LA GUERRA EN EL NORTE
DESDE el momento en que se produjo el alzamiento militar hasta finales de octubre de 1937, una guerra separada se libró en las provincias costeras del Norte. En Santander y Asturias dominaron las fuerzas del ala izquierda del Frente Popular, pero en la muy industrializada región en torno a Bilbao el poder siguió en manos de los nacionalistas vascos, hecho que imprimió un carácter especial a la historia política y militar de la campaña del Norte. El 18 de julio la firme reacción de las autoridades civiles impidió que en Bilbao se produjera alguna sublevación. Euzkadi, órgano de los nacionalistas vascos, anunció que en la lucha entre el Gobierno civil republicano por una parte y los monárquicos y el fascismo por otra apoyarían al régimen republicano.
Los carlistas y los militares insurgentes consideraron inmediatamente traidores a los nacionalistas vascos. El simple hecho de que fueran católicos burgueses y adinerados hacía que fuera más incomprensible (e imperdonable) que se pusieran de parte del Gobierno del Frente Popular y contra el levantamiento de las «fuerzas del orden». Conforme las tropas carlistas avanzaban por los pueblos de Álava y Guipúzcoa, iban purgando a las autoridades municipales vascas antes de prestar su atención a los socialistas y anarquistas. Asimismo estaban enfurecidos por la poca entusiástica actitud de los principales prelados. En Pamplona, el obispo Marcelino Olaechea deploró el estallido de la guerra y se negó a bendecir incondicionalmente a las tropas. Se recordaba que el obispo de Vitoria, Mateo Múgica, había declarado durante la última campaña electoral que el nacionalismo vasco no era incompatible con las obligaciones de un buen católico. El obispo de Pamplona procedía de una familia trabajadora y era bien conocido por el interés que mostraba por las cuestiones sociales. El obispo de Vitoria era un vehemente monárquico que había servido como correo confidencial al cardenal Segura en el verano de 1931. Pero ambos hombres sabían que los nacionalistas vascos, en espíritu y en obras, eran los mejores católicos de su diócesis. Ambos temían el fanatismo primitivo de los carlistas. En los últimos días de julio, el obispo Olaechea empezó a ser estigmatizado de «socialista», y el obispo Múgica tuvo que sufrir mezquinos desaires del general Millán Astray y del diputado carlista por Vitoria, José Luis Oriol[335]. El cardenal Goma, primado de España, había ido a Navarra unos días antes del estallido de la guerra civil por razones de salud. También él evitó pronunciarse públicamente en Pamplona durante los primeros días; estaba favorablemente dispuesto hacia los insurgentes, pero se daba cuenta de lo importante y delicada que era la cuestión vasca. Esperando evitar una lucha fratricida entre católicos, insistió ante los dos obispos para que publicaran una pastoral condenando la oposición de los nacionalistas vascos al alzamiento. Redactó la pastoral por sí mismo; pero al obispo Olaechea le pareció demasiado fuerte, y éste hizo correcciones y puso añadidos al texto antes de firmarla. En Vitoria, el obispo Múgica deseaba comunicarse con personas de su confianza residentes en Bilbao antes de firmar, y pensó haber recibido permiso de los militares para hacerlo. Pero el mismo día, 6 de agosto, la carta pastoral fue leída por la radio de Vitoria, sin las correcciones del obispo de Pamplona y sin que el obispo de Vitoria diera su asentimiento. Como todavía no había un verdadero frente (los vascos situados en ambos lados de la línea estaban en constante comunicación), las circunstancias que rodeaban a la carta pastoral eran bien conocidas en Bilbao, así que la carta nunca fue aceptada como una genuina pastoral, a pesar de que el propio obispo Múgica hiciera en septiembre una declaración por radio negando que hubieran ejercido presión sobre él[336].
Los vascos nunca cambiaron su postura inicial de defender el Gobierno civil republicano contra el alzamiento militar. Esperaban, desde luego, que sus relaciones personales y comerciales con Inglaterra les fueran de utilidad, y hasta la caída de Irún el 4 de septiembre no pudieron verdaderamente creer que la frontera francesa estaba permanentemente cerrada. El 7 de septiembre decidieron formar su propio Gobierno, e iniciaron negociaciones con el nuevo Gabinete de Largo Caballero concernientes al nuevo status oficial de los vascos. El primer ministro José Antonio Aguirre quería que Largo Caballero reconociera al Gobierno vasco por un decreto inmediato. Largo Caballero replicó que la aprobación por las Cortes del Estatuto de autonomía largo tiempo pendiente les daría una base legal más firme. También pidió a los vascos que proporcionaran un ministro para el Gobierno de Madrid. El primero de octubre los miembros de las Cortes leales a la República que pudieron trasladarse a Madrid aprobaron el Estatuto por unanimidad. Manuel de Irujo entró a formar parte del Gobierno como ministro sin cartera. Su presencia sirvió para simbolizar la cooperación de los vascos y fue un apoyo a los eventuales esfuerzos de Largo Caballero para mejorar las condiciones de vida en las cárceles y restablecer la ley en la zona republicana.
Durante agosto y septiembre, docenas de sacerdotes sospechosos de ser nacionalistas vascos fueron detenidos en la zona insurgente, y muchos dirigentes políticos vascos fueron encarcelados, cuando no fusilados. En Vitoria, les cortaron el pelo a sus esposas e hijos como señal de vergüenza. En la coronilla les dejaban un mechón, donde les ataban una cinta con los colores de la vieja bandera monárquica.
Las mujeres eran conducidas a misa los domingos por la mañana escoltadas por guardianes falangistas y requetés, y después se las hacía desfilar por las calles de la ciudad[337]. Los amigos del obispo Múgica estaban convencidos de que los militares planeaban asesinarle, dando a este acto la apariencia de un accidente o de una «atrocidad de los rojos», en la carretera de Burgos. El obispo de Valencia, que veraneaba en Burgos cuando estalló la guerra civil, intervino cerca de los militares para que no se cometiera tal enormidad. A principios de octubre uno de los primeros actos del nuevo Gobierno del general Franco en Burgos fue pedir la expulsión de Múgica, el cual, a pesar de sus esfuerzos para congraciarse, seguía siendo para las autoridades militares locales un rojoseparatista vasco. El cardenal Goma fue a Vitoria para lograr la sumisión del obispo, y entre ambos cubrieron las apariencias anunciando que Múgica iba a ir a Roma en cumplimiento de sus deberes como presidente de la Unión Misional del Clero. En las últimas semanas de octubre las autoridades militares mandaron ejecutar a unas docenas de sacerdotes vascos acusados de actividades políticas. A requerimiento del Vaticano, el cardenal Goma intervino cerca del general Franco y este último ordenó el 6 de noviembre la suspensión de tales ejecuciones[338].
Mientras tanto, los vascos se dispusieron a luchar, estableciendo un frente defensivo a lo largo de las alturas que más o menos forman los límites de las provincias de Guipúzcoa y Vizcaya. Contaban con unos 30 o 40 000 milicianos propios, así como con varios miles de milicianos anarquistas y de la UGT que se habían retirado junto con ellos de San Sebastián. El 26 de septiembre descargaron 5000 fusiles checos y una buena cantidad de municiones que habían comprado a unos contrabandistas de Hamburgo. En octubre llegó un buque ruso a Bilbao llevando 12 aviones y 25 carros acorazados que llevaban montados cañones de 47 mm y ametralladoras pesadas. Esto permitió a los vascos establecer excelentes comunicaciones y puestos de reconocimiento cercanos al frente, pero en total eran demasiado poca cosa para su uso defensivo. Bilbao era el centro de la industria española del acero, con minas de hierro en Vizcaya y la disponibilidad del carbón de Asturias; pero no se pudo llegar a un arreglo práctico que pudiera traer el carbón asturiano a Bilbao. El dominio del aire por los insurgentes y el hecho de que la ciudad de Oviedo estuviera en poder de éstos, con su nudo ferroviario, hacía que la tarea fuera muy difícil. Pero el principal obstáculo para la cooperación era el permanente rencor que reinaba entre las autoridades vascas y los jefes revolucionarios de Asturias. La burguesía católica y el proletariado ateo eran enemigos tanto en el campo religioso como en el de la lucha de clases. También tenían concepciones totalmente diferentes sobre los modos de lucha. La milicia revolucionaria huía en campo abierto y luchaba heroicamente en las ciudades. Si estas últimas no podían ser defendidas, dejaban que se incendiaran para que no las aprovechara el enemigo. Los vascos consideraron el incendio de Irún por los anarquistas como un acto criminal, y los anarquistas (así como algunos socialistas y comunistas) tildaron a los vascos de traidores cuando evacuaron San Sebastián sin tratar de resistir.
El plan militar vasco era defender las alturas en el límite provincial, mientras construían un cinturón de fortificaciones en torno a la ciudad de Bilbao. Sus milicianos eran bravos, disciplinados, y sabían recurrir a muchos recursos. A finales de septiembre los insurgentes pensaron que la marcha sobre Bilbao sería un paseo de tres semanas; pero los vascos los detuvieron en los límites de Vizcaya hasta abril de 1937. Mientras tanto, los mineros asturianos y los obreros bilbaínos del ramo de la edificación construyeron el «Cinturón de Hierro», de acuerdo con los planes de ingenieros vascos, uno de los cuales se pasó al enemigo en enero con las fotocopias en el bolsillo. Fuera o no por derrotismo, inercia o escasez de materiales y mano de obra para hacer nuevos planos, las obras continuaron basándose en el proyecto caído en manos del enemigo, aunque de hecho jamás se completaron. La extremada falta de confianza entre los vascos y sus aliados de Santander y Asturias obstaculizó todo el esfuerzo defensivo. El 26 de septiembre y de nuevo el 4 de enero, tras las incursiones aéreas alemanas sobre la ciudad, los milicianos asaltaron las cárceles y lincharon a un gran número de presos políticos. Tras la segunda serie de incidentes, el Gobierno vasco decidió que las prisiones fueran custodiadas solamente por sus propios milicianos. De este modo pudieron acabar con los asaltos a las cárceles; pero los obreros de quienes habían de depender para el transporte y la construcción, así como las autoridades revolucionarias de las que habían esperado recibir carbón asturiano, los consideraron por su parte como «fascistas».
En los primeros meses de 1937 los vascos pusieron todas sus esperanzas en la ayuda de Inglaterra y del Gobierno de Madrid. La marina insurgente declaró el bloqueo de Bilbao. Como el Gobierno de Burgos no estaba reconocido internacionalmente, esta declaración no tenía ni siquiera la ligera fuerza de la costumbre naval internacional, y los ingleses, por razones tanto comerciales como de simpatía, se negaron a reconocerlo. El Gobierno vasco convirtió 24 botes de pesca en rastreadores de minas, y éstos patrullaban el abra de la ría de Bilbao junto con media docena de lanchas a motor protegidos por cañones costeros que podían alcanzar más allá del límite de las tres millas. Los buques de pesca de altura fueron convertidos en burladores del bloqueo, armándolos lo mejor que pudieron, utilizándolos para traer víveres y provisiones de todas clases, así como para asegurar la continuación de la exportación de mineral de hierro.
La actitud de los ingleses varió según las circunstancias. Algunos barcos ingleses cargados con víveres, en ocasiones escoltados por buques de guerra ingleses hasta el límite de las tres millas, penetraron en el puerto de Bilbao. Los capitanes que más simpatizaban con los vascos arriesgaban propiedades de sus respectivas compañías para llevar alimentos o sacar refugiados, ancianos y niños sub alimentados. La armada británica no deseaba luchar contra los nacionalistas, pero tampoco quería concederles los derechos de beligerancia que les permitirían registrar los buques neutrales con destino a puertos españoles. Las consideraciones humanitarias jugaron un importante papel. Aunque la mayoría de los oficiales británicos eran de ideas conservadoras, estaban horrorizados por las cosas que habían visto y oído al recoger refugiados en los puertos gallegos en los primeros días de guerra. Daban por supuesto que Bilbao caería en la primavera, y estaban decididos a sacar todos los refugiados políticos que pudieran, pues de otro modo serían fusilados.
El 6 de abril, el Almirante Cervera, tratando de reforzar el bloqueo, detuvo al carguero británico Thorpehall a unas cinco millas de la costa. Como aparecieran dos destructores británicos, el Almirante Cervera se retiró, pero Inglaterra ordenó entonces a sus buques mercantes que no se dirigieran a Bilbao, basándose en que el puerto estaba intensamente minado y efectiva mente bloqueado. El día 20, otro carguero británico, el Seven Seas Spray, atendiendo a las afirmaciones vascas de que el puerto estaba libre, llevó desde Valencia un cargamento de víveres, sin que la armada nacionalista se atreviera a obstaculizarle, tras lo cual el Gobierno británico anuló su orden anterior. Hasta la caída de Bilbao continuaron entrando de vez en cuando buques en el puerto con cargamentos de víveres, y saliendo otros con cargamento de mineral; pero los vascos no pudieron comprar armas legalmente o en cantidad en ningún sitio[339].
Hasta poco después de la batalla del Jarama, los nacionalistas dejaron correr el tiempo en los límites de Vizcaya, y las ocasionales escaramuzas les convencieron de que tendrían que hacer un gran esfuerzo para tomar Bilbao. Durante el mes de marzo, el general Mola concentró unos 40 000 soldados en Guipúzcoa y Álava, con navarros y marroquíes en la vanguardia y los italianos como reserva. La campaña del Norte fue la operación más importante hasta entonces en la que el equipo alemán se viera implicado, y la Legión Cóndor actuó como una unidad independiente, con su propia red de radio y teléfonos, servidores alemanes para las piezas de artillería, mecánicos y pilotos. Como los vascos no tenían artillería antiaérea y sólo unos pocos aviones, los alemanes virtualmente operaban en condiciones de laboratorio[340]. Las incursiones de bombardeo sobre los sistemas de trincheras causaban muy pocas bajas, debido a su poca puntería; pero a menudo lograban que tropas mal entrenadas abandonaran posiciones ventajosas y a veces hasta alteraban los nervios de los soldados más disciplinados. Las posiciones más fuertes fueron tomadas más bien por movimientos de flanco y no al asalto. Un defecto de las trincheras vascas consistía en que eran rectilíneas, dando de cara al frente, y no ofreciendo protección contra los ataques de flanco. En cuanto los aviones o la artillería habían desalojado una compañía, toda la línea se derrumbaba, pues si no los otros serían atacados de costado o rodeados. Los pasos montañosos fueron lenta y metódicamente ocupados de este modo durante el mes de abril, con pocas bajas por ambos bandos.
El día 26 los aviadores de la Legión Cóndor realizaron lo que había de convertirse en uno de los experimentos de terror calculado más famosos de la historia. Escogiendo un día de mercado en Guernica, una ciudad indefensa y sin objetivos militares, que ni siquiera estaba en la línea de avance hacia Bilbao, primero dejaron caer bombas explosivas pesadas y luego practicaron el ametrallamiento de los civiles que huían de la ciudad, a la que finalmente prendieron fuego con bombas incendiarias. En la operación invirtieron 2 horas y 4.5 minutos, con intervalos entre uno y otro procedimiento para juzgar la efectividad. La ciudad está situada en un amplio valle. El tiempo era bueno y la visibilidad excelente.
Guernica fue no sólo bien escogida desde el punto de vista de un experimento militar. Era la capital medieval y tradicional de Euzkadi, y no había un modo más efectivo para simbolizar la voluntad nacionalista de destruir la autonomía vasca que destruyendo la ciudad de Guernica. Ante la oleada internacional de indignación que siguió inmediatamente a la noticia, Hitler reaccionó insistiendo en que las autoridades de Burgos manifestaran claramente que Alemania no era responsable del bombardeo. El día 29 Burgos anunció que la ciudad había sido incendiada por los «rojos», mito que algunos portavoces españoles han tratado de mantener hasta ahora. Pero el relato de testigos como el canónigo Alberto Onaindía, un sacerdote vasco de irreprochable sinceridad, y la confirmación de todos los puntos esenciales por el testimonio de varios oficiales alemanes durante los procesos de Nüremberg en 1946 no dejan lugar a dudas[341].
El bombardeo de Guernica e incursiones similares contra Éibar y Durango pusieron más de manifiesto la desesperada necesidad de aviación que sentían los vascos, si es que habían de continuar defendiéndose por sí mismos. Madrid estaba deseoso de proporcionarles varios cazas rusos, a pesar del riesgo que eso supondría para la defensa de la capital. El problema era cómo entregarles los aviones, dado que, aun en las condiciones meteorológicas más favorables, apenas si tenían radio de acción para volar sin etapas de Madrid a Bilbao. Prieto, ministro de Defensa, e Hidalgo de Cisneros, jefe de operaciones de las fuerzas aéreas, esperaban que los franceses permitirían que los aviones cruzaran su territorio. El 8 de mayo quince aviones aterrizaron en Toulouse, pretextando que los fuertes vientos y la escasez de combustible les habían obligado a alterar su ruta. Los funcionarios de la No-intervención les permitieron llenar los depósitos a condición de que regresaran a Barcelona. El día 17 una docena de aviones aterrizaron en Pau, contando que procedían de Santander y se habían perdido en la niebla. Los funcionarios de la No-intervención desarmaron los aparatos, y finalmente les permitieron partir para Barcelona, advirtiendo al Gobierno republicano que si había más vuelos de esa clase, los aviones serían confiscados. Una semana más tarde, Hidalgo de Cisneros corrió el riesgo de enviar los aviones directamente a Bilbao y siete aparatos pudieron llegar a salvo[342]. Durante dos semanas, los muchachos que jugaban en las afueras de la ciudad, al ver los aparatos despegar, contaban «nuestra aviación», uno, dos, tres, cuatro; al día siguiente, uno, dos, tres, hasta el 6 de junio, una semana antes de la ofensiva final, en que ya no quedaba ninguno.
En la segunda mitad de mayo, los nacionalistas estrecharon el cerco de Bilbao. El día 18, en Amorebieta, el cura párroco del pueblo cruzó las líneas en lo que él esperaba sería una misión de conciliación. Las autoridades militares nacionalistas lo sometieron a consejo de guerra y lo fusilaron, pretextando que había sido el jefe de la cheka de Amorebieta. Luego dijeron a los habitantes del pueblo que había sido fusilado por los «rojos[343]». Durante los primeros días de junio, los aviones y la artillería de la Legión Cóndor bombardearon el llamado «Cinturón de Hierro». Como disponían de los planos, su fuego era muy preciso. En lo que respecta a la calidad, los cañones antiaéreos de 37 y 88 mm fueron las mejores armas que los alemanes ensayaron en España. Su movilidad y puntería les hacía muy útiles como artillería ligera de campaña, puesto que no eran necesarios para la defensa antiaérea. Pulverizaron las trincheras enemigas con granadas trazadoras y forzaron al abandono de muchas posiciones sin disparar un tiro.
Dejando aparte el hecho de que los planos del «Cinturón de Hierro» habían sido entregados por un acto de traición, aquél tenía la misma debilidad general de las otras fortificaciones vascas. Las trincheras formaban un delgado perímetro en las colinas que rodeaban la ciudad, y en casi todas las zonas sólo había dos líneas, separadas entre sí por 200 o 300 metros. Se erguían en las cimas, y el cemento en general no estaba disimulado ante el enemigo, sin que hubiera posiciones en profundidad en la contrapendiente, y sin protección en los flancos. Algunos pocos comandantes enérgicos, viendo la inutilidad de las defensas preparadas, construyeron en las proximidades otros sistemas de trincheras en zigzag, que permitían el fuego cruzado, disimuladas con ramas de pino. Fueron capaces de conservar dichas posiciones durante un cierto número de días; pero sus hombres estaban ya al final desmoralizados al ver que las granadas trazadoras caían directamente sobre las trincheras del «Cinturón de Hierro[344]». Los comentaristas tanto militares como políticos de aquella época sospecharon traición en todo el planteamiento de la defensa de Bilbao. Indudablemente, una gran proporción de los nacionalistas vascos eran derrotistas desde el principio, hablando en términos militares; pero los errores que cometieron al planear sus fortificaciones pudieron también ser debidos al hecho de que como arquitectos e ingenieros no se habían dedicado en su carrera más que a tareas civiles. Cuesta trabajo creer que planearan a propósito un sistema de trincheras indefendible para sus propios hijos y hermanos.
El anillo de defensa fue roto el 12 de junio. En la semana que siguió, las milicias asturianas, santanderinas y vascas se retiraron hacía el Oeste. La policía vasca impidió todo gesto desesperado en las cárceles y protegió contra el sabotaje las fábricas y los muelles portuarios no bombardeados. Al igual que en San Sebastián, trataron de dejar la ciudad intacta en vez de practicar una política de tierra quemada. Aquella noche, lanchas motoras y botes de pesca, atestados de gente, se deslizaron por la ría, algunos con refugiados que se dirigieron a San Juan de Luz, otros con hombres que pensaban proseguir combatiendo en Santander y Gijón. Quizás huyeran de un modo u otro 200 000 personas de la zona de Bilbao. El día 19 el ejército nacionalista entró sin hallar resistencia y comenzó inmediatamente a distribuir víveres a los millares de mujeres que se alineaban en las calles.
Unos días después Burgos anunció la abrogación del concierto económico para las provincias de Guipúzcoa y Vizcaya. En 1840 el Gobierno monárquico absolutista castigó a los vascos por la parte que habían tenido en el alzamiento carlista. Ahora, una dictadura militar centralista los castigaba por haberse puesto de parte de una República en aras de la autonomía regional y el Gobierno democrático. El concierto siguió vigente en Álava y Navarra, las provincias que se habían incorporado a la causa nacionalista. Por otra parte, la purga física en Bilbao fue relativamente más suave que en otras zonas. Franco estaba deseoso de que la industria vasca volviera a ponerse en funcionamiento lo antes posible y a reanudar la exportación de mineral de hierro, así que decidió actuar moderadamente para asegurarse la cooperación de los industriales vascos.
La guerra en el País Vasco tuvo repercusiones propias en todo el mundo. Muchas personas que no mostraban simpatías por los regímenes frente-populistas de Madrid o Barcelona, o que esperaron una dictadura suave al inicio del alzamiento militar, se sintieron inquietos por la suerte corrida por los vascos. El trato que habían dado al obispo Múgica y el fusilamiento de los sacerdotes vascos fue rápidamente conocido en los círculos católicos franceses. Los intelectuales católicos Jacques Maritain y Francois Mauriac no sólo presidieron un comité de ayuda a los refugiados vascos, sino que condenaron en los términos más enérgicos al régimen nacionalista. Como la zona de Bilbao era más bien industrial y no productora de alimentos, la escasez de víveres fue muy aguda durante el invierno y la primavera. Ciudadanos ingleses, belgas y holandeses, al margen de sus opiniones políticas, comprendieron rápidamente la crueldad de un bloqueo naval que incluía los artículos alimenticios en la lista de artículos de contrabando.
Los niños vascos acogidos en hogares franceses e ingleses echaban a correr hacia los sótanos o sufrían ataques de histeria en cuanto veían aparecer un avión en el cielo, mostrando así a sus angustiados padres adoptivos lo que significaba una guerra. El exiliado obispo Múgica se adhirió al ruego del cardenal Goma de que los niños refugiados fueran colocados en hogares católicos, condición que no era fácil de encontrar en Inglaterra, donde los protestantes se habían mostrado más dispuestos que nadie a acoger refugiados. En los Estados Unidos la jerarquía eclesiástica objetó con vehemencia los planes de un comité predominantemente protestante para llevar 500 niños vascos a América mientras durase la guerra. No es que los católicos de ambos países lamentaran menos los sufrimientos de los niños; pero la mayor parte de sus portavoces estaban enfurecidos por la implicación que eso suponía, de que los niños no habrían sido bien atendidos en España por el victorioso Gobierno nacionalista[345].
El cardenal Goma dio un paso importante como portavoz de la Iglesia española. Hombre de fuerte carácter, aferrado a sus opiniones, había procurado no hacer afirmaciones específicas de naturaleza política desde que ostentaba el cargo de cardenal-arzobispo de Toledo. Sin embargo, era un hombre de puntos de vista fundamentalmente conservadores, y a menudo fascistas. En un discurso que pronunció en Buenos Aires el 12 de octubre de 1934, con motivo del Día de la Raza, invitó a sus oyentes a que dirigieran sus miradas al viejo mundo, «al otro lado de los mares, el cual había enterrado a las democracias, y avanzaba hacia la cima de las dictaduras[346]». A su regreso a España unas semanas después, compartió el punto de vista derechista de que el Gobierno había sido demasiado suave en la represión de la revolución de Asturias. Cuando la victoria electoral del Frente Popular, reconoció, con un análisis muy agudo de los resultados, que los sufrimientos de la clase obrera no habían sido tenidos en cuenta de un modo inteligente o generoso por los gobiernos del centro-derecha. Sin embargo, encarado con la oleada de agitación anticlerical y revolucionaria de finales de la primavera de 1936, opinó que quizá sólo una dictadura militar podría proteger a la Iglesia[347].
Su primera declaración pública sobre la guerra fue una alocución por radio que hizo desde Pamplona el 28 de septiembre de 1936, celebrando la liberación del Alcázar. Explicó que los nacionalistas luchaban contra la Anti-España, el «alma bastarda de los hijos de Moscú», los judíos y masones que habían envenenado a un pueblo ingenuo con ideas tártaras y mongolas, y que estaban erigiendo un sistema manejado por la Internacional semítica. En diciembre, en su primera pastoral de tiempo de guerra, titulada «El caso de España», repitió acusaciones similares, y atribuyó los sufrimientos de España además a la imitación servil de los modos extranjeros, a la farsa del parlamentarismo, la falsedad del sufragio universal, y las insensatas libertades de enseñanza universitaria y de prensa. El 10 de enero de 1937 publicó una carta abierta al presidente Aguirre, del Gobierno vasco, en la cual, aunque deploraba las ejecuciones de los sacerdotes vascos, lamentaba igualmente la «aberración» que les había llevado a tan lamentables incidentes. Preguntó a los vascos cómo es que podían unirse a las hordas marxistas para luchar contra sus hermanos católicos sólo por «un matiz de formas políticas[348]».
Ni el cardenal Gomá, ni los dirigentes nacionalistas, ni en general los conservadores españoles comprendieron jamás por qué los vascos lucharon al lado de la República. Intentaron explicarlo en lo sucesivo como él resultado de un predominante sentimiento «separatista», acusándoles de que cooperaban con la República tan sólo por el Estatuto de autonomía de octubre de 1936. Pero los vascos se habían puesto del lado de la República el 18 de julio de 1936, y jamás cambiaron dicha posición. Sus ministros formaron parte tanto del Gobierno de Largo Caballero como del de Negrín, y al margen de sus amplias discrepancias de criterio siempre honraron las intenciones de ambos presidentes del Consejo de ministros.
Entre los nacionalistas vascos y sus enemigos carlistas y castellanos había un tremendo abismo en la actitud hacia el trato de los otros seres humanos. Los vascos asignaron tantos de sus milicianos propios como fueron necesarios para proteger a los presos políticos que estaban en su poder. Dieron buena acogida a la Cruz Roja Internacional y le concedieron toda clase de facilidades en sus esfuerzos para el intercambio de prisioneros. Cuando detenían sacerdotes que intentaban pasarse a las líneas nacionalistas, los juzgaban en tribunales regulares donde eran defendidos por abogados conservadores elegidos por ellos mismos. Dentro del Gobierno republicano, dedicaron sus esfuerzos especialmente a la protección de los presos políticos y los católicos, y jamás habrían seguido formando parte del Gobierno si hubieran visto que los sucesivos jefes del mismo no aprobaban completamente sus esfuerzos. En su país practicaron la democracia política e iniciaron una reforma agraria en beneficio de los numerosos arrendatarios; en sus discusiones jamás resonaban fulminaciones contra los masones o judíos. En el otro lado de la línea del frente, sus enemigos fusilaban a sus oponentes políticos, incluyendo sacerdotes, humillaban públicamente a sus esposas e hijos, exaltaban la dictadura y negaban categóricamente el principio de igualdad en los propuestos intercambios de prisioneros.
En el medio siglo que había precedido a la guerra civil, los vascos habían asimilado los mejores ideales de la Ilustración del siglo XVIII y visto la prosperidad de los vascos franceses bajo un régimen de tolerancia religiosa y de educación general. En sus tratos con los ingleses, admiraron no solamente el progreso económico, sino también la constante extensión de la democracia y el espíritu del «juego limpio». Finalmente, interpretaron las declaraciones sociales de León XIII no como mera contrapropaganda ante la difusión del marxismo, sino como un programa de democracia social y económica dentro de una estructura de vida cristiana. En Burgos y en Pamplona las autoridades hablaban y actuaban cotidianamente de acuerdo con su desprecio por los valores humanos de los vascos. El cardenal Gomá quizá no se daba cuenta de lo parecidas que eran sus declaraciones a aquéllas de los gobernantes neopaganos y racistas de la Alemania nazi. Para él, la disidencia vasca era el resultado de un «matiz de formas políticas». Para los vascos, como para todos los elementos liberales de toda la España republicana, el régimen de Burgos representaba aquella Castilla retrógrada de la cual había escrito tristemente el gran poeta Antonio Machado:
Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.
Tras la caída de Bilbao los soldados republicanos se retiraron hacia el Oeste. Los vascos establecieron una administración propia en las ciudades portuarias de Laredo y Santoña. Las milicias locales de Santander y Asturias se prepararon a defender sus respectivas patrias chicas. Todo el mundo sabía que sólo era cuestión de tiempo el que los nacionalistas conquistaran todo el Norte. A la fuerte corriente de derrotismo se añadió un creciente resentimiento contra Valencia, que el Gobierno central trataba desesperadamente de contrarrestar con pequeñas pero espectaculares entregas de armas, bien por avión o burlando el bloqueo naval. Y a principios de julio el ejército del Centro lanzó una ofensiva en Brunete, uno de cuyos objetivos era aliviar la presión sobre el frente Norte. A finales de junio y en julio se produjeron muchas deserciones. Los soldados que se retiraban a través de las comarcas de donde eran originarios se ponían en contacto con los campesinos, rogándoles por ellos y sus amigos, y los campesinos se prestaban a tratar con los oficiales franquistas el modo como los desertores podían cruzar las líneas. Los vencedores avanzaban lentamente para beneficiarse en todo lo posible de este desgaste del enemigo en retirada.
La triunfal ofensiva contra Santander en el mes de agosto fue la operación militar italiana más importante de la guerra. Derrotadas en Guadalajara, y mantenidas en reserva durante la campaña de Bilbao, las divisiones italianas, compuestas quizá por unos 60 000 hombres, gozando del apoyo de artillería, carros blindados y aviones, tomaron la delantera. Hallaron pocas trincheras y ninguna línea de fortificaciones. Los republicanos seguían luchando con sus unidades de milicias separadas, no como ejército. Carecían virtualmente de aviones y tanques. De vez en cuando se hacían fuertes en un nido de ametralladoras entre las alturas o en la curva de una carretera; pero el principal obstáculo para los italianos fue lo montañoso del país[349]. Se lanzaban entusiasmados al ejercicio logístico de mover un ejército complejo y motorizado a través de los estrechos pasos, y practicaban con su artillería disparando a cero contra los sucesivos nidos de ametralladoras. El día 26 de agosto desfilaron ante la atemorizada población de Santander con todo su equipo y llevando gigantescos retratos de Mussolini.
Al mismo tiempo las autoridades vascas de Santoña negociaron una rendición separada con el general Mancini. Mancini había presenciado la feroz represión de Málaga, y como muchos de los oficiales italianos, se sintió horrorizado por el aspecto cuantitativo de los fusilamientos que tenían lugar en cada provincia conquistada. Los vascos propusieron rendirse con sus armas a los italianos, mantener el orden público y garantizar la vida de sus rehenes[350]. A cambio, el general Mancini se comprometería a garantizar las vidas de los soldados vascos, autorizar la emigración de sus oficiales y utilizar su influencia para proteger la población vasca contra toda persecución política. Es perfectamente comprensible, dadas las desesperadas circunstancias en que se encontraban, que los vascos intentaran rendirse a los italianos, y el general Mancini se sintió sin duda halagado por haber recibido tal petición, pero no tenía autoridad para aceptar la rendición. Al enterarse los oficiales nacionalistas de estas gestiones, enviaron inmediatamente tropas, que llegaron a Santoña justamente cuando los primeros botes cargados de vascos se disponían a zarpar. Todos fueron detenidos, y se puede decir que, en general, la situación de los vascos empeoró por esta tentativa de evitar el tener que rendirse al ejército nacionalista.
Septiembre y octubre fueron dedicados a las operaciones de limpieza en Asturias. Aquí, donde el recuerdo de 1934 estaba todavía vivo, los aterrorizados habitantes de los pueblos los abandonaban en masa en cuanto los conquistadores se aproximaban. Los mineros practicaron la política de tierra quemada, y en las ruinas de sus casas luchaban hasta la muerte con cargas de dinamita. Conforme su situación militar se fue haciendo más y más desesperada, muchos huyeron para unirse a los grupos de guerrilleros que luchaban en las montañas más inaccesibles. Otros, al enterarse de que su pueblo había caído, decidían que la guerra había terminado para ellos. Gijón y Aviles cayeron el 21 de octubre, y los sitiadores de Oviedo que quedaban se rindieron. En esta última ciudad apenas si quedaba un edificio intacto. Tanto en Santander como en Gijón, las autoridades nacionalistas encontraron grandes reservas de provisiones que no se habían utilizado: ropa interior, medias, vino, leche en polvo, pescado en conserva. No hay una explicación precisa para este fenómeno, que había de darse repetidamente en la rendición de otras ciudades. El amontonamiento y la ineficacia jugaron su parte. En todo caso, los nacionalistas, que habían traído víveres con ellos, y que establecieron cocinas de auxilio en cada pueblo, impresionaron a la hambrienta población por el contraste entre su abundancia aparente y la propia escasez[351].
A finales de octubre la campaña del Norte había terminado. Los muelles y las fábricas de Bilbao ya estaban reparados, y el mineral de hierro volvió a ser exportado tras tan sólo un mes de interrupción. Las carreteras, ferrocarriles y dársenas estaban siendo reparados por los milicianos, que ahora eran prisioneros de guerra. Los luchadores más ardientes habían engrosado las filas de las bandas de guerrilleros; pero la mayoría de la población, mal nutrida y moralmente deprimida por su aislamiento de la principal zona republicana, y por las jamás terminadas querellas intestinas de los comités del Frente Popular, aceptó pasivamente el nuevo régimen. Las tropas italianas y navarras estaban ahora listas para ser trasladadas a otros frentes.