ESFUERZOS PARA LIMITAR LOS SUFRIMIENTOS Y LA DESTRUCCIÓN
DESDE el principio de la guerra se hicieron tentativas para limitar los sufrimientos de los no combatientes. Los buques de guerra británicos y franceses embarcaron a varios miles de personas en Barcelona, y el Gobierno de la Generalitat facilitó esa emigración[394]. En Madrid otros miles se refugiaron en las embajadas latinoamericanas, cuyas prácticas diplomáticas reconocían el derecho a acoger refugiados políticos en las legaciones extranjeras. Varias embajadas europeas abrieron asimismo sus puertas, y el Gobierno Giral les permitió que alquilaran otros edificios a fin de que pudieran albergar a los refugiados. En Gibraltar los británicos permitieron en los primeros días que centenares de personas cruzaran la línea, y en los puertos gallegos los capitanes ingleses embarcaron a las pocas personas que pudieron llegar hasta sus barcos[395]. Cuando el ejército nacionalista se acercó a Madrid, el general Franco señaló una zona, que era principalmente el distrito residencial de la clase media, que no sería cañoneada, y esta limitación fue estrictamente observada. Igualmente, a la caída de Bilbao, la artillería nacionalista recibió órdenes de no bombardear el trozo de costa en donde familias no combatientes estaban subiendo a bordo de los buques de rescate, bajo la supervisión de los cónsules extranjeros. En general, ambos bandos respetaron la Cruz Roja en los hospitales. Hubo algunos casos en que los aviadores bombardearon hospitales; mas parece que lo hicieron por su cuenta. Ninguna nación ha logrado jamás enseñar a todos sus soldados a disparar sólo contra objetivos militares.
La Cruz Roja Internacional ofreció inmediatamente sus servicios para intercambiar no combatientes y rehenes, e intentó que tanto Madrid como Burgos reconocieran las reglas de la convención de La Haya de 1907 y la convención de Ginebra de 1929 respecto al trato debido a los prisioneros. Las reglas de La Haya fueron observadas tanto por las potencias centrales como los aliados durante la primera guerra mundial. Estas reglas no se aplicaban a las guerras civiles, pero la Cruz Roja Internacional consideró el conflicto español como una excelente ocasión para extender los principios humanitarios lo más ampliamente posible. En agosto, el doctor Marcel Junod obtuvo del jefe del Gobierno, Giral, un compromiso verbal para permitir la emigración de mujeres y niños, cosa que en realidad ya estaba ocurriendo en los puertos catalanes y levantinos controlados por el Gobierno. En Burgos, Junod fue recibido por los generales Cabanellas y Mola. Este último expuso brutalmente el principal problema de todas las futuras negociaciones cuando preguntó al doctor cómo podía proponer intercambiar caballeros por rojos. Mola opinaba también que los «rojos» ya habían fusilado a todas las personas que habría merecido la pena salvar, y manifestó que si empezaban a circular rumores referentes a un intercambio general fusilarían a los rehenes que les quedaban.
El 3 de septiembre el Gobierno Giral entregó a la CRI una declaración escrita ofreciendo intercambiar grupos de no combatientes, especialmente mujeres y niños. El 15 de septiembre la Junta de Burgos ofreció igualmente intercambiar mujeres y niños que expresaran su deseo de abandonar la zona nacionalista; pero añadieron un preámbulo en el que se decía que no había absolutamente rehenes militares ni civiles. Este preámbulo hizo difícil suponer que los nacionalistas fueran a negociar en serio.
Sin embargo, a mediados de septiembre el doctor Junod hizo varios viajes entre Burgos y Bilbao. En la capital vasca el jefe de la policía estaba dispuesto a entregar todos los reclusos en el barco prisión que había en el puerto. A cada incursión aérea nacionalista sobre la ciudad había habido linchamientos, y las autoridades vascas estaban ansiosas por hallar una solución que fuera a la vez humana y práctica. El doctor Junod obtuvo autorización de Burgos para el intercambio de 130 mujeres y niños. El 27 de septiembre los vascos embarcaron de noche a 130 de sus prisioneros a bordo del buque británico Exmouth, aprovechando la oscuridad para no llamar la atención. Tras una feliz travesía hasta San Juan de Luz y una cena en su honor en Burgos, el doctor pidió que a cambio fueran enviadas 130 personas a Bilbao. Le dijeron que las mujeres vascas ya habían sido libertadas y no quisieron regresar a Bilbao. Entonces presentó la lista preparada por el Gobierno vasco y recibió una rotunda negativa.
Al cabo de un mes de más esfuerzos, le entregaron una docena de adultos y le prometieron 40 niños que estaban pasando sus vacaciones en Burgos el 18 de julio. Los niños tenían que estar en San Juan de Luz el 25 de octubre y el Exmouth los estaba esperando cuando un telegrama de Burgos les avisó que no llegarían. El doctor Junod embarcó para Bilbao, e intentó explicar la situación entre gritos de «¡Abajo la Cruz Roja!». Prometió hacer un esfuerzo final a través de amigos carlistas y diez días después pudo entregar los cuarenta niños. El incidente terminó justamente cuando las fuerzas del general Mola llegaron a las puertas de Madrid, y esta historia, rápidamente conocida a través de la zona republicana, puede que contribuyera a afirmar la lealtad de la clase media para con la República[396].
Desde principios de noviembre de 1936 hasta finales de febrero de 1937, las circunstancias no fueron propicias para la negociación de intercambios de no combatientes. La República luchaba por sobrevivir y los nacionalistas anticipaban una victoria rápida y total. Sin embargo, tras la batalla del Jarama, era evidente que la guerra continuaría durante muchos meses, y también que cualquier acuerdo de intercambios aceptable debería cubrir los prisioneros de guerra así como a los civiles. En marzo de 1937 el doctor Junod pidió a Largo Caballero que permitiera el intercambio de militares prisioneros, en particular de los aviadores, que eran odiados por la población civil de ambas zonas y que regularmente eran condenados a muerte y a menudo linchados. Reprochando a la CRI su fracaso en lograr de Burgos la igualdad en los intercambios en el pasado, el jefe del Gobierno se negó a comprometerse sobre política general, pero concedió un aplazamiento de dos semanas a varias ejecuciones pendientes. Mientras tanto, el doctor Junod esperaba abrir nuevas negociaciones con los nacionalistas a través de los buenos oficios de Ramón Serrano Súñer, a quien él había ayudado a escapar de Madrid.
Siguieron dieciocho meses de penoso regateo, dado que la gran diferencia de criterios entre los republicanos y los nacionalistas permitía tan sólo lograr acuerdos mínimos. Una fuente de incomprensiones inevitable era el diferente trato legal de los combatientes prisioneros. El 9 de abril de 1937 el Gobierno de Largo Caballero decretó que en lo sucesivo los prisioneros no serían sometidos a consejo de guerra, excepto por orden específica del Gabinete. Mientras Largo Caballero ocupó el cargo, sólo dio dos órdenes de esta clase, y Negrín, siendo jefe del Gobierno, sólo dio unas cuantas docenas de ellas. Sin embargo, en la zona nacionalista, los prisioneros de guerra eran sometidos regularmente a tribunales marciales, y un considerable número de ellos eran condenados a muerte, mientras que una buena proporción recibían sentencias a veinte y treinta años de prisión. Cuando ambos gobiernos regatearon acerca de sus listas de cautivos, los nacionalistas insistieron en que no podían cambiar hombres convictos de graves delitos por simples detenidos[397]. En este punto la diferencia de actitudes era insalvable, y efectivamente impidió cualquier intercambio masivo de prisioneros.
A mediados de diciembre de 1937 parecía que 200 prisioneros retenidos en Barcelona iban a ser canjeados por 200 vascos capturados durante la conquista del Norte. Los nacionalistas habían redactado ambas listas y al comunicarlas a la CRI insistieron en que fueran aceptadas sin ningún cambio. Los que ellos ofrecían eran milicianos sin ninguna especialidad profesional, y los que pedían eran oficiales de carrera, sobre todo especialistas de artillería. El Gobierno republicano se mostraba reacio a aceptar un intercambio en el cual el valor militar de ambas listas era tan desigual, y en las que además el enemigo demandaba la prerrogativa de nombrar a los que habían de ser intercambiados de ambos bandos. Mientras tanto, el 27 de diciembre, las autoridades de Valencia recibieron un telegrama de la delegación vasca en Bayona informando que unos 140 milicianos vascos recientemente capturados habían sido fusilados. El 29 de diciembre el Gobierno republicano se mostró de acuerdo para comenzar un intercambio de 25 hombres de cada lista. Al mismo tiempo, informaron a la CRI que mientras durasen los intercambios suspenderían todas las ejecuciones pendientes, con tal de que los nacionalistas hicieran lo mismo. Las autoridades de Salamanca no respondieron directamente a esta proposición, pero en las semanas siguientes fueron hechos otros 16 intercambios. El 28 de enero de 1938 los nacionalistas informaron a la CRI que estaban dispuestos a suspender las penas de muerte contra los restantes 159 (200 menos 41) milicianos vascos y contra los prisioneros últimamente capturados en Teruel y el frente de Aragón. Esta concesión, que cubría una proporción muy limitada de los prisioneros en manos nacionalistas, no era suficiente a ojos del Gobierno republicano, y de estas dos listas no se hicieron más intercambios[398].
Durante toda la guerra hubo varios factores generales que limitaron la efectividad de los esfuerzos de la CRI. Los delegados explicaban incansablemente que ellos no tenían en cuenta la culpabilidad de los prisioneros, sino el trato que se les diera hasta el momento de su liberación o ejecución, y que cualquier información que consiguieran acerca de las prisiones seguiría siendo absolutamente confidencial, ya que verdaderamente la falta de publicidad era una condición fundamental de su tarea. En la zona republicana las autoridades estaban dispuestas a reconocer los principios humanitarios, pero su orgullo les impedía reconocer la existencia de prisiones incontroladas, como las del Partido Comunista. Todos los delegados, de acuerdo con la constitución de la CRI, eran de nacionalidad suiza. La organización era completamente autónoma, pero los republicanos no podían vencer por completo una cierta desconfianza, basada en el hecho de que el Gobierno suizo, así como la mayoría de la prensa suiza, parecía anticipar con satisfacción la victoria final de los generales.
En la zona nacionalista los delegados tenían que enfrentarse con fuertes prejuicios por el hecho de que eran protestantes. El representante en Burgos, elegido por su conocido conservadurismo, y por la amistad de sus tiempos de colegial que tenía con varias personalidades monárquicas, nunca logró obtener una entrevista con el cardenal Gomá, por mucho que lo intentó. La aristocracia en general tomaba a mal la mera presencia de la Cruz Roja, presencia que implicaba que podía haber circunstancias que necesitaban ser comprobadas por gente de fuera. Los delegados no se alejaban mucho de sus oficinas para evitar que los acusaran de espionaje, y muchas autoridades militares estaban convencidas de que la Cruz Roja era tan «roja» como el enemigo. Ambos bandos exigían garantías de que los combatientes intercambiados no volverían a luchar, garantías que, por supuesto, la CRI no estaba en condiciones de dar.
Aunque las negociaciones comenzaron en abril de 1937, los primeros cambios reales no se hicieron hasta octubre. Casi todos los acuerdos implicaban tan sólo individuos o grupos pequeños, y hacia el final de la guerra cada bando sólo había entregado a la CRI 647 prisioneros[399]. A finales de 1936 los republicanos permitieron a la CRI ayudar a las viudas de hombres que habían sido asesinados en la zona del Frente Popular en las primeras semanas de la guerra, y mientras duró el conflicto facilitaron la emigración de no combatientes. Ambos bandos tampoco aceptaron las reglas de La Haya y Ginebra concernientes al intercambio de personal médico, visitas regulares a las prisiones y la entrega a la CRI de la lista completa de prisioneros. En cambio, ambos bandos permitieron a la CRI que estableciera un servicio de mensajes por el cual las familias podían saber si sus hijos o hermanos seguían estando vivos. Unos tres millones de peticiones de información y dos millones de respuestas fueron transmitidas vía Ginebra en el curso de la guerra. Un aspecto final e infortunado de los esfuerzos de la CRI, desde el punto de vista de la opinión pública española, era que la gran mayoría de los intercambiados eran extranjeros: aviadores italianos y alemanes, marinos y pilotos rusos, y miembros de las brigadas internacionales. Ambos bandos deseaban evitar las complicaciones innecesarias con las potencias extranjeras, así que los prisioneros de otras nacionalidades eran mejor tratados que los españoles.
La presencia de miles de refugiados en las embajadas de Madrid planteó uno de los problemas humanos y políticos más difíciles de la guerra. El 18 de julio de 1936 la mayoría de los embajadores acreditados ante la República española estaban veraneando en San Sebastián o de permiso en sus respectivos países. El decano del cuerpo diplomático en Madrid, en aquella época, era el embajador chileno, Aurelio Núñez Morgado. El derecho a acoger refugiados políticos en las embajadas era una vieja costumbre respetada en la América latina, y esta práctica fue específicamente reafirmada en las conferencias interamericanas de La Habana en 1928 y de Montevideo en 1933. El señor Núñez se dedicó inmediatamente a formar una organización de emergencia del cuerpo diplomático, la cual, bajo su presidencia, se reunió varias veces a la semana durante los meses de agosto y septiembre[400].
La situación en Madrid fue virtualmente única en la historia diplomática. El derecho de asilo tal como se practicaba en la América latina se sobreentendía que se aplicaba a jefes de gobiernos derribados por revoluciones o personalidades prominentes que pertenecieran a partidos políticos perseguidos. Ninguna de las personas que buscó refugio en las embajadas de Madrid eran dirigentes de un régimen derribado, y sólo una pequeña minoría de ellos eran figuras destacadas de los partidos antigubernamentales. En cuanto a los diplomáticos, sustentaban una gran variedad de criterios con referencia a los derechos e injusticias de la guerra civil. Núñez, y los embajadores peruano y cubano, favorecían claramente a los insurgentes y sostenían que en la zona del Frente Popular estaba ocurriendo una verdadera revolución comunista. Los embajadores de la República Argentina y El Salvador sostenían puntos de vista más moderados y estaban dispuestos a conceder asilo político hasta el límite físico del recinto de sus embajadas. Pero cuando Núñez habló de que el cuerpo diplomático se retirara de Madrid en bloque, adoptaron la posición de que, basándose en consideraciones humanitarias y políticas, deberían permanecer en Madrid para apuntalar la autoridad del Gobierno legítimo, todavía internacionalmente reconocido. El embajador mexicano dijo a sus colegas que su país había sufrido una revolución similar, que su embajada concedería el asilo, pero que deseaba la victoria de la República.
Hubo amplio acuerdo entre todos los diplomáticos latinoamericanos y europeos para hacer todo lo que estuviera en sus manos, a fin de ayudar a las víctimas de la persecución religiosa y política. Pero llegar a tal acuerdo suponía vencer muchas dificultades legales. La práctica diplomática europea contemporánea no incluía el derecho de asilo en las embajadas para los oponentes de un Gobierno reconocido. Tanto los cónsules británicos como norteamericanos tenían instrucciones de no abrir sus embajadas a refugiados de nacionalidad española, basándose en que tal acción supondría una intervención en los asuntos internos de una nación amiga. El embajador ruso, que llegó a Madrid a finales de agosto, se negó a asistir a las reuniones. La Unión Soviética no reconocía el derecho de asilo en las embajadas ni el derecho del embajador chileno a hablar en nombre del cuerpo diplomático. Se presentaron graves cuestiones por el hundimiento temporal de la autoridad del Gobierno. ¿Deberían reconocer los diplomáticos los documentos de identificación y los salvoconductos firmados por la delegación del Gobierno vasco autónomo? La mayoría estaban dispuestos a reconocerlos. ¿Deberían tratar con los comités de milicias? El embajador peruano mostró su asombro porque el cónsul británico lo hubiera hecho. ¿Debería aplicarse el principio de extraterritorialidad a los apartamientos habitados por los cónsules y los secretarios de embajada, así como a los locales alquilados por los embajadores? Los diplomáticos más acentuadamente partidarios de los insurgentes habrían querido que se afirmara tal pretensión; pero el cuerpo diplomático, en conjunto, no accedió.
La prensa y la radio de Madrid fueron hostiles a las embajadas desde el principio, alegando (lo cual no era cierto) que en ellas buscaban refugio sólo fascistas. Entre otros, la esposa del presidente Azaña, las hijas de Indalecio Prieto, y las familias de numerosos diputados republicanos de los partidos de derechas e izquierdas, salieron de España gracias a la embajada argentina en el crucero argentino 25 de Mayo. Augusto Barcia, ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno Giral, proporcionó automóviles del Gobierno en varias ocasiones para transportar personas amenazadas a la embajada chilena. Cuando en septiembre llegaron a Ginebra rumores de que las embajadas podrían verse obligadas a cerrar sus oficinas en Madrid, el delegado español Ossorio y Gallardo declaró que el Gobierno republicano reconocía el derecho de asilo y garantizaba las vidas de los refugiados en las embajadas. A mediados de septiembre el nuevo jefe del Gobierno, Largo Caballero, rogó en privado al embajador Núñez que protegiera a las sobrinas de los duques de Veragua (descendientes de Cristóbal Colón, que habían sido asesinados en Madrid[401]). Largo Caballero acogió también con entusiasmo la oferta del embajador chileno de visitar Toledo en un esfuerzo para que fueran evacuadas las mujeres y niños del Alcázar.
Sin embargo, el 13 de octubre, Álvarez del Vayo, ministro de Asuntos Exteriores, envió a Núñez una nota referente al derecho de asilo, en la cual aludía a la presencia de «delincuentes políticos» en las embajadas. A partir de aquel día, la cuestión de las embajadas se complicó con la fuerte antipatía que mutuamente se profesaban ambos hombres[402]. Parecía que el Gobierno actuaba con ganas de fastidiar; pero la situación era extremadamente compleja. Por una parte había los impulsos genuinamente humanos de los gobiernos Giral y Largo Caballero, y su disposición, dentro de ciertos límites, a utilizar las embajadas para proteger de los anarquistas a personas inocentes, en el otoño de 1936, y de los comunistas a principios de 1937. Pero la actitud claramente pronacionalista del embajador Núñez constituía una constante provocación hacia el Gobierno de Madrid. Además, un cierto número de embajadas europeas, especialmente las de Turquía, Polonia, Finlandia, Holanda, Noruega y Bélgica, extendieron mucho sus facilidades alquilando edificios extra.
Se abusó mucho de la letra y el espíritu del asilo político. Las legaciones peruana y cubana eran conocidos centros de espionaje, aunque intocables gracias a la inmunidad diplomática[403]. Los encargados de negocios holandés y noruego eran ciudadanos alemanes, que estaban en condiciones de servir a Alemania en la España republicana después de que los alemanes hubieran reconocido al Gobierno de Franco en noviembre de 1936. De noche se hacían disparos desde los edificios de las embajadas. Los alimentos y los artículos de lujo entraban sin pagar impuestos. En 1937 los asilados comían mucho mejor que la mayoría de los madrileños, y algunos de ellos se dedicaron a un lucrativo mercado negro. Habiéndose restablecido el orden en las calles, los amigos y las familias se podían visitar con toda libertad, trayendo informes de valor militar que luego podían ser enviados a Salamanca en la valija diplomática, o radiados con impunidad desde los transmisores instalados en las legaciones[404].
Los espectaculares abusos no anularon los esfuerzos genuinamente humanitarios. Entre los refugiados en la embajada chilena había muchos, conservadores completamente honorables, como el ingeniero Manuel Lorenzo Pardo. El hospital alemán, cuando fue puesto bajo la bandera chilena, prestó servicios esenciales a niños y ancianos sin distinciones políticas. El embajador dominicano acogía a reaccionarios, pero organizó también un hogar para niños republicanos evacuados de los pueblos o separados de sus familias por la guerra[405]. El encargado de negocios holandés, a pesar de sus relaciones con los nazis, ayudó a la delegación vasca en su trabajo a favor de los republicanos moderados y de las víctimas no políticas de la persecución de las chekas. Pero las evidentes simpatías profascistas de los diplomáticos más activos habrían acabado con la paciencia de cualquier régimen democrático. Al mismo tiempo, el Gobierno de Madrid no podía obtener absolutamente ninguna contrapartida por su propia política de tolerancia. Los consulados extranjeros en Sevilla y La Coruña estaban prohibidos a los refugiados, y el Gobierno de Burgos se negaba a reconocer incluso su misma existencia.
El Gobierno de Largo Caballero quería que las embajadas se vaciaran lo más posible. La mayor dificultad, al igual que con los intercambios de prisioneros, era la cuestión de garantizar que los refugiados liberados no volverían a tomar las armas contra la República. Álvarez del Vayo negoció acuerdos separados con Francia, Holanda, Turquía, Checoslovaquia y Cuba, por los cuales España aprobaba la evacuación de los refugiados, mientras que los gobiernos contratantes se comprometían a impedir que aquellas personas emigraran luego a la España nacionalista[406]. Bajo tales acuerdos, unas 1000 personas en edad militar abandonaron la España republicana a principios de 1937. La mayoría de los gobiernos honraron sus compromisos, pero los belgas soltaron a su contingente incondicionalmente tan pronto como pisó suelo francés, retrasando con esto considerablemente los arreglos de nuevas evacuaciones[407].
Entre los refugiados en las legaciones se producían acalorados debates acerca de la conveniencia de marchar, especialmente entre los meses de noviembre de 1936 a abril de 1937, período en el cual pareció razonable suponer que el ejército nacionalista entraría en Madrid en breve[408]. ¿Para qué arriesgarse a un viaje desagradable y a un exilio temporal, si la guerra estaba a punto de terminar? Sin embargo, para muchos oficiales era importante que el ejército victorioso no los hallase en las embajadas. Las autoridades de Burgos no ocultaban su menosprecio por los militares que se habían refugiado en las embajadas en vez de luchar en el cuartel de la Montaña o pasarse a las líneas insurgentes en los primeros días de la guerra. Tales oficiales podían rehabilitarse parcialmente abandonando la España republicana y ofreciendo a Burgos sus servicios; mas para hacer eso tendrían que faltar deliberadamente a la promesa hecha a las autoridades republicanas para que éstas les dejaran marchar.
La cuestión jamás fue resuelta del todo. En conjunto, de 15 000 a 20 000 personas buscaron refugio en un momento u otro, la mayoría de ellas en los tres primeros meses de la guerra. El Gobierno anunció a finales de junio de 1937 que 4000 personas habían sido evacuadas de las embajadas; pero esta cifra es sólo una mínima indicación, ya que no se llevaban registros de entradas y salidas. Al final de la guerra, el total de refugiados era de unas 3000 personas[409]. La publicidad que se dio a la cuestión de las embajadas fue en general desfavorable a la República. El origen del problema era un constante recordatorio de la impotencia del Gobierno en las primeras semanas de la guerra. Las cartas y entrevistas en los periódicos, ampliamente publicadas en Europa y la América latina por los refugiados, naturalmente dieron énfasis a la penosa situación en el interior de Madrid y reforzaron la preferencia de los conservadores por los nacionalistas, como «fuerzas del orden».
Era evidente para todos que cuanto más durara la guerra, más dependerían sus resultados de la intervención internacional, y destruiría más la fibra moral y física de España. Casi todos los dirigentes republicanos confiaron en un momento u otro en la mediación como un medio para acabar la lucha. El socialista moderado Julián Besteiro adoptó una posición pacifista, prácticamente desde el principio. El presidente Azaña pasó de la desesperación más negra de los primeros meses de la guerra a una posición de optimismo moderado cuando, a principios de 1937, la autoridad legal iba siendo reforzada y el ejército republicano estaba respondiendo favorablemente. Pero jamás creyó ni por un instante que la República pudiera ganar la guerra. Se debería hacer todo lo posible para utilizar las limitadas posibilidades de regateo de la República a fin de lograr una paz negociada[410].
Con este fin en el ánimo, pidió a Besteiro que representara a España en la coronación de Jorge VI en mayo de 1937. La opinión mundial estaba inquieta por la evidencia del envío masivo de tropas italianas a España y el comité de No-intervención había estado discutiendo propuestas para la retirada de los «voluntarios» extranjeros de ambos bandos. Azaña vio en esas propuestas la mejor oportunidad para una tregua y una mediación de paz. Como presidente, no tenía autoridad constitucional para tomar tal iniciativa; pero como muchos estadistas, antes y después, estaba dispuesto a violar la letra de la ley por una causa vital. Más que cualquiera otra de las personalidades del Gobierno sentía como algo personal el peso de la miseria y destrucción ocasionadas por la guerra. No tenía confianza en Álvarez del Vayo como ministro de Asuntos Exteriores, y aprovechó esta oportunidad de ponerse en contacto con el Foreign Office a través de Besteiro.
Él, así como el jefe del Gobierno, fueron al aeropuerto de Valencia para despedir al enviado especial a Londres. Dado que Besteiro y Largo Caballero no se hablaban, a nadie pareció extraño que Azaña se retirara para hablar privadamente con don Julián. Azaña pidió a Besteiro que insistiera en la cuestión de la retirada de los voluntarios, y que sondeara la buena voluntad de los ingleses para mediar. Aparentemente dio a Besteiro la impresión de que hablaba tanto en nombre del jefe del Gobierno como de sí mismo. Cuando Besteiro regresó, Largo Caballero había sido reemplazado por Juan Negrín. Los resultados específicos de sus conversaciones en Londres no están claros, porque el nuevo primer ministro no quiso oír el informe. Debido a la actuación sigilosa de Azaña, la desavenencia en el Gobierno era completa. Puesto que Largo Caballero no supo nada del aspecto diplomático del viaje de Besteiro, y dado que tales iniciativas eran constitucionalmente prerrogativa del primer ministro, Negrín, quien intentaba intensificar el esfuerzo de guerra, no se propuso empezar tratando con un «derrotista» que equivocadamente creía que tenía autoridad para buscar una mediación[411].
Además, a partir de mediados de 1937, las personalidades republicanas no habían dejado de hacer tentativas. Prieto, que tenía muchos amigos entre los vascos a ambos lados de las líneas, y con múltiples contactos personales en San Juan de Luz entre los diplomáticos, trató varias veces de sondear un posible deseo de negociación. Sin embargo, en contraste con Besteiro, se daba cuenta de que no tenía poderes para hacer proposiciones, y no trató de hacerlas; pero sabía que en la España nacionalista, bajo la superficie, no había unanimidad, y que era difícil a todo aquél que tuviera sentimientos humanitarios creer que el general Franco sacrificaría unas docenas de millares de vidas más antes que aceptar toda forma de compromiso[412].
Los representantes de la Generalitat en Francia y Bélgica parece ser que también buscaron la mediación. Es imposible saber exactamente qué es lo que hicieron, dado que todo tomó la forma de insinuaciones, tentativas, tonos de voz, y puesto que ni ellos ni sus interlocutores podían cometer el error de considerarlos autorizados para negociar. Todas estas actividades contribuyeron a crear una sensación de debilidad y falta de autoridad estructurada en la República[413]. En Salamanca, nadie hizo la menor insinuación acerca de una negociación, y el contraste en espíritu y autoridad era claro para todos los que quisieran verlo.
Sin embargo, aunque los republicanos hubieran sido totalmente discretos en sus esfuerzos diplomáticos, es muy dudoso que hubieran logrado una mediación. En numerosas ocasiones, los diplomáticos simpatizantes de los nacionalistas mencionaron esta posibilidad en Salamanca. El general Gómez Jordana les daba siempre la misma y firme réplica: no había ni que pensar en una mediación, porque si la República no era aplastada totalmente, la guerra civil se reanudaría al cabo de pocos años. Si Inglaterra, con su dominio de los mares y su posición como principal cliente del comercio de exportación español, hubiera deseado ejercer presión para que se llegara a una paz de compromiso, tal presión habría alterado la postura nacionalista. Pero el Gobierno Chamberlain dedicaba todos sus esfuerzos a apaciguar a Hitler y Mussolini. La dimisión de Anthony Eden como encargado del Foreign Office en febrero de 1938 indicaba, si es que hacían falta pruebas, que Chamberlain prefería la victoria del general Franco como formando parte de su entendimiento con Mussolini en el Mediterráneo.
Durante toda la guerra los no combatientes estuvieron retirándose constantemente ante el avance de los ejércitos y pasando las líneas en los puntos menos guarnecidos. Los que se pasaban a la zona nacionalista eran en general personas de medios, y su número no era muy grande. También se trasladaban a una zona en donde la situación alimenticia y la organización general económica eran muy superiores, así que su llegada creaba pocos problemas. Sin embargo, decenas de miles de personas, la mayoría carentes de medios económicos, huyeron a la zona republicana, en donde la situación alimenticia empeoraba.
Durante el otoño de 1936 millares de campesinos de Extremadura y Andalucía invadieron Madrid. Vivían en las estaciones del «metro», en los campos de fútbol, en el parque del Retiro y en los palacios abandonados. Los hombres se incorporaban al ejército, y el Gobierno, después de noviembre, trató de evacuar sus familias hacia la retaguardia; pero éstas prefirieron quedarse, especialmente porque así podían beneficiarse, aunque ligeramente, del racionamiento militar. Después de la batalla del Jarama, el perímetro estricto de Madrid permaneció en calma. El ejército organizó cursillos literarios en las trincheras, y los hijos de los campesinos podían unirse con sus padres mientras recibían los rudimentos de una educación. Los elementos civiles de más edad se resistían también a la idea de la evacuación, por razones diferentes. Muchos de ellos esperaban que los nacionalistas entraran pronto en Madrid, y ya habían visto con qué frecuencia los departamentos vacíos eran saqueados. Adoptaron una actitud puramente fatalista hacia los bombardeos y cañoneos, que en todo caso eran poco frecuentes después del primer ataque general contra la ciudad. En su conjunto, la población de Madrid aumentó más del 50 por ciento durante la guerra.
En agosto de 1936, los archiveros y bibliotecarios de la capital tomaron la iniciativa para salvar los tesoros de arte del país amenazados de destrucción. Bajo la dirección nominal del Ministerio de Instrucción Pública, formaron la Junta Delegada de Incautación, Protección y Conservación del Tesoro Artístico Nacional. Con la ayuda de los elementos más cultos de la UGT y la CNT, imprimieron folletos ilustrados explicando a los refugiados y a los soldados el valor de los objetos de arte en medio de los cuales vivían ahora en los palacios. Fueron a los conventos abandonados y saqueados con personal de mudanzas para trasladar todos los objetos valiosos al Prado, y salvaron más de un edificio de ser saqueado con el simple medio de colocar un letrero diciendo «Requisado para uso del Gobierno». En los palacios impidieron que las familias refugiadas siguieran cocinando en los suelos de parquet, y les pidieron su ayuda para amontonar las obras de arte en un par de habitaciones. Luego colocaron sobre las puertas un gran letrero de incautado, estampado como si fuera un pasaporte con los sellos de una docena de sindicatos, comités y partidos políticos del Frente Popular. Cuando había camiones disponibles, las obras de arte eran llevadas al Museo del Prado; pero hubo varios casos en que cuando el propietario del palacio regresó en 1939, se encontró con que la insignia de la Junta aún protegía las pinturas allá donde habían sido apresuradamente almacenadas a finales de 1936[414].
La ciudad de Barcelona había sido la Meca de los campesinos españoles sin tierra, ya desde los comienzos de la industrialización en el siglo XIX. Las provincias de Alicante, Murcia y Almería habían proporcionado tradicionalmente gran número de peones a Cataluña. La guerra y el bloqueo desorganizaron rápidamente su siempre precaria situación económica, y familias enteras emigraron al Norte. En enero de 1937 los representantes de los cuáqueros estimaron que por las calles de Barcelona vagaban unos 25 000 niños; hacia octubre de 1937 había unos 500 000 refugiados en la capital catalana. Al final de la guerra ya ascendían a 800 000, incluyendo un contingente de más de 50 000 refugiados del Norte que habían sido evacuados a través de Francia, en parte por su propia elección y en parte a petición del Gobierno francés, siendo repatriados por la frontera catalana. Tras la ofensiva nacionalista de Aragón en la primavera de 1938, más de un millón de personas sin hogar atestaron las provincias de Tarragona, Barcelona y Gerona. Es imposible dar siquiera un número aproximado de cuántas personas en semejantes condiciones vagaban en la zona que va de Valencia a Almería. A principios de 1938 había también unos 90 000 refugiados en la España nacionalista, muchos de ellos niños vascos y asturianos separados de sus familias. La ocupación de la costa Norte a finales de 1937, junto con la ofensiva de Aragón, añadieron un número enorme de personas angustiadas a la población de la zona nacionalista. Por primera vez se notó la escasez de víveres, y el Auxilio Social fue incapaz de atender debidamente a la situación en Lérida y en la costa mediterránea.
En Barcelona los cuáqueros establecieron cantinas que eran servidas por mujeres refugiadas. En marzo de 1937 distribuyeron leche de acuerdo con las siguientes raciones teóricas: un litro tres veces por semana a los niños de hasta nueve meses de edad; un litro y tres cuartos de litro diarios para los de nueve meses a seis años. Pero la mayoría de las veces no había leche disponible para los que tenían más de dos años de edad. Dos veces por semana se distribuía media libra de azúcar y un paquete de bizcochos y a veces se podía disponer de aceite de hígado de bacalao por prescripción médica. En Murcia, donde hallaron las peores condiciones de hacinamiento y desnutrición, y en donde las dificultades de trabajo eran infinitamente más grandes que en Cataluña, dieron de comer a miles de niños a base de pan y cacao, y en ocasiones algunas ciruelas para los que tenían menos de seis años.
Durante el primer año de la guerra la población de Barcelona dio a los refugiados una simpática bienvenida. Una organización de ayuda a los niños, Pro Infancia Obrera, en la que figuraban representantes de todos los partidos del Frente Popular, ayudó a los cuáqueros a situar niños en hogares, y como pronto esto resultara impracticable, a organizar campamentos en los estadios y en los espacios abiertos de los grupos escolares de los muchos suburbios industriales de Barcelona. Hasta donde fue posible mantuvieron la instrucción escolar y enseñaron oficios manuales a los adolescentes. En marzo de 1938 los nacionalistas se apoderaron de las centrales eléctricas de los Pirineos de cuya energía dependían la industria y los servicios públicos de Cataluña. Ante la falta de transportes, y con la cada vez más aguda escasez de víveres, la gente hubo de abandonar todas las otras actividades a la imprescindible de la búsqueda de alimentos y dejó de ejercer toda actividad física que no fuera la de recorrer los kilómetros necesarios para obtener un mínimo de alimentación[415].
Pronto aparecieron entre los refugiados la sarna, sintomática de las insalubres condiciones de vida, y la pelagra, debida a la carencia de vitaminas. La población autóctona dispuso de la mayoría de los alimentos hasta principios de 1938, pero hacia el verano no había manera de obtener carne y grasas como no fuera en el mercado negro, y normalmente las personas acomodadas se consideraban afortunadas si tenían pan y lentejas en cantidad razonable y de vez en cuando algún huevo de la granja del primo del portero. Las personas de más de cincuenta años que hasta entonces habían gozado de buena salud podían por lo general proseguir las actividades normales. Los niños de la ciudad enfermaban más rápidamente que sus primos de los pueblos. Uno de los primeros síntomas dramáticos de la subalimentación era el fallo de las piernas de una persona, e incidentes de esta clase eran cosa corriente en las colas del pan y entre los obreros de las fábricas que tenían que recorrer largas distancias para llegar a sus talleres. Según los informes de los hospitales de Barcelona, los fallecimientos por desnutrición, en su mayoría de niños y ancianos, se duplicaron con largueza de 1936 a 1937, y volvieron a duplicarse en 1938. Dichas estadísticas no cuentan por entero la historia, porque se refieren principalmente a la población local, que era la que acudía en primer lugar para ser tratada en los hospitales[416].
Los problemas de los sufrimientos de los civiles jamás pudieron ser separados de los problemas propios de la guerra en sí. Varios gobiernos y sociedades eclesiásticas y caritativas alzaron sus voces contra los bombardeos de ciudades como Madrid, Bilbao, Barcelona y Valencia. Las autoridades nacionalistas replicaban con la lista de los objetivos militares situados en dichas ciudades, y enumerando las incursiones llevadas por las fuerzas republicanas. La mayoría de éstas produjeron pocas bajas. El peligro venía más de los cascotes de los proyectiles antiaéreos que caían al suelo que de las bombas lanzadas. Sin embargo, hubo una docena de incursiones sobre las principales ciudades nacionalistas que costaron cada una docenas de muertos o quizá más, y en estricta lógica no había distinción moral entre las incursiones de un bando y las del otro[417].
Los británicos objetaron repetidamente al bloqueo impuesto a los buques que llevaban alimentos; los nacionalistas replicaban que la República había enviado a Rusia las reservas españolas de oro para comprar armas, y que la entrada de buques con víveres en los puertos republicanos constituiría, en efecto, una ayuda al esfuerzo de guerra[418]. Sólo en febrero de 1939, cuando ya se veía claramente que la guerra iba a terminar con la rendición incondicional de la República, ordenó el general Franco a su marina de guerra que permitiera que barcos con víveres penetraran en los puertos levantinos.
En la España nacionalista, los cuáqueros, como los delegados de la Cruz Roja, eran sospechosos por ser protestantes. La mayoría de ellos simpatizaban con la República, y sus ideas políticas eran verdaderamente aquéllas que la prensa falangista estigmatizaba como la «Internacional rojo-masónica». Se les permitió ayudar en el socorro de Oviedo y Gijón a finales de 1937, y a distribuir provisiones en Zaragoza, Teruel y Lérida en la primavera de 1938; pero jamás pudieron establecer relaciones de confianza y cordialidad con Auxilio Social. Médicos latinoamericanos acudieron voluntarios a ofrecer sus servicios a ambos bandos, y el famoso cirujano norteamericano doctor Edward Barsky estableció un hospital de campaña en la zona republicana. En estos casos los ideales políticos de dichos médicos fueron los que determinaron su elección de bando.
Similares dificultades se presentaron a los esfuerzos de diversas sociedades nacionales de la Cruz Roja. En proporción a su población y recursos, la Cruz Roja de los diversos países latinoamericanos hizo la contribución más importante. Sus comités nacionales estaban compuestos, en general, por conservadores acomodados que simpatizaban con el bando nacionalista. En Europa, donde los gobiernos británicos, sueco y suizo hicieron contribuciones particularmente importantes a la Cruz Roja, el comité internacional de Ginebra pudo lograr que más o menos fuera la misma ayuda a cada bando, enviándose más ropas y medicinas a la España nacionalista y más alimentos a la republicana. Las cuestiones de orgullo y eficacia obstaculizaron asimismo la distribución. Al final de la guerra había en Burgos un hospital móvil completo sin desembalar que llegó de Ginebra un año antes. El ejército se negó a aceptar la condición de reconocer públicamente que era un hospital de la Cruz Roja, y la CRI no deseaba que fuera, en la práctica, confiscado. Al término de la guerra los representantes de los cuáqueros y de la Cruz Roja hallaron ciertas cantidades de latas de conservas medicinas y ropas intactas en almacenes de ambas zonas.
Es extremadamente difícil medir la importancia de esta conducta para aliviar los sufrimientos humanos. El número de personas que escaparon a Gibraltar, a buques británicos y franceses, y a las embajadas de Madrid, no eran más que una minúscula fracción de la población que de buena gana habría querido librarse de la guerra. Para sus amigos comprometidos en uno de los bandos eran oportunistas que huían de sus responsabilidades políticas en un momento crucial. Y en las embajadas, ciertamente, una alta proporción eran en realidad beligerantes que se aprovechaban de la protección que les brindaba un pabellón extranjero. Los médicos o chóferes de ambulancias que se ofrecían a Madrid o Burgos, las sociedades nacionales de la Cruz Roja que aportaban sus contribuciones, realmente hacían algo por aliviar los sufrimientos humanos, pero no sin hacer una elección política. Los gobiernos que protestaban de los bombardeos aéreos no estaban preparados para abandonar las armas y las ambiciones que les habían llevado en el pasado y les llevarían en el futuro, a realizar actos parecidos. El número de prisioneros intercambiado suponía menos del uno por ciento del total capturado, y los socorros alimenticios suministrados por los cuáqueros llegaron, y de modo temporal, quizá tan sólo a un 10 por ciento de los que de veras los necesitaban.
Sin embargo, el significado de estos esfuerzos no debe ser juzgado solamente por su base numérica. La guerra civil comenzó con una terrible ansia de exterminio del enemigo absoluto. Conforme los meses fueron pasando, fue cada vez mayor el número de personas que sólo deseaba la vuelta de la paz y un grado de mutua conciliación. Pero una creciente proporción de los recursos humanos y físicos de la nación estaban siendo arrojados a la guerra, y el que resultaría probablemente victorioso ya se había comprometido públicamente a no aceptar ningún compromiso. En estas circunstancias cada gesto de paz tenía un valor absoluto: cada prisionero intercambiado, cada refugiado escondido, cada niño alimentado, cada obra de arte salvaguardada era importante. Los prisioneros alimentaban esperanzas de liberación por el solo hecho de que se negociaran intercambios. Las jóvenes de la clase media de Auxilio Social podían creer que sus actos de caridad contribuían al futuro de España. La presencia de los cuáqueros testimoniaba que había seres humanos capaces de sacrificar las comodidades de que gozaban para ayudar a otros seres humanos con los que hasta entonces no les había ligado ningún lazo personal, sentimental o histórico. Los delegados de la CRI trabajaban para ampliar la base en que aplicar un tratamiento civilizado a los prisioneros militares y políticos. Los funcionarios republicanos que buscaron la mediación mostraron su disposición para dejar de lado todas las viejas animosidades y aceptar compromisos para acabar con el derramamiento de sangre. La suma de todas estas acciones fue pequeña en sus efectos prácticos, pero ayudaron a una callada y sufriente población a mantener un mínimo de fe en la decencia humana.