EL FIN DE LA GUERRA
EN las dos primeras semanas de febrero de 1939, la principal preocupación del jefe del Gobierno, Negrín, era acabar con la guerra sobre la base de que no hubiera represalias. En la última reunión de las Cortes, el primero de febrero, en Figueras, anunció las tres condiciones con las cuales esperaba lograr la paz: la independencia e integridad territorial de España tendrían que ser garantizadas (contra el posible control italiano de las Baleares y el control alemán de las minas); el pueblo habría de tener libertad para escoger la futura forma de gobierno; los soldados y oficiales republicanos habrían de recibir garantías de que no sufrirían represalias. Unos días después, en el pueblo de Agullana, se reunió con el encargado de negocios británico Stevenson y con el embajador francés Henry. Esperando que ellos mediaran en Salamanca, les confió que en realidad la tercera condición, la garantía contra las represalias, era la única sobre la que el Gobierno se veía absolutamente obligado a insistir antes de deponer las armas. Tras cruzar la frontera el día 6, estableció su cuartel general en el consulado español en Toulouse[442].
Entre el 27 de enero y el 10 de febrero, aproximadamente medio millón de españoles en retirada penetraron en Francia. Familias con individuos de tres generaciones, empujando carretones de dos ruedas atiborrados con colchones, utensilios y muñecas, atestaron las carreteras desde Barcelona a Port Bou. Hacia el 5 de febrero los franceses habían contado 170 000 personas, pues hasta esta fecha sólo habían permitido el cruce de la frontera a los civiles. Del 5 al 9 permitieron la entrada a 300 000 soldados a condición de que entregaran las armas en la frontera. Mientras los gendarmes conducían a los refugiados hacia los campos de concentración improvisados en las playas cercanas a Argeles y St. Cyprien, los campesinos franceses los miraban al pasar, algunos con lágrimas en los ojos, otros murmurando: sales rouges (sucios rojos). Los soldados, en su mayoría, mantuvieron la disciplina durante la retirada. Orgullosamente formaban filas y cruzaron la frontera en formación militar. Teniéndose a sí mismos como defensores del Gobierno legítimo de la República y de la democracia mundial, se indignaban de que los gendarmes franceses los cachearan como si fueran una horda de criminales sospechosos. El general Rojo y su Estado Mayor se esforzaron para minimizar la mala voluntad entre la policía y el ejército en desbandada.
Los franceses, con su larga tradición en la concesión del asilo político y conociendo las represalias que los nacionalistas llevaban a cabo en los territorios conquistados por ellos, no vacilaron en concederles refugio, pero estaban completamente impreparados para recibir aquel alud de gente y no deseaban complicar sus futuras relaciones con los vencedores. Los representantes de Burgos, acompañados por oficiales franceses, visitaron los campos para invitar a los soldados exrepublicanos a que se repatriaran. Prometieron que nadie sería perseguido por sus opiniones o por haber pertenecido a organizaciones políticas. Por otra parte, el 13 de febrero el general Franco publicó un decreto referente a las responsabilidades políticas de todos aquéllos que se habían opuesto al movimiento nacional por la acción o por la «grave pasividad» desde el primero de octubre de 1934. Esto significaba claramente que todos los funcionarios civiles, jefes de partidos y voluntarios de las milicias que habían apoyado al Frente Popular tendrían que responder de sus actividades. Los veteranos consideraban sus posibilidades mientras camiones y café caliente esperaban a todos aquéllos que escogieran la repatriación. A finales de febrero y en marzo quizás unos 70 000 hombres cruzaron la Francia meridional para regresar a España por la frontera de Hendaya-Irún[443].
En Toulouse, Negrín, Del Vayo y Uribe intentaron convencer a Azaña y a sus colegas del Gabinete para que regresaran al territorio aún en manos republicanas, bien para ayudar a una ordenada rendición y evacuación de dicho territorio o para proseguir la lucha, según las circunstancias. Los tres puntos de Negrín no obtuvieron ninguna respuesta de los nacionalistas. El general Franco declaró repetidamente a los representantes británico y francés que la guerra estaba terminada y que no tenía intención de negociar con Negrín ni con nadie. El 22 de febrero Negrín llegó a la conclusión de que no quedaba otra alternativa que continuar luchando. El general Rojo ya había presentado la dimisión, diciendo que se negaba a pedir al pueblo español que cometiera suicidio[444]. Martínez Barrio, presidente de las Cortes; José Antonio Aguirre, jefe del Gobierno vasco, y Luis Companys, presidente de la Generalitat, adoptaron la misma posición que Azaña.
Negrín, acompañado por Álvarez del Vayo y sus ministros, se dirigió en avión a la zona central. El 26 de febrero, en el aeropuerto de Los Llanos, no muy lejos de Valencia, se reunió con los comandantes jefes de lo que restaba del ejército. Les dijo que había estado tratando de conseguir una paz honorable por medio de negociaciones, no sólo desde la reunión de las Cortes en Figueras, sino en varias ocasiones desde la primavera de 1938. Concluyó diciendo que la República no tenía más elección que resistir. Los oficiales de carrera que habían sido leales a la República desde el 18 de julio, los generales Matallana, Escobar y Menéndez, eran de la opinión que sería imposible proseguir la resistencia militar[445]. Mientras tanto, el 24 de febrero el general Franco, seguro de la victoria, llegó a un acuerdo con los cuáqueros por el cual la armada nacionalista permitiría que buques cargados de alimentos entraran en los puertos republicanos[446].
El 27 de febrero Francia e Inglaterra anunciaron su reconocimiento del Gobierno nacionalista. Horas después, Manuel Azaña dimitió, y Martínez Barrio su sucesor constitucional, se negó a ejercer el cargo. La estructura de la segunda República española se había derrumbado. La gran mayoría de sus jefes militares y civiles creían que ya no les quedaba por hacer más que acabar con la matanza y esperar que los nacionalistas fueran misericordiosos con la población después de que los dirigentes derrotados se quitaran de en medio. En la zona central, Negrín consideraba su responsabilidad de un modo muy distinto. Sin hacer caso de lo hecho por Azaña (que siempre fue un derrotista), el jefe del Gobierno que había querido la batalla del Ebro no podía rendir la España republicana a un enemigo que negaba toda clase de garantías. En respuesta al pesimismo de los oficiales, habló de la artillería y las ametralladoras rusas que esperaban en Marsella, y de un rumor muy extendido entre los soldados sobre motores de aviación americanos que se suponían en camino.
El 2 de marzo, desesperado, anunció una serie de nombramientos con los que esperaba conservar el control de la zona central. Los oficiales comunistas que habían dirigido la única resistencia concertada durante la lucha en Cataluña fueron ascendidos: el coronel Modesto fue nombrado general jefe del ejército del Centro (en sustitución de Miaja), los comandantes Líster y Galán obtuvieron el grado de coroneles. Oficiales comunistas fueron nombrados para regir los puertos de Alicante y Cartagena. En Madrid, Negrín trató de conservar la lealtad del coronel Casado, un oficial de carrera que no era comunista y que había servido a Largo Caballero y a él mismo y al que ahora nombró general.
Los nombramientos de Negrín sólo sirvieron para precipitar su caída. Los elementos no comunistas reaccionaron inmediatamente, no tanto por los ascensos merecidos de los oficiales comunistas, sino ante la perspectiva del control comunista de los puertos por los que habría de tener lugar toda la evacuación. El 4 de marzo hubo un confuso levantamiento en Cartagena, implicando a la vez a falangistas y grupos izquierdistas, y la flota zarpó para el África del Norte francesa. Jesús Hernández, comisario general para la zona Centro-Sur, envió tropas al mando de oficiales comunistas para reprimirlo[447].
Los acontecimientos más importantes, sin embargo, ocurrieron en Madrid. El coronel Casado había puesto bien en claro en Los Llanos y en ulteriores conversaciones telefónicas que no estaba de acuerdo con la política de resistencia a ultranza de Negrín. Durante los últimos días de febrero, comenzó en Madrid las negociaciones para la formación de un Consejo Nacional de Defensa, que se haría cargo del poder con el propósito de terminar la guerra en las mejores condiciones posibles, si Negrín persistía en sus esfuerzos para continuar la lucha. La dimisión de Azaña y los ascensos del 2 de marzo (Casado se negó a aceptar el suyo cuando Negrín se dirigió a él por primera vez llamándole «general») apresuraron la decisión de los enemigos del jefe del Gobierno.
En Madrid los ánimos habían cambiado mucho desde los heroicos días de noviembre de 1936. Hasta bien entrada la primavera de 1937, el pueblo había creído en la victoria, y estaba jubiloso al darse cuenta de que en su ciudad se estaban desarrollando acontecimientos de importancia mundial. Luego vino la caída de Largo Caballero, la pérdida de Bilbao y la horrible e inútil carnicería de Brunete. La guerra había acabado con un jaque mate que tenía a todos con los nervios en tensión, los principales teatros de acción estaban lejos de Madrid, pero con el enemigo acampado a las puertas, mientras que el hambre y el frío iban desgastando la moral de los ciudadanos. La inflación galopante significaba la bancarrota de la economía republicana. La emisora de Burgos radiaba las series y números de los billetes de banco que los nacionalistas aceptarían como válidos a su entrada en la capital y los comerciantes se negaban francamente a aceptar otros. La clase obrera de Madrid era en su mayoría socialista o anarquista; la clase media, en gran parte republicana moderada. En noviembre de 1936 ambas acogieron bien tanto las armas como los oficiales rusos, y brindaron por la salud de José Stalin. El frente unido de elementos democráticos y de extrema izquierda contra el fascismo había sido una realidad en carne y hueso. A finales de 1937 la población había dejado de ser «compañera de viaje». La influencia comunista en el ejército, naturalmente, provocó el resentimiento de los otros partidos. La mayoría de los socialistas consideraban a Negrín un renegado, y los republicanos liberales, aun admirando su habilidad y sus intenciones, lo consideraban el hombre fachada de los comunistas.
La personalidad civil más admirada en Madrid era indudablemente el socialista moderado Julián Besteiro, que era madrileño, había sido catedrático de Lógica y decano de la Universidad. Fue concejal del Ayuntamiento de Madrid y había ocupado un escaño en las Cortes desde 1918 hasta el golpe de Estado de Primo de Rivera. En 1931 los otros diputados lo eligieron para presidir las Cortes Constituyentes. Educado en la Institución Libre de Enseñanza, dio allí frecuentes conferencias, así como en la Casa del Pueblo. Había sido compañero íntimo de Pablo Iglesias, y varias veces presidente de la UGT. Así que durante décadas participó activamente en las mejores fases liberales, intelectuales y socialistas de la vida de Madrid. Durante la guerra fue particularmente querido por su lealtad a la ciudad. Se quedó en Madrid cuando el Gobierno y las Cortes se marcharon a Valencia. A principios de 1937 le ofrecieron la embajada en la Argentina. Como estaba enfermo, pudo haber aprovechado la oportunidad para servir a la República y de paso escapar de la guerra[448]. Pero como concejal del municipio estaba ocupado con los problemas del alojamiento y las condiciones generales de vida de los refugiados, y declaró que no deseaba abandonar la ciudad mientras estuviera sitiada. Tras el fracaso de su misión en Londres, en mayo de 1937, regresó inmediatamente a Madrid, diciendo que no volvería a dejar la ciudad de nuevo, excepto para hacer un servicio mayor al pueblo español, con lo que quería decir, y todo el mundo sabía lo que quería decir, para presidir un Gobierno que negociara la paz[449].
El pesimismo de Besteiro era tanto político como militar. En su opinión, la República había llegado con el adelanto de una generación, antes de que hubiera echado raíces en las masas españolas una actitud tolerante y cultivada, y antes de que la UGT hubiera tenido tiempo de preparar una generación de obreros políticamente educados y con la necesaria experiencia administrativa en el autogobierno. Como presidente de las Cortes Constituyentes, no participó personalmente en los debates, como es natural. Sin embargo, era bien sabido que le disgustaban los torrentes de oratoria anticlerical y los ataques dogmáticos contra el papel de las escuelas de la Iglesia. En 1933 consideró la evolución izquierdista de Largo Caballero como un desastre político. Se opuso francamente a la línea revolucionaria y en las juntas del partido votó contra el plan de un levantamiento en octubre de 1934. Al mismo tiempo compartía por entero la desconfianza de las izquierdas hacia Gil Robles y la determinación de resistir al fascismo, por la fuerza, si fuere necesario. Por lo tanto, apoyó sin vacilar a la República el 18 de julio. Pero pronto, el horror a los «paseos» y luego el creciente poderío de los comunistas le hicieron adoptar una actitud pasiva, apolítica, en relación con las autoridades. Su lealtad era para la República de 1931-36, y para las tradiciones de Francisco Giner de los Ríos y Pablo Iglesias, no para la República de Largo Caballero y Juan Negrín.
La personalidad de Besteiro, como la de tantos otros socialistas y liberales españoles, incluía un profundo elemento religioso. Como catedrático de filosofía, enseñaba lógica sin rastro de misticismo, y en las discusiones económicas abogaba por el marxismo ortodoxo. Al igual que muchos intelectuales de países católicos, sus sentimientos religiosos carecían de expresión porque rechazaba a la Iglesia católica sin desear luchar contra ella o sustituirla por otra Iglesia. Durante años se había cuidado de una latente tuberculosis. Ahora, trabajando intensamente y viviendo sin la adecuada alimentación ni calefacción, se fue agudizando cada vez más ésta. En marzo de 1939 estaba preparado para hacer cualquier sacrificio a fin de aliviar los sufrimientos de los que eran más jóvenes y gozaban de buena salud, frente a los cuales se sentía responsable como dirigente de una causa que había fracasado. En lo más profundo de su alma sentía el deseo del sacrificio expiatorio, la esperanza de que su prisión y muerte pudieran aliviar el peso de las represalias contra otros[450].
La Junta, tal como fue organizada por el coronel Casado, representaba prácticamente a todos los elementos no comunistas del Frente Popular en la zona de Madrid. Casado retuvo la cartera de Defensa y Besteiro actuó como ministro de Estado, ante la posibilidad de negociaciones con Burgos. Un socialista del ala de Caballero, Wenceslao Carrillo, se hizo cargo del Ministerio de la Gobernación. El general Miaja, que se había hecho comunista durante la defensa de Madrid, y que como comandante de los ejércitos de la zona central se había mostrado partidario de la resistencia hasta la celebración de la conferencia de Los Llanos, se unió a la conspiración en el último momento. Su prestigio hizo que, naturalmente, fuera elegido como presidente de la Junta. Los generales Matallana y Menéndez, militares de carrera apolíticos, que eran muy respetados, apoyaron a la Junta, al igual que Cipriano Mera, el principal oficial anarquista del frente de Madrid, y lo mismo hicieron prácticamente todos los dirigentes de la UGT y la CNT en la ciudad.
La Junta se hizo cargo del poder el 5 de marzo y Besteiro explicó por radio sus propósitos al pueblo de Madrid. Acusó a Negrín de tratar de proseguir en el cargo a pesar de la dimisión de Azaña y su extrema posición minoritaria dentro del Gobierno tras la pérdida de Cataluña. Dijo que Negrín estaba engañando al pueblo con falsas esperanzas de llegada de más armamento y de una guerra mundial que sumergiría el conflicto español en una guerra victoriosa contra las potencias fascistas. Instigó al pueblo a obedecer a la Junta de Casado y a mostrar su valor por el modo en que aceptaran la derrota.
Negrín no reaccionó inmediatamente al golpe de Madrid. Los jefes militares comunistas de Madrid y Ciudad Real, tras un par de días de incertidumbre sobre la actitud a adoptar, se sublevaron contra Casado, provocando así una guerra civil en estas dos ciudades. Las tropas de Cipriano Mera en la capital y del general Escobar en Ciudad Real inclinaron pronto la balanza en favor de la Junta de Casado. Un problema mucho más difícil fue convencer a los comunistas de las filas de su espantoso error y restablecer un cierto grado de autoridad moral en favor del Consejo. El 9 de marzo, Edmundo Domínguez, un socialista de Negrín, habló por radio para insistir en que Negrín no deseaba mantenerse en el cargo por la fuerza, que no había opuesto resistencia a Casado y que no había «desmentido ni desautorizado al Consejo Nacional de Defensa». Al día siguiente el general Matallana habló por radio para decir de modo razonable y calmoso que nadie había derribado al Gobierno de Negrín; sencillamente había caído por sí mismo[451].
Las contradicciones de la posición personal de Negrín, junto con su agotamiento físico, culminaron en su sorprendente pasividad. Un año y medio de mando en tiempo de guerra había revelado un grado de habilidad ejecutiva y un gusto por el poder, los cuales apenas si el propio Negrín habría sospechado antes de 1937. Había hallado a Azaña desmoralizado. En cuanto a Prieto, su admirado mentor político, era un brillante analista y organizador, un colega leal e incansable, pero que se alteraba fácilmente por las malas noticias y que dependía cada vez más de la ecuanimidad y el poder de decisión de Negrín. Desde el momento en que ocupó el cargo de jefe del Gobierno, trabajó igualmente bien con los militares de carrera más importantes, como Rojo y Matallana, y con los principales jefes comunistas producidos por la guerra, como Líster y Modesto. Entre tantas desilusiones militares y diplomáticas se veía a sí mismo como el hombre de quien dependían incluso sus más enérgicos colaboradores para renovar su coraje en los momentos difíciles. Había salvado a la República del colapso en abril de 1938, y sin su buen ánimo, la milagrosa resistencia del Ebro habría sido inconcebible.
Considerando la situación general de la República, no sentía el peso de los malos recuerdos ni los escrúpulos de los dirigentes anteriores. Besteiro se preguntaba si la República no había advenido demasiado pronto para tener éxito. Azaña no podía evitar el preguntarse si su anticlericalismo de 1931-1933 no lo hacía en cierto modo responsable del frenesí de 1936. La rivalidad entre Prieto y Largo Caballero había paralizado al Partido Socialista, y ambos hombres sentían escrúpulos que reducían su efectividad como dirigentes de guerra. Prieto odiaba las sentencias de muerte, y Largo Caballero habría dejado el cargo antes que acceder a la supresión de la izquierda no comunista. Los principales republicanos moderados, tales como Giral, Martínez Barrio, Bernardo Giner y Julio Just, eran hombres de temperamento pacifista, al igual que los dirigentes vascos Aguirre e Irujo y los catalanes Companys y Tarradellas. Todos ellos eran hombres cuyas energías estaban más o menos enervadas por hacerse a sí mismos preguntas acerca de sus errores pasados y tratando de minimizar los sufrimientos durante la guerra. Negrín era también fundamentalmente un civil y hombre pacífico; pero la muerte de algunos individuos no pesaba en su mente, ni tenía virtualmente un pasado político sobre el que reflexionar. Admiraba el coraje, la tenacidad y la voluntad de mando. No era extraño que le parecieran cobardía los escrúpulos que él no podía compartir.
Consideraba que las fuerzas más importantes de la zona republicana eran los comunistas y los anarquistas, y que las fuerzas nacionalistas más significativas eran la Falange y los requetés. Esta opinión refleja el gran peso que otorgaba a aquéllos que actuaban, y su relativa despreocupación por los republicanos y socialistas moderados demuestra lo despegado que estaba de las labores y preocupaciones de la gran mayoría de las izquierdas españolas. Se tenía a sí mismo como fuera de la contextura de los partidos políticos y como dirigente de la España democrática y civil, al igual que el general Franco (asimismo un hombre de poco pasado político) era el jefe de la España militar y reaccionaria. Una vez confió al general Rojo que se sentía más próximo a algunos de los nacionalistas menos sectarios que a muchos de los dirigentes del Frente Popular[452]. Pudo haber considerado, hasta los primeros días de marzo de 1939, que de algún modo podría llegar a un entendimiento con sus oponentes, aunque éstos no mostraron mucho respeto por los viejos políticos de partido, hacia los que él tampoco sentía gran estima.
Hasta la caída de Cataluña, Negrín estuvo absolutamente convencido de su misión. Sabía que su ejército era disciplinado y estaba bien mandado. Mantuvo su cooperación con los oficiales más capaces sin tener en cuenta sus filiaciones políticas. No se hacía ilusiones sobre los motivos que guiaban a las diversas potencias europeas. Por otra parte, su disgusto hacia los partidos políticos le impidió probablemente darse cuenta de hasta qué punto la moral de los civiles se había derrumbado, y el colapso completo de principios de febrero puede que le sorprendiera. En todo caso, tras la batalla de Cataluña, perdió la seguridad que le había guiado a través de sus 18 meses de jefatura gubernamental. Sus críticos le han acusado de hipocresía porque a mediados de febrero de 1939 dijo en una ocasión que estaba planeando la evacuación de la zona central y en otra que lo único que se podía hacer era resistir, resistir, resistir. Se sentía igualmente responsable del medio millón de refugiados que había en las playas al sur de Perpignan y de los 250 000 soldados republicanos que había en la zona central. En las últimas semanas de la guerra sus actos no fueron nunca decisiones, sino, tan sólo, meros reflejos. Ante la negativa de los nacionalistas a negociar, un reflejo de luchar; ante el golpe de Casado, un reflejo de rendición, para evitar el peor mal de todos, una guerra civil dentro de la guerra civil.
El 5 de marzo tomó un avión en la posición llamada Dácar, cerca de Elda, y regresó a Francia sin tomar posición ante el establecimiento de la Junta de Casado. El 15 de marzo la resistencia comunista había sido aplastada, a costa de unos centenares de muertos en la lucha y la ejecución de dos oficiales comunistas en Madrid. La Junta de Casado esperaba poder negociar ahora el fin de la guerra con los nacionalistas. La prensa de Madrid empezó a referirse a las «fuerzas bajo el mando del general Franco» dejando lo de «las hordas fascistas». Besteiro habló por Radio Madrid de preparar una «paz honorable». Serrano Súñer habló por Radio Zaragoza de una «paz victoriosa». El 14 de marzo Burgos anunció el establecimiento de un tribunal de Responsabilidades Políticas, el cual, bajo la presidencia del propio Serrano Súñer, juzgaría los actos de todos aquéllos que se hubieran opuesto al Movimiento Nacional desde el primero de octubre de 1934.
Al igual que Negrín antes que ellos, Besteiro y Casado esperaron lograr al menos un punto esencial: una garantía contra las represalias políticas. Pidieron que en el caso de celebrarse procesos se concedieran los procedimientos de los tribunales civiles y los derechos de la defensa al igual que en tiempo de paz. Pidieron que fuera respetada la libertad de los militares profesionales tanto como la de los milicianos, a menos que fueran culpables de delitos comunes. Los nacionalistas contestaron del mismo modo como habían hablado a los soldados desmovilizados en los campos de concentración franceses y como replicaron a los diplomáticos ingleses que les preguntaron sobre sus intenciones hacia el enemigo derrotado. Serían generosos con «aquéllos que, no habiendo cometido delitos, habían sido arrastrados a la lucha por el engaño». «Ni el mero servicio en las fuerzas rojas ni el haber pertenecido a partidos políticos sin relación con el movimiento nacional serían considerados motivos de responsabilidad política.»[453]. Pero en cuanto a los procedimientos específicos y garantías, los derrotados tendrían que entregarse a la merced de los vencedores. En el pasado, las derechas españolas jamás habían querido garantizar las normas occidentales de justicia. Era quimérico suponer que lo harían ahora al término de una guerra civil en la que habían luchado para preservar a España de los males del liberalismo occidental.
Sin embargo, hicieron la comedia. El 23 de marzo dos oficiales que representaban a Casado se trasladaron en avión a Burgos para negociar. Se encontraron con una demanda de rendición de la aviación republicana entre las 3 y las 6 de la tarde del 25 de marzo. El plazo era imposible por lo corto, y los oficiales de Madrid explicaron que su petición de un aplazamiento estaba motivada en parte por la inseguridad de si todos los pilotos obedecerían las órdenes de llevar sus aparatos a Burgos. Sus interlocutores parecieron comprender este razonamiento y concedieron una nueva entrevista para el mismo día 25. Parecía que las negociaciones de paz iban bien, cuando a las seis en punto los representantes nacionalistas recibieron órdenes de romper las negociaciones dado que las fuerzas aéreas no se habían entregado según lo estipulado. Los oficiales republicanos se vieron obligados a regresar a Madrid.
En la mañana del día 26 Madrid ofreció entregar los aviones al día siguiente. Como no se recibiera respuesta, ofrecieron unas horas más tarde entregar los aviones aquella tarde. Los nacionalistas replicaron ahora que se iba a iniciar el avance en todos los frentes y que los soldados republicanos deberían alzar bandera blanca y enviar rehenes a los comandantes nacionalistas. Julián Besteiro habló por radio una vez más para pedir a los soldados y al pueblo que salieran al encuentro de los nacionalistas como hermanos, en señal de reconciliación. Burgos había indicado que permitiría a los oficiales de la Junta que se marcharan de España, y en su despacho, en los sótanos del Ministerio de Hacienda, Besteiro insistió a sus colegas más jóvenes que debían aprovechar la oportunidad que se les ofrecía. Él decidió quedarse en Madrid. La entrada de los vencedores fue retrasada otras 24 horas por la tarea de retirar las minas que habían sido colocadas a lo largo de los límites occidentales de la ciudad ya hacía más de dos años. Aun así, varias personas resultaron heridas al salir al encuentro del ejército entrante el 30 de marzo.
Durante los días 28 al 30 de marzo, los nacionalistas recibieron la rendición de las guarniciones republicanas de la zona Centro-Sur, casi sin incidentes. Los últimos botes a motor y barcos de pesca zarparon de Valencia y pequeños grupos de refugiados, tanto militares como civiles, siguieron escapándose a través de la montañosa frontera de Aragón. En Alicante, el general italiano Gambara estaba dispuesto a permitir la evacuación de los refugiados políticos que esperaban en el consulado argentino. El 31 de marzo, un crucero francés apareció frente a la costa, pero dio media vuelta en vista de que las aguas estaban minadas y la recepción era insegura. A últimas horas del día llegó la Legión Extranjera, que tomó la jurisdicción de manos del general Gambara[454]. El primero de abril de 1939 la guerra terminó con la victoria completa e incondicional del general Franco.