LAS INICIATIVAS DEL GOBIERNO NEGRÍN
EL 17 de mayo cayó Largo Caballero, para ser reemplazado como jefe del Gobierno por Juan Negrín, el socialista moderado que había sido ministro de Hacienda. Juan Negrín procedía de una familia comerciante de las islas Canarias. En la Universidad de Madrid fue uno de los amigos más destacados del histólogo Ramón y Cajal, premio Nóbel. Había trabajado como graduado en Alemania y se benefició de la estimulante atmósfera artística y política de los primeros años de la república de Weimar tanto como de sus estudios de laboratorio. En 1921 ganó por oposición la cátedra de Fisiología de la Universidad de Madrid. En 1929 se convirtió en presidente del comité de la Facultad encargado de la construcción de la Ciudad Universitaria, y por aquella época se afilió al Partido Socialista[352].
Negrín era un hombre de gran generosidad y de un entusiasmo desinteresado, que empleaba sus ingresos personales para mejorar el laboratorio y biblioteca de la Facultad de Medicina (donde su colección de revistas científicas alemanas sigue estando disponible todavía). Combinaba su pasión por el trabajo con una pasión casi igual contra lo que supusiera intromisión, ayudando a los estudiantes a publicar sus investigaciones en lugar de aprovecharse de sus resultados para labrarse su propia reputación. Compró a sus hijos cámaras fotográficas alemanas muy caras; pero se negaba a que lo retrataran. En las ceremonias celebradas para señalar las diversas etapas de la construcción de la Ciudad Universitaria, deliberadamente evitó el situarse en los lugares más visibles. En agosto de 1936, cuando muchos hombres de la izquierda moderada estaban desmoralizados por el terror anárquico de los «paseos», Negrín recorría de noche las calles de Madrid y se atrevió a penetrar en las chekas para hablar en favor de sospechosos detenidos. Ayudó a varios colegas a enviar sus familias al extranjero, mientras que él tenía dos hijos en el frente.
En las Cortes de la anteguerra Negrín colaboró generalmente con los prietistas del partido, y se mostró particularmente activo en la defensa de los diputados socialistas detenidos en el verano de 1934, con motivo de la huelga de campesinos. Como ministro de Hacienda, a finales de 1936, reformó el cuerpo de Carabineros, convirtiéndolo en una élite y un cuerpo disciplinado; logró (relativamente) contener la inflación y estar en muy buenas relaciones con los representantes comerciales rusos, con los cuales tenía un trato constante. No tenía muy buena opinión de Largo Caballero, y sin vacilar acababa con las reuniones del Gobierno sin haber informado al primer ministro. Este pequeño defecto no disminuyó la apreciación que le tenían los miembros moderados del Gabinete. Azaña, Giral y en general todos los republicanos se sintieron aliviados cuando este burgués genial y perfectamente capacitado sustituyó al inflexible y burocrático jefe sindical que había sido primer ministro durante casi nueve meses. Además de sus otras dotes, el nuevo jefe del Gobierno hablaba con soltura el alemán y bastante bien el francés y el inglés, así como un poco de ruso. Los corresponsales extranjeros podían, por tanto, describirlo fácilmente como un premier británico o un presidente americano. Estaba en muy buenas relaciones con todos ellos, y había de disfrutar de mejor prensa que Largo Caballero.
Negrín escogió colaboradores capaces y de mentalidad democrática: Giral como ministro de Asuntos Exteriores, Prieto para ministro de Defensa, Irujo de ministro de Justicia y Julián Zugazagoitia como ministro de la Gobernación. Irujo consintió en participar con la condición de que gozaría de libertad, no sólo para continuar la obra que había realizado bajo Largo Caballero en relación con las cárceles, sino para restaurar los procedimientos profesionales en los tribunales y los usos judiciales que existían antes de la guerra civil. Zugazagoitia, como director de El Socialista, había escrito enérgicamente contra los «paseos» en las terribles semanas al principio de la guerra y en varias ocasiones denunció a las chekas anarquistas y más tarde a las comunistas. Ahora era de presumir que tendría la oportunidad de acabar con dichos abusos de una vez por todas.
Pero la tarea más importante era ganar la guerra, y para lograr esto, la República debía tomar la iniciativa. En la primavera y el verano de 1937 las fuerzas nacionalistas estaban atareadas con la reducción de las provincias norteñas. Una ofensiva en el frente central les asestaría un golpe por la espalda y aliviaría la presión sobre el territorio restante del Norte. Demostraría a los rusos un espíritu de iniciativa militar que sus consejeros habían echado de menos hasta ahora. Una victoria republicana animaría igualmente a los franceses a abrir la frontera una vez más, y esto en sí era un asunto de importancia vital, porque varios cargueros rusos habían sido hundidos durante la primavera y ahora comunicaron al Gobierno de Valencia que en el futuro deberían encargarse ellos mismos del transporte. En almacenes franceses había mucho material ruso y de otras procedencias, ya pagado con el oro del Banco de España, pero del que no se podía disponer mientras que los franceses observaran escrupulosamente los acuerdos de No-intervención.
El sector escogido estaba a menos de quince millas al oeste de Madrid, una zona que había estado tranquila desde los combates de enero en la carretera de La Coruña. Las líneas opuestas se enfrentaban entre sí de Éste a Oeste. El plan era avanzar hacia el Sur hasta la villa de Brunete, importante nudo de carreteras; desde esta aldea los atacantes podrían envolver al ejército sitiador por la espalda, levantando así el asedio de Madrid. El ejército republicano comprendía en total por entonces unos 600 000 hombres, de los cuales alrededor de 50 000 fueron concentrados para la ofensiva de Brunete. Las unidades de aquel ejército más endurecidas por las batallas estaban presentes: las divisiones de Líster y «El Campesino», y tres de las brigadas internacionales. Estaban bien provistas de ametralladoras y granadas de la época de Verdún, y con cañones Vickers Armstrong fabricados para el ejército zarista en 1916. Iban apoyadas por unos 100 tanques rusos y por quizá cien aviones, también rusos, pilotados ahora en su mayoría por pilotos españoles.
Los planes para la ofensiva de Brunete fueron obra de los consejeros rusos y del Estado Mayor de Madrid. La decisión de atacar Brunete en lugar de organizar una ofensiva en Extremadura fue uno de los aspectos de la pugna entre Largo Caballero y sus oponentes. Además de este factor político, que era muy conocido en Madrid, un tal capitán Luján del Estado Mayor de Miaja se pasó a los nacionalistas con una primitiva versión del plan de Brunete. Sin embargo, cuando los republicanos atacaron el 6 de julio, lograron romper el frente por efecto de la sorpresa, avanzando unas cinco millas para rodear y luego tomar por asalto Brunete el primer día. Los historiadores republicanos han sugerido que esto ilustra la pobre calidad del servicio de inteligencia militar nacionalista; pero ilustra mucho más la constante verdad de que por ambos bandos las líneas estaban muy mal guarnecidas aparte de las zonas de batalla inmediatas. Ni los republicanos ni los nacionalistas contaron jamás con las suficientes reservas de hombres para sostener frentes largos, y las reservas nacionalistas estaban concentradas entonces para los combates que los llevarían a conquistar el Norte.
Al cabo de dos días, el general Varela pudo trasladar los suficientes blindados e infantería para contrarrestar el empuje de la ofensiva. Sobre el terreno llano y con temperaturas de más de 38 grados centígrados a la sombra, los dos ejércitos lucharon en lo que los médicos y enfermeras de ambos bandos recordaron como la batalla más sangrienta de toda la guerra. Ni Líster ni «El Campesino» contaron las bajas mientras luchaban para conservar el terreno que habían ganado en los primeros cuatro días. Uno y otro ejército cañonearon por error sus propias líneas avanzadas; los fallos en las comunicaciones y la cobardía llevaron casi a motines y a ejecuciones en el campo de batalla en varias unidades republicanas. Por encima llegaron a aparecer hasta 200 aviones el 10 y el 11 de julio, mientras los republicanos trataban de conservar su superioridad inicial frente a los refuerzos nacionalistas.
Hasta el 19 de julio los republicanos, a costa de terribles pérdidas, consiguieron mantener el saliente que habían creado al apoderarse de Brunete. Para entonces, sin embargo, los nacionalistas habían concentrado una abrumadora cantidad de artillería y aviación retirada de las reservas acumuladas para la ofensiva de Santander, mientras que las reservas republicanas de hombres y armas fueron comprometidas totalmente en la batalla. Durante la semana del 19 al 26 de julio, los republicanos se retiraron hasta casi alcanzar sus posiciones de partida. Los pilotos alemanes exultaban de gozo puesto que virtualmente nadie les disputaba el dominio del aire y se maravillaban de la tenacidad de los defensores, que sólo podían ser desalojados de sus trincheras y posiciones artilleras después de ser alcanzados directamente repetidas veces. Centenares de hombres valientes que pudieron haber salvado sus vidas con una anterior retirada, murieron corriendo bajo el fuego de las ametralladoras de los Heinkels y Messerschmidts[353]. Por todas partes, en los choques de la infantería, los republicanos en retirada tenían que pagar el mismo terrible precio en vidas que su propio avance les había costado[354]. En Navalcarnero y San Martín de Valdeiglesias jovencitas que se educaban en los colegios de monjas y a las que jamás se les había enseñado nada de la biología humana, atendían en silencio a los heridos que en sus delirios blasfemaban. La penicilina aún no había sido descubierta y los médicos jóvenes aprendían experimentalmente que la gangrena no se producía con tanta frecuencia si tras las amputaciones las heridas eran dejadas abiertas. En ambos lados, cada noche iban autobuses para traer los heridos que no podían ser evacuados durante el día por el cañoneo de la artillería. Un coronel ruso que estaba ligeramente herido, al ver que la ofensiva había fracasado, se suicidó[355].
La batalla de Brunete retardó la caída de Santander; pero no levantó, ni amenazó con levantar, el asedio de Madrid. En el verano de 1937 el equipo perdido no podía ser reemplazado, y los hombres entrenados eran demasiado preciosos, aunque seguía habiendo abundantes disponibilidades de material humano. Sin embargo, Negrín y Prieto estaban decididos a conservar la iniciativa. El frente de Aragón había estado tranquilo desde los dos primeros meses de la guerra. Los anarquistas y los nacionalistas catalanes hacía tiempo que se quejaban de lo desatendido que el Gobierno tenía a su frente, y la baja moral de sus tropas podía ser explicada sin duda por la ausencia de actividad. El 24 de agosto los republicanos iniciaron una serie de acciones menores con la intención de envolver y luego tomar Zaragoza. Los ataques más importantes se produjeron contra los pueblos de Belchite y Quinto, que cubrían por el Sudeste los accesos a Zaragoza a través del valle del Ebro.
A la zona de Belchite-Quinto sólo podían ser asignados unos 10 000 hombres, incluyendo varios centenares de internacionales americanos, y unos pocos aviones. Las guarniciones nacionalistas combinadas ascendían quizá a unos 7000 hombres, todos ellos españoles. Los atacantes se aprovecharon de la sorpresa, y en los prontamente rodeados pueblos ambos ejércitos lucharon con valor. Como sus hermanos de la zona republicana, las milicias nacionalistas eran fanáticamente valientes y muy aptas para la defensa de edificios. Los pueblos tuvieron que ser tomados casa por casa, en luchas que duraron una semana. Cuando una casa era sitiada, sus defensores podían escapar en el último momento por la puerta trasera para unirse a los defensores de la casa contigua. Herbert Matthews, corresponsal del New York Times, describió parapetos formados hasta de ocho cadáveres uno encima de otro y caracterizó a Belchite, tras de su toma, como una «masa fétida de desastre». La capacidad de ofensiva republicana quedó completamente agotada por la lucha en ambos pueblos[356].
Los ataques locales iniciados al norte del Ebro no condujeron a nada, porque se carecía de coordinación, suministros y de servicio de inteligencia militar. Al general Kleber se le ordenó que avanzara a lo largo de la carretera Barcelona-Zaragoza; pero cuando pidió informes en el cuartel general del ejército de Aragón, le dijeron con hosquedad que no había enemigos a lo largo de la carretera. Avanzando con precaución, con tropas en su mayoría anarquistas, halló que la carretera estaba efectivamente tranquila hasta que de repente fue sorprendido por el fuego cruzado procedente de dos colinas bien fortificadas en un paso estrecho de la carretera. Hizo someter las colinas al fuego de su artillería ligera; pero la mitad de los proyectiles o no eran del tamaño apropiado o no estallaban. Entonces ordenó a un batallón anarquista que tomara al asalto una de las colinas. Llegó hasta la mitad del camino y luego se retiró ante una granizada de ráfagas de ametralladora. Entonces los volvió a enviar loma arriba, acompañados por 100 hombres de caballería que habían sido asignados a esta columna, pero sin caballos. La fuerza combinada tomó la colina. Kleber propuso entonces continuar el avance con los hombres de caballería, dejando la altura conquistada en manos de los anarquistas; pero cuando aquéllos descendieron, los anarquistas hicieron lo mismo, y los nacionalistas volvieron a ocupar la colina sin lucha. Kleber no encontró resistencia en ningún otro punto; pero ¿de qué le serviría avanzar con tales soldados, tales cañones y semejante falta de información referente a la localización de las fortificaciones en un frente que había estado estacionario durante ocho meses[357]? Varias unidades republicanas lanzaron breves ataques hasta mediados de septiembre; pero el único resultado tangible de la ofensiva de Aragón fue la costosa conquista de Quinto y Belchite.
Después que los nacionalistas conquistaron Gijón a finales de octubre, era evidente que el general Franco concentraría pronto sus fuerzas bien en el frente de Aragón o en el de Madrid. Prieto, en colaboración con los coroneles Hernández Saravia y Rojo, aceleró los preparativos de una nueva ofensiva que permitiría a los republicanos escoger el campo de batalla y desequilibrar los planes nacionalistas. Escogieron la ciudad de Teruel, situada en un terreno elevado y rocoso, sobre el río Turia, que se sabía que estaba mal guarnecida y que constituía un saliente rodeado aproximadamente en sus dos tercios por las líneas republicanas. Para esta ofensiva concentraron de 90 a 100 000 soldados, todos los cañones de campaña de la primera guerra mundial que habían podido embarcar en Marsella o comprar a contrabandistas, todas las municiones de fusil y ametralladora, las granadas, espoletas, obuses y camiones transformados en tanques producidos en 1937 por las fábricas catalanas. Conocían la decisión de Franco de lanzarse al asalto de Madrid el 18 de diciembre, y planearon atacar Teruel una semana antes; pero tuvieron que retrasar la ofensiva cuatro días por causa de una huelga de maquinistas en Barcelona, y finalmente se lanzaron al ataque en la tremendamente fría y ventosa mañana del 15 de diciembre[358].
Lograron una completa sorpresa, y forzaron a los nacionalistas a retrasar su ataque a Madrid. La moral era excelente, a pesar del frío intensísimo y la mortífera puntería del fuego de morteros y artillería de los defensores. Durante el día 15 empezó a caer nieve y el 17 una verdadera ventisca cortó las comunicaciones entre el cuartel general y las tropas que avanzaban. Los aviones tenían que quedarse en el suelo y los camiones se atascaban en las carreteras heladas; pero la infantería republicana siguió adelante, y hasta los hombres ligeramente heridos se levantaban de la nieve para proseguir el avance. El 21 de diciembre los republicanos comenzaron a entrar en la ciudad, abriéndose paso en una lucha casa por casa. Los ametralladores cubrían puertas y ventanas mientras que los dinamiteros avanzaban para volar los fortines. Los atacantes se apoderaron de las plantas bajas de los edificios, cuyos pisos superiores fueron defendidos hasta la muerte. Como en la Ciudad Universitaria en noviembre de 1936, por los huecos de las escaleras eran arrojadas granadas y maldiciones, y las cañerías y los alambres eran destrozados, mientras que los soldados forcejeaban y luchaban a la bayoneta entre sí en medio de la oscuridad.
Los nacionalistas se apresuraron a enviar refuerzos desde el frente de Madrid y el día 29 el general Varela, que de nuevo era el jefe de operaciones de un contraataque relámpago, atacó desde el Noroeste, apoyado por la aviación de la Legión Cóndor. En la víspera de Año Nuevo el pánico se apoderó de los soldados republicanos, y durante cuatro horas la ciudad quedó completamente abierta para el avance de las fuerzas de Varela; pero los nacionalistas no se enteraron a tiempo de esta oportunidad que se les ofrecía, y por la mañana las tropas habían regresado a sus puestos y la disciplina estaba restablecida. En el contraataque habían conquistado La Muela, una zona de terreno elevado en las afueras de la ciudad, mientras que dentro de ella los republicanos proseguían su avance calle por calle.
La guarnición al mando del coronel d’Harcourt, grandemente reducida, se vio aislada en el sótano de uno de los principales edificios, sin agua, y estorbada por los varios centenares de refugiados civiles, entre los que figuraban el obispo de Teruel y el presidente de la Cruz Roja local. Este último salió con bandera blanca pidiendo permiso para evacuar los heridos del hospital de la Asunción, que había sido sitiado, pero no tocado, por los republicanos a su entrada en la ciudad. Prieto aprovechó la oportunidad para humanizar la conducta en la guerra, en una de las pocas ocasiones en que militarmente los republicanos llevaron la voz cantante. Garantizó la evacuación del hospital y también prometió que no habría represalias contra todas las personas que no estuvieran en edad militar y que se hubieran refugiado con la guarnición. El 7 de enero de 1938, después de que los ancianos, las mujeres y los niños hubieran abandonado el sótano, la famélica guarnición pidió al coronel que se rindiera, puesto que su situación militar era desesperada.
En las seis semanas siguientes los republicanos defendieron la parte que poseían de la ciudad contra ataques aéreos y artilleros cada vez más fuertes. Pero más al Norte, fuerzas motorizadas al mando del coronel Aranda empujaron hacia el Éste las líneas republicanas, amenazando inexorablemente a la ciudad con el asedio. A finales de enero fueron llevados miembros de las brigadas internacionales para fortalecer la defensa. Los republicanos, sin embargo, no disponían de reservas para contraatacar en las afueras de la ciudad. Resistieron todo lo posible, por razones de moral y de prestigio, sufriendo un terrible castigo; pero se vieron obligados a evacuar Teruel apresuradamente el 21 de febrero, pues si no toda la guarnición asediada habría quedado cortada de sus líneas. La división de «El Campesino» fue la última en evacuar, teniendo que luchar duramente para abrirse camino a través de las líneas nacionalistas que se estrechaban y poder unirse así al ejército republicano en retirada. Según el embajador alemán, los nacionalistas tomaron unos 14 500 prisioneros, de los cuales sólo un puñado eran extranjeros, hecho este último que el general Franco le pidió que mantuviera en secreto[359].
En la segunda mitad de 1937 el ejército republicano había hecho tres intentos significativos para pasar a la ofensiva, que demostraron la disciplina y combatividad de sus soldados. Había logrado la sorpresa táctica y forzaron a los nacionalistas a luchar en el terreno por ellos elegido. Ambos ejércitos combatieron heroicamente y consintieron en sufrir fuertes sacrificios por razones de prestigio; los nacionalistas, por recuperar hasta la última pulgada de terreno perdido, sin parar mientes en su valor estratégico; los republicanos, para alcanzar victorias, por costosas y temporales que fueran. La superioridad material de los nacionalistas se fue haciendo cada vez más evidente en estas batallas, al igual que en la campaña del Norte. A mediados de 1937 los rusos redujeron mucho sus envíos de tanques y aviones, mientras que el peso de los suministros italianos y alemanes, así como la disponibilidad de soldados italianos, aumentó rápidamente. El ejército republicano, consciente de la superioridad material de su oponente, se veía obstaculizado por una psicología totalmente defensiva; preparó excelentes trincheras e hizo que el enemigo pagara con grandes pérdidas cada pulgada de terreno que conquistaba, pero era incapaz de explotar sus propios éxitos iniciales, como en los primeros días de Brunete y Teruel.
Los especialistas de inteligencia de todos los ejércitos europeos observaban la actuación y las tácticas de los tanques rusos, italianos y alemanes. Los tanques rusos de silueta baja, fuertemente acorazados, avanzaban acompañados por infantería. Tanto en Brunete como en Teruel, por la razón que fuera, la infantería no los había seguido lo bastante de cerca. Los tanquistas, enjaulados entre una maquinaria calurosa y rechinante, no gozaban de buena visibilidad y sus máquinas eran aisladas fácilmente y capturadas intactas. El general Von Thoma, al mando de los tanques de la Legión Cóndor, afirmó en 1938 haber añadido unos 60 tanques rusos a sus fuerzas, la mayoría de ellos capturados por moros que fueron premiados con 500 pesetas por vehículo. Los alemanes insistían en que sus tanques, que eran algo más ligeros y rápidos que los rusos, fueran utilizados en grupos para romper el frente enemigo; estos ataques iban acompañados por carros blindados y motocicletas para comunicarse, pero no dependían de la infantería de modo inmediato[360]. La táctica alemana, predecesora de la Blitzkrieg de la segunda guerra mundial, tuvo más éxito, aunque, sin embargo, no del todo por causa de su inherente superioridad. Los alemanes tenían en campaña a miles de técnicos propios bien entrenados, y la superioridad material general del ejército nacionalista contribuyó no poco al éxito de las tácticas de sus tanques. En Brunete, donde su influencia fue predominante, los rusos fueron pródigos en hombres y cañones en un esfuerzo por explotar la ruptura de las líneas enemigas en un frente estrecho, pero importante. Habrían de derrochar cañones y hombres de modo similar en la guerra de Finlandia y en la segunda guerra mundial, y su táctica tuvo más de un precedente de matanzas tales como las tres batallas de Ypres en la primera guerra mundial.
Durante los mismos meses el Gobierno republicano tomó una serie de iniciativas políticas. Desde el principio de la guerra, Prieto afirmó que el bando ganador sería aquél que tuviera una retaguardia más sana. En esto, como en la mayoría de los temas importantes de la época, Negrín estaba de acuerdo, y dio su pleno apoyo a Irujo y Zugazagoitia. El ministro de Justicia decretó la restauración de la toga y el birrete en los tribunales, se aseguró de que los presidentes de los tribunales populares fueran jueces de carrera, y dispuso que, sin dar publicidad, se pusiera en libertad a todos los sacerdotes encarcelados por el simple hecho de serlo. En las cárceles no ondearía más bandera que la republicana y los directores serían nombrados por antigüedad entre los miembros del cuerpo de Prisiones antes que por su filiación política. En cooperación con el ministro de la Gobernación estableció un sistema por el cual, a discreción del director, y tras promesa del internado, los presos políticos podían ser puestos provisionalmente en libertad en casos familiares importantes. Bajo este sistema nadie se fugó[361].
En agosto el Gobierno decretó el derecho al culto católico en privado, aunque las iglesias siguieron cerradas, y en Cataluña la Generalitat facilitó, sin darles publicidad, los necesarios contactos del cardenal Vidal i Barraquer, ahora en Roma, con su diócesis. Los comunistas insistieron ante Negrín, como habían insistido ante Largo Caballero, en la conveniencia de fusionar los partidos socialista y comunista. Negrín replicó de modo cortés, pero firme, que la propuesta no era apropiada para un país democrático, y el primero de octubre el Partido Socialista, a petición de Prieto y Negrín, se opuso formalmente a la fusión[362].
Sin embargo, militar y diplomáticamente el Gobierno dependía completamente de la buena voluntad de la Unión Soviética. Las purgas paranoicas de Stalin estaban en su más alto punto en la primavera y el verano de 1937. El dictador ruso no vaciló en extender sus actividades políticas a España, donde estaba representado principalmente por el coronel Orlov, de la NKVD, y por Erno Gerö, el comunista húngaro que actuaba en Barcelona con el nombre de «Pedro». El 16 de junio, a petición de los comunistas, fueron detenidos unos 40 dirigentes del POUM, y el día 22 el Gobierno anunció la creación de un nuevo tribunal de espionaje, ante el cual comparecerían pronto.
Andrés Nin, que era la personalidad más importante del POUM, fue separado de los otros prisioneros y llevado en secreto a una cárcel comunista privada en Alcalá de Henares, cerca de Madrid. Allí fue torturado e interrogado por Orlov, quien probablemente intentaba obtener de él, a la fuerza, una de aquellas confesiones orales espectaculares que habían señalado en Moscú los juicios de las purgas. Nin era una figura muy conocida, tanto en España como en el extranjero. Fue uno de los fundadores de la Tercera Internacional y se unió a Trotski poco después del exilio de éste. Había sido consejero de Justicia de la Generalitat en 1936 y fue uno de los principales teóricos de la revolución colectivista catalana[363].
Tras su desaparición, Irujo y Zugazagoitia trataron de mantener públicamente la versión de que estaba en manos del Gobierno, mientras que dentro del Gobierno amenazaron con dimitir ante esta flagrante violación de la autoridad gubernamental por parte de los comunistas. Negrín pidió a los ministros del partido que le dijeran dónde estaba Nin. Éstos insistieron en que lo ignoraban, lo que quizá fuera verdad; pero nadie les creyó. Negrín e Irujo tampoco hicieron mucho caso de las pruebas documentales que los comunistas pretendían tener, y que ligaban a los jefes del POUM con los servicios secretos de los nacionalistas.
Mientras tanto Orlov no pudo obtener la confesión deseada de Nin, así que se hizo necesario liquidarlo simplemente. El coronel preparó un secuestro simulado, usando miembros alemanes de las brigadas internacionales, a quienes él y los comunistas trataron luego de hacer pasar por agentes de la Gestapo. A principios de agosto pretendían que Nin había escapado así a Salamanca o Berlín, cuando en realidad lo habían asesinado.
El caso Nin fue un terrible golpe moral al prestigio del Gobierno Negrín. Dos meses después de haber ocupado el cargo, con enérgicas promesas de restablecer la justicia y la seguridad personal, el jefe del Gobierno se vio obligado a tolerar el ultraje comunista o a batirse en retirada, con el riesgo de ser destruido como lo fue Largo Caballero. Escogió tragarse la rabia, y pudo convencer a Irujo y Zugazagoitia de que su Gobierno hallaría medios en el futuro para controlar totalmente los asuntos internos. Destituyó como director general de Seguridad al coronel Ortega, hombre al que él había nombrado en mayo, pero que evidentemente cooperó con Orlov. A mediados de agosto anunció la creación del Servicio de Inteligencia Militar (SIM) dirigido por un socialista del ala de Prieto, con la misión de proteger el esfuerzo de guerra contra las actividades fascistas o contrarrevolucionarias. Mientras tanto, los consejeros rusos comenzaron a ser cambiados cada vez con mayor frecuencia, y era un secreto a voces que muchos de ellos habían sido fusilados tras regresar a su país[364]. Los envíos de armas rusas habían disminuido rápidamente, tanto por razones prácticas como políticas, y el Gobierno ordenó poner discretos carteles en Barcelona y Valencia pidiendo al pueblo que no hablara mal de Rusia y que recordara que la Unión Soviética era la única gran potencia que había ayudado a la República.
Pensara lo que pensase acerca de los métodos soviéticos, Negrín no se desanimó ni por el caso Nin ni por el fracaso de la ofensiva de Brunete. Actuó con presteza para afirmar la autoridad de su Gobierno contra todas las formas de disidencia regional y política. El 11 de agosto el Gobierno anunció la disolución del Consejo de Aragón, la administración dominada por los anarquistas que había sido reconocida por Largo Caballero en diciembre de 1936. Se sabía que los campesinos odiaban al Consejo, los anarquistas desertaron del frente durante las luchas en Barcelona, y la mera existencia del Consejo era un desafío a la autoridad del Gobierno central. Por todas estas razones, Negrín no vaciló en enviar tropas y detener a los funcionarios anarquistas. Sin embargo, en cuanto su autoridad fue quebrantada, fueron puestos en libertad[365].
El 16 de agosto fueron prohibidos los mítines políticos en Barcelona, ciudad en donde la mixtura de regionalismo, «infantilismo izquierdista» y derrotismo, constituían una continua sangría del esfuerzo de guerra. El primero de octubre, Negrín logró el control del Partido Socialista, arreglándoselas para que Largo Caballero fuera destituido como jefe de la UGT y poniendo en su lugar a González Peña, que entonces era un incondicional de Negrín como jefe de la ejecutiva del partido. El 17 de octubre se permitió a Largo Caballero que pronunciara un discurso público en Madrid, para que explicara las circunstancias de su dimisión como jefe del Gobierno; pero poco después se le impidió que pronunciara una serie de discursos[366]. A finales de octubre el Gobierno se trasladó de Valencia a Barcelona, para poder controlar mejor Cataluña. A su vez se afirmó el control gubernamental de la prensa cuando el órgano principal de Largo Caballero, Adelante, y el de la Generalitat, La Vanguardia, se convirtieron en portavoces de Negrín.
Mientras tanto, en el Ministerio de Defensa, Prieto tenía que enfrentarse con la constante interferencia soviética. Tras la ficción de las jerarquías españolas del Estado Mayor, los rusos mantenían el control directo de sus tanques y aviones. Algunos generales españoles ni siquiera sabían dónde estaban situados algunos de sus campos de aviación. Bombardearon Valladolid contra las órdenes de Prieto, y fracasaron al tratar de bombardear una central eléctrica de Córdoba de acuerdo con sus órdenes. Anticipándose a la caída de Gijón, el 19 de octubre Prieto preparó un telegrama ordenando al Ciscar, el mejor destructor de la marina republicana, que zarpara para Casablanca. Uno de los oficiales rusos le pidió que cambiara la orden, y como Prieto se negara, el oficial no dijo ni una palabra más; pero sin que el ministro lo supiera el telegrama fue retrasado cinco días y para entonces el Ciscar ya había sido hundido por la aviación nacionalista en el puerto de Gijón.
El partido continuó manteniendo a la vez su propia política e infiltrándose en la del Gobierno. Como el SIM no pudiera localizar a cierto comunista, cuya detención había sido ordenada por Prieto, el partido le informó que ellos ya habían detenido al individuo en cuestión y se estaban encargando del caso. En otra ocasión Prieto destituyó al jefe del SIM en Madrid porque este último nombró a un cierto número de agentes comunistas sin consentimiento del ministro (como le había ocurrido a Largo Caballero cuando el nombramiento de comisarios políticos). En noviembre Prieto pudo destituir a algunos comisarios a los que tenía objeciones que oponer, y también sustituyó a Álvarez del Vayo como comisario general[367]. La actitud de Negrín en todos estos casos fue la de que la autoridad del Gobierno debería afirmarse siempre que fuera posible. Pero los suministros rusos eran indispensables, y los comunistas habían producido los mejores jefes en campaña del ejército; así que Negrín no respaldaba a nadie que tuviera un choque abierto con los comunistas en el que estuvieran involucrados asuntos militares.
La batalla de Teruel agotó los recursos del ejército republicano. Al mismo tiempo los nacionalistas transfirieron la masa de sus fuerzas hacia el Éste, y se prepararon para enlazar su reconquista de Teruel con una ofensiva general hacia Levante y Cataluña. A lo largo de una línea Norte-Sur que iba de Zaragoza a Teruel, pudieron concentrar 100 000 hombres como mínimo, contando con unidades españolas y marroquíes de alto espíritu combativo que iban a la vanguardia. En el curso del año 1937 habían podido reunir unos 700 aviones italianos y 250 alemanes, de 150 a 200 tanques, y millares de camiones de diversos tamaños. La mayor parte de ellos estaban disponibles para la nueva ofensiva. En los aeródromos los aviones se alineaban con las alas juntas, y en las bases de aprovisionamiento, los camiones Ford, Studebaker e italianos con las ruedas casi rozándose, pues no había temor a ninguna incursión aérea.
El ataque fue lanzado el 9 de marzo. Belchite y Quinto cayeron el primer día, y al cabo de una semana los nacionalistas habían avanzado un promedio de 100 Km. a lo largo de toda la línea. Tanques empleando las tácticas alemanas de los Panzers rompieron el frente en puntos escogidos y rodearon a los soldados republicanos atrincherados, que fueron entonces bombardeados y ametrallados desde el aire conforme se retiraban de sus posiciones fijas. A veces, una insistencia en la resistencia desesperada despertaba la admiración del enemigo victorioso; pero la rapidez de su avance en la mayor parte de las zonas dependía más del estado de las carreteras y las comunicaciones que de la acción de los defensores. En Zaragoza, los nacionalistas, entusiasmados, compraban imágenes de la Virgen del Pilar montadas en cascos de granadas y las jóvenes de Auxilio Social iban en los camiones con víveres a los pueblos recién conquistados. En aquella misma semana, Hitler ocupó Austria, y un segundo Gobierno Léon Blum se formó en Francia. El jefe del Gobierno, Negrín, marchó en avión a París para suplicar la reapertura de la frontera, cosa que Blum concedió inmediatamente, y los suministros rusos tanto tiempo retenido comenzaron a penetrar rápidamente procedentes de Burdeos, Marsella y Perpignan, con dirección a Barcelona.
Mussolini, actuando por su cuenta, replicó a los franceses con una serie de incursiones aéreas masivas contra Barcelona, empezando la noche del 16 de marzo, en que había luna llena[368]. Los italianos emplearon bombas de espoleta retardada diseñadas para perforar los tejados y estallar luego en el interior de los edificios; también utilizaron un tipo de bomba que estallaba con una potente fuerza lateral, de modo que destruía cosas y personas a pocas pulgadas del suelo. El número de aviones y el peso de las bombas lanzadas era mucho mayor que en las incursiones de noviembre de 1936 sobre Madrid; pero, al igual que en este caso, los daños causados a los objetivos militares fueron muy pequeños. Más, por otra parte, ocurriendo tras 20 meses de guerra, y afectando a una ciudad que lentamente se iba muriendo de hambre, los bombardeos contribuyeron mucho al rápido hundimiento de la moral de la población[369]. Como en los casos de Madrid y Guernica, las potencias occidentales protestaron por lo que claramente iba a ser la suerte reservada a la población civil en cualquier guerra futura. De acuerdo con su malicioso yerno y ministro de Asuntos Exteriores, conde Ciano, Mussolini se sintió encantado de que los italianos adquirieran también una reputación de aplicar el Schrecklichkeit.
La victoriosa ofensiva continuó. En los primeros días de abril, el ala norte de los nacionalistas se apoderó de Lérida y estableció una línea a lo largo del río Segre que llegaba hasta los Pirineos, ocupando asimismo la ciudad de Tremp, cuya central hidráulica proporcionaba a Barcelona la mayor parte de la electricidad que consumía. Otras unidades se precipitaron por el valle del río Ebro abajo, y el 15 de abril alcanzaron Vinaroz, en la costa del Mediterráneo, aislando así a Cataluña de las provincias centrales y meridionales que permanecían bajo el control republicano; pero luego, ya en los Pirineos y en el Maestrazgo, entre el relieve montañoso y los olivares, donde los tanques no eran tan efectivos, el avance fue encontrando una mayor resistencia, aunque hacia finales de abril los nacionalistas ocupaban un sector de la costa mediterránea desde la desembocadura del Ebro hasta unos 80 Km más al Sur[370].
El desastre militar del ejército republicano provocó una crisis dentro del Gobierno Negrín. Durante la segunda mitad de marzo, el jefe del Gobierno seguía decidido a proseguir la lucha, mientras que Azaña y Prieto consideraban la guerra ya como pérdida. Jesús Hernández, ministro comunista de Instrucción Pública, utilizando el seudónimo de «Juan Ventura» y burlando la censura, atacó a Prieto en La Vanguardia. Estando el Gobierno reunido en el palacio de Pedralbes, que era la residencia de Azaña, los comunistas organizaron una manifestación que irrumpió en los jardines del palacio con gritos de: «¡abajo los ministros traidores!». Negrín no era contrario a asustar al presidente, al que antes había respetado mucho, pero al que había llegado a considerar un cobarde. Sin embargo, quería conservar a Prieto en el Gabinete, a pesar de que cada vez estaba más fastidiado por lo que creía innecesario tono derrotista de Prieto cuando éste describía el desastre militar. Pero el 27 de marzo el embajador francés preguntó a Negrín si compartía la opinión de su ministro de Defensa de que la guerra estaba perdida. Cuando precisamente acababa de obtener la reapertura de la frontera, Negrín no estaba de humor para que un derrotista estuviera encargado del ejército. Unos días antes, había dicho en la reunión de la ejecutiva del Partido Socialista que no deseaba continuar como jefe del Gobierno sin Prieto como ministro de Defensa, pero tras el incidente con el embajador Labonne envió a Julián Zugazagoitia, que era amigo de ambos, para que pidiera a Prieto su dimisión[371].
Mapa 7. Conquistas en el norte, abril-octubre de 1937. Avances hacia el Mediterráneo, marzo-junio de 1938.
El asunto Prieto agravó la continua desunión dentro del campo republicano. El Partido Socialista había quedado dividido por la caída de Largo Caballero, y cesó de funcionar como partido después de la forzada dimisión de Prieto. Es imposible decir con precisión si Negrín actuó de acuerdo con los comunistas para desacreditar a Prieto tras la pérdida de Teruel. Dejando aparte que estuviera o no enterado de antemano de la manifestación en Pedralbes y de los artículos de «Juan Ventura», ya hacía tiempo que creía que los comunistas eran los únicos aliados enérgicos en quienes podía confiar para proseguir la guerra. La unidad democrática de mayo de 1937 fue sacrificada conscientemente para satisfacer al grupo que apoyaba de modo más consistente el esfuerzo bélico. En la reorganización del Gobierno del 5 de abril de 1938, Álvarez del Vayo reemplazó a Giral como ministro de Asuntos Exteriores. Irujo y Zugazagoitia, a los que se debía la mejora en las prácticas policíacas y judiciales, abandonaron los Ministerios de Justicia y Gobernación en manos de Ramón González Peña y Paulino Gómez, hombres menos calificados, pero que eran socialistas partidarios de Negrín. Éste, además de la presidencia del Consejo de Ministros, se hizo cargo de la cartera de Defensa.
La disensión entre Prieto y Negrín constituyó asimismo una crisis emocional en la vida de ambos hombres; los dos habían sido amigos y colaboradores en los últimos ocho años, y sin discusión eran los dos dirigentes más capaces que la España republicana había producido en tiempo de guerra. Para Prieto siempre había sido un axioma que la República sólo podría finalmente triunfar con la ayuda de Inglaterra. A principios de 1938 el antifascista Anthony Edén había sido sustituido en el Foreign Office por Lord Halifax, campeón del apaciguamiento, y los ingleses estaban muy atareados tratando de llegar a un acuerdo con Mussolini sobre el Mediterráneo. Al mismo tiempo, la ayuda rusa había disminuido considerablemente y siempre estaba acompañada del chantaje político. La reapertura de la frontera francesa no pudo contrapesar estos hechos sombríos.
Prieto carecía también del temperamento necesario para ser un dirigente de tiempo de guerra. Uno de los deberes del Gobierno era confirmar las sentencias de muerte. Negrín y la mayoría de los ministros regularmente votaban por la ejecución de tales sentencias que nunca eran numerosas. Prieto e Irujo generalmente votaban contra la ejecución. En los preparativos para la ofensiva de Teruel, Prieto realizó prodigios en el aspecto de los aprovisionamientos, y en los primeros días se sintió gozoso, no sólo por el triunfo, sino por el número relativamente pequeño de bajas. Tras el derrumbamiento del frente en marzo, tuvieron que ser llamados a filas campesinos adolescentes, la situación alimenticia en la retaguardia era desastrosa y Barcelona estaba siendo destruida desde el aire. Hombre siempre de modos dramáticos, dejó escapar cada vez con más frecuencia frases pesimistas. Cuando a finales de marzo el general Rojo y el coronel Hidalgo de Cisneros hablaron de rendirse al general Franco, Prieto pensó que este gesto no aliviaría la suerte del ejército derrotado, pero insistió en unirse a ellos si decidían seguir adelante con esa actitud[372].
Negrín se daba también cuenta de todos los problemas y deficiencias que preocupaban a Prieto; pero prefería creer que Inglaterra y Francia acabarían por cambiar de política, y en contraste con Azaña y Prieto, extrajo nuevas fuerzas emocionales de la adversidad. Se veía a sí mismo como encarnación de la voluntad de resistencia, de morir de pie antes que vivir de rodillas, como «la Pasionaria» había dicho en los primeros días del asedio de Madrid. Su misión era mantener un ejército en campaña, y sostener la moral de los jefes de ese ejército. Conocía los sufrimientos y la baja moral de la retaguardia; pero estas cosas, por terribles que fueran, no debían interferirse con la defensa de la República. La diferencia entre ambos hombres era una diferencia en la importancia que concedían a los diversos factores en su modo de pensar[373].
La dimisión de Prieto no produjo una completa ruptura de la coalición gubernamental. Giral e Irujo volvieron a unirse al Gobierno como ministros sin cartera, y Zugazagoitia quedó a disposición del primer ministro. El general Rojo e Hidalgo de Cisneros sirvieron al nuevo ministro de Defensa como habían servido a Prieto. Pero quedó perfectamente claro que la base del apoyo a Negrín se había estrechado.