Capítulo 26

LA BATALLA DEL EBRO Y LA CAÍDA DE CATALUÑA

EL 15 de abril de 1938 los nacionalistas llegaron al mar Mediterráneo en Vinaroz, cortando así a Cataluña de la zona central republicana y privando a Barcelona de energía eléctrica. Contaban con una abrumadora superioridad de material y sufrieron muy ligeras bajas. Habían capturado miles de prisioneros, y la desorganización de la defensa republicana en muchos sectores sugería desmoralización así como escasez de material. La aviación nacionalista bombardeaba a placer los objetivos elegidos y el pueblo de la zona republicana comparaba sardónicamente a sus propios aviones con el arco iris, puesto que aparecían después de que la tormenta hubiera pasado.

Sin embargo, en el terreno político y de la moral, la victoria nacionalista no fue ni mucho menos decisiva. En Lérida sólo hallaron a unos centenares de viejos y en Barbastro solamente mujeres y niños[419]. Como en Andalucía en el otoño de 1936, la población huía ante el invasor, quemando o intentando quemar pueblos y cosechas. Los oficiales del ejército de África, acostumbrados a la guerra colonial, se sentían poco afectados ante tantos sufrimientos; pero el ejército nacionalista en Aragón incluía ahora a miles de oficiales jóvenes que habían abandonado las universidades presentándose voluntarios para servir a lo que ellos consideraban un alzamiento nacional contra un caos intolerable y la amenaza del comunismo. Estos oficiales se sintieron deprimidos al ver que los campesinos huían. Reaccionaron indignados ante los rumores de que los italianos estaban bombardeando Barcelona, bombardeos que jamás eran mencionados por la prensa nacionalista. Entre oficiales italianos y españoles hubo choques callejeros, y el general Yagüe causó sensación en Burgos el 19 de abril declarando en un discurso público que los españoles de ambos bandos eran muy valientes y sugiriendo que la Falange tendiera una mano de reconciliación a los «rojos[420]». Los funcionarios fronterizos franceses, al empadronar a los hombres en edad militar que se habían retirado hasta la frontera de los Pirineos, hallaron que menos de un 5 por ciento deseaban ser repatriados a la zona nacionalista. Una abrumadora mayoría escogió regresar a Cataluña[421].

En la España republicana la firme voluntad del jefe del Gobierno, Negrín, detuvo el pánico en los primeros días de abril. Con la frontera francesa abierta de nuevo, penetraron por ella armas, gasolina y alimentos, que fueron rápidamente entregados al ejército, lo que permitió a este oponer poco a poco más resistencia a los nacionalistas en los últimos días del mes. La marina de guerra republicana escoltaba convoyes de buques con aprovisionamientos entre Barcelona y Valencia y en las ciudades costeras se hicieron grandes preparativos para defenderse de los ataques aéreos. Los obreros de los altos hornos de Sagunto permanecieron en sus puestos a pesar de los repetidos e intensos bombardeos de la ciudad[422]. El jefe del Gobierno visitaba el frente constantemente, infundiendo a las tropas sus propias y renovadas energías y optimismo. Para los obreros españoles no había profesiones más respetadas que las de médico y profesor. Juan Negrín era ambas cosas y además un hombre cuya cálida personalidad inspiraba la lealtad a soldados y oficiales. Los soldados se llamaban a sí mismos, orgullosamente, los hijos de Negrín; a sus abundantes aunque no particularmente variadas raciones, lentejas de Negrín, y a su programa de trece puntos, los puntos de Negrín. Para la mayoría de los hombres no comprometidos con ninguna ideología política particular, su imagen borraba las de Azaña, Prieto y Largo Caballero.

Fortalecido por el aumento de su autoridad personal y la renovación de la ayuda francesa, Negrín definió públicamente el primero de mayo de 1938 la actitud de la República española. En la forma de trece puntos, propuso el mantenimiento de la integridad política y económica de España contra toda penetración extranjera; afirmó a la vez la libertad de conciencia y las libertades regionales; pidió una reforma agraria con respeto, al mismo tiempo, para la pequeña propiedad y las propiedades extranjeras de firmas no complicadas en la rebelión militar. Propuso una amnistía política y la retirada de todas las tropas extranjeras. Reafirmaba la adhesión de su país a la Sociedad de Naciones y a los principios de la seguridad colectiva.

El discurso fue una réplica directa a varias leyes nacionalistas recientes aboliendo las reformas y libertades establecidas entre 1931 y 1936. También presentaba a la opinión mundial la imagen de un régimen cuyos propósitos y métodos eran similares a los de las democracias occidentales. Era un esfuerzo supremo para convencer a los gobiernos de Occidente de su propio interés en la supervivencia de la República. La falta de respuesta internacional fue una amarga desilusión para Negrín. Los Estados Unidos no cambiaron su actitud de neutralidad, ni Inglaterra su política de apaciguamiento. En Francia, Daladier, que había sustituido a Blum el 3 de abril, era prorrepublicano, pero a la vez aún más tímido que este último frente a las amenazas fascistas y las presiones británicas. A finales de mayo la frontera fue cerrada de nuevo, ostensiblemente como un paso para obtener el consentimiento fascista para la retirada de los voluntarios extranjeros de España[423].

Fuera del ejército la posición de Negrín no era tan fuerte. Cuanto más se veía él como la encarnación de la resistencia republicana, más lo temían los diversos elementos del Frente Popular como un dictador potencial. Como ministro de Defensa nombró a sus únicos partidarios incondicionales, los comunistas, dándoles los cargos de subsecretarios del Ejército, Marina y Aviación. Jesús Hernández encabezaba el cuerpo de comisarios de guerra en la zona central, y la prensa comunista ensalzó la personalidad de Negrín como había ensalzado la de Largo Caballero a finales de 1936. En la primavera de 1936 hubo un perceptible aumento en las detenciones y penas de muerte entre los civiles. El SIM estaba controlado en gran parte por los comunistas[424]. Su terror reflejaba el aumento del derrotismo tras las victorias nacionalistas y los rudos métodos de justicia subsiguientes a la sustitución de Prieto, Irujo y Zugazagoitia en todos los puestos de verdadera autoridad. Se había iniciado un círculo vicioso, del que nunca podría escapar el jefe del Gobierno. Él, personalmente, era un patriota, un burgués y un demócrata, pero la situación internacional le obligaba a depender cada vez más de los comunistas, y con el aumento de su poder, inevitablemente se enajenó a la izquierda no comunista e hizo menos probable que nunca un cambio en la política exterior de las potencias occidentales.

Como el discurso de los trece puntos no logró alterar la situación diplomática, Negrín decidió que sólo una acción militar espectacular podría salvar a la República de la asfixia lenta. A causa de su inferioridad material, el ejército republicano no podía esperar lanzarse a la ofensiva en un frente amplio o en campo abierto. Pero Brunete y Teruel habían demostrado que el general Franco se veía obligado por razones de prestigio a recuperar cada pulgada de terreno que le arrebataba la acción del enemigo. Negrín, trabajando en estrecha colaboración con su jefe de Estado Mayor, el general Vicente Rojo, buscó un campo de batalla en donde se diera un duro golpe a las comunicaciones del ejército nacionalista, trasladando la lucha a terreno montañoso para minimizar la superioridad del enemigo, y que permitiera a la República concentrar sus reservas y suministros. Escogieron la curva del río Ebro entre Fayón y Benifallet, una zona defendida tan sólo por una división nacionalista. Al norte de esta curva concentraron quizá 100 000 hombres, unos 100 aviones operacionales, más de 100 cañones pesados, y varias docenas de cañones antiaéreos ligeros. A principios de junio las tropas estaban ensayando el uso de pontones y botes pequeños. Su entrenamiento para la batalla anticipó el hecho de que las comunicaciones con la retaguardia serían muy difíciles, y que las ametralladoras y los morteros tendrían que hacer la mayor parte de la tarea que generalmente se asigna a la artillería de campaña.

Mapa 8. El Ebro, julio-noviembre de 1938. Cataluña, diciembre de 1938-febrero de 1939.

Los republicanos comenzaron a cruzar el Ebro en la noche del 24 de julio. La maniobra logró una completa sorpresa, y en el curso de una semana unos 50 000 hombres ocuparon las colinas al sur del río. Durante el día los republicanos utilizaban toda su artillería antiaérea para obligar a los aviones nacionalistas a volar alto y esto, junto con la estrechez del objetivo, protegió los puentes. Sin embargo, la mayoría de los hombres y aprovisionamientos cruzaban de noche. Los nacionalistas abrieron los embalses situados en los ríos pirenaicos tributarios del Ebro, y cuando estas aguas desbordadas descendieron a la zona de batalla destruyeron temporalmente los pontones. Mientras tanto, el general Franco se apresuró a enviar refuerzos a la zona, dando por resultado que hacia el primero de agosto el avance republicano se detuvo en las cercanías de Gandesa y Villalba de los Arcos. El ejército estableció sus líneas, utilizando pozos para puestos de mando y parapetos de piedra como cobertura. La comarca era montañosa, pero poco arbolada, y el suelo era demasiado duro en muchas partes para cavar refugios. Para subir hasta allá los víveres y municiones y evacuar a los heridos se había de esperar a la noche y utilizar tan sólo botes pequeños. La artillería nacionalista mantenía a los soldados republicanos pegados al suelo durante el día y destruyó todas las comunicaciones terrestres. Las órdenes eran simples, como en la defensa de Madrid en noviembre de 1936: nada de retirada en ninguna parte, por ninguna razón[425].

El lanzamiento de la ofensiva en el Ebro no produjo la unidad política en la zona republicana. Tras la marcha de Prieto del Ministerio de Defensa, el presidente Azaña temió lo que él juzgaba tendencias dictatoriales de la personalidad de Negrín. Compartía la extendida creencia de que tras las aplastantes victorias nacionalistas de marzo y abril la guerra estaba perdida. También creía, al igual que creyó el presidente Alcalá-Zamora antes que él, que su papel como jefe del Estado le daba implícitamente el derecho de veto en momentos cruciales de la política, aunque la Constitución más bien diera énfasis a las limitaciones que a las prerrogativas del presidente de la República.

En Madrid, Julián Besteiro miraba a Negrín como un aventurero que estaba jugando con las vidas de millones de compatriotas. El resentimiento databa de la negativa de Negrín a oír el informe de Besteiro sobre sus conversaciones diplomáticas en Londres, en mayo de 1937. Los madrileños que iban a Barcelona en 1938 se quedaban sorprendidos ante la evidencia del poder comunista en todas las ramas del Gobierno. Cuando antiguos amigos preguntaron a Negrín acerca de esto, él se echó a reír, como si oyera un rumor tonto, y aseguró a sus interlocutores que él no era el instrumento de nadie. Para Besteiro tales informes significaban que Negrín se engañaba a sí mismo o bien a los republicanos españoles, y, en ambos casos, era un hombre peligroso. En junio Besteiro concedió una entrevista a un editor australiano en la que se declaró dispuesto a formar un Gobierno de mediación. En Barcelona Azaña habló de una tregua y de la retirada de todas las tropas extranjeras como el primer paso, y el más esencial, hacia el restablecimiento de la paz. Desesperando de ser verdaderamente comprendido por las potencias extranjeras, actuaba con la convicción de que si se lograba una tregua, por breve que fuera, ningún bando podría continuar la lucha[426].

El éxito inicial del cruce del río Ebro elevó el prestigio de Negrín, pero cuando el avance se detuvo el primero de agosto, y se hizo evidente que la masa del ejército republicano podría quedar ahora atrapada y aniquilada en una bolsa con el río a sus espaldas, aumentaron las críticas contra el jefe del Gobierno mucho más que nunca. Sabiendo que Azaña deseaba llamar a Besteiro, precipitó él mismo la crisis con un decreto colocando todas las fábricas catalanas de material de guerra bajo la jurisdicción de la Subsecretaría de Armamento. Los representantes catalanes y vasco en el Gabinete dimitieron. En el despacho de Azaña se recibieron muchísimos telegramas desde el frente pidiendo que Negrín siguiera al frente del Gobierno. Las fuerzas aéreas hicieron una demostración sobre la ciudad de un modo que recordaba los métodos empleados para impresionar al presidente durante la crisis del pasado marzo. Sus amigos íntimos le presionaron para que dimitiera; pero Azaña pensaba en una paz mediada como el único servicio que aún podría hacer al pueblo español siguiendo en el cargo, y como el ejército apoyaba a Negrín, no quería arriesgarse a una guerra civil dentro de la guerra civil despidiendo al jefe del Gobierno. El 16 de agosto, Negrín formó su tercer Gabinete, simplemente reemplazando los ministros catalanes y vasco, ninguno de los cuales ocupaba un puesto importante[427].

En las sierras que dominan Gandesa los nacionalistas tenían ahora la iniciativa. Prepararon sus contraataques con barreras artilleras que duraban todo el día, pues sus cañones estaban casi juntos unos con otros, como en las grandes batallas del frente occidental en la primera guerra mundial, y la artillería era relevada de vez en cuando por la aviación de bombardeo. Pero cuando la infantería se lanzó a la carga, los defensores supieron hacerles frente y concentraron un fuego mortífero de ametralladoras y morteros. La batalla continuó de este modo durante 90 días, durante los cuales los nacionalistas lograron una penetración máxima de 8 Km. en un frente de más de 30 de longitud. El general Franco estaba impaciente por el lento progreso de la contraofensiva. La aviación nacionalista protestó por el uso de sus bombarderos como artillería, y los italianos ponían cara hosca en sus tiendas[428]. Los ávidos oficiales jóvenes que habían desfilado por el este de Aragón durante la primavera morían ahora dirigiendo cargas intrépidas contra las obstinadas unidades de un ejército republicano que había sido batido según todas las reglas; pero que no parecía haberse enterado de ello.

La actuación del ejército republicano recordó al mundo Verdún y Madrid; pero en contraste con la situación de noviembre de 1936, la zona republicana tenía un Gobierno que no sólo hablaba el lenguaje de la democracia burguesa, sino que ya hacía tiempo que había reducido a los «incontrolables» al orden. El SIM empleaba la tortura contra los enemigos políticos de los comunistas, pero también protegió a unos 2000 sacerdotes que celebraban misa en privado en domicilios de Barcelona[429]. Periodistas tan respetados como Herbert Matthews, Vincent Sheean, Lawrence Fernsworth, Louis Fischer y «Pertinax» informaron de la orientación moderada y prooccidental del Gobierno de Negrín y escribieron en tonos admirativos de la recuperación militar y de la administración civil. Conservadores prominentes como Winston Churchill y el exsecretario de Estado de los Estados Unidos, Henry L. Stimson, se declararon favorables a la República en el verano de 1938. El agregado militar francés, que ya había aconsejado a Blum en marzo que ayudara a la República, tomó un avión en el frente del Ebro en dirección a su país en un inútil esfuerzo para convencer al general Gamelin de que Francia debería intervenir directamente. A principios de septiembre Negrín voló hacia Suiza, ostensiblemente para asistir a un congreso médico internacional, mas en realidad para hacer un supremo esfuerzo a fin de lograr una paz de compromiso en un encuentro secreto con el duque de Alba[430].

Pero el general Franco no quería ningún compromiso, y la suerte militar de la República quedaría pronto echada como subproducto de una gran crisis internacional. En marzo de 1938 Hitler había ocupado Austria, y al cabo de pocas semanas exigió que las zonas fronterizas de Checoslovaquia fueran entregadas a Alemania, basándose en que la mayoría de su población era alemana. Checoslovaquia tenía firmados pactos de asistencia mutuas con Francia y la Unión Soviética, y poseía una línea de fuertes fortificaciones a lo largo de su frontera con Alemania y un ejército que tenía la reputación de poseer la mayor potencia de fuego por hombre en el continente europeo. Inglaterra envió a lord Runciman, amigo íntimo de Chamberlain, para «mediar» entre la minoría de alemanes sudetes y el Gobierno checo. Runciman presionó a los checos para que cedieran en todos los puntos importantes; pero éstos se negaron finalmente a aceptar lo que habría sido una simple rendición bajo los auspicios británicos. Los alemanes se prepararon para la guerra, y en septiembre el flujo de suministros a los nacionalistas fue cortado radicalmente debido a las necesidades propias del ejército alemán[431].

El 15 de septiembre, el primer ministro Chamberlain partió en avión para entrevistarse con Hitler, recibió las exigencias mínimas de éste y en los días siguientes arrancó el amargo consentimiento de los checos. Pero cuando llevó ese consentimiento a Alemania, el día 22, Hitler presentó una serie de nuevas exigencias. Chamberlain quedó anonadado, y no protestó cuando los checos decretaron la movilización general. En Londres se apresuraron a construir refugios antiaéreos en Hyde Park. Moscú aseguró a los checos que Rusia honraría el tratado de ayuda mutua, y ya parecía que la guerra era inevitable. En la última semana de septiembre el general Franco se apresuró a asegurar a Londres y París que sería neutral en caso de guerra. A sus indignados aliados explicó que España no estaría en condiciones de ayudarles efectivamente, y replicó a las críticas alemanas quejándose de que Hitler lo hubiera mantenido completamente a oscuras de los planes alemanes. Mientras tanto, los diplomáticos franceses e italianos multiplicaban sus esfuerzos de último momento para evitar una guerra que ninguno de sus gobiernos deseaba. Como resultado, los jefes de Gobierno de Inglaterra, Francia, Italia y Alemania se reunieron en Munich el 28 de septiembre. Sin consultar a Rusia o a Checoslovaquia, forzaron a esta última a atender virtualmente toda la lista de las exigencias máximas de Hitler.

El pacto de Munich fue un golpe mortal a las esperanzas diplomáticas de la República española. Si la guerra hubiera estallado en septiembre de 1938, Rusia y las democracias occidentales habrían sido aliadas en la lucha militar contra el fascismo, como lo eran los comunistas y las fuerzas democráticas dentro de España. El ejército republicano habría estado activamente comprometido desde el primer momento en contener a las tropas italianas y alemanas, y los gobiernos occidentales seguramente habrían aceptado a la República española como aliado en dichas circunstancias[432]. El pacto de Munich, por el contrario, no sólo demostraba la determinación de Chamberlain de proseguir con la política de apaciguamiento; con su evidente desaire a Rusia, obligaba a este país inevitablemente a proteger su propia seguridad mediante un acuerdo con la Alemania hitleriana.

Munich preocupó por el momento a los nacionalistas. Franco temía que las mismas cuatro potencias que habían decidido el destino de Checoslovaquia cortaran las alas de su victoria total. Pero no tenía por qué mostrar ansiedad. Mussolini había hablado a Chamberlain de repatriar unos 10 000 veteranos; los dos estadistas convinieron en que esta acción sería una señal apropiada para que los acuerdos anglo-italianos del 16 de abril surtieran completo efecto. No era probable que Chamberlain hiciera nada que encorajinara a los italianos. La verdad es que los aviones italianos prosiguieron sus ataques contra los barcos británicos y de otros países neutrales, tras la breve pausa de las negociaciones de Munich.

El 2 de octubre Negrín preguntó en un discurso cuánto tiempo seguirían los españoles matándose entre sí. El mismo día el embajador alemán informó que en la España nacionalista el cansancio de la guerra era terrible, y advirtió a su Gobierno que aún sería necesario un esfuerzo mayor en la entrega de armamentos para asegurar la victoria de Franco[433]. En San Sebastián el diario de la Falange, Unidad, publicó un editorial que decía: «El Caudillo debería saber que España no se convertirá en un cementerio de patriotas[434]». Munich acabó con las esperanzas diplomáticas de la República y provocó el temor a un compromiso no deseado en Salamanca; pero el orgulloso ejército republicano se aferró obstinadamente a las sierras de Gandesa, y el generalísimo mantuvo su resolución de luchar hasta la victoria total. A finales de octubre había reunido suministros y refuerzos de unos 30 000 a 40 000 hombres a las órdenes del general García Valiño. En las dos primeras semanas de noviembre los nacionalistas forzaron al ejército republicano a evacuar todo el saliente ganado a finales de julio. Cada ejército había sufrido quizás unas 40 000 bajas en la más agotadora batalla de la guerra[435]. Los republicanos habían comprometido virtualmente todo su armamento y todas sus unidades de combate experimentadas. Los nacionalistas perdieron la mayoría de sus mejores oficiales jóvenes. Los tanques y camiones estaban muy necesitados de reparación, pues a falta de engrase cuidadoso, la inexistencia de piezas de recambio, las castigadoras tormentas de arena del este de Aragón y las rocosas laderas del campo de batalla del Ebro habían cobrado su portazgo.

Pero el generalísimo aún tenía centenares de aviones, cañones y vehículos a motor. Pidió a los alemanes nuevos grandes suministros de municiones de todos los tipos y que los hombres y las máquinas de la Legión Cóndor pudieran estar de nuevo presentables. El precio de Alemania fue un acuerdo mucho más favorable sobre los derechos mineros, y el 19 de noviembre Salamanca convino por primera vez en ceder a los alemanes una participación mayoritaria en cinco minas importantes, para pagar las facturas de la Legión Cóndor, e importar maquinaria alemana para minas, que debería ser pagada con mineral[436].

En la hambrienta Barcelona, el Gobierno perseveraba en la restauración de la democracia española. Negrín negoció en privado con un comité de católicos catalanes, incluyendo al obispo de Lérida, un acuerdo para restaurar públicamente el culto católico. En aquel verano ya se habían celebrado misas en los frentes del Ebro y de Madrid. El jefe del Gobierno quería que las iglesias fueran abiertas de nuevo; pero el comité no quiso dar la apariencia de que todo era normal cuando de hecho los católicos aún sufrían persecución por algunos elementos del Frente Popular. A cambio se mostraron de acuerdo en celebrar misa en unos 30 garajes y almacenes que fueron designados por el Gobierno y protegidos por la policía[437]. Sin embargo, apenas si había sido puesto en efecto el plan cuando la ciudad cayó en manos de los nacionalistas.

Igualmente en octubre el Gobierno sometió a proceso a los dirigentes del POUM que llevaban tanto tiempo en la cárcel. Habían sido acusados, en una purga estilo moscovita, de recibir subsidios de los nacionalistas y de planear el asesinato de importantes figuras políticas, entre ellas Prieto y el coronel Modesto. En contraste con los procesos de Moscú, estas acusaciones sin base fueron rápidamente rechazadas. El tribunal dictó cinco sentencias de prisión por la reconocida participación en el alzamiento de mayo de 1937 en Barcelona. No hubo penas de muerte, y todos los presos fueron puestos en libertad antes de que llegara el ejército nacionalista[438]. También en octubre el Gobierno disolvió las brigadas internacionales y el 15 de noviembre desfilaron por Barcelona, que rindió tributo a los miles de europeos y americanos antifascistas que habían luchado para defender la democracia mundial en España.

El 16 de noviembre unos 10 000 veteranos italianos regresaron a su país, y el acuerdo mediterráneo anglo-italiano tomó efectividad. El día 19 fueron firmados los nuevos acuerdos mineros entre Berlín y Salamanca. Los suministros fluyeron rápidamente a los nacionalistas y éstos pudieron el 23 de diciembre lanzar una ofensiva final y decisiva contra el ejército republicano. Unos 350 000 hombres atacaron a lo largo de la línea Segre-Ebro, de Lérida a Tortosa. Poseían una superioridad absoluta en suministros y armas de todos los tipos, con un cañón de campaña para cada diez yardas de frente, dominio de los aires que nadie desafiaba, y las suficientes facilidades de transporte para permitir a las tropas que avanzaban ser relevadas cada 48 horas en cualquier sector donde tropezaran con fuerte resistencia. Frente a ellos había 90 000 hombres a medio armar cuya moral y suministros habían quedado agotados en la batalla del Ebro. Sólo las unidades comunistas de choque de Líster, Galán y Tagüeña opusieron seria resistencia. El 15 de enero los nacionalistas entraron en Tarragona sin lucha[439].

El Gobierno, desanimado, habló de convertir Barcelona en un segundo Madrid, pero un pánico irresistible se apoderó de la población de Cataluña y medio millón de seres humanos comenzaron a tomar penosamente la ruta que llevaba a la frontera francesa. El Gobierno puso en libertad a los prisioneros políticos. Los izquierdistas se unieron a las masas en retirada, los derechistas fueron protegidos por la policía y los delegados de la Cruz Roja. Sin embargo, sus protectores fueron incapaces de impedir algunos linchamientos aislados. La mayoría de la población, así como de los funcionarios municipales, aguardaron pasivamente la llegada de los nacionalistas. El día 26 las tropas del general Yagüe comenzaron a ocupar la ciudad, virtualmente sin disparar ni un tiro. Los médicos del ejército nacionalista hallaron que los pacientes de los hospitales llevaban dos o tres días sin comer e hicieron todo lo que pudieron para proteger a los militares heridos de los soldados victoriosos que querían acabar con ellos. Los moros entraron en los departamentos vacíos, llevándose las alfombras y los objetos de plata, que ingenuamente trataban de vender a los vecinos del mismo edificio. Las tiendas estaban cerradas y los cierres echados. Las tropas recibieron cuatro días de «libertad», tras lo cual se restauró rápidamente la disciplina, y los nacionalistas comenzaron a administrar la ciudad con la cooperación de la mayoría de los empleados municipales. Su aviación bombardeó las carreteras que llevaban a Francia. La Liga de los Derechos del Hombre quiso amparar las carreteras con banderas de la Cruz Roja, pero la CRI rechazó la petición, como una clara violación de la convención de Ginebra. En todo caso habría sido un gesto inútil, ya que los aviadores conocían perfectamente a quién estaban bombardeando[440].

El Gobierno se retiró a Figueras, la última ciudad de importancia en la carretera a Francia. El 4 de febrero los nacionalistas ocuparon Gerona; el día 6, los dirigentes de la República, Azaña, Negrín, Companys, Aguirre y Martínez Barrio cruzaron la frontera juntos, a pie. El 8 de febrero los nacionalistas llegaron a Figueras, y aquel mismo día la marina de guerra británica preparó la transferencia de Menorca de la autoridad republicana a la nacionalista, ganándose así crédito diplomático ante el general Franco, dándose la satisfacción de que Mussolini no dominara las Baleares, y evacuando a varios centenares de personas que de otro modo habrían sufrido prisión o muerte[441]. En la tarde del 9 de febrero los nacionalistas ocuparon la frontera desde Le Perthus a Port Bou, y para el 12 prácticamente toda la frontera estaba cerrada.