LA REDACCIÓN DE UNA CONSTITUCIÓN
CON el colapso de la Monarquía y la proclamación pacífica de la República, todo el mundo comprendió que ésta era una oportunidad única para transformar España. Al mismo tiempo los incendios de iglesias y la violencia esporádica de la campaña electoral creó a la vez un sentimiento de urgencia y de inquietud. A principios de julio, antes de que se reunieran las Cortes, el país experimentó su mayor pugna laboral desde el 14 de abril. La huelga de los empleados de la Telefónica del 4 de julio fue declarada por los anarquistas y estaba dirigida claramente a poner en una situación embarazosa a los ministros socialistas del Gobierno provisional. La Compañía Telefónica Nacional de España era una subsidiaria de la American Telephone and Telegraph Company. Pocos años antes había sido negociado un contrato a largo plazo con el Gobierno de Primo de Rivera y, en el momento de la firma, los socialistas acusaron al rey de venderse al capitalismo americano y de haber recibido en el trato un paquete gratuito de acciones. En Julio de 1931, el ministro socialista de Hacienda, Indalecio Prieto, estaba haciendo todo lo posible para tranquilizar a los acreedores de España, cortar las fugas de capitales y detener la baja de la peseta.
Los obreros y empleados de la Telefónica, afiliados a la CNT, escogieron este momento para desafiar a la compañía controlada por los norteamericanos. La huelga paralizó la mayoría de los servicios en Barcelona y Sevilla, pero sólo obtuvo un éxito parcial en las otras provincias. Los socialistas apoyaron la determinación del Gobierno de mantener el servicio y los trabajadores de la UGT sustituyeron a los huelguistas de la CNT en Madrid y Córdoba. La prensa socialista calificó las tácticas anarquistas de infantiles y provocadoras y acusó a la CNT de estar dominada por pistoleros[22]. En sus esfuerzos para llegar a un arreglo, el coronel Macia alego su jurisdicción en Cataluña, mientras que Largo Caballero insistía en que el Ministerio de Trabajo era la única autoridad competente en toda España.
Habiendo fallado en lograr un paro general en la nación, los anarquistas convocaron huelgas generales en apoyo de los huelguistas de la Telefónica, logrando conseguirlo el 20 de julio en Sevilla. Con la doble justificación de que la huelga era organizada por pistoleros y que los teléfonos eran un servicio publico esencial, el Gobierno declaró el estado de guerra en Sevilla el día 22.La artillería redujo el cuartel general de la CNT y patrullas fuertemente armadas de la policía recorrieron las calles; hacia el día 29 la huelga estaba quebrantada y el orden restablecido, al costo de treinta muertos y 200 heridos. Mientras tanto, en Barcelona, la huelga fue disminuyendo en intensidad poco a poco. El coronel Macià declaró que él jamás habría tratado a los huelguistas con tal severidad como la empleada por el Gobierno central, y Luis Companys, jefe de la delegación de la Esquerra en las Cortes, negóse a unirse al voto de confianza al Gobierno después de que el orden fuera restablecido en Sevilla[23].
La huelga de la Telefónica tuvo su origen en la rivalidad entre los sindicatos socialistas y anarquistas, en la impaciencia de obreros ingenuos que durante años habían estado escuchando que la compañía era un perverso monopolio extranjero, y en el igualmente ingenuo deseo de los anarquistas de poner a prueba al nuevo Gobierno. Los anarquistas descubrieron que una República los podía tratar con la misma severidad que un Gobierno monárquico. Al mismo tiempo y, puesto que los funcionarios catalanes criticaron acerbamente a Maura, se vieron tentados a enfrentar Madrid contra Barcelona. Los socialistas se hallaron en la incómoda posición de tener que defender una compañía extranjera, cuyo contrato habían criticado duramente y actuando de quebrantadores de huelga contra sus hermanos de la clase obrera.
Las Cortes recién elegidas comenzaron sus trabajos con el fondo dramático de la huelga de la Telefónica. También honraron la memoria de la Revolución Francesa, celebrando su primera sesión el 14 de julio, día de la toma de la Bastilla. La redacción de una Constitución fue confiada a una comisión cuyos dirigentes eran Jiménez de Asúa y Ossorio y Gallardo. Jiménez de Asúa pertenecía al ala moderada del Partido Socialista. Como catedrático de derecho en la Universidad de Madrid, era muy conocido por sus estudios sobre jurisprudencia constitucional y criminal. Ossorio había sido abogado en ejercicio y una importante figura política durante casi treinta años. En las Cortes de la Monarquía constitucional fue uno de los seguidores del gran presidente del Consejo de ministros conservador, Antonio Maura, y fue gobernador civil de Barcelona de 1903 a 1909. Había sido ministro de Obras Públicas y también presidente del Colegio de Abogados de Madrid. Como el presidente del Gobierno provisional, Alcalá-Zamora, fue monárquico hasta que se convenció de que Alfonso XIII no restauraría jamás las normas constitucionales que habían prevalecido de 1876 a 1923. En 1930 fue el abogado defensor de Alcalá-Zamora y de otros dirigentes republicanos encarcelados. A la tarea de preparar una Constitución aportó su larga experiencia política y unos puntos de vista moderadamente conservadores.
El comité constitucional presentó su proyecto a las Cortes el 18 de agosto, y entre esa fecha y el 9 de diciembre, los diputados debatieron y forjaron la Carta de una República decididamente democrática y laica y potencialmente descentralizada. España fue declarada una «República democrática de trabajadores de toda clase», afirmación que reflejaba el ardor igualitario de los socialistas. Los poderes legislativos y ejecutivos se concentraban en un Parlamento unicameral. Todas las elecciones para las Cortes, diputaciones y municipios deberían efectuarse por el procedimiento del sufragio universal, directo y secreto. El artículo 29 garantizaba el derecho del habeas corpus y el 94 prometía la justicia gratuita para los necesitados y un poder judicial independiente. Las Cortes prefirieron el sistema unicameral debido a la fuerte tendencia de las cámaras altas al conservadurismo. Proveyeron un freno contra los abusos del poder legislativo creando el Tribunal de Garantías Constitucionales, encargado de determinar la constitucionalidad de las leyes y con jurisdicción para mediar en los conflictos entre el Gobierno central y las regiones autónomas. La Constitución protegía los derechos individuales y la propiedad, pero, al mismo tiempo, afirmaba en el artículo 44 que las riquezas de la nación podrían ser expropiadas mediante indemnización si convenía a los intereses sociales comunes, haciendo así posible una evolución hacia el socialismo.
Las Cortes dieron fácilmente su aceptación a los principios de la supremacía legislativa y de la independencia del poder judicial. La definición de lo que era poder ejecutivo fue, sin embargo, más difícil. Los diputados temían los abusos de un fuerte poder ejecutivo. Todos sabían de qué modo Alfonso XIII había hecho y deshecho gabinetes de acuerdo con sus sentimientos personales hacia los principales dirigentes políticos y cómo había cuidado de que sus favoritos ascendieran rápidamente en el ejército y la Iglesia. La mayoría de los diputados lo consideraban responsable del golpe de estado de 1923, por el cual quedó suspendida la Constitución y se estableció una dictadura militar. Así que era esencial limitar los poderes del presidente; pero, por otra parte, no debía ser una mera figura decorativa. Los legisladores constitucionales, muchos de los cuales habían estudiado en Alemania, copiaron de la Constitución de Weimar la noción de un poder presidencial moderador, mucho más necesario en España debido a la falta de Senado.
Según el artículo 71 el presidente sería elegido por un colegio electoral por un período de seis años y no podría ser inmediatamente reelegido. El artículo 75 le permitía nombrar y retirar libremente al presidente del Consejo de ministros. El artículo 76 afirmaba que, de acuerdo con el Gabinete, podría proponer a las Cortes que reconsideraran proyectos de leyes que a su juicio podrían contravenir la Constitución. El artículo 81 le autorizaba a disolver dos veces las Cortes y el 83 le daba un poder de veto equivalente al de un presidente de Estados Unidos. Cada uno de estos amplios poderes estaba cuidadosamente limitado por otras causas. Su función positiva más fuerte era el poder para nombrar al primer ministro, y en un país con muchos partidos políticos pequeños era una tarea difícil que podía afectar grandemente la estabilidad del régimen. Para evitar cualquier posible abuso de la iniciativa, la Constitución dejaba bien en claro que sólo un presidente del Consejo de ministros que gozara del apoyo de la mayoría de los diputados podía ocupar el cargo. El artículo 84 declaraba también que «los actos y mandatos del presidente» no serían válidos a menos que llevaran la firma de un ministro del Gobierno. El poder para disolver las Cortes incluía un freno poderoso: en el caso de una segunda disolución, el primer acto de las nuevas Cortes sería el determinar la necesidad de tal disolución. Si la nueva Cámara se mostraba desfavorable a la acción del presidente, sería automáticamente separado del cargo. Los diputados insertaron esta cláusula en el artículo 81 para asegurarse contra un presidente obstinado que pudiera contrariar la voluntad de los votantes convocando repetidamente nuevas elecciones. Finalmente, el poder de veto permitía al presidente suspender la promulgación de leyes que él hallara incompatibles. Pero entre 1876 y 1923 los reyes constitucionales de España no habían ejercido jamás aquel poder, y este precedente haría que el presidente se abstuviera también de ejercerlo.
Así que el presidente español tenía responsabilidades muy importantes, aunque cuidadosamente limitadas. Tenía que escoger la persona mejor calificada para gobernar con unas Cortes determinadas; tenía el poder de aconsejar en el terreno de la constitucionalidad de las leyes propuestas. Si quería romper un precedente, podía vetar las leyes y podía disolver las Cortes una vez en su mandato de seis años bajo su personal responsabilidad. Delimitando tan cuidadosamente la iniciativa del presidente, los redactores de la Constitución pensaron enteramente en términos de los precedentes europeos, principalmente en los de la tercera República francesa, con la cual se identificaban emocionalmente los liberales republicanos y en la República alemana de Weimar, admirada particularmente por sus legisladores constitucionales. No consideraron las posibles analogías entre su situación y la de las repúblicas de Hispanoamericana de habla española. Las revoluciones mexicanas de 1858 y de 1911-1920, las experiencias de Irigoyen en la Argentina a partir de 1916 y de Alessandri en Chile desde 1920, habían indicado todas ellas que en el mundo hispánico el avance de la democracia política y económica requería un fuerte y afirmativo poder presidencial[24].
El conflicto más importante en la elaboración de la Constitución fue el relativo a las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Bajo el Concordato de 1851, el catolicismo romano era reconocido como la religión oficial de España. El Gobierno provisional había proclamado la libertad religiosa por decreto, y el artículo 3 de la Constitución declaraba que el Estado no tenía religión oficial. El Vaticano protestó contra estas medidas, considerándolas violaciones unilaterales del Concordato. Sin embargo, la separación de la Iglesia y el Estado habría sido negociable y una gran proporción de católicos la favorecía. La disensión crítica se debió a las numerosas restricciones futuras que se iban a imponer sobre las actividades de la Iglesia. El artículo 26 declaraba que el presupuesto para el sostenimiento del clero secular debería ser eliminado al cabo de dos años. Las numerosas órdenes, que en 1931 contaban con unos 45 000 frailes y monjas, tenían que registrar sus bienes, así como declarar las cifras de sus ingresos e inversiones. Se les permitiría retener tales propiedades tan sólo si eran directamente necesarias para sus funciones, y tendrían que someterse a las leyes vigentes sobre impuestos.
A decir verdad, estas cláusulas no eran más radicales que aquéllas que condujeron a la separación de la Iglesia y el Estado en Francia en 1905, y el intento de controlar las actividades del clero regular era una simple repetición de los esfuerzos hechos por varios gobiernos monárquicos desde 1887 para registrar las órdenes a través de una ley de Asociaciones. El artículo 26 proclamaba también, sin embargo, que las órdenes no se dedicarían a actividades comerciales, industriales o a la enseñanza no confesional. Si esta cláusula hubiera sido puesta en práctica, el clero regular se habría visto reducido a ejercer funciones médicas o caritativas, a la enseñanza de sacerdotes y a los trabajos agrícolas para su subsistencia.
El debate sobre el artículo 26 fue el primer conflicto revolucionario en la historia de la joven República. Durante más de mil años la Iglesia había sido, aparte de la Monarquía, la institución más poderosa de España. Su derecho a la enseñanza apenas si había sido puesto en duda hasta finales del siglo XIX, y siempre había intervenido en grandes empresas económicas. En 1837 un Gobierno liberal la había desposeído de sus fincas rusticas, pero la Iglesia seguía dedicándose a actividades comerciales e industriales. Sus escuelas, particularmente las de segunda enseñanza, eran en 1931 una tremenda fuente de ingresos. Realmente nadie podía medir con precisión la importancia de las escuelas de la Iglesia o la extensión de su riqueza, y nadie parecía fijarse en el hecho de que el número de frailes y monjas llevaba varias décadas declinando. En los apasionados pero cuidadosamente meditados discursos de Fernando de los Ríos (socialista) y Álvaro de Albornoz (radical socialista) por un lado y de Gil Robles (católico) y Antonio de Pildain (canónigo lectoral de Vitoria y diputado vasco) por el otro, se ocuparon de la historia de la Iglesia española desde los tiempos de los visigodos hasta el presente. La República era identificada con la lucha contra la Inquisición, con los erasmistas del siglo XVI, los afrancesados del siglo XVIII y los krausistas de los siglos XIX y XX. La defensa de la Iglesia era identificada con la misión nacional de España en la Reconquista y con la defensa de la España contemporánea contra los pecados del liberalismo y el materialismo. En cuanto se abrieron las compuertas para la riada, ya nadie pudo reflexionar en calma sobre la necesidad de unas nuevas relaciones entre la Iglesia y el Estado.
Mientras tanto, la Iglesia supuso que iba a ser despojada por la República. El cardenal Segura, que todavía era primado de España, dio instrucciones desde Francia de que fueran vendidas propiedades de la Iglesia, instrucciones que fueron descubiertas cuando el emisario pasó la frontera. El Gobierno respondió el 20 de agosto con un decreto prohibiendo la venta, transferencia o hipoteca de las propiedades eclesiásticas, y al decreto siguió una demanda formal de que el cardenal fuera depuesto del arzobispado de Toledo[25]. Pío XI, que había sido nuncio en Polonia inmediatamente después de la revolución rusa y que llevaba forcejeando casi una década con los dirigentes revolucionarios de México, estaba ansioso por minimizar los daños que podía sufrir la Iglesia en España. También fue aconsejado por su nuncio en Madrid, monseñor Tedeschini, quien le indicó que el cardenal Segura era demasiado intransigente y monárquico para tratar razonablemente con las autoridades republicanas. El papa pidió entonces al cardenal que resignara el cargo; pero este último contestó que en conciencia no podía dimitir voluntariamente; aunque los deseos del papa eran órdenes para él. Su renuncia fue anunciada a finales de septiembre[26].
En la primera semana de octubre el debate en las Cortes sobre el artículo 26 llegó a su punto culminante. El socialista Fernando de los Ríos, ministro de Justicia, conmovido por la violencia de la oratoria clerical en la Cámara, se levantó para recordar a los diputados con frases emotivas la desinteresada labor caritativa y medica realizada por muchas órdenes. Ante tales comunidades, dijo, uno olvidaba las diferencias de dogma y veía tan sólo la grandeza de unas almas encendidas de amor. Unos días después, Manuel Azaña tratando del problema religioso en su conjunto, preguntó con cierta ironía a De los Ríos sobre el cuadro ideal que había trazado y diciéndole si no recordaba la función proselitista de aquellas hijas de la caridad. Y lo que era verdad en los hospitales lo era mucho más en el caso de las escuelas. La República, dijo Azaña, no podía permitir que la Iglesia continuara interviniendo en la enseñanza no religiosa. E insistió en que no era una cuestión de libertad, sino de salud pública.
Azaña, sin embargo, insistía en que el artículo 26 era necesario en un campo mucho más amplio. Al defender el derecho de la Iglesia a controlar la educación, los clericales siempre habían pretendido que España era una nación predominantemente católica. Pero replicó Azaña: «Lo que constituye la situación religiosa de un país… no es la suma numérica de creencias y creyentes, sino el esfuerzo creativo de su espíritu, la dirección seguida por su cultura. En este sentido España había sido católica en el siglo XVI, aunque con muchas e importantes excepciones, y España había dejado ya de ser católica aunque hubiera millones de creyentes. La tarea de las Cortes era organizar instituciones correspondientes a esta verdad. En las presentes circunstancias la Iglesia no tenía derecho a utilizar al Estado como su brazo secular, que le pagara los gastos del culto, impusiera sus puntos de vista espirituales a la juventud y controlara tales funciones como el matrimonio y el entierro. El artículo 26 no estaba pensado para despojar a la Iglesia, sino para privarla de los privilegios especiales de que había disfrutado. Sería ridículo —dijo Azaña— expulsar a las muchas órdenes pequeñas; pero la inmensa influencia educativa de la Iglesia tenía que ser quebrantada si se había de construir una República laica y democrática[27]».
Los diputados, en general, reconocieron la naturaleza revolucionaria del artículo 26 y casi la mitad de ellos evitaron participar en la votación final. Mientras que habían aprobado el artículo 3, que separaba la Iglesia del Estado, por 278 votos contra 41, en el caso del artículo 26 la votación fue de 178 contra 59[28]. Muchos de los que habían votado por el artículo 26 opinaban como el catalán moderado Nicolau d’Olwer, que era ministro de Economía y que dijo a los periodistas que había votado a favor de una ley imperfecta porque temía que si no aceptaba el artículo 26, unas Cortes cada vez más anticlericales podrían haber votado luego una ley mucho más intransigente.
La aprobación del artículo 26 dio lugar a la primera crisis gubernamental del nuevo régimen. Los dos católicos practicantes del Gobierno provisional, el presidente del Consejo de ministros Alcalá-Zamora y el ministro de la Gobernación Miguel Maura, presentaron la dimisión. Hubo manifestaciones proclericales en las ciudades vascas y navarras y desfiles anticlericales en Madrid y muchas ciudades meridionales. El Vaticano comentó que en su opinión la República era un «régimen transitorio». En las Cortes, el joven diputado católico por Salamanca, José María Gil Robles, consideró el artículo 26 como un ataque frontal contra las mejores tradiciones españolas y pidió una completa revisión de la Constitución. Maura, entrevistado por los periodistas, pudo a duras penas aclarar su posición. Dijo que no había dimitido con la intención de atacar la obra del Gobierno provisional en su conjunto, pero que su conciencia no le permitía aprobar el artículo 26 y que en un régimen parlamentario era importante que el Gabinete estuviera unificado en los principios fundamentales. Había dimitido para facilitar tal unidad. Consideraba el artículo 26 inaplicable y estaba seguro de que las mismas Cortes se darían cuenta de ello andando el tiempo. En su opinión, la fraseología de Gil Robles era un llamamiento a la guerra de religión, lo cual podría causar un daño incalculable al país. La crisis sobre el artículo 26 cristalizó dos formas diferentes de oposición a la mayoría anticlerical. Una era la «leal oposición» de Maura, aceptando las instituciones y la buena fe de la República; la otra era un ataque generalizado contra la República laica y reformista como tal[29].
Mientras tanto, Manuel Azaña se convirtió en el dirigente natural de la coalición mayoritaria de republicanos liberales, socialistas y anticlericales. Había alcanzado una gran reputación por su claridad y su competencia técnica como ministro de la Guerra. Sus ideas y su gran elocuencia habían causado una tremenda impresión durante el debate sobre el artículo 26. Abogaba por la democracia política y la supremacía civil en el Gobierno. Para él los problemas económicos eran importantes, pero secundarios, y los consideraba de un modo pragmático, lo que le permitía colaborar muy bien con los partidarios del liberalismo económico y los socialistas moderados. Se convirtió en jefe del Gobierno el 16 de octubre y las dos primeras leyes promulgadas por su Gabinete fueron muy características de él. El 29 de octubre las Cortes aprobaron una ley para la defensa de la República, ley destinada a castigar la violencia en las disensiones políticas, sociales y religiosas y la difamación contra el nuevo régimen. La República, con su Constitución todavía incompleta, estaba siendo violentamente atacada por carlistas y clericales en el Norte, y por los anarquistas en el Éste y el Sur. Aun cuando los alborotadores eran detenidos, hubo muchos casos de complicidad entre ellos y los policías y jueces antirrepublicanos. Debemos admitir que era una contradicción que un régimen democrático tratara de procurarse poderes policíacos excepcionales; pero Azaña replicaba que lo contrario sería dejar un Gobierno escrupulosamente pacifista a merced de sus oponentes reaccionarios y revolucionarios. La ley que él requería debería tener una aplicación limitada a la vida de las Cortes Constituyentes, y daba al Gobierno poder para imponer multas de hasta 10 000 pesetas y deportar individuos dentro de la Península o a las provincias africanas. A la semana siguiente el Gobierno decretó una reducción del 50 por ciento de los funcionarios civiles y un aumento del 20 por ciento en los sueldos de las fuerzas reducidas. Con estos dos actos, Azaña indicaba su determinación de gobernar con firmeza, cortar el despilfarro administrativo y ofrecer mejores pagas por un mejor trabajo.
Durante las últimas semanas de la redacción de la Constitución, las Cortes también juzgaron al exrey in absentia. La Comisión que preparó los cargos acusó a Alfonso XIII de lesa majestad sobre las siguientes bases: descuido de sus deberes como soberano constitucional, complicidad en la inmoralidad administrativa y complicidad en el golpe de Estado que estableció la dictadura de Primo de Rivera. El conde de Romanones habló en defensa del rey. La mayoría de las Cortes alteró la expresión lesa majestad por alta traición. Como a la vez habían abolido la pena de muerte en la nueva Constitución, sentenciaron al rey ausente, no a muerte, sino a destierro perpetuo. El 9 de diciembre el texto completo de la nueva Constitución fue aprobado por una votación de 368 contra 38, con unas cuantas abstenciones. A la semana siguiente don Niceto Alcalá-Zamora, que había dimitido a la presidencia del Gobierno en octubre, aceptó su nombramiento como presidente de la República española, y tras consultar con los dirigentes de los partidos en la Cámara, pidió a Manuel Azaña que continuara como primer ministro.
La nueva Carta reflejaba con bastante exactitud los deseos de la mayoría de las Cortes. Era democrática y laica. Consagraba la supremacía del poder legislativo. Sería compatible con una economía mixta que contendría a la vez elementos capitalistas y socialistas. Sin embargo, los debates habían demostrado que la Constitución, tal como había sido redactada, sería inaceptable para la opinión católica, no sólo por las cláusulas relativas a las órdenes religiosas en el artículo 26, sino también por el artículo 48, que declaraba que la educación en todos los grados sería laica. Algunos de los intelectuales preeminentes que habían dado la bienvenida a la República estaban igualmente desilusionados. El 6 de diciembre, justo unos días antes de la votación final, Ortega y Gasset pronunció una sonada conferencia pública titulada «Rectificación de la República»; en ella daba buena acogida a las cláusulas sociales de la Constitución, sobre todo dado que la clase trabajadora estaba insuficientemente representada en el nuevo régimen. Pero se hallaba preocupado al ver a la República minada por el espíritu de facción. El exacerbado regionalismo, el exagerado anticlericalismo y la miope defensa de los privilegios por los reaccionarios amenazaban con ahogar al nuevo régimen en su infancia. Pidió un «Estado integral, superior a todo partidismo» y «un partido de amplitud nacional», que dirigiría desde arriba la necesaria revolución. Su fraseología indicaba claramente su desengaño ante los resultados del sufragio universal y la necesidad de una autoridad inteligente y paternalista en manos de una élite[30]. Ortega ya había publicado su famosa obra La rebelión de las masas, en la cual hablaba con aprensión de la irrupción de las masas incultas en la vida política europea durante el siglo XX. Como miembro de las Cortes Constituyentes había sido testigo presencial de algunas de las manifestaciones de tal irrupción. Él y otros escritores, especialmente Unamuno se hallaban profundamente conturbados. Ellos habían sido destacados oponentes intelectuales de Primo de Rivera. Unamuno había visitado con frecuencia la Casa del Pueblo de Salamanca y marchado del brazo con Largo Caballero en el desfile del Primero de Mayo. Conscientemente o no, estos hombres habían esperado ser escuchados como pensadores veteranos por la nueva generación de republicanos. En vez de eso se encontraron desbordados en las Cortes por la demagogia anticlerical; por las frases incorrectas, por los ofensivos acentos de los catalanes, gallegos y andaluces; por todas las envidias, mezquindades y pasiones irracionales de los parías sociales. Como intelectuales universitarios, no estaban preparados para las crudas exigencias o los malos modales. Habían conocido a Azaña como un escritor de éxito, un hombre moderado que era presidente del Ateneo de Madrid; pero no dejaba de ser una figura menor en el firmamento intelectual. Y ahora había pasado a ser el dirigente de la mayoría parlamentaria, colocando sus dones literarios y oratorios al servicio de las fuerzas anticlericales y antinacionales. Pero no lo atacaron ni se retiraron de las Cortes. Sin embargo, en diciembre de 1931 habían perdido su entusiasmo inicial por la República. En sus discursos Ortega expresaba su opinión de que Miguel Maura era el hombre que podría formar y dirigir con éxito el «partido de amplitud nacional». Pero Maura era un anatema para los monárquicos, quienes creían que el hijo de Antonio Maura se había vuelto republicano meramente por resentimiento, ante el modo como el rey trató a su padre. Don Miguel era un «resentido» y un traidor a su clase; en vez de aceptar su jefatura, boicotearon su carrera de abogado, pues en el bufete que había heredado del padre se habían manejado los asuntos de muchos de los más importantes aristócratas de España[31]. Para los católicos, Maura era el ministro de la Gobernación que fue incapaz de prevenir los incendios de iglesias el 11 de mayo. Su futuro político era, por lo tanto, poco prometedor.
A finales de 1931 el Gobierno Azaña podía contar con el apoyo de los republicanos liberales y los socialistas, la oposición de monárquicos y católicos, la hostilidad de los anarquistas y la desilusión de destacados intelectuales. Los principales conflictos parlamentarios habían girado sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado. El nuevo presidente era un católico y su jefe de Gobierno un anticlerical. El problema del futuro sería consolidar la República en estas circunstancias.