto del proyecto, que, según ellos, conduciría a un régimen federal inmanejable. Los intelectuales castellanos Unamuno y Ortega y Gasset se sintieron muy preocupados por las cláusulas relativas a las escuelas y el idioma, aunque Ortega y Gasset votó finalmente por el Estatuto cuando fue revisado por las Cortes. Ángel Ossorio y Gallardo, el que a sí mismo se llamaba «monárquico sin rey» desde la dictadura, y uno de los principales arquitectos de la nueva Constitución, se declaró a favor de la autonomía catalana basándose en los fuertes sentimientos dominantes en aquella región y en el alto grado de cultura alcanzado por Cataluña. El doctor Marañón y Miguel Maura reconocieron los peligros del proyecto tal como había sido originalmente presentado, pero insistieron en que si las Cortes negaban la autonomía a Cataluña, que era la región económicamente más adelantada de España, inevitablemente aquélla se tornaría desafecta a la República.
Manuel Azaña arriesgó la vida de su Gobierno y su prestigio personal con la aprobación del Estatuto. Rechazó la fórmula federal, y todos los razonamientos que comparaban a los catalanes con las nacionalidades oprimidas de la Europa Central. Cataluña era geográfica, económica e históricamente una parte integrante de España. Para Azaña, como inteligente nacionalista español, el problema peculiar era consolidar la unidad española en torno a su núcleo central menos poblado y menos adelantado. El Estatuto de autonomía era un juego calculado en la construcción de una España unida por mutuos intereses y no por la fuerza militar. El general Primo de Rivera había intentado resolver el problema catalán aboliendo la Mancomunidad y prohibiendo el uso de la lengua catalana. Azaña trataba de resolverlo concediendo una amplia autonomía lingüística y administrativa a la región más avanzada de España, con la esperanza de que una Cataluña reconciliada ejercería una sana influencia en la economía y los servicios civiles de España en su conjunto[46].
La elaboración del Estatuto fue interrumpida por la primera sublevación militar contra la República. El general Sanjurjo se sintió muy ofendido cuando el Gobierno lo trasladó de la jefatura de la guardia civil a la mucho menos importante de los carabineros (guardias fronterizos). En varias declaraciones públicas había afirmado su lealtad a la República, aunque condenando los extremismos de las izquierdas y las derechas y advirtiendo que nadie se entremetiera con la organización de la guardia civil. Era un hombre sincero, agradable y sentimental, pero no de gran discreción ni de ideas claras. En el verano de 1932 dejó que algunos amigos íntimos y prominentes monárquicos le convencieran de que el país estaba al borde de la anarquía y que el pueblo se levantaría en cuanto él alzara el estandarte de la rebelión. Sanjurjo era oriundo del Norte y su padre había sido capitán en el ejército carlista. Entre los que le animaron a encabezar un pronunciamiento figuraban los dirigentes carlistas Fal Conde y el conde de Rodezno. Entre sus colaboradores militares figuraba un cierto número de oficiales antirrepublicanos que habían de jugar igualmente papeles importantes en el alzamiento de julio de 1936: los generales González Carrasco y Ponte; los coroneles Várela, Martín Alonso, Valentín Galarza y Heli Rolando de Tella. Los conspiradores habían contado igualmente con que el general Francisco Franco se sublevaría en La Coruña; pero éste decidió unos días antes no sumarse, pues no creía que el pronunciamiento tuviera éxito.
La sublevación de Sanjurjo no estuvo bien planeada. El Gobierno había sido bien advertido de antemano y no hubo reacción popular. En Madrid, la guarnición local derrotó fácilmente la intentona de apoderarse del ministerio de la Guerra. En su cuartel general de Sevilla el general Sanjurjo no supo actuar con decisión. Bien porque sus colaboradores le habían engañado haciéndole creer que el país estaba con él, o porque en su interior dudara de la respuesta del pueblo, mantuvo sus tropas acuarteladas cuando en la mañana del 10 de agosto declaró el estado de guerra. En un manifiesto anunciaba que no se sublevaba contra la República como tal, sino contra las actuales Cortes «ilegítimas», convocadas por un «régimen de terror», y declaraba que la forma futura del régimen sería determinada por representantes libremente elegidos. Dio énfasis a los problemas del paro obrero, el desorden, la destrucción del ejército por reformas mal concebidas y los peligros del exagerado regionalismo. Aunque publicado por monárquicos, el manifiesto no hacía mención del rey y se refería tan sólo indirectamente a la cuestión religiosa, problema siempre candente en España.
Los trabajadores de Sevilla respondieron al estado de guerra declarando inmediatamente la huelga general. Sanjurjo huyó de la ciudad, pero fue detenido en Huelva cuando se dirigía hacia la frontera portuguesa y llevado a Madrid para enfrentarse con un consejo de guerra. Fue condenado a muerte por rebelión militar, pero el presidente, tras la inmediata recomendación del Gobierno, conmutó la sentencia por la de cadena perpetua. Un pequeño sector de la mayoría de las Cortes pensó que el Gobierno debía hacer una severa advertencia a los conspiradores militares fusilando a Sanjurjo; pero Alcalá-Zamora, Azaña y todos los socialistas, así como la mayoría de los republicanos, convinieron en que la indulgencia serviría mejor a la causa de la República. En Sevilla no hubo muertos y en Madrid sólo unos pocos; dada la falta de apoyo popular, la sublevación se había desmoronado por sí misma. Habría sido una locura en tales circunstancias convertir en mártir al hombre que era el general más antiguo del ejército español. El 10 de agosto Sanjurjo fue a la cárcel y unos 145 de sus colaboradores monárquicos fueron deportados a Villa Cisneros[47].
El fracaso de la sublevación de Sanjurjo redundó en prestigio del Gobierno de Azaña e hizo posible la rápida aprobación del tan debatido Estatuto de autonomía. La versión final eliminaba todas las frases que implicaban soberanía para el Gobierno regional. También rechazaba la fórmula federal y la demanda de un completo control de las escuelas. Los idiomas castellano y catalán eran declarados igualmente oficiales; el control de las escuelas sería compartido y concedía un control específico del gobierno municipal, los tribunales locales y las leyes civiles, las obras públicas, el orden público, museos y minas. Cataluña tendría su propio Parlamento, denominado Generalitat, que había sido la denominación dada en la Edad Media al Parlamento de Cataluña dentro del reino de Aragón. También recibiría el control de las finanzas locales, de la radio, los ferrocarriles interiores, carreteras y puertos.
Ante la insistencia de Azaña, toda la mayoría republicano-socialista votó favorablemente y la mayoría de los diputados radicales de Alejandro Lerroux se unieron a la mayoría. El Estatuto era menos de lo que los nacionalistas catalanes habían esperado, pero cuando el presidente del Consejo de ministros fue a Barcelona para la ceremonia de la presentación, lo recibieron con una tremenda ovación. En septiembre de 1932 Azaña estaba en el punto más alto de su carrera política. Era el jefe de un Gobierno que estaba construyendo escuelas y remodelando al ejército. Había dominado una sublevación militar y logrado de las Cortes la azarosa aprobación de un Estatuto de autonomía que ligaría Cataluña a la República democrática.