Capítulo 24

LA EVOLUCIÓN DE LA ESPAÑA NACIONALISTA

DESDE el momento en que lograron transportar con éxito el ejército de África a la otra orilla del estrecho de Gibraltar, los jefes nacionalistas nunca dudaron de su victoria final. La defensa de Madrid, y las batallas del Jarama, Guadalajara, Brunete y Teruel, pusieron duramente a prueba la moral de sus tropas; retrasaron la victoria durante meses y la hicieron más costosa en hombres y material que lo que en un principio se había supuesto; pero los éxitos militares republicanos eran puramente defensivos, y en ningún momento interrumpieron la construcción de un nuevo Estado en la parte cada vez mayor del territorio nacional controlada por el general Franco.

La confianza de los nacionalistas era compartida no sólo por sus principales aliados, Italia y Alemania, sino por los hombres de negocios británicos, que eran los extranjeros que más exponían en las exportaciones mineras y agrícolas de España. Mientras que las ideologías y experimentos revolucionarios de la zona republicana provocaban la hostilidad de los hombres de negocios, los jefes nacionalistas no sólo mantuvieron una economía en orden, sino que resultaron ser administradores muy capaces y astutos negociadores en todo lo relacionado con la posición comercial de España.

Hasta casi el final de la guerra, Andalucía fue un feudo particular del general Gonzalo Queipo de Llano. Éste se aseguró en primer lugar de que las instalaciones portuarias de Sevilla, Cádiz, Algeciras, y poco después Huelva, operaran virtualmente sin interrupción. Aceitunas, naranjas, jerez y piritas de hierro eran embarcados hacia Inglaterra y los países del norte de Europa en cantidades normales. El hecho de que la Junta de Burgos no estuviera internacionalmente reconocida liberaba a los militares de las obligaciones gubernamentales existentes el 18 de julio. Burgos fijó un tipo de cambio para la libra esterlina de 42 pesetas. La cotización real en Londres era aproximadamente de 70, y este tipo de cambio abusivo hizo que en casos aislados fuera difícil comprar maquinaria, pero los exportadores lo aceptaron a cambio de las ventajas de la paz laboral, continuidad y buenas relaciones con aquéllos que, estaban convencidos, ganarían la guerra.

Queipo de Llano distribuyó semillas a los cultivadores de cereales y extendió el cultivo de arroz en las marismas. Andalucía alimentaba a Marruecos y a las islas Baleares y contribuía al aprovisionamiento de Castilla, siendo capaz de hacer esto sin implantar el racionamiento o elevar los precios de modo significativo hasta muy entrado el año de 1938. Queipo disfrutaba de una reputación de general «preocupado por las cuestiones sociales». En su charla radiofónica del 4 de marzo de 1937 anunció a los campesinos un sistema de préstamos en el cual habrían de pagar un 5 por ciento anual de interés, en lugar de tener que acudir a tiburones prestamistas (como él los calificó) que cargaban «sólo un 5 por ciento mensual». En varias ocasiones decretó moratorias en el pago de hipotecas y protegió a los arrendatarios contra el desahucio por falta de pago. Por la radio solicitó donativos para comprar tierras en donde establecer a las familias de los necesitados «soldaditos». El dinero fue utilizado para comprar fincas a precios de confiscación a los terratenientes cuyas simpatías republicanas los convertían en blancos fáciles del chantaje. No se llevaban cuentas. Fueron edificadas unas cuantas aldeas a lo Potemkin, y una cantidad desconocida de dinero en efectivo y de tierras se convirtió en botín del general y sus amigos. Queipo también inició en marzo de 1937 un plan de construcción de viviendas en Sevilla, al que se dio mucha publicidad, y el 19 de junio de 1938 entregó las llaves de las primeras 124 casas terminadas a los propietarios que habían sido elegidos a suertes entre familias trabajadoras o de combatientes. La aristocracia titulada contribuyó con tierras que fueron utilizadas para huertos familiares. De sus más de 35 000 acres que poseía, el duque de Alba entregó 40[374].

El pago de la ayuda ítalo-alemana planteó problemas. Mussolini fue menos exigente que Stalin con la República o que Hitler con los nacionalistas. Como revela el diario de Ciano, Mussolini estaba muy preocupado con su reputación de virilidad, así como con la reputación de Italia por la misma causa. Se sentía orgulloso de verse envuelto en una cruzada anticomunista, del terror sembrado por aviones italianos y del papel desempeñado por su infantería en la campaña del Norte. Soñaba con un nuevo Imperio Romano, con expulsar a Inglaterra del Mediterráneo y a Francia de Túnez y Argelia. A menudo se irritaba por la lentitud y la obstinación de Franco; pero cualesquiera que fueran sus conflictos, estaba comprometido en la causa hasta el final, y su vanidad no le permitía ponerse ahora a discutir de finanzas. En agosto de 1936 se organizó una empresa comercial mixta hispano-italiana, la SAFNI, encargada de manejar las piritas, el aceite de oliva y las lanas que España había de entregar a cambio de equipo militar. Informes de mediados de 1937 indicaron que los italianos estaban recibiendo poco a cambio de las armas entregadas hasta entonces[375]. Los españoles, en cambio, se sintieron fastidiados al saber que el aceite de oliva español era envasado y vendido en los mercados mundiales como aceite italiano. Tras la conquista del Norte, Italia se hizo cargo de algunas de las enlatadoras de pescado de Gijón. Mussolini amenazaba con reducir las exportaciones italianas a España; pero no llevó a cabo tales amenazas, ni Italia recuperó jamás ninguna proporción apreciable de sus inversiones en la victoria nacionalista.

El pago de la ayuda alemana fue acordado sobre una base estrictamente comercial a los diez días del comienzo de la guerra civil. Una compañía nacional hispano alemana la HISMA/ROWAK, fue establecida, encargándose la HISMA (Compañía Hispano marroquí de Transportes) de las exportaciones españolas a Alemania y la ROWAK (Rohstoffe und Waren Einkaufsgesellschaft) de facilitar las exportaciones alemanas a España. El principal organizador económico de la compañía fue Johannes Bernhardt, el comerciante alemán que ya llevaba tiempo establecido en Tetuán y que fue el que transmitió a Hitler el primer pedido de aviones del general Franco[376]. Las minas del Riff fueron requisadas a sus propietarios franceses e ingleses en agosto de 1936, y en enero de 1937 la HISMA firmó un contrato para entregar a Alemania el 60 por ciento de la producción de Río Tinto a 42 pesetas la libra esterlina, o sea el tipo de cambio establecido por el general Franco. Para las transacciones de efectivo HISMA mantuvo un gran crédito en pesetas, y ROWAK un saldo en marcos en Berlín. La compañía gozaba del monopolio bajo la supervisión de ambos gobiernos. Además del mineral, trataba con trigo, cueros y verduras.

Los alemanes estaban aún más preocupados con las ventajas económicas de la posguerra que con el pago inmediato. Hasta finales de 1938, el general Franco resistió sagazmente a sus esfuerzos, reiterando en todas las conversaciones que el suyo sólo era un Gobierno provisional que no podía disponer del patrimonio nacional. Una ley española en vigor limitaba la participación extranjera en el capital de las empresas españolas al 25 por ciento. En marzo de 1939 concedió un nuevo límite superior, del 40 por ciento, pero sin aceptar ningún compromiso específico. Sin embargo, el 19 de diciembre de 1938, cuando necesitó cantidades masivas de armas para la proyectada ofensiva contra Cataluña, y tras de que Hitler hubiera ganado en Munich su mayor victoria en tiempo de paz, Franco consintió en la creación de MONTANA, una unión de las cinco compañías mineras peninsulares, poseyendo los alemanes en las tres mayores el 15 por ciento del capital. Los alemanes también obtuvieron el control de la Mauretania Mining Company de Tetuán[377].

Con esta importante excepción, el generalísimo mantuvo su independencia económica a través de la guerra. Tras la caída de Bilbao, en junio de 1937, dirigió descaradamente la tajada del león del mineral vizcaíno hacia su tradicional mercado inglés, a pesar del disgusto de los alemanes. Hallando los vehículos americanos más de su gusto que los alemanes o italianos, utilizó sus ganancias en divisas para comprar 1200 camiones italianos, 1800 alemanes y 12 000 Ford, Studebaker y G. M. Nada ilustra mejor el éxito e independencia de la política comercial nacionalista que el hecho de que en 1937 exportaron por valor de 60 000 000 de dólares a la zona de la libra esterlina y de 31 000 000 de dólares a Alemania a través de HISMA, por un total de 91 000 000 de dólares, mientras que el total de las exportaciones de la España no dividida en 1935 había ascendido a sólo 115 000 000 de dólares[378].

Las compañías inglesas que poseían la mayoría de las acciones de las minas de Río Tinto y Peñarroya no presentaron quejas oficiales durante la guerra acerca de los tipos de cambio abusivos o la exportación de casi la mitad del mineral producido a Alemania. Estaban convencidas de que la victoria de Franco serviría a la larga a sus intereses, y su actitud hizo que los diversos intereses franceses, belgas y americanos adoptaran la misma actitud. En sus tratos con las compañías extranjeras, Franco se benefició del respaldo financiero y de las relaciones de ciertos particulares. A principios de 1937 se informó que Juan March había contribuido con 15 000 000 de libras esterlinas antes del alzamiento, y que asimismo financió buena parte de la ocupación italiana de Mallorca. El exrey Alfonso XIII dio 10 000 000 de dólares, y su hijo don Juan se ofreció al ejército nacionalista. Se dijo que simpatizantes latinoamericanos, ingleses y americanos contribuyeron con un millón de libras esterlinas. Franco se benefició también de la hábil diplomacia del moderado general Jordana, que era más bien probritánico. Pero el generalísimo no dejaba que nadie le suplantara en el primer papel como negociante-diplomático, y muchas personas entendidas a las que disgustaba su régimen político se sintieron orgullosas al ver los duros regateos que sostuvo con los socios comerciales de España.

La economía nacionalista disfrutó también de las ventajas de un estricto orden público y de la cooperación de los hombres de negocios. Las huelgas fueron problemas y los salarios se congelaron, generalmente a niveles parecidos a los del 15 de febrero de 1936, antes de la victoria electoral del Frente Popular y las subsiguientes alzas de salarios de la primavera. Había escasez de tejidos, puesto que la mayoría de las factorías textiles estaban localizadas en Cataluña, y el mantenimiento de los ferrocarriles y la maquinaria sufría por el hecho de que una alta proporción de los trabajadores especializados habían huido a las guerrillas asturianas o a la zona republicana. Pero los pocos observadores que viajaron por ambas zonas (en su mayoría personal consular y periodistas suizos) se fijaron en que las fincas de la España nacionalista estaban cuidadosamente cultivadas, igual que en tiempos de paz, mientras que en las provincias republicanas con frecuencia era evidente el descuido. El costo de la vida subió sólo un 50 por ciento en la zona nacionalista durante la guerra. El tiempo de la grave escasez y de la inflación vendría después[379].

El carácter político del nuevo Estado combinaba los rasgos superficiales del fascismo con los de una dictadura militar intensamente personal y tradicional. Al igual que el Partido Comunista en la España republicana, en la España nacionalista la Falange tuvo un crecimiento fenomenal: de unos 5000 miembros en febrero de 1936 a quizá 60 000 a finales de primavera y 1000 000 en agosto de 1936, hasta más de 2000 000 durante los años de la guerra. Como el Partido Comunista, se sentía predestinada a guiar el desarrollo de sus aliados menos maduros políticamente, y al igual también que el Partido Comunista, carecía de dirigentes de categoría nacional. Aquí terminan, sin embargo, las analogías, porque la Falange no era un partido de técnicos, ni tenía ningún programa coherente y sólido.

En los años 1937-1938 existían al menos cuatro grupos distintos dentro de la Falange. Había el grupo pequeño, pero elocuente, que predicaba una revolución sindicalista, la creación de una economía descentralizada en donde los sindicatos laborales tendrían participación en la dirección de las industrias, y en la cual las grandes fincas rústicas serían distribuidas a los campesinos que de verdad trabajaran la tierra. La mayoría de los intelectuales falangistas, y los asociados supervivientes más cercanos de José Antonio y Ramiro Ledesma, pertenecían a este grupo. El segundo grupo estaba compuesto por un pequeño pero importante núcleo de terroristas reaccionarios, aquéllos que habían intentado asesinar a liberales y diputados socialistas y que habían disparado contra los mítines políticos y cortejos de entierros en la primavera de 1936. Luego había una masa de jóvenes católicos y universitarios, muchos de los cuales habían pertenecido a la JAP antes de la guerra. Finalmente, había una masa de exanarquistas y comunistas, especialmente en Andalucía, donde el demagógico general Queipo de Llano les había impelido a ponerse la camisa azul como «salvavidas», y a los cuales se refería sonriente la sofisticada aristocracia monárquica, como «nuestros rojos» y la «FAIlange».

Estos grupos heterogéneos estaban unidos por una aspiración común: que la guerra civil condujera a una transformación revolucionaria de España. Ninguno de ellos sentía deseos de luchar en defensa de la aristocracia terrateniente o por la restauración de los privilegios clericales. Emocionalmente eran tan antiburgueses y anticapitalistas como anticomunistas. Imitando a los nazis, hablaban de sangre y de raza, pero sin ningún objetivo práctico a la vista. Hablaban también del destino imperial de España, a veces azorando al Gobierno con la publicación de mapas de «Iberia», en los cuales la frontera portuguesa no figuraba, y de vez en cuando servían al Gobierno haciendo gestos amenazadores en dirección a Gibraltar. Los editoriales falangistas recogían las frases de Mussolini acerca de la necesidad de la violencia heroica y de que las naciones viriles se templaban en las guerras. Rechazaban las soluciones esquemáticas e intelectuales y definían la política como el arte de dirigir a los pueblos por medio de la intuición y la improvisación[380].

Los falangistas rendían también un ardiente culto al héroe. Los «camisas viejas» hablaban de José Antonio y de Mussolini en términos personales y emotivos que casi ningún comunista empleaba respecto a Stalin, y mucho menos hacia José Díaz. La masa juvenil, inquieta y no sofisticada, carecía de un dirigente destacado. José Antonio, Onésimo Redondo y Julio Ruiz de Alda habían muerto. Hedilla y Aznar, los jefes de las facciones de principios de 1937, eran mediocridades. Raimundo Fernández Cuesta, que por un intercambio salió de la cárcel de Madrid en octubre de 1937 y fue uno de los primeros compañeros de José Antonio, se convirtió en secretario general de la Falange, pero sólo después de que Serrano Súñer rechazara el puesto, y nunca gozó de gran influencia política[381].

La Falange fue muy útil al Caudillo, precisamente porque no tenía ni un programa coherente ni un dirigente destacado. Su fraseología fascista constituía una válvula de escape para presiones que de otro modo habrían tomado una dirección verdaderamente revolucionaria, y el general Franco comenzó a salpicar sus discursos con los adjetivos nacional-sindicalista, social, unitario, imperial y misionero. No perdía el tiempo en los balcones ni intentaba hipnotizar a las masas con su voz. Prefería que el culto al héroe de la Falange se enfocara hacia el «ausente», y uno de los ritos establecidos de la Falange era empezar sus mítines con la invocación de la presencia mística del fundador gritando a coro: «¡José Antonio, presente!». Cosa muy curiosa para una organización que hablaba tanto de virilidad, los resultados prácticos más importantes de la Falange fueron los que consiguieron Pilar Primo de Rivera, hermana del fundador y jefa de la Sección Femenina, y Mercedes Sanz Bachiller, viuda de Onésimo Redondo, que fueron el alma de una red de centenares de comedores infantiles y organizaron los servicios de enfermeras tanto en el frente como en la retaguardia, así como la distribución de alimentos en los territorios recién conquistados[382].

Mientras tanto, el general Franco gobernaba la España nacionalista a la manera militar, personal y arbitraria y en nada ideológica de los grandes dictadores hispánicos del siglo XIX como Narváez en España, Rosas en la Argentina y Porfirio Díaz en México. Hacía mucho caso de los consejos de Serrano Súñer, cuya influencia dio lugar a numerosos chistes acerca del cuñadismo como forma de gobierno, y sobre él mismo, al que llamaban el cuñadísimo (remedo de lo de generalísimo). Sin embargo, el general Franco no se dejó manejar por nadie en ningún momento, y sin duda éste, en la vida civil de un país democrático, habría tenido una brillante carrera política.

El 3 de enero de 1938 formó su primer Gobierno regular, cuya composición reflejaba bien las varias corrientes políticas que había en la España nacionalista. Había dos monárquicos que habían ocupado cargos importantes antes del advenimiento de la República: el general Gómez Jordana, ministro de Asuntos Exteriores, y Andrés Amado, ministro de Hacienda. Dos carlistas: el conde de Rodezno, como ministro de Justicia, y Pedro Sáinz Rodríguez, como ministro de Educación Nacional. Figuraban dos falangistas: el «camisa vieja» Raimundo Fernández Cuesta como ministro secretario general del Movimiento, y el menos prestigioso González Bueno como ministro de Trabajo. El general Dávila, un incondicional de Franco entre los militares, se convirtió en ministro del Ejército. El general Martínez Anido, que reprimió a la CNT en Barcelona en los primeros años de la década de 1920, y que había sido ministro de la Gobernación durante la dictadura de Primo de Rivera, se convirtió en ministro de Orden Público. Serrano Súñer actuó como ministro de la Gobernación y Juan Antonio Suances, industrial muy próspero, que era amigo de juventud de Franco, pasó a ser ministro de Industria y Comercio. Era un grupo cuidadosamente equilibrado de expertos que representaban a las principales tendencias políticas. Prestaron juramento de sus cargos en el histórico monasterio de las Huelgas, cercano a Burgos, en una ceremonia que Serrano Súñer describió como «íntima, ferviente y devota, como una vigilia en armas», tras lo cual las monjas sirvieron jerez en el claustro, acompañado de las tradicionales obleas hechas con yema de huevo[383]. El momento era solemne y la apariencia apropiada para el generalísimo no era la del fascismo moderno, sino la de los Reyes Católicos.

Este Gobierno elaboró varias leyes fundamentales en el curso del año 1938. El 9 de marzo promulgó el Fuero del Trabajo, disponiendo los salarios y condiciones de trabajo en la industria y protegiendo los contratos de los arrendatarios agrícolas; sin embargo, no se aplicaba al peonaje de los grandes latifundios. En abril el Gobierno creó el Servicio Nacional de la Reforma Económica Social de la Tierra. La República había distribuido alrededor de medio millón de acres a los campesinos antes de la guerra, y a principios de 1938 varios millones adicionales de acres estaban siendo administrados en forma de granjas cooperativas o colectivas. La tarea del nuevo servicio sería devolver las propiedades a sus antiguos propietarios y sustituir la reforma agraria republicana y revolucionaria por una forma no especificada de «colonización».

El 5 de abril el Estatuto de autonomía de Cataluña fue derogado oficialmente. El 22 de abril se publicó una ley de prensa que la ponía bajo el control del Estado y establecía la censura. El 3 de mayo los jesuitas, a los que se consideraba una orden especialmente española, fueron acogidos de nuevo en España, y sus propiedades, la mayoría de las cuales habían estado en manos de otras órdenes y de corporaciones ficticias desde 1932, les fueron devueltas. El 19 de julio el general Franco se convirtió en «capitán general del Ejército y de la Armada»; hecho que, si bien no aumentaba su autoridad efectiva, era muy significativo, porque en el pasado este título sólo había sido ostentado por el rey. El 15 de diciembre se devolvió la ciudadanía al desterrado rey Alfonso XIII y le fueron devueltas las propiedades de su familia. Estas leyes confirmaron la tendencia hacia un Estado centralizado, una economía controlada por el Gobierno y la restauración de los intereses creados económicos y religiosos de la época anterior a la República. El Fuero del Trabajo era sólo palabrería para contentar a la izquierda de la Falange[384].

Las primeras declaraciones justificando el alzamiento militar no habían hablado para nada de religión; pero la influencia de la Iglesia aumentó rápidamente en la zona nacionalista[385]. A principios de 1937, se ordenó específicamente a los maestros de las escuelas primarias que tuvieran una imagen de la Virgen en sus clases, y todas las aulas de enseñanza secundaria o universitaria deberían tener un crucifijo colgado de la pared. En el frente se celebraba misa regularmente y la asistencia a ella era obligatoria para todos los militares y funcionarios civiles. En Mallorca la Iglesia anunció por Pascua un censo. Los párrocos distribuyeron formularios en donde había que declarar dónde y cuándo se habían cumplido las obligaciones pascuales. En la Pascua de 1936 sólo había cumplido el 14 por ciento de la población; pero en 1937 cumplió casi todo el mundo[386].

El Gobierno decretó que la enseñanza religiosa sería obligatoria en las escuelas primarias y secundarias, excepto para los marroquíes. Todos los maestros fueron sometidos a un examen para averiguar sus creencias religiosas, y muchas escuelas tuvieron que ser cerradas por falta de maestros con antecedentes religiosos satisfactorios. La Iglesia organizó cursillos de orientación religiosa para todos los maestros sobre el papel del cristianismo en los métodos de enseñanza y la doctrina ética. Estas leyes dieron a la Iglesia un poder que jamás había tenido en tiempos modernos, puesto que incluso bajo la Monarquía era posible a los padres evitar que sus hijos recibieran enseñanza religiosa, y había habido muchos colegios privados y aulas universitarias que eran laicas en la práctica, ya que no en teoría. En marzo de 1938, la ley republicana del divorcio, ya abolida en la práctica, fue oficialmente derogada. Las mujeres de la clase media que supervisaban los hospitales y los comedores también se dedicaron a recatolizar a las masas, pues entre ellas estaba extendida la creencia de que los conflictos sociales en España eran principalmente debidos a la falta de caridad cristiana entre los ricos y a la falta de fe entre los pobres.

El primero de julio de 1937, el prestigio de la causa nacionalista se acrecentó mucho por la publicación de la Carta Colectiva de los obispos españoles, redactada por el cardenal Goma y firmada por todos los prelados, con las significativas excepciones del obispo Múgica, de Vitoria, y del cardenal Vidal i Barraquer, de Tarragona. La jerarquía española adoptó la posición de que el alzamiento del 18 de julio había sido un levantamiento «civicomilitar» por parte de los elementos civiles más sanos y mejor calificados de la nación, así como por parte del ejército. La Iglesia había sido víctima de la legislación laica, que infringió sus derechos y libertades. Había aconsejado respeto por las autoridades constituidas mientras que tales autoridades permitieron la quema de las iglesias, la sublevación de Cataluña y Asturias y el caos general de la primavera de 1936. La Iglesia no había deseado la guerra; pero estaba agradecida por la protección que los nacionalistas le habían prestado, mientras que en la zona republicana los sacerdotes sufrían el martirio a millares. El cardenal Gomá citó a Santo Tomás en lo referente al derecho legítimo a la defensa propia y se refirió a la «irrefutable» evidencia documental de que el alzamiento se había anticipado a una revolución soviética en España largo tiempo planeada. La Carta Colectiva, publicada poco después de la caída de Bilbao, colocó a la Iglesia oficialmente al lado de los nacionalistas, y en octubre el papa Pío XI envió un nuncio a Salamanca[387].

Las repercusiones diplomáticas de la guerra fueron favorables a los nacionalistas desde el principio. El impulso inicial de Francia de ayudar a la República fue contrarrestado por el temor a Hitler, las presiones británicas y la posibilidad de una guerra civil en la propia Francia. La corriente de ayuda ítalo-alemana no fue ni mucho menos obstaculizada por el plan de No-intervención, y si en el otoño de 1936 Rusia se apresuró a dar a la República una ayuda más o menos equivalente, hay que considerar que la Unión Soviética estaba mucho más lejos de España que las potencias fascistas y no deseaba incurrir abiertamente en el desagrado de las potencias occidentales. A partir de noviembre de 1936 cada vez fue mayor la diferencia entre la ayuda rusa y la que recibían los nacionalistas.

En febrero de 1937 los diplomáticos republicanos insinuaron a Inglaterra y Francia que el Gobierno consideraría la revisión del status de Marruecos si las potencias occidentales no revisaban su política con respecto a la guerra civil. Como Franco dependía en gran manera del reclutamiento de soldados marroquíes, se sintió indudablemente aliviado cuando el Times de Londres dio la noticia de estas tentativas el 18 de marzo, junto con la indicación de que los británicos habían rechazado la proposición. El 18 de marzo fue también el día en que el ejército republicano capturó a los italianos en retirada una masa de pruebas documentales demostrando que más de 50 000 soldados italianos, pertenecientes a unidades regulares uniformadas, habían llegado a España. Cuando las potencias occidentales se negaron a actuar de acuerdo con esta evidencia, el general Franco pudo estar ya absolutamente seguro de que no se opondrían a su victoria.

Durante algunos meses el comité de No-intervención discutió sobre un territorio neutral y las patrullas marítimas. El 19 de abril de 1937, pusieron en práctica un plan por el cual los navíos británicos y franceses patrullarían las costas nacionalistas y los navíos italianos y alemanes patrullarían (como «neutrales») las costas republicanas. Los buques centinelas estaban autorizados a abordar barcos para «verificar» su destino; pero no lo estaban a registrarlos ni a apoderarse de los cargamentos. También fueron estacionados observadores británicos en las fronteras francesas y portuguesa. No se pensó en la supervisión aérea.

En el curso de abril y mayo unos 35 buques de siete nacionalidades fueron «sometidos a acción beligerante» en la proximidad de puertos republicanos[388]. Ni Burgos ni Valencia habían reconocido la legalidad de estas patrullas, y el Gobierno republicano advirtió que en todo caso se consideraba libre para atacar a los buques de guerra italianos y alemanes en aguas territoriales. A finales de mayo ocurrieron algunos incidentes, siendo el más grave el bombardeo del Deutschland en el puerto de Ibiza el 29 de mayo. El Deutschland se vengó cañoneando la ciudad de Almería el día 31. El 15 de junio Alemania anunció que el Leipzig había sido atacado con torpedos en alta mar. El Gobierno de Valencia unió a su denegación una oferta para que la marina británica investigara el incidente alegado, oferta que rechazaron los alemanes, porque en realidad sólo estaban buscando un pretexto plausible para retirarse de las patrullas. El 23 de junio Italia y Alemania anunciaron su retirada, que, según ellas, se había hecho necesaria por la piratería del Gobierno de Valencia. Los portugueses, que habían accedido de mala gana a permitir algunos observadores británicos en su frontera, les retiraron la autorización a finales de junio. El 12 de julio Francia retiró asimismo las facilidades a los observadores en su línea fronteriza.

Las patrullas británicas y francesas no interfirieron en lo más mínimo los embarques a la España nacionalista, y ahora incluso la sombra fastidiosa del control había desaparecido. La conquista del Norte permitió a los nacionalistas concentrar su marina de guerra en el Mediterráneo. El estallido de la guerra chino-japonesa, junto con la pérdida de una docena de cargueros que les fueron hundidos, hizo que los rusos redujeran radicalmente su ayuda[389]. Los franceses temían descontentar a los británicos volviendo a abrir su frontera, aunque, como orgullo diplomático, habían retirado las facilidades a los observadores después de que Portugal lo hubiera hecho.

La República se vio así virtualmente aislada a mediados de 1937 por una combinación de hechos diplomáticos y navales. Mussolini, sin embargo, fue demasiado lejos queriendo aprovecharse de la ventaja. Submarinos «desconocidos» atacaron buques mercantes ingleses y de otros países neutrales en el Mediterráneo durante julio y agosto, así que los británicos, preocupados por esta amenaza inmediata a su dominio de los mares, convocaron una conferencia en Nyon, Suiza, para tratar de la «piratería». Alemania e Italia respondieron a la invitación con la sugestión de que el caso fuera llevado al comité de No-intervención. Pero los británicos indicaron lo vital que era para ellos el asunto, negándose a prestarse al juego. Las invitaciones fueron enviadas el 6 de septiembre y la conferencia se reunió el día 10. En una semana de deliberaciones, Gran Bretaña, Francia, Rusia y varias pequeñas potencias mediterráneas convinieron en hundir inmediatamente cualquier submarino que atacara a cualquier buque que no fuera español, y dispusieron una patrulla naval francobritánica por el Mediterráneo occidental. Cesaron los misteriosos torpedeos. Italia, a propia petición, incluso se unió a la nueva patrulla creada en virtud de dichos acuerdos[390].

Este raro ejemplo de firmeza británica con las potencias fascistas no fueron por supuesto, desfavorable a la causa de la España nacionalista. Los buques que estaban siendo atacados no eran los que llevaban suministros en sus puertos, y los acuerdos de Nyon no interrumpieron los embarques italianos y alemanes. Meramente demostraron que los británicos podían reaccionar y reaccionarían ante un desafío naval italiano. Además, aunque los acuerdos de Nyon acabaron con el torpedeo de buques no españoles, Italia continuó los frecuentes bombardeos contra buques de todas las nacionalidades en puertos republicanos o en ruta hacia ellos. En el otoño de 1937 entregó 4 destructores y 2 submarinos a los nacionalistas[391]. En lo sucesivo, el único golpe contra la flota combinada italonacionalista fue el espectacular hundimiento del crucero nacionalista Baleares por destructores republicanos en la noche del 5 de marzo de 1938.

El mayor problema aún sin resolver entre Franco y los británicos era la cuestión de los derechos de beligerancia. Los ingleses se habían negado desde el principio a conceder tales derechos a ninguno de ambos bandos, puesto que tal reconocimiento de la beligerancia les daría derecho para confiscar cargamentos en alta mar. El Gobierno británico quería que los nacionalistas ganaran la guerra, pero también quería conservar el dominio de los mares y evitar incidentes que pudieran amenazar con extender la lucha más allá del territorio español. Tras la caída de Bilbao en junio de 1937, el comercio británico con la España nacionalista aumentó muchísimo, y Franco amenazó con discriminar a los británicos si éstos no le concedían los derechos de beligerancia. También parecía que la guerra iba a acabar pronto y los británicos estaban preocupados por el gran número de italianos que había en la península y por las posibles concesiones militares, navales y comerciales que los nacionalistas habían hecho a Italia.

En el verano de 1937 hablaron de conceder los derechos de beligerancia a cambio de la retirada de las tropas italianas. El 4 de noviembre el comité de No-intervención votó el restablecimiento de las patrullas fronterizas para supervisar la retirada de los voluntarios extranjeros de ambos bandos. Los derechos de beligerancia serían concedidos cuando hubiera sido retirado un número «sustancial». Siguieron diez meses de completa detención acerca de la manera de supervisar la retirada. Mientras tanto, los británicos negociaron un acuerdo naval por su cuenta con Italia, por el cual se les aseguraba que Italia no tenía ambiciones territoriales sobre las islas Baleares y repatriaría todas sus fuerzas en cuanto los nacionalistas hubieran ganado la guerra. El acuerdo fue anunciado el 16 de abril de 1938, al día siguiente de que el general Alonso Vega alcanzara el mar en Vinaroz, aislando así a Cataluña de la zona central republicana. Las cláusulas específicas del tratado comenzarían a aplicarse cuando un número «sustancial» de italianos hubieran sido repatriados, y de nuevo, en abril de 1938, pareció a los británicos que la guerra iba a acabar dentro de poco.

Dado que los aviones italianos y nacionalistas atacaban sin vacilar a todo buque que se dirigiera a puertos republicanos, la continua negativa a conceder los derechos de beligerancia no tenía importancia práctica. El principal inconveniente para el general Franco era que la concesión de los derechos de beligerancia hubiera sido ligada a la retirada de las tropas extranjeras, lo que le obligaría a mostrar que dependía completamente de esas fuerzas. Además, durante 1938 los británicos habían presentado varias reclamaciones por daños sufridos por buques suyos bombardeados. Los nacionalistas apenas si podían ocultar su desdén por un Gobierno que evidentemente deseaba su victoria, y que a la vez pedía compensaciones por los daños causados a buques británicos que comerciaban con la República.

Así que desde mediados de 1937 la política interna y la situación económica, combinadas con la coyuntura diplomática internacional, evolucionaron de modo muy favorable para el general Franco. De vez en cuando se recibía informes de inquietud en la Andalucía meridional, de actividades guerrilleras en Asturias, de peleas callejeras entre falangistas y carlistas, o entre oficiales españoles e italianos; pero eran incidentes aislados. En la España nacionalista había bajo la superficie casi tantas corrientes ideológicas en conflicto como en la España republicana; pero estaban desorganizadas y carecían de dirigentes. El general Franco era simultáneamente un jefe autoritario de inmenso prestigio personal y un diestro político que manejaba las fuerzas contradictorias de su campo y hacía buen uso de los talentos diplomáticos y administrativos que tenía a su disposición. Los diplomáticos residentes en Valencia o Barcelona frecuentemente no sabían quién era el que dirigía la política y en manos de quién estaba la autoridad. En el caso de Salamanca, los portavoces podían ser Serrano Súñer, el general Jordana o el duque de Alba; pero el oyente sabía siempre que la política era la del general Franco.

La gran debilidad de la España nacionalista era que carecía del apoyo del pueblo. La clase media y la juventud católica se habían sumado a la causa. Verdaderamente, sus instructores alemanes en el campamento para el entrenamiento de oficiales pasaban grandes apuros para refrenar su entusiasmo por las tácticas románticas. Consideraban una cobardía sentarse en una trinchera y estarse callado en vez de gritar insultos y lanzarse inmediatamente a la carga contra el enemigo. En Brunete, Belchite y Teruel demostraron tener el mismo valor y resistencia física que los republicanos, y vertían su sangre con la misma generosidad por una causa a la que honraban. Pero en el otoño de 1937, cuando ambos ejércitos alcanzaron probablemente su máximo volumen, el general Franco contaba con 250 000 soldados españoles de esta clase, distribuidos en unidades de milicias carlistas y falangistas, mientras que el ejército republicano totalizaba 600 000 españoles antifascistas. De aquí que Franco dependiera completamente de los 100 000 moros, los 70 000 italianos y los varios millares de alemanes y portugueses[392]. Sólo con tropas extranjeras y la superioridad en armamento podía él de hecho ganar la guerra, a pesar de todos los factores políticos y diplomáticos que favorecían su causa.

Esta situación estrechó sus relaciones con Alemania e Italia. Los gobiernos de estos países habían suprimido la libertad y encerrado a millares de sus oponentes en campos de concentración; pero con todo gozaban de un alto grado de apoyo popular. Jamás habrían tenido que decir, como Franco dijo al embajador alemán en mayo de 1938, que el 40 por ciento de la población «no era de fiar[393]». No estaban enteramente satisfechos de verter sangre y empobrecer su tesoro con una guerra larga y agotadora para imponer un régimen impopular. Los oficiales italianos criticaban abiertamente la feroz represión que tenía lugar en las zonas conquistadas, y los alemanes pensaban que sólo con grandes reformas sociales podrían ganarse la voluntad del pueblo. El embajador Von Faupel, que flirteó con la izquierda falangista, fue reemplazado por Von Stohrer, que era más conservador y correcto, en mayo de 1937. Pero los informes de ambos hombres, así como los de los diplomáticos italianos, coinciden en la impopularidad del régimen. Cuando la batalla de Teruel, Von Stohrer llegó a pensar que las fuerzas oponentes estaban equilibradas y que el tiempo trabajaba a favor de los republicanos. A principios de la primavera de 1938, cuando se habló de una de las muchas propuestas de mediación, escribió que había que impedirla porque cualquier referéndum sobre la futura forma de gobierno sería ganado por la República.

Así que Franco necesitaba renovar constantemente sus peticiones de ayuda tanto en hombres como en armas y renunciar a cualquier concesión diplomática que dependiera de la retirada de las tropas italianas. También se negó a considerar la mediación, de cualquier origen o en cualesquiera circunstancias. Estaba decidido a gozar de una victoria total sobre la República, costara lo que costase. En esto, como en todas sus decisiones políticas y económicas, la voluntad de hierro del generalísimo quería salirse con la suya.