LA TRAGEDIA DE ESPAÑA
UNO de los rasgos típicos del pueblo español ha sido el súbito derroche de energía por una causa idealista. A mediados del siglo XIII, con la reconquista de Andalucía, hizo un tremendo esfuerzo para asimilar los valores políticos, culturales y religiosos de musulmanes y judíos, dando así virtualmente un ejemplo único de coexistencia constructiva entre las tres grandes religiones: judaica, cristiana e islámica. Tras el descubrimiento de América, los españoles, animados en gran medida por un ideal mesiánico, despoblaron su patria para convertir al cristianismo a los pueblos de América y Filipinas, y vertieron su sangre y sus tesoros en el esfuerzo de Carlos V para mantener la unidad religiosa de Europa. En 1808, considerando a Napoleón el Anticristo, resistieron a los ejércitos franceses como no lo hizo ningún otro pueblo europeo.
El período que culminó en la segunda República y la guerra civil fue también uno de esos grandes estallidos de energía motivados en primer lugar por causas idealistas. Pero esta vez el gran propósito no era la conquista o asimilación de otras culturas, ni un esfuerzo para imponer la unidad religiosa e imperial como en el caso de la Contrarreforma. Fue un esfuerzo para asimilar el pasado de España y elevar el nivel económico y cultural de la secularmente descuidada madre patria. Durante el medio siglo anterior a 1930, la clase media estuvo admirando la prosperidad de la Europa occidental y la clase obrera absorbiendo los conceptos de socialismo y anarquismo. Una generación de escritores y filósofos, partiendo de posiciones emocionales e ideológicas muy diferentes, intentó sintetizar lo mejor de la herencia española con lo mejor de la cultura europea del siglo XIX. La industria moderna había comenzado a desarrollarse en las provincias del Norte.
Cuando advino la República en 1931, pillando de sorpresa a muchos de sus dirigentes, los españoles quisieron hacer todo en seguida: separar la Iglesia del Estado, crear escuelas primarias y secundarias, reformar las universidades, reducir el número y aumentar la eficacia de la burocracia y el Ejército, conceder la igualdad legal a la mujer, distribuir los grandes latifundios entre los campesinos, mejorar el sistema de justicia aplicado tanto a los individuos como a las organizaciones políticas y laborales, construir carreteras, pantanos y centrales eléctricas, conceder la autonomía a las principales minorías culturales (los catalanes y los vascos). Quisieron dar a España rápidamente las libertades políticas y religiosas, y el sistema educativo público, de alta calidad, que Francia había logrado tras un siglo de experimentos y conflictos desde 1789. Querían que España, como nación, y asimismo los pueblos de España por separado, gozaran de esa afirmación de la autonomía cultural y de originalidad que era uno de los generosos ideales del siglo XIX. También querían que España gozara de aquellos beneficios, reales o imaginarios, que ellos veían emerger de los primeros años de la revolución soviética. Había enormes diferencias entre los grupos políticos de la clase media, y dentro de los partidos de izquierda, en la evaluación de lo que constituía la herencia deseable de las revoluciones francesas y rusa, y del liberalismo y el nacionalismo del siglo XIX. Pero en 1931 toda la energía política de España estaba dedicada a la consecución de estos diversos ideales europeos.
Es fácil decir, como muchos comentaristas tanto de las derechas como de las izquierdas han dicho, que la República trató de hacer demasiado, y hacerlo aprisa. Por ataques simultáneos a los privilegios atrincherados del Ejército, la Iglesia y los terratenientes, el nuevo régimen provocó la hostilidad combinada de todas las poderosas fuerzas conservadoras del país. Al tratar de electrificar los ferrocarriles, construir pantanos, escuelas y carreteras secundarias, todo de una vez, creó déficit e invitó a los errores técnicos y a la corrupción financiera. Por medio de los planes para eliminar el presupuesto del clero y cerrar las escuelas de la Iglesia en un plazo de dos años, causó inconvenientes a los sacerdotes y disminuyó las facilidades disponibles para la educación. Éstas son las mayores críticas que se pueden hacer desde un punto de vista pragmático.
Los más severos críticos derechistas han acusado a la República de tratar de destruir la contextura tradicional de la sociedad. Para ellos, la separación de la Iglesia y el Estado, las reformas del Ejército, la ley del divorcio y el sistema de escuela laica no eran formas de progreso que rompieran viejas trabas. Eran ataques al concepto de España tal como ellos entendían a España, y la República europeizante representaba para ellos la «Anti-España». Los críticos marxistas, por otra parte, han reprochado con sarcasmo la timidez del nuevo régimen. Desde su punto de vista, la República se limitó a platónicas amenazas que en realidad no tocaron el poder de la Iglesia, el Ejército y los terratenientes. De ahí la impaciencia de la clase obrera y de los campesinos sin tierras, quienes en 1934 se fueron desligando rápidamente de la República, mientras que los críticos izquierdistas bromeaban sobre los dirigentes republicanos, tildándolos de políticos con «un brillante futuro en el pasado».
Aun reconociendo que en todas estas críticas hay una parte de verdad, no acepto la conclusión de que por causa de estos errores fuera inevitable el fracaso de la República y el estallido de la guerra civil. Hasta el verano de 1934, todos los conflictos surgidos de la legislación republicana eran susceptibles de una solución parlamentaria. En el caso de la Iglesia, por ejemplo, las Cortes Constituyentes subestimaron claramente la fuerza de los sentimientos católicos en defensa de las órdenes religiosas y las escuelas. Las elecciones de 1933 pusieron en claro este cálculo erróneo, y las escuelas y conventos siguieron operando como en el pasado. En el caso del programa de obras públicas tipo New-Deal de Prieto, el debate fue exactamente igual al que tuvo lugar en todos los países occidentales en la década de los 1930 concerniente al déficit financiero y al patronazgo gubernamental de proyectos industriales en países capitalistas. Hubo mucha alarma cuando Marcelino Domingo importó trigo y cuando compró para el Gobierno carbón asturiano, que de otro modo era invendible. El régimen del general Franco ha hecho ambas cosas en numerosas ocasiones. Los altos oficiales del Ejército se sintieron perseguidos cuando Azaña puso en ejecución las leyes de reforma del mismo. El Gobierno que le sucedió conservó las principales reformas estructurales mientras que ascendía a los oficiales de mayor prestigio en cada cuerpo, y no hay razón para suponer que en circunstancias de paz el Gobierno civil y el ejército profesional no pudieran haber llegado a nueva comprensión del papel de aquél en la República. Los conflictos de jurisdicción entre el Gobierno central y los gobiernos regionales podían muy bien también hallar soluciones negociadas. De los principales problemas con que tropezó la República, a mí me parece que el único para el que era verdaderamente imposible hallar una solución moderada y legislativa era el de la reforma agraria.
La conclusión a que he llegado con referencia a las posibilidades de la República en sus primeros tres años están basadas en la atención con que seguí, día tras día, la obra legislativa de las Cortes y la administración de las leyes y departamentos más importantes. Dentro de la mayoría anticlerical y antimilitarista siempre hubo sinceros y dignos defensores de los mejores elementos de la Iglesia y el Ejército. Dentro de la mayoría de centro-derecha elegida en 1933 hubo siempre defensores del programa de escuelas públicas, de las obras hidráulicas y de la nueva legislación social. Si el problema de la reforma agraria desafiaba incluso los comienzos de una solución viable, esto no se debía meramente a la timidez, los temores ideológicos o el egoísmo de los diputados. La enorme variedad de condiciones geográficas y sociales, la ignorancia técnica de los campesinos, las cuestiones del pago de las tierras y las inversiones para el mejor uso de ellas, la primitiva conciencia política y los odios largo tiempo reprimidos del campesinado, el sabotaje de los terratenientes y de la guardia civil de cualquier suave esfuerzo en favor de ellos, todos estos factores se interpusieron y se interponen aún hoy día con la solución del problema de la tierra.
La crisis de la República parlamentaria ocurrió en el verano y otoño de 1934. Según la Constitución republicana, al igual que bajo la monárquica, el ministro de la Gobernación recibía amplios poderes discrecionales para el mantenimiento del orden público. Miguel Maura, Santiago Casares Quiroga y Diego Martínez Barrio se vieron todos ellos obligados, como ministros de la Gobernación, a utilizar policías armados para reprimir los levantamientos anarquistas; pero fueron escrupulosos y no emplearon más que el mínimo de fuerza compatible con la preservación del orden público y tuvieron cuidado de no confundir los problemas de orden público con las cuestiones políticas y sociales.
En la primavera de 1934, el nuevo ministro de la Gobernación, Rafael Salazar Alonso, adoptó la posición de que las huelgas no eran simplemente conflictos económicos, y que la República debía ser defendida por todos los medios disponibles contra la próxima «revolución marxista». En junio, los recién organizados campesinos de Extremadura y Andalucía amenazaron con una huelga general, que si la hubieran llevado a cabo habría echado a perder la cosecha, Algunos de sus jefes locales eran demagogos semianalfabetos que redactaban folletos exaltando la quema de cosechas y el asesinato de los terratenientes. Los dirigentes nacionales responsables trataron de disuadirles de que no se declararan en huelga. El ministro de la Gobernación prefirió, sin embargo, castigar los paros locales esporádicos con la deportación de centenares de campesinos sin tierras a cárceles de Castilla y con la detención de varios diputados socialistas, violando la inmunidad parlamentaria. Al defenderse ante las Cortes, insistió en que tanto los sindicatos campesinos como los socialistas estaban preparando la revolución y que la inmunidad parlamentaria no incluía el derecho a hacer propaganda revolucionaria. Con su acción, castigó más ideales y afiliaciones que hechos. La derecha parlamentaria le aplaudió, y Samper, el jefe del Gobierno, aunque estaba ansioso por aplacar a la opinión liberal, no condenó el abuso. Los socialistas, tanto moderados como revolucionarios, advirtieron que no dejarían que les enmudecieran y que les amordazaran, como había ocurrido en Alemania a partir de enero de 1933 y en Austria desde febrero de 1934.
Los problemas regionales pasaron a primer plano en el verano de 1934, al mismo tiempo que el abuso político del poder de la policía. El Gobierno de Companys se negó a aceptar la decisión del Tribunal de Garantías anulando la ley de Cultivos catalana, y los municipios vascos desafiaron al Gobierno en cuestiones de impuestos y elecciones locales. En cada caso el primer ministro, Samper, estaba negociando soluciones de compromiso que esperaba presentar a las Cortes en otoño. Mientras tanto, se descubrieron los desembarcos de armas en Asturias, y la CEDA anunció de antemano que retiraría su apoyo a Samper, pues consideraba inaceptables sus concesiones a los catalanes y a los vascos.
Por lo tanto, se planteó una crisis parlamentaria tan pronto como comenzaron las reuniones de Cortes el primero de octubre. La CEDA era la minoría más numerosa de la Cámara. Había apoyado a la coalición centro-derecha sin entrar a formar parte del Gabinete, pero ahora demandó su derecho a ocupar varias carteras ministeriales. En circunstancias parlamentarias normales, Gil Robles se habría unido al Gobierno ya desde mucho tiempo antes, pero no sólo los socialistas y los republicanos liberales, sino el católico y conservador presidente Alcalá-Zamora desconfiaban profundamente de él. Gil Robles había insistido siempre en que respetaría la legalidad establecida, pero no criticó en lo más mínimo el trato que Salazar Alonso había dado a los campesinos o a los diputados socialistas. Públicamente había distinguido a su movimiento tanto del fascismo como del nazismo, pero era admirador de Dollfuss y nunca condenó los métodos del dictador austriaco para aplastar a la oposición. Cuando le preguntaban si era leal a la República, explicaba que la forma de régimen era «accidental». Todo el mundo sabía que su partido dependía del apoyo financiero monárquico.
En estas circunstancias, todos los dirigentes moderados de los partidos como Azaña, Martínez Barrio, Felipe Sánchez Román y Miguel Maura advirtieron al presidente de la República que no permitiera la entrada de la CEDA en el Gobierno, y todos ellos rompieron públicamente con él cuando anunció que Lerroux formaría un Gabinete con tres ministros de la CEDA. Un dividido Partido Socialista desencadenó la huelga general, que para los jefes mineros de la UGT significaba una insurrección armada en Asturias. En Barcelona, el Gobierno Companys trató de organizar una especie de pronunciamiento civil, proclamando el Estado catalán dentro de la República «federal» española, e invitando a un «Gobierno democrático en el exilio» a establecerse en Barcelona. En la zona de Oviedo los mineros crearon una Comuna basada en la cooperación de los socialistas de izquierda, los comunistas, anarquistas y trotskistas. Los más primitivos de entre ellos cometieron unas docenas de asesinatos y algunos saqueos. En Cataluña, la sublevación cedió rápidamente ante la firmeza y el sentido común del general Domingo Batet, mientras que en Asturias, el Gobierno, temeroso de depender de las tropas españolas, empleó a los moros y al Tercio de extranjeros para «pacificar» la provincia. Dos semanas de lucha, seguidas por dos meses de implacable represión, provocaron un escándalo internacional. La constante censura impidió a la opinión pública española saber lo que había pasado durante la lucha armada y luego en las comisarías de policía y en las cárceles. Varios centenares de ayuntamientos fueron suspendidos, y los nombrados por el Gobierno ejercieron sus funciones durante todo el año 1935.
Considerados en su ilación, la huelga de los campesinos, los alzamientos de octubre, la larga y continuada suspensión de las autoridades locales elegidas, y la fuerte represión asturiana, estuvieron a punto de destruir la República. Un régimen democrático no podría actuar si el ministro de la Gobernación se sentía libre para detener a voluntad a los oponentes políticos. Tampoco podía actuar si el jefe de la minoría mayor de las Cortes se negaba a declarar su lealtad a la República, o un sector del Partido Socialista preparaba, y participaba en ella, una sublevación armada contra el Gabinete elegido constitucionalmente. Era imposible que actuase si los gobiernos regionales se alzaban contra Madrid, y si las fuerzas armadas o la policía imponían su ley al restablecer el orden. No podía actuar si mes tras mes se prolongaba la censura de prensa y centenares de concejales municipales elegidos tenían que seguir suspendidos porque sus miembros pertenecían a los mismos partidos políticos que algunos de los dirigentes revolucionarios. Éstos no eran problemas que, como las controversias mencionadas, pudieran ser resueltos dentro de una República democrática con cierta experiencia, espíritu de compromiso y una creciente madurez política. Eran abusos que atacaban las bases del régimen.
En los veinte meses que transcurrieron de octubre de 1934 a julio de 1936 pudieron haber sido aprendidas las terribles lecciones de la revolución de Asturias. Pero de hecho la revolución de octubre pareció, tanto a las derechas como a las izquierdas, que había sido mal liquidada. Las primeras sostenían que las sentencias de muerte debieron haber sido cumplidas y que las investigaciones sobre la tortura constituían un ataque intolerable contra las fuerzas armadas que habían salvado a España del comunismo. Las últimas se negaron a reconocer la responsabilidad de aquéllos que se habían sublevado con las armas en la mano contra el Gobierno constitucional. Presentaban a los mineros (y al Gobierno catalán) como víctimas completamente inocentes de la «provocación fascista». La arbitraria suspensión de centenares de concejales municipales y los frenéticos esfuerzos para complicar a Azaña dieron por resultado una alianza defensiva entre los republicanos moderados y las izquierdas. La opinión pública española en 1935 estaba dominada por dos emociones completamente negativas: el temor al fascismo y el temor al comunismo. En presencia de la continuada censura y de la esterilidad parlamentaria, los grupos de acción directa de las derechas y las izquierdas prepararon el terreno para una prueba de fuerza.
Al mismo tiempo, es importante poner de relieve que no había nada inevitable o irreversible en la degradación de la situación. Un historiador debe tratar estrictamente con lo que pasó más bien que con lo que pudo haber pasado; pero si no menciona los factores que pudieron haber producido un diferente curso para los acontecimientos, corre el riesgo de dar una falsa impresión de «predestinación». Dentro de la coalición centro-derecha había hombres como Manuel Giménez Fernández, dispuesto a trabajar para una efectiva reforma agraria; como Filiberto Villalobos, determinado a proseguir la construcción de escuelas públicas; como Joaquín Chapaprieta, decidido a cortar el despilfarro administrativo y a redistribuir los impuestos de un modo más equitativo. Los ministros radicales de Obras Públicas no estaban tan capacitados como Indalecio Prieto, pero intentaron continuar el desarrollo hidráulico. Una gran fracción de la coalición gobernante apoyó a Portela Valladares cuando éste resistió con éxito los esfuerzos de Gil Robles para que la guardia civil fuera puesta bajo la autoridad del ministro de la Guerra. Si las heridas de la revolución asturiana hubieran sanado, estos elementos constructivos de la derecha moderada habrían tenido mucho mayor peso. En el otoño de 1935 algunos de estos dirigentes insistieron en el restablecimiento de los ayuntamientos suspendidos y de la Generalitat catalana, así como en la amnistía para miles de presos políticos, antes de la próxima campaña electoral. A fines de 1935, sólo una amnistía habría alterado toda la naturaleza de aquella campaña, y es por tanto perfectamente razonable decir que todo el curso de los acontecimientos que culminaron en la guerra civil pudo haber sido evitado. Esta posibilidad ha sido oscurecida por los escritos polémicos. La mayoría de los intérpretes izquierdistas, han identificado sin discriminación a la mayoría de las Cortes de 1933-1935 con la reacción y el fascismo. Los intérpretes franquistas se han complacido en sus propios razonamientos para pretender que la causa nacionalista en la guerra era la causa de la derecha moderada.
La victoria de las izquierdas en las elecciones de febrero de 1936 llevó al poder a Manuel Azaña una vez más. En términos del programa del Frente Popular y de la nueva mayoría de las Cortes, el Gobierno reasumiría ahora la construcción de una República laica y reformista cuyos fundamentos habían sido puestos en el período de 1931-1933. Sin embargo, varias circunstancias hicieron absolutamente imposible para Azaña gobernar como él, y la mayoría del pueblo que había votado por él, esperaron. La estabilidad de sus primeros gobiernos dependió de la cooperación de los socialistas; pero éstos estaban siempre internamente divididos sobre la conveniencia o no de compartir el poder con los republicanos burgueses. Durante el período de las Cortes Constituyentes habían apoyado firmemente a Azaña; pero los desengaños como el de la reforma agraria, la amargura acumulada por la represión asturiana, el progreso de las teorías revolucionarias entre los miembros más jóvenes y la conversión de Largo Caballero a la posición revolucionaria, alteraron radicalmente la postura de los socialistas. Ahora intentaban más bien espolear al Gobierno reformista de las izquierdas que compartir la responsabilidad con él para la puesta en práctica de un programa gradual.
La radicalización del Partido Socialista se reflejó en la intoxicación revolucionaria que se desarrollaba entre las masas. Esta intoxicación no respondía a ningún programa específico o de partido, ni era controlada por la UGT o la CNT. Para los comunistas era positivamente embarazosa. He conocido a varios intelectuales caballeristas en el exilio, todos ellos admiradores de Hugh Gaitskell y Paul Henri Spaak. He conocido a obreros caballeristas en España cuya principal preocupación era, y es, gozar de completa libertad sindical, sea bajo una Monarquía o una República. (Eran los «accidentalistas» de la izquierda, lo mismo que la mayoría de la CEDA constituía los «accidentalistas» de la derecha).
Largo Caballero fue un estuquista, un burócrata sindical y un recién converso marxista. Pero el fenómeno «caballerista» sólo puede ser comprendido en términos de la cuestión campesina. Tenía las mismas raíces que el movimiento zapatista en México y la revolución castrista en Cuba. Durante décadas, los oradores anarquistas estuvieron predicando la dignidad del trabajo y la absoluta igualdad del hombre con los campesinos que los terratenientes trataban como animales domésticos. Los dos primeros años de la República trajeron sustanciales ventajas políticas y económicas a los campesinos, y un gran aumento de la propaganda marxista y anarquista. Desde el principio del período Lerroux, una especie de «guerra fría» en el campo redujo los salarios a niveles prerrepublicanos. Luego, la huelga de los campesinos y la sublevación de Asturias dio al Gobierno la oportunidad de reprimir a la organización obrera en las poblaciones pequeñas. Las esperanzas frustradas, y los salarios de hambre, conformaron una mentalidad revolucionaria entre las masas rurales, y más de un joven intelectual marxista, que en los países del norte de Europa habría sido un socialdemócrata, abrazó el ideal revolucionario, indignado por la suerte de los campesinos.
La corriente caballerista fue más fuerte desde el verano de 1934 hasta finales de 1936. Emocionalmente estuvo motivada por el irresistible deseo de lograr la plena camaradería entre la clase media liberal y los intelectuales por un lado, y el proletariado agrícola e industrial por el otro. Asumía sin vacilación alguna que el proletariado era la clase que guiaría los destinos de la humanidad en un futuro libre de explotación. Los caballeristas no tenían programa dogmático, ni rendían culto al héroe. Largo Caballero no era considerado un Duce o un Führer. No tenía escoltas de motoristas ni se le dedicaban canciones. Simbolizaba lo mejor que la clase obrera española había producido en el camino de la autoeducación y la dedicación absoluta a la liberación económica y espiritual de las masas.
Largo Caballero no era el único dirigente del Partido Socialista, desde luego. Julián Besteiro podía igualarse a él por su dedicación, honestidad y ausencia de toda ambición mundana. Sin embargo, en el contexto internacional, Besteiro era el equivalente preciso de aquellos generosos pero ineficaces profesores italianos, alemanes y austriacos que no habían constituido obstáculo alguno para el triunfo del fascismo en sus países. Indalecio Prieto era un político más mundano y práctico que Besteiro, pero igualmente, en el contexto internacional, se parecía a un Ramsay Mac Donald que era más admirado fuera de su partido que dentro de él, y que sería capaz de presidir (como había presidido Mac Donald en la Inglaterra de 1931) un Gobierno de «unión nacional», que en realidad se limitaría a entregar el país a los reaccionarios. En España, Largo Caballero era el único jefe socialista del que se podía dar por descontado que no se «vendería» a la burguesía, y era el único dirigente de cualquier partido que podía hallar entusiastas colaboradores en todos los sectores desde el campo republicano liberal a los comunistas y anarquistas.
El movimiento caballerista incluía también ciertas ilusiones temporales. Los escritores de Claridad habían visitado algunas granjas colectivas escogidas de la Unión Soviética y dado por supuesto que lo que veían en estas aldeas a lo Potemkin era la verdad, o sería muy pronto la verdad de toda la vida rural en Rusia. Stalin promulgó en 1935 una Constitución que no sólo garantizaba las principales libertades «burguesas» logradas por la Revolución Francesa, sino que incluía el derecho al trabajo y prometía la construcción de una sociedad completamente sin clases. Desde luego no todas aquellas garantías y libertades habían sido trasladadas a la práctica. Pero los españoles estaban acostumbrados a las constituciones que formulaban una futura armazón más bien que una presente realidad. Su propia Constitución era de este tipo. Como eran completamente honestos en sus intenciones, supusieron que José Stalin también lo era. Las purgas sangrientas, que iban a constituir una completa burla de la libertad soviética, no comenzaron hasta agosto de 1936, tras el comienzo de la guerra civil en España.
Al creer que España estaba preparada para el Gobierno proletario, los dirigentes y obreros de la UGT hicieron igualmente suposiciones optimistas sobre los beneficios automáticos de la socialización. Prieto sabía, por su experiencia con los ferrocarriles nacionalizados, que el control gubernamental y los altos salarios no garantizaban de momento un manejo más eficiente y no llevaban en sí mismos a los obreros a mostrar más simpatía por los problemas de gestión. La mayoría de los elementos de la UGT no estaban preparados para reconocer este hecho. Durante décadas la moral optimista de los obreros conscientes de clase, y su sentido de la injusticia del sistema capitalista, les afirmaron en la creencia de que el proletariado era el único que «en realidad» hacía el trabajo productivo, y que por lo tanto deberían gobernar. Subestimaban grandemente la complejidad de las funciones organizativas y administrativas ejecutadas por aquéllos a quienes sólo sabían ver como explotadores.
El efecto práctico de estas esperanzas e ilusiones variadas fue que en lugar de apoyar al Gobierno de Azaña a principios de la primavera de 1936, la mayoría socialista anticipó la frustración de los liberales burgueses y esperó confiadamente alcanzar el poder para el proletariado en un futuro que ya se podía vislumbrar. Al mismo tiempo la derecha antidemocrática preparó francamente el derribo de la República. La Falange se expansionó rápidamente. El prestigio de Calvo Sotelo aumentó mientras el de Gil Robles decaía. Oficiales activistas conspiraron preparando un alzamiento y los carlistas se preparaban para una cruzada armada. El Partido Radical de Lerroux había sido destruido por su continuo apaciguamiento de los monárquicos y de la Iglesia, y, finalmente, por el escándalo del estraperlo. En junio de 1936 los hombres de la República liberal: Azaña, Casares Quiroga, Martínez Barrio, Felipe Sánchez Román y Miguel Maura, se hallaban completamente aislados entre los militares, monárquicos y la derecha fascista por un lado, y la izquierda marxista y anarquista por el otro. Tras la sublevación de Asturias, unos buenos estadistas aún pudieron salvar a la República. A mediados de 1936 las fuerzas parlamentarias democráticas ya no podían controlar la situación.
Considerando en conjunto la historia de los cinco años de paz de la República, creo que hubo varios factores importantes que trabaron al régimen desde el principio. Uno de los más importantes fue que el nuevo régimen nunca pudo contar con la ayuda leal de los cuerpos establecidos de funcionarios civiles. En la España del siglo XX las carreras de los servicios públicos estaban abiertas al talento. Hombres de origen modesto (Pedro Segura en la Iglesia, Francisco Franco en el ejército, Niceto Alcalá-Zamora en los cuerpos judiciales y civiles) se distinguieron por sus méritos. Pero los nombramientos más altos seguían siendo un don del rey. De los hombres que ocupaban altos cargos del Estado, en 1931, muchos estaban de veras agradecidos a Alfonso XIII. La mayoría de ellos, dejando aparte sus sentimientos hacia el rey, apreciaban mucho las relaciones aristocráticas que su éxito profesional les había proporcionado. Inmediatamente estigmatizaron de «desagradecidos» a la minoría de jueces, obispos y generales que favorecieron públicamente al nuevo régimen, y al igual que los funcionarios públicos alemanes bajo la República de Weimar, mostraban su desdén hacia una «República de trabajadores de todas clases».
También hubo desde los primeros días un problema de disciplina política, simbolizado gráficamente por el tan empleado adjetivo: desbordado. Uno tras otro, los dirigentes responsables se vieron, o hundidos o forzados a adoptar posiciones extremas por sus seguidores más radicales, o por grupos que amenazaban con atraerse a sus partidarios. Alcalá-Zamora fue desbordado por una masa de diputados anticlericales que hallaron en Azaña a un dirigente más capaz. El socialista moderado Prieto fue desbordado por Largo Caballero, que tomó la jefatura de los socialistas revolucionarios. Y Largo Caballero, a su vez, fue amenazado a su izquierda por el extremismo de las posiciones de la CNT. Lerroux fue desbordado por la actitud militante en favor de la Iglesia, el Ejército y la aristocracia social y financiera tomada por Gil Robles, y Gil Robles fue desbordado por la fraseología nazi de algunos de sus seguidores, y, finalmente, por el monarquismo reaccionario de Calvo Sotelo.
En relación con esto, había la debilidad que de modo sucinto expresa la frase: gastado por el poder. Los diputados eran bulliciosos, retóricos, poco experimentados, deseosos de gozar de los frutos de su cargo público. Al igual que con los diputados de las tercera y cuarta repúblicas francesas, el derribo del Gobierno existente era el deporte casero favorito. El primer ministro y sus principales colaboradores tenían que emplear constantemente sus dotes persuasivas para mantener la disciplina de su mayoría parlamentaria. Una gran variedad de motivos, desde los basados en los más altos principios a los más caprichosos o sórdidos, podían influir en los votos de los diputados. Ciertamente era verdad que, tras cada cambio ministerial, los principales ministros eran gastados por el poder.
Muchos analistas han llegado, examinando estos fenómenos, a la conclusión de que los españoles están incapacitados para la democracia política. Pero debe ser recordado que la República siguió a una dictadura de siete años y que la precedente Monarquía constitucional había falseado regularmente los resultados de las elecciones y la labor de las Cortes. La Democracia sólo puede ser aprendida a través de la experiencia, y la libre agitación política siempre incluye, quiérase o no, ciertas «componendas» en las alturas. Además, si uno fuera a juzgar tan sólo basándose en la Commonwealth cromwelliana o en el Congreso Continental, llegaría fácilmente a la conclusión de que ni el pueblo inglés ni el norteamericano son capaces de autogobernarse.
La República sufrió también de lo que los historiadores nacionalistas han llamado un constante estado de desorden, pero que yo creo que sería mejor calificado como estado de intranquilidad. Desde la época de Napoleón, y especialmente tras el comienzo de las guerras carlistas, la clase media española estuvo preocupada por la cuestión del orden público. La forma más segura de desacreditar a un Gobierno era demostrar que no podía controlar a los masones, a los carlistas, a los estudiantes o a los anarquistas, según fuera el caso. La guardia civil, fundada en 1844, pronto fue conocida como La Benemérita porque limpió los caminos rurales y los pasos montañosos de aquellas bandas cuyos miembros eran medio Robin Hood y medio bandidos, individuos que constituyeron el material humano de las guerrillas carlistas y de las sublevaciones populares anarquistas.
La República sabía que había de mantener el orden público si quería ganarse el consenso final de la clase media. Los anarquistas, opuestos por principio a toda participación política, se dieron cuenta de que la amenaza de desorden era su mejor arma para obtener concesiones de la burguesía. Los monárquicos, que a veces estaban en buenas relaciones con los anarquistas en las zonas rurales, hallaron fácil subvencionar y provocar las actividades anarquistas como medio de desacreditar al nuevo régimen. Hasta finales de la primavera de 1936, los desórdenes anarquistas fueron locales y esporádicos, y sofocados fácilmente. Pero su frecuente repetición, y la amplia publicidad que se les daba en circunstancias de completa libertad política, engendraron un estado de intranquilidad que llegó hasta minar la estabilidad, y los nervios, de los gabinetes republicanos.
En proporción a la amenaza que pareciera haber contra el orden público, aumentaba el peligro de la intervención militar. En todos los países hispánicos, las fuerzas armadas tienden a verse a sí mismas, mucho más que a los gobernantes civiles, como los guardianes decisivos de la legalidad. Hablando en general, estos países tienen clases medias pequeñas, políticamente tímidas e inexpertas, clases obreras militantes y desesperadamente pobres, así como tradiciones de libertad intelectual que proceden en gran medida de la agitación política libremente conducida sin que haya una adecuada expresión constitucional para tal agitación. Cuando un régimen dado, sea conservador o liberal, honesto o corrompido, amenaza ser desbordado por la creciente agitación social, el Ejército toma sobre sí el deber de restablecer el orden público.
La República española comenzó la obra de dotar a España de instituciones que respondieran a la expresión democrática de la opinión pública. El Gobierno y el Ejército se miraron mutuamente con desconfianza desde el primer momento, el primero conociendo la tendencia de los militares a considerarse los árbitros de la política nacional, los segundos sabiendo que uno de los principales propósitos de la República sería reducir el poder político del Ejército. En agosto de 1932 el general Sanjurjo se definió a sí mismo como el defensor de la nación contra las Cortes «ilegítimas» y las exageradas concesiones a la libertad regional. En octubre de 1934, el Ejército halló natural y correcto que el Gobierno trajera tropas africanas para aplastar la sublevación de Asturias, y se sintió halagado en el curso de 1935 al verse consultado por los políticos sobre la oportunidad de un golpe militar en el caso de nuevas agitaciones revolucionarias. En el momento de la victoria electoral del Frente Popular, en febrero de 1936, elementos militares ofrecieron sus servicios a Portela Valladares para anular las elecciones, y en el transcurso de la primavera advirtieron a Azaña repetidamente contra los «insultos» al Ejército y el creciente estado de desorden.
Mientras tanto, prepararon un putsch que habría de gozar del apoyo de los gobiernos de Italia, Portugal y Alemania, y la ayuda de poderosos intereses privados de Inglaterra. Intentaron un pronunciamiento que derribara al débil Gobierno republicano en nombre de la ley y el orden, contrarrestando así la posibilidad de un dominio parlamentario o revolucionario de la izquierda militante. La resistencia del pueblo en las grandes ciudades y la manifiesta ausencia de apoyo popular en todas partes, excepto en Navarra y partes de Castilla la Vieja, convirtieron rápidamente un pronunciamiento fracasado en una guerra civil.
En la zona del Frente Popular, la derrota del pronunciamiento animó el fervor revolucionario de las masas, que inmediatamente inauguraron una gran variedad de experimentos colectivos locales de inspiración semianarquista y semimarxista, y que condujeron a una feroz purga de sacerdotes, policías y elementos militares, así como de personalidades civiles tenidas por cómplices de los sublevados. En la zona insurgente, fanáticos carlistas y falangistas compitieron en la purga física de elementos moderados y de extrema izquierda en el norte de España, mientras que el ejército de África flagelaba Andalucía al modo característico de los ejércitos coloniales de todas las épocas. El particular salvajismo de la guerra durante el primer año queda explicado sólo en parte, sin embargo, por la psicología colonial de los oficiales de carrera y el fanatismo ideológico de los milicianos de derechas e izquierdas. El pueblo español ignoraba en gran medida el alcance destructor de las armas modernas. En las guerras carlistas del siglo XIX se luchó con pequeños destacamentos armados de fusiles y mosquetes. España no había visto nada parecido a la carnicería de la guerra de Crimea, las batallas austro-francesas en el norte de Italia en 1859 (que precisamente inspiraron a Henri Dunant la fundación de la Cruz Roja Internacional) y la guerra civil norteamericana. España no había vivido el sitio de París por los prusianos ni la Comuna de 1871, ni tampoco la primera guerra mundial.
La guerra civil vino como la suelta climática de las pasiones políticas de un siglo. Carlistas y liberales habían estado luchando para dominar a la nación desde la época de la Revolución Francesa. Ninguno de los choques anteriores fue decisivo, y ambos partidos reconocieron inmediatamente que se jugaban el todo por el todo en el verano de 1936. En el bando de las izquierdas, el marxismo y el anarquismo contribuyeron igualmente a la creencia del «destino manifiesto» entre el proletariado. Entre los militares las humillaciones de la guerra con los Estados Unidos en 1898 y las frustraciones de las campañas de Marruecos crearon una casta de oficiales ávida de establecer el dominio colonial sobre la población de la madre patria. En el bando de las derechas, el fascismo y el nazismo parecieron en general formas de «destino manifiesto» capaz de contrarrestar la rebeldía del proletariado. En ambos bandos, los compromisos emocionales se vieron reforzados por las actitudes hacia la herencia de las revoluciones francesa y rusa.
Quizá no haya habido período en la historia de ninguna nación (incluyendo a la Francia revolucionaria de 1789-1799 y la revolucionaria Rusia de 1917-1928), en que una proporción tan grande del pueblo actuara conscientemente por convicciones íntimas, como lo hizo el pueblo español durante los años 1931-1939. Los ritos de la tauromaquia y la herencia de la Inquisición fueron también dramáticos ingredientes de la crueldad desplegada en la guerra. Pero la coyuntura de pasiones políticas e ideológicas es ciertamente la principal explicación. Los que gustan de creer en la supuesta crueldad natural de los españoles tienden a olvidar que durante la guerra de Independencia de los Estados Unidos, a los leales a Inglaterra se les untaba de alquitrán y se les emplumaba; las campañas de la Vendée durante la Revolución Francesa, las características de la segunda guerra mundial en la Europa oriental, las fanáticas matanzas ocurridas en los pasados años en Argelia, Angola y El Congo. Dondequiera que el hombre considera que sus enemigos no pertenecen a la misma porción privilegiada de la especie humana que ellos, ocurren las mismas salvajadas.
Hacia la primavera de 1937 las peores pasiones se habían encalmado. En la zona republicana el Gobierno de Largo Caballero trabajó firmemente para restablecer la autoridad del Estado y permitió un grado de libertad política tan amplio como permitieron la mayoría de los regímenes democráticos maduros en tiempo de guerra. En la zona nacionalista, la dictadura personal y conservadora del general Franco impuso rápidamente su autoridad sobre los carlistas y la Falange. El régimen siguió siendo tan cruel y represivo como en los primeros días, pero su poder fue ejercido a través de canales más «normales». A los ojos de la mayoría de los españoles, el planteamiento era entre una España democrática e izquierdista y una España militar y reaccionaria. Fuerzas extranjeras se vieron grandemente comprometidas desde el principio. Sólo la ayuda de varias potencias permitió a los insurgentes recobrarse del fracaso del pronunciamiento, y la oportuna llegada de armamento ruso salvó a la República en noviembre. Pero en términos psicológicos, al menos, la mayoría de los españoles creyeron hasta la primavera de 1937 que su destino sería decidido principalmente por fuerzas españolas.
Sin embargo, cuanto más tiempo duraba la guerra, evidentemente más decisivas eran las intervenciones extranjeras. La Legión Cóndor y los italianos fueron decisivos en la campaña del Norte, de abril a octubre de 1937. Stalin decidió la caída de Largo Caballero y la supresión del POUM. Los consejeros rusos escogieron Brunete como lugar para la primera ofensiva republicana. La reapertura de la frontera francesa en marzo de 1938 hizo posible la continuación de la resistencia por parte de la República. El creciente favoritismo británico hacia los nacionalistas, el apaciguamiento de Italia y Alemania, y, finalmente, el pacto de Munich, decidieron la suerte de la República. Desde mediados de 1937 la guerra no fue más que una agonía prolongada. En ninguna de ambas zonas correspondió la política gubernamental a las fuerzas políticas tal como existían en 1936. La capacidad militar de ambos bandos dependió casi enteramente de los actos de las grandes potencias europeas.
A través de la década de los 1930 la situación internacional se desarrolló de modo desfavorable para la República española. Los años de paz coincidieron con la fase peor de la depresión económica mundial. La República se comprometió a desembolsos en un programa de obras públicas tipo New-Deal en una época en que los Estados Unidos, Inglaterra y Alemania tenían gobiernos conservadores para quienes los presupuestos equilibrados y la empresa privada eran las únicas virtudes económicas. Toda nación importante trataba de resolver los problemas de la depresión por medio de la autarquía más bien que por la expansión del comercio, y el Banco de Francia era la única institución extranjera que se mostró dispuesta a ayudar al nuevo régimen, a respaldar la peseta.
La victoria electoral de las derechas en 1933 respondió a un movimiento de la opinión pública dentro de España; pero también coincidió con la consolidación de regímenes fascistas en Alemania y Austria. En los dos años y medio que precedieron al estallido de la guerra civil, las derechas confiaron en el fascismo como «ola del futuro», y las izquierdas estuvieron decididas a no dejarse derrotar de la forma que lo habían sido las izquierdas alemanas y austriacas. La huelga de los campesinos y la sublevación de Asturias es probable que no hubieran ocurrido, y seguramente no habrían tenido tan desastrosas consecuencias si Alemania y Austria hubieran gozado todavía de la libertad política en 1934.
Durante la guerra, la opinión pública en los países occidentales fue en su mayor parte favorable a los republicanos; pero exceptuando la ayuda médica y el envío de los voluntarios de las brigadas internacionales, esta opinión no tuvo ningún valor práctico para la República. En cuanto a los Estados Unidos, el neutralismo y el aislacionismo contrapesaron las conocidas simpatías personales del presidente hacia la República. El Gobierno inglés favorecía a los nacionalistas, y Francia consideró imposible desafiar a la vez a las potencias fascistas y a Inglaterra ayudando a la República española. Durante la segunda guerra mundial, el ejército de los Estados Unidos aplicó a aquéllos que lucharon en las brigadas internacionales la expresiva frase de «antifascistas prematuros».
La guerra en sí constituyó la más amarga de las educaciones políticas para el pueblo español. Éste aprendió lo que el dominio militar hace al tejido de la vida civil, y sufrieron la vana jactancia de la mentalidad fascista. Fue el primer pueblo europeo en experimentar los bombardeos aéreos en masa, y el único pueblo de la Europa occidental que sufriera directamente la cínica explotación comunista del ideal del Frente Popular. Aprendieron los peligros del izquierdismo infantil, tanto en los aspectos políticos como en los económicos de una economía colectivizada. También se enteraron de que una guerra civil pone a una pequeña nación a merced de las grandes potencias.
Respecto al desarrollo de España, el resultado más importante de la guerra civil fue la derrota total de los liberales y las izquierdas. La Iglesia y el Ejército lograron un poder más grande que bajo ningún gobierno conservador monárquico o dictadura militar de todo el siglo XIX. Los terratenientes volvieron a recuperar sus fincas y su autoridad, y el abismo entre su nivel de vida y el de los campesinos siguió siendo tan grande como antes de 1931. La Institución Libre de Enseñanza y sus varias filiales fueron suprimidas. La censura de prensa, de libros, teatro y cine se hizo mucho más severa que en tiempos de Primo de Rivera. (Tal censura existió bajo la Monarquía sólo en momentos de grave tensión social). Ciertamente, puede decirse que el general Franco creó el régimen más poderoso y represivo que haya existido en España desde el reinado de Felipe II.
La guerra civil fue seguida por una represión política masiva. El general Franco no siguió el ejemplo de un Lincoln que terminó la guerra de secesión en los Estados Unidos «sin malicia hacia nadie» y de un general Grant que dijo a Lee que los soldados confederados desmovilizados podrían llevarse a casa sus mulas y empezar la arada de primavera. Decenas de millares de veteranos republicanos fueron fusilados, con o sin el beneficio de alguna forma de consejo de guerra. Otras decenas de millares habrían de pasar años en trabajos forzados, reparando carreteras y ferrocarriles, alquilados por salarios de peonaje a contratistas particulares, o construyendo el gigantesco mausoleo del Caudillo, el Valle de los Caídos.
Sin embargo, a pesar de la victoria total y de la represión en masa, la guerra civil no arregló nada. Ni el general Franco ni las clases poderosas que lo apoyaban tenían nada que ofrecer en el terreno de un programa social que pudiera resolver los problemas históricos del país. El remate de la tragedia de la guerra fue la absoluta falta de imaginación o de magnanimidad de los vencedores. La masa del pueblo, exhausta por ocho años de inestabilidad y luchas, habría cooperado de buena gana en un programa de recuperación nacional. Pero tal programa sólo podría haber sido cumplido con la ayuda de las potencias democráticas, y a expensas de las clases dominantes que habían apoyado la causa nacionalista. Habría requerido simpatía hacia las democracias y no hacia el Eje durante la guerra, y un regreso a la libertad política e intelectual tras ella, como ocurrió en Italia. Habría requerido la construcción de millares de escuelas, de una redistribución significativa de la riqueza, una reducción radical del poderío de la aristocracia terrateniente y financiera. El temperamento del dictador, y la naturaleza de las fuerzas de que su régimen depende, se combinaron para que tales cambios se redujeran al mínimo. La creciente industrialización, el ejemplo de la prosperidad de la Europa de la posguerra y la influencia del dinero y los métodos norteamericanos, ayudaron a la recuperación económica gradual de España en la década de los 1950. Pero desde el punto de vista ideológico y político, el régimen conserva su carácter original de dictadura militar reaccionaria.
Con respecto a los años 1931-1936, la interpretación histórica ha sido dura hasta ahora para la República española. En efecto, los historiadores franquistas y liberal-izquierdistas han coincidido parcialmente en sus críticas. Los primeros explican que los dirigentes republicanos eran tímidos y unos resentidos, si no homosexuales. Los últimos hablan irónicamente de aquellos intelectuales escrupulosos que, según ellos, debieron actuar como los jacobinos de 1793, pero que en cambio trataron de distribuir las tierras y construir, escuelas sin fusilar a sus oponentes. La primera interpretación está dominada por los mitos fascistas acerca de la virilidad, y la segunda por las exageradas analogías con la Revolución Francesa.
Los esfuerzos de la República española deben ser considerados en un contexto más amplio. En el último medio siglo, el privilegiado mundo occidental ha llegado a ser consciente de la existencia de muchas naciones subdesarrolladas, primero en la Europa oriental y los Balcanes, luego en el Oriente medio, Asia, África y la América latina. Entre finales del siglo XIX y los tiempos actuales ha habido una multitud de movimientos políticos que han intentado dar un cierto grado de libertad y prosperidad a muchos países. La República española resiste la comparación con los mejores de estos movimientos: la República de Checoslovaquia (también destruida por el fascismo), la Revolución mexicana y la República de la India. Ningún gobierno extranjero progresivo ha iniciado más proyectos beneficiosos que los gobiernos españoles de los años 1931-1934. Ningún gobierno español hizo tanto por el pueblo desde los tiempos de Carlos III en el siglo XVIII.
La guerra civil tuvo también un significado positivo que con el tiempo trascenderá de los sufrimientos y destrucciones que fueron sus inmediatas consecuencias. Es un terrible dilema humano, repetido, que a veces los hombres no tienen más elección que someterse a la tiranía o luchar en una guerra que con toda probabilidad destruirá muchas de las instituciones que ellos trataban de defender. En julio de 1936 el pueblo español se encaró con la alternativa de sumisión o resistencia. Escogió resistir y, como sus antepasados en más de dos mil años, luchó magníficamente. Pero el ejército republicano no luchaba para expulsar moros, o para subyugar holandeses o indios reacios. La minoría de españoles que continuaba las tradiciones de imperialismo e intolerancia figuraba en las filas del ejército nacionalista. La mayoría luchó para preservar de la tiranía a España y a Europa. Fueron vencidos, pero no humillados en sus almas. La grandeza moral de una República generosa y de una lucha titánica por la libertad servirá bien a su espíritu en el futuro.