LA CAÍDA DE LARGO CABALLERO
EL éxito en la defensa de Madrid, la creación de un ejército disciplinado y la actuación de ese ejército en las batallas del Jarama y Guadalajara fueron factores que contribuyeron a fortalecer al Gobierno republicano. Pero entre diciembre de 1936 y mayo de 1937 estaba ocurriendo en segundo término una lucha mucho más enconada. El factor más importante de esa lucha fue el asombroso crecimiento del Partido Comunista. El 18 de julio contaba entre 20 y 30 000 miembros; hacia enero de 1937 había crecido hasta tener 200 000 y a mediados de 1937 pretendía tener un millón[321]. La gratitud por la ayuda rusa fue uno de los motivos más poderosos para este desarrollo del partido. En noviembre se veían por Madrid colgados los retratos de Marx, Lenin y Stalin. Miles de personas se habían apresurado a ver Chapayev y otras películas y documentales de la revolución rusa, y todo el mundo comparaba la defensa de Madrid con la de Petrogrado. El general Mola había dicho que entraría en Madrid el día 7 para celebrar el aniversario de la revolución rusa, y los madrileños aceptaron el reto en los mismos términos. Además, tal como había ocurrido en todos los países occidentales, muchos liberales y socialistas visitaron la Unión Soviética en los últimos años. Aparte de las reservas que pudieran sentir hacia las dictaduras como forma de gobierno, quedaron profundamente impresionados por la atmósfera de entusiasmo y construcción, y por la ausencia de parados, en agudo contraste con el mundo capitalista.
Pero la gratitud por la ayuda militar era sólo uno de los múltiples factores. En la defensa de Madrid los comunistas habían dado los más notables ejemplos de eficiencia. Sus dirigentes de barriada habían organizado los mejores puestos de comunicaciones, de cocinas y de primeros auxilios, etc., y sus tropas habían mostrado ser las más disciplinadas bajo el fuego enemigo. Sus oradores explicaban incansablemente, sin retórica, el significado político y militar de la defensa de Madrid.
La diputada comunista Dolores Ibárruri hablaba repetidamente por radio, para negar los rumores derrotistas y evitar el pánico potencial. Casada con un minero asturiano, de oratoria cálida y sencilla, vestía austeramente de negro; miles de soldados y ciudadanos que la veían en las líneas del frente y la oían a través de las ondas la conocían como «La Pasionaria».
Desde el momento de la victoria electoral del Frente Popular, el Partido Comunista se presentó como el abogado de la cooperación leal entre los liberales de la clase media y la clase trabajadora. Cuando el estallido de la guerra civil se opusieron a las revoluciones locales y colectivistas, convirtiéndose en los campeones de la propiedad de los pequeños burgueses contra las confiscaciones de los anarquistas y los socialistas de izquierda. En Cataluña, donde el PSUC entró a formar parte del Gobierno a finales de septiembre, su consejero de Economía, Juan Comorera, acabó con las requisas, restauró los pagos en moneda y protegió a los campesinos catalanes contra la continuación de las colectivizaciones. En Valencia, el ministro comunista de Agricultura, Vicente Uribe, tuvo dificultades para explicar a los agradecidos campesinos, muchos de los cuales eran católicos, y no pocos carlistas, que uno debía estudiar y convertirse en un marxista convencido antes de adherirse al partido.
Los comunistas, en nombre de los principios marxistas, defendían los derechos de la pequeña clase media, que estaban amenazados por el «izquierdismo infantil», compuesto principalmente por anarquistas y socialistas de izquierda. En su mayoría sus nuevos afiliados no eran de origen proletario, así que su expansión no hizo mella en la lealtad de los obreros hacia la UGT y la CNT. Se convirtieron en un partido de funcionarios, oficiales del ejército, jóvenes intelectuales y pequeños burgueses. Con el tiempo, el Partido Comunista habría de contar entre sus miembros al general Miaja, jefe de la Junta de Defensa de Madrid; al general Pozas, del ejército del Centro, y al coronel Hidalgo de Cisneros, jefe de las fuerzas aéreas. Estos hombres, así como otros muchos oficiales republicanos, se afiliaron al partido no basándose en la doctrina marxista, sino en la eficacia de los comunistas en la defensa de Madrid.
La expansión comunista provocó muchos recelos del ala caballerista del Partido Socialista. Los intelectuales más destacados, como Luis Araquistáin, así como la mayoría de los más antiguos funcionarios de la UGT, temían que los comunistas fueran un caballo de Troya que acabara destruyendo el verdadero programa revolucionario español en favor de una burocracia estalinista y una política extranjera puesta al servicio de los intereses exclusivos de la Unión Soviética. Pero Santiago Carrillo, de la JSU, y otros jóvenes dirigentes que habían sido ardientes «caballeristas» hasta finales del verano de 1936 veían ahora al Partido Comunista como una organización más «avanzada» y menos sofisticada. Margarita Nelken, diputada socialista de izquierda, inquieta por la pasividad de los socialistas en comparación con la energía de los comunistas, se pasó a este último partido a principios de 1937.
La actitud de los comunistas y de los jefes de la JSU hacia Largo Caballero era una mezcla de admiración y condescendencia. El partido tenía la disciplina y la clara comprensión «dialéctica» del significado de la guerra, y el prestigio de las armas rusas; pero no tenía ningún jefe nacional distinguido, ni una gran personalidad comparable a la de Largo Caballero. Esperaban que aquel hombre, ya viejo, «evolucionara» políticamente hasta un punto en donde pudiera ver lo correcto de las demandas de fusión de ambos partidos bajo su propia dirección.
Álvarez del Vayo, como ministro de Asuntos Exteriores, actuaba no sólo como intérprete del embajador Rosenberg en las visitas diarias que este hacía al jefe del Gobierno, sino que consultaba a aquél y a los consejeros militares rusos como si fueran aliados incondicionales que no pudieran tener motivos e intereses diferentes a los de la República española[322]. El comunista argentino Víctor Codovila (también conocido como Medina) fue a visitar varias veces a Largo Caballero para insistir en la unión de ambos partidos, y hubo un momento en que el embajador republicano en la Unión Soviética regresó a Valencia con una petición personal de Stalin, que quería saber si Largo Caballero se proponía o no seguir adelante con la fusión[323].
En esta pugna la misma importancia tenía la constitución de un cuerpo de comisarios políticos, calcado del creado por el ejército rojo durante la revolución rusa. Se suponía que los comisarios habían de servir a la vez para orientar la conciencia política de los soldados y fiscalizar la lealtad de los oficiales de carrera. De hecho, tenían además considerable influencia sobre los ascensos y la distribución de suministros. En manos de un único y disciplinado partido, constituirían una jerarquía propia paralela al mando militar a las órdenes del ministro de la Guerra. Largo Caballero nombró a Álvarez del Vayo jefe del comisariado de guerra, y este último nombró a su vez generalmente a comunistas para ocupar estos puestos clave, sin duda contando con la esperada evolución del jefe del Gobierno hacia una más estrecha colaboración con el partido[324].
Personalmente, Largo Caballero había mantenido una actitud rígida y distanciada con respecto a Rosenberg y los comunistas españoles. Sin desafiarlos abiertamente resistió, sin embargo, sus esfuerzos para dominar al Ministerio de la Guerra. El primer choque público ocurrió poco después de la caída de Málaga, cuando los comunistas pidieron la destitución del general José Asensio, al que estigmatizaron como el «organizador de la derrota». Los comunistas lo habían elogiado en septiembre, cuando Largo Caballero le dio el mando del frente central. Pero Asensio había ofendido a los comunistas y a los anarquistas por sus esfuerzos para eliminar toda propaganda partidista en el entrenamiento del ejército republicano. Los comunistas pidieron entonces su traslado del frente del Centro, y Largo Caballero les demostró que seguía teniendo su confianza nombrando a Asensio subsecretario de Guerra en un Gobierno en que él mismo era ministro de la Guerra además.
Como Asensio era responsable del entrenamiento de la infantería que actuó tan brillantemente en el Jarama, los comunistas no podían acusarle lógicamente de incompetencia. En cambio, insinuaron que había algo traicionero en su fracaso al no proporcionar armas a Málaga. Esto no impresionó al jefe del Gobierno, puesto que era evidente que la República no tenía recursos para defender Málaga y a la vez luchar en el Jarama. Finalmente le atacaron en el terreno personal, acusándole de que bebía mucho y que le gustaban demasiado las mujeres, lo que eran peligrosas características, a lo cual Largo Caballero respondió, según sus memorias, que tenía entendido que había homosexuales en el Partido Comunista, y se refirió también a los rumores de un complot masónico para asesinar a Asensio.
Pocos días después de la caída de Málaga, Rosenberg, acompañado por Álvarez del Vayo, visitó a Largo Caballero para pedirle lisa y llanamente la destitución de Asensio. El viejo echó a Rosenberg de su despacho, y luego, muy enfadado, preguntó a Álvarez del Vayo por qué se estaba convirtiendo tan rápidamente en el portavoz de los deseos soviéticos. Álvarez del Vayo replicó que, desgraciadamente, la cuestión era de confianza pública. La prensa republicana y anarquista atacaba también a Asensio, y si tantos grupos lo consideraban un traidor, por éste solo hecho era preciso reemplazarlo. Ningún argumento podría haber herido más profundamente al anciano jefe del Gobierno, que ya tenía 69 años, tan escrupuloso en lo concerniente a su propia integridad, y tan seguro de la de Asensio. Se mantuvo terco durante una semana, hasta que tuvo que admitir que la utilidad de éste había quedado de hecho destruida por la campaña de prensa[325].
El 21 de febrero aceptó la dimisión del general. Al mismo tiempo lo sustituyó por el coronel Cerón, que anteriormente fue monárquico y secretario particular del conde de Jordana, que estaba sirviendo en el ejército nacionalista[326]. Como jefe de operaciones conservó al coronel Segismundo Casado, que había sido nombrado por Asensio. También trasladó a tres de los comunistas más importantes, enviándolos al frente, y nombrando a seis socialistas de confianza como inspectores de los comisarios políticos. Igualmente pidió a Moscú la retirada de Rosenberg.
Estas disposiciones indicaron la determinación de Largo Caballero de poner freno a la expansión comunista, pero no hicieron nada para unificar el esfuerzo de guerra. En Cataluña, los comités de fábrica de la CNT iban tirando en su producción de material bélico, afirmando que el Gobierno les privaba de materias primas y que favorecía a la burguesía. En el frente de Teruel la llamada «Columna de Hierro», compuesta en gran parte por anarquistas y algunos convictos soltados del penal de San Miguel de los Reyes, se negó a obedecer la ya antigua orden del Gobierno de que todas las unidades de milicias se incorporaran al ejército regular. En Valencia, que era la capital de la España republicana desde el 6 de noviembre, unidades de choque de la guardia de asalto y parte de la brigada internacional núm. 13, fueron mantenidas durante todo el invierno presto para defender al Gobierno contra las amenazas de los anarquistas de apoderarse de la ciudad. Los puertos de Alicante y Cartagena (a los que atracaban muchos buques rusos) y las bases de aprovisionamiento de Murcia y Albacete eran administradas por los comunistas, que tenían prisiones no oficiales, en donde manejaban a los trabajadores anarquistas recalcitrantes o a los miembros de las brigadas internacionales que mostraban una marcada antipatía por el partido. En Madrid, la influencia comunista era preponderante en la Junta de Defensa, aunque no la dominaba por completo. La prensa anarquista se quejaba de que los comunistas controlaran las prisiones. Los periódicos socialistas y comunistas replicaban con listas de camaradas liquidados en las chekas anarquistas, y los socialistas, si bien en general apoyaban a la Junta de Defensa, se quejaban del favoritismo de esta hacia las unidades comunistas al distribuir los aprovisionamientos militares[327].
Largo Caballero había sido nombrado jefe del Gobierno con la esperanza de que su inmenso prestigio personal en todos los sectores de la clase obrera creara un esfuerzo de guerra más unificado. Pero esta esperanza disminuyó rápidamente ante la continuada persistencia de tensiones regionales e ideológicas. Entre diciembre y marzo las fuerzas se fueron gradualmente realineando. Los republicanos, en general, se aproximaron más a los comunistas. Los quince años de rivalidades entre los partidos socialista y comunista les importaban poco, y vieron en los comunistas a los defensores de la pequeña burguesía. Prieto y Negrín, que eran hombres mucho más capaces que el jefe del Gobierno, se sentían frustrados por su lentitud, sus puntos de vista burocráticos, sus celos patológicos de cualquier candidato potencial socialista a la presidencia del Consejo de ministros, su insistencia en seguir dirigiendo el aspecto militar de la guerra. Negrín descabezaba habitualmente un sueñecito en las reuniones del Gabinete, con la cabeza apoyada sobre sus brazos plegados, y volviendo a animarse sólo cuando se mencionaban proyectos financieros, y entonces para decir siempre que no. Prieto no se atrevía a hacer sugestiones concretas, sabiendo que, por el simple hecho de ser suyas, Largo Caballero propondría otra cosa.
Así, una alianza de circunstancias hizo que se aproximaran los republicanos de clase media, los socialistas moderados y los comunistas. La alianza se basaba en una defensa a ultranza de Madrid, la contención de la revolución proletaria, la necesidad de un Gobierno de guerra fuertemente centralizado y la creciente convicción de que Largo Caballero debía al menos abandonar la cartera de Guerra. Por otro lado estaban los «caballeristas» y las masas de la UGT y la CNT, unidas por el temor a los comunistas y por la defensa de las autoridades regionales colectivas establecidas en los primeros días de la guerra. Y como los comunistas pedían la cooperación con la burguesía, ellos insistían en que la guerra no podría ser ganada a menos que se ganara a la vez la revolución proletaria. El primer ministro estaba en el centro de todas estas corrientes, ansioso de reconstruir la autoridad del Estado, pero incapaz de elegir entre las fuerzas oponentes o de dominarlas.
A finales de marzo, tras la batalla de Guadalajara, la pugna volvió a manifestarse en Madrid. El delegado de prisiones de la CNT, Melchor Rodríguez, publicó precisas acusaciones de tortura en las prisiones no oficiales comunistas, cuyas víctimas eran a menudo presos puestos en libertad que luego los comunistas secuestraron. Rodríguez era un autodidacta, un anarquista filosófico, una personalidad que no conocía el temor, opuesto totalmente al terrorismo. Los presos de todas las filiaciones políticas se beneficiaron de su humanidad, y el escándalo fue enorme cuando no sólo se refirió a dichas prácticas, sino que citó como responsable de ellas a José Cazorla, un comunista que era consejero de Orden Público[328]. El incidente permitió a Largo Caballero asestar un golpe al terrorismo político y a la vez restablecer la autoridad del Gobierno de Valencia en Madrid. La Junta de Defensa aceptó la dimisión de Cazorla, y el 23 de abril la propia Junta se disolvió.
Largo Caballero propuso también por aquel tiempo acabar con el poder de los comisarios políticos, centenares de los cuales habían sido nombrados por Álvarez del Vayo sin que él firmara estos nombramientos[329]. El 17 de abril promulgó un decreto declarando que en lo sucesivo todos los nombramientos serían hechos directamente por el jefe del Gobierno, y que todos los comisarios existentes deberían convalidar sus nombramientos con la firma de él antes del 15 de mayo. A esto siguió un enconado debate de prensa. Adelante, el órgano de Largo Caballero, acusó a los comisarios de hacer presiones políticas, de favoritismo, y de ocasionales asesinatos. Frente Rojo, órgano comunista, consideró el decreto obra de «elementos fascistas» e insistió en que los comisarios conservaran sus puestos. El Socialista, órgano de la fracción de Prieto, que se había limitado hasta ahora a quejarse de vez en cuando del favoritismo, publicó una lista de militantes del partido que fueron torturados en Murcia en las prisiones privadas comunistas.
Los comunistas estaban decididos ahora, para defender sus posiciones adquiridas, a librarse de Largo Caballero. La ocasión se les presentó cuando pocos días después, a principios de mayo, hubo una virtual guerra civil en la ciudad de Barcelona, ocasión que era perfecta, pues en ella estaban implicadas muchas actitudes aparte de la enemistad del partido hacia el jefe del Gobierno. Desde el 18 de julio, Barcelona había sido la meca de todos los grupos revolucionarios heterodoxos. Proudhonianos franceses, socialistas utópicos ingleses, anarquistas italianos y balcánicos, intelectuales mencheviques rusos, todos ellos vieron en la revolución catalana los principios de una revolución «pura», no estalinista. Los comunistas no gozaban en Barcelona de tanto prestigio como en Madrid, y en todo caso el «frente» para la mayoría de los catalanes significaba el este de Aragón, donde el avance hacia Zaragoza y el sitio de Huesca habían perdido ya hacía tiempo su impulso.
Entre el proletariado, el ingenuo optimismo de las conquistas revolucionarias del agosto anterior dio paso al resentimiento, como si hubieran sido engañados en algo. El costo de la vida se había duplicado desde el 18 de julio, mientras que los salarios habían aumentado sólo un 15 por ciento. Las mujeres se pasaban horas y horas haciendo cola para comprar pan, y la policía era tan brutal con los que se quejaban como en los tiempos de la Monarquía. La prensa del POUM y de los anarquistas exaltaba simultáneamente las colectivizaciones y explicaba los fracasos de la producción, atribuyéndolos a la política del Gobierno de Valencia de boicotear la economía catalana y favorecer a la burguesía. También explicaban la pérdida de Málaga como debida en gran parte a la baja moral y la desorientación del proletariado andaluz, que veía que el Gobierno de Valencia evolucionaba rápidamente hacia la derecha. Evocando la importancia de los contingentes marroquíes en el ejército nacionalista, insistían al Gobierno para que ofreciera la independencia a Marruecos, gesto que habría sido muy apreciado en París y Londres.
Mientras tanto, el Gobierno proseguía lentamente sus esfuerzos para restablecer el control central del aparato estatal. Los comunistas, la JSU y el PSU de Cataluña pidieron una alianza más estrecha de todas las fuerzas sociales «sanas» de España, contra «Franco, los trotskistas, y los incontrolados». En Cataluña los anarquistas habían controlado desde el 18 de julio todas las aduanas de la frontera francesa. El 17 de abril de 1937, los reorganizados carabineros, actuando según órdenes de Juan Negrín, ministro de Hacienda, empezaron a reocupar la frontera. En choques con los carabineros murieron al menos ocho anarquistas. Un destacado militante de la UGT, Roldán Cortada, fue asesinado, probablemente por elementos de la CNT, y su entierro en Barcelona fue ocasión para una manifestación en masa contra los anarquistas.
A finales de marzo, la «Columna de Hierro» fue finalmente militarizada, a costa de docenas de deserciones y varios choques entre sus miembros y las tropas del Gobierno de Valencia[330]. Largo Caballero puso en claro sus intenciones de militarizar asimismo a las restantes milicias obreras de Cataluña. En los últimos días de abril, la prensa del POUM y de los anarquistas dio el toque de alarma. Para ellos, la militarización era simplemente un eufemismo para el desarme y la represión de todos los obreros revolucionarios conscientes de clase. La tensión era tal, que la Generalitat canceló las previstas celebraciones del Primero de Mayo temiendo tiroteos entre la policía y la izquierda anticomunista.
Entre los servicios públicos aún celosamente controlados por los anarquistas estaba la Compañía Telefónica, administración que les permitía escuchar todas las conversaciones oficiales con Valencia o Madrid, así como todas las llamadas extranjeras originadas o dirigidas a Barcelona y Valencia. El 3 de mayo, Rodríguez Salas (consejero de Orden Público de la Generalitat y miembro del PSUC) intentó pacíficamente (eso esperaba), pero por la fuerza si era necesario, hacerse cargo del control de la central telefónica de Barcelona. Llegó con una compañía de guardias de asalto y fue recibido con disparos desde el interior del edificio.
Esta escaramuza condujo a tres días de lucha esporádica en toda la ciudad. El POUM y las fuerzas anarquistas reunidas en Barbastro se dispusieron a marchar sobre Barcelona para defender a sus hermanos del putsch contrarrevolucionario. Luis Companys, los ministros anarquistas del Gobierno de Largo Caballero y Solidaridad Obrera hicieron un llamamiento para un inmediato alto el fuego. Los revolucionarios estaban profundamente divididos en cuanto a la táctica a seguir. Todos ellos odiaban instintivamente a la guardia de asalto, y pidieron la destitución de los principales consejeros del PSUC, Rodríguez Salas y Juan Comorera. La CNT y el POUM ordenaron oficialmente a sus seguidores que se limitaran a «defenderse», pero esto no arregló nada, ya que la cuestión era si los servicios públicos de Cataluña iban a ser controlados por el Gobierno o por los diversos partidos políticos. Pequeños pero vehementes grupos anarquistas, como las Juventudes Libertarias y los Amigos de Durruti, animaron a la resistencia armada en nombre de todas las conquistas revolucionarias que eran las únicas que hacían que valiera la pena mantener el Frente Popular.
El 5 de mayo Companys obtuvo una frágil tregua, sobre la base de que los consejeros del PSUC tenían que retirarse del Gobierno regional y la cuestión de la Compañía Telefónica quedara para ulteriores negociaciones. Sin embargo, aquella misma noche fue asesinado Antonio Sesé, un funcionario de la UGT, que estaba a punto de entrar en el reorganizado Gabinete. En todo caso, el Gobierno de Valencia no tenía humor para contemporizar más con las izquierdas catalanas. El 6 de mayo llegaron a la ciudad varios miles de guardias de asalto, y la marina republicana hizo una demostración en el puerto. Largo Caballero nombró comandante del frente de Aragón al general Sebastián Pozas, un oficial de carrera que últimamente se había afiliado al Partido Comunista. Las milicias izquierdistas fueron desarmadas, y la disciplina militar fue impuesta en el frente de Aragón. El jefe del Gobierno se comprometió a que no hubiera represalias políticas, pero en los días siguientes una docena de dirigentes de la izquierda anticomunista habrían de ser víctimas de asesinatos motivados en parte por la venganza de la UGT de sus muertos de un pasado reciente, y en parte por la determinación comunista de liquidar físicamente a todos los dirigentes antiestalinistas de Barcelona[331].
En Valencia, los ministros comunistas insistieron en que Largo Caballero destituyera a Ángel Galarza, ministro de la Gobernación, por su fracaso al no descubrir el «complot trotskista» de Barcelona, y pidieron la supresión de La Batalla, órgano del POUM, por haber incitado a la rebelión. El jefe del Gobierno no veía que hubiera motivos que justificaran esas demandas. El 13 de mayo, en una reunión del Gabinete, pidieron la supresión del POUM; como Largo Caballero se negara a seguir discutiendo la cuestión, se marcharon de la sala, precipitando así una crisis de Gobierno[332].
Las muchas facetas de la pugna entre el jefe del Gobierno y sus enemigos llegaron ahora a un punto crítico. Los comunistas le atacaban por su amenaza al control de que disfrutaban de los comisarios, y por su odio patológico al POUM. Pero tanto republicanos como anarquistas se le habían opuesto en el caso de Asensio, y la izquierda anticomunista apenas si saldría en su defensa tras los acontecimientos de Barcelona. Los socialistas moderados, en cambio, ni que decir tiene que se mostraban adversos a la liquidación política (igual que a la física) de los trotskistas, anarquistas y «caballeristas».
Los desacuerdos sobre la estrategia militar jugaron también un gran papel. En abril, Largo Caballero deseaba activar un plan largo tiempo discutido para una ofensiva en Extremadura. Si los republicanos atacaban con energía para reconquistar Mérida y Badajoz, podrían cortar la zona de Burgos de sus suministros y comunicaciones con Andalucía. Se sabía que las líneas nacionalistas estaban poco guarnecidas, y que la población era prorepublicana; así que el Gobierno podría asestar un golpe a los nacionalistas en una zona en donde eran débiles tanto militar como políticamente. Los generales Asensio y Martínez Cabrera habían preparado los primeros planes antes de la dimisión de Asensio. En la primavera el plan de operaciones fue preparado por el coronel Segismundo Casado, y el coronel Hernández Saravia comenzó en estricto secreto a concentrar tropas cerca de Ciudad Real.
Sin embargo, los consejeros rusos, el Estado Mayor de Madrid y los socialistas de Prieto se opusieron al plan de Extremadura. Los españoles temían dejar desguarnecido el frente de Madrid, y aunque la operación tuviera éxito, su valor estratégico era dudoso, ya que los nacionalistas no encontrarían obstáculos para utilizar las carreteras, las bases aéreas y los servicios telefónicos portugueses. Los consejeros rusos eran partidarios de lanzar una ofensiva cerca de Madrid. Según su punto de vista, como el general Franco había concentrado sus mejores tropas ante la capital, y como gozaba de poco apoyo popular, el modo de ganar la guerra era destruir el ejército que asediaba Madrid. Apoyado por los rusos, Miaja se negó a fines de abril a transferir unidades del ejército del Centro a Ciudad Real, y los oficiales de aviación rusos dijeron claramente a Casado que prácticamente no podrían contar con ninguna aviación[333].
Cuando los comunistas precipitaron la crisis de Gabinete el 13 de mayo, no deseaban aparecer como responsables de la caída de Largo Caballero. Durante las consultas presidenciales para la formación de un nuevo Gobierno, dijeron a Azaña que continuarían colaborando con él con tal de que abandonara la cartera de Guerra, que habría de ser entregada a Prieto. Azaña comunicó estas condiciones al jefe del Gobierno; pero el orgullo de Largo Caballero, el convencimiento de la parte que él había tenido en la creación del nuevo ejército, y su antigua rivalidad con Prieto, no le permitieron aceptar esta solución. También se negó a inclinarse ante la evidente presión rusa sobre los planes militares; pero, al mismo tiempo, no quería debilitar el esfuerzo de guerra sacando a la superficie esta pugna. Dimitió, tal como sus enemigos esperaban que hiciera.
La caída de Largo Caballero no tuvo inmediatas repercusiones espectaculares; pero fue la mayor de las crisis espirituales de las izquierdas españolas. Él era el primer representante de la clase obrera que había llegado a ser jefe del Gobierno de una República que la Constitución de 1931 declaraba como «de trabajadores de todas clases». A principios de 1936 había sido verdaderamente un «izquierdista infantil», seducido por las fantasías marxistas sobre la marcha de la historia. En septiembre de 1936, la clase media española temió una revolución de tipo soviético cuando él se convirtió en jefe del Gobierno; pero ya en el cargo dedicó sus energías a la reconstrucción del Estado democrático. De buena gana apoyó a Manuel de Irujo en la campaña de este último para mejorar los procedimientos judiciales y las condiciones de las prisiones. Odiando la atmósfera de insinuaciones, luchó para retener al general Asensio. Cuando a finales de la primavera se descubrió que el general Miaja y el coronel Rojo habían sido miembros de la UME, sus enemigos políticos quisieron que los mandara detener. Largo Caballero se negó a considerar que el haber pertenecido a la UME fuera en sí una evidencia de deslealtad, aunque se vio obligado a destituir a Asensio por motivos menos importantes. En el caso del POUM, adoptó una posición similar.
Pero Largo Caballero era un hombre incoherente, incapaz de explicar a sus seguidores la necesidad de disciplina, de cooperación con la clase media, de subordinación a la autoridad central. Sin duda había olvidado sus pinitos revolucionarios de principios de 1936; no pensó en reclamar el crédito de una política de tolerancia hacia todas las facciones políticas de la España republicana, porque jamás se le ocurrió, una vez en el cargo, realizar otra clase de política. Con la defección de sus más cercanos colaboradores como Álvarez del Vayo y Santiago Carrillo, se dio cuenta de que cada vez estaba más aislado. Jamás pareció apreciar las numerosas súplicas del Partido Comunista en circunstancias particulares, o darse cuenta del descrédito que cayó sobre él en el verano de 1936 por dejar que las chekas de los socialistas de izquierda se escudaran tras su nombre.
Largo Caballero tampoco supo apreciar la importancia de las «relaciones públicas». En el otoño de 1936 los comunistas habían creado en él la imagen de un «Lenin español», y en la primavera de 1937 lo hicieron aparecer como un cacique dictando a sus colegas del Frente Popular[334]. El anciano tampoco hizo esfuerzos para atraerse a la prensa, tanto española como extranjera. Los comunistas lanzaron consignas muy claras y se aseguraron de que los agradecidos madrileños se familiarizaran con los retratos de Lenin y Stalin. Largo no disponía de tal máquina publicitaria. Le echaron la culpa de la desunión de la zona republicana y de la pérdida de Málaga, y, en cambio, no le dieron fama por las victorias del Jarama y de Guadalajara. Su propia educación de «tiempo de guerra» había sido demasiado rápida y reciente para que pudiera poner en claro las diferencias entre el «infantilismo izquierdista» de principios de 1936 y el jefe del Gobierno de 1937. Durante los últimos meses que ocupó el cargo defendió las libertades republicanas mejor que un republicano de toda la vida. Amargado, dimitió en silencio, para no provocar más desuniones; pero el pueblo español jamás otorgó a su sucesor, Juan Negrín, la confianza que al principio puso en Largo Caballero. Reconocían en Largo Caballero a un hombre de gran valor y de profunda nobleza y comprendían que había sido derrotado, no por negligencia en el cargo, sino por la resistencia que opuso a las demandas de los comunistas y los rusos. Con el cambio, la República ganó desde el punto de vista técnico y administrativo, pero espiritualmente perdió terreno.