LOS PRIMEROS DÍAS DE LA REPÚBLICA
EL 14 de abril fue un día de gozosa celebración y de expectación en las principales ciudades de España. Inmediatamente después de las elecciones municipales del día 12 el conde de Romanones, fiel amigo y consejero del rey, y el doctor Gregorio Marañón su médico personal, hombre liberal y de gran cultura, aconsejaron al monarca que reconociera el fuerte carácter republicano de la votación[6]. Alfonso XIII, reacio a abandonar el trono, pidió asimismo su opinión a los militares, que le hicieron ver que sólo podría mantener su posición a costa de una guerra civil[7]. Mientras tanto, Romanones y Marañón negociaron la transmisión de poderes con el primer ministro del nuevo Gobierno, Niceto Alcalá-Zamora. En los meses que siguieron al Pacto de San Sebastián, los republicanos habían formado en la sombra un Gabinete completo. El 14 de abril estos caballeros salieron de la cárcel Modelo de Madrid, o regresaron de su exilio en Francia, mientras que el rey hacía las maletas y el pueblo vitoreaba a la República y a los nuevos ministros cuyos nombres eran repetidos en voz alta en la Puerta del Sol. En las plazas y en los campamentos militares de maniobras los sones de la Marsellesa se mezclaban con los del himno republicano tradicional, el Himno de Riego. En todas las mentes había el recuerdo de la Revolución Francesa y como contraste, los republicanos españoles señalaban orgullosos el hecho de que al rey lo hubieran dejado marchar en paz y que los revolucionarios se hubiesen puesto de acuerdo de antemano en la colaboración ministerial y en el nombramiento de los ministros.
Sin embargo, surgieron muchas situaciones peligrosas y sólo una serie de afortunadas coincidencias logró que la transmisión fuera pacífica. La actitud de las masas abarcó desde la destrucción de símbolos monárquicos, con buen humor, hasta una actitud amenazadora y revolucionaria. En Madrid, una turbulenta multitud derribó la estatua de Isabel II de su pedestal y la arrastró hasta el convento de las Arrepentidas. Aquella misma tarde del 14 de abril, una muchedumbre menos amistosa se congregó frente al palacio de Oriente, donde la reina y sus hijos pasaron una noche llena de ansiedad. Alcalá-Zamora especificó que el rey debía abandonar la ciudad «antes de la puesta del sol», precisamente porque temía la violencia si no se marchaba rápidamente. En el propio palacio, docenas de jóvenes con brazaletes rojos, la mayoría de ellos obreros socialistas de la Casa del Pueblo de Madrid, unieron sus brazos para impedir que la muchedumbre se aproximara y estuvieron de guardia toda la noche[8].
En muchos pueblos la guardia civil disolvió manifestaciones republicanas horas antes de que el cambio de régimen fuera oficialmente anunciado. En la ciudad portuaria de Huelva, el dirigente socialista Ramón González Peña estaba en la cárcel esperando lo juzgaran por la parte que había tomado en la abortada sublevación de Jaca. Una muchedumbre de estibadores vino a libertarlo aquella tarde y se halló en medio de una masa revolucionaria que pedía la cabeza del gobernador civil pues un muchacho había sido muerto en un choque entre la policía y los manifestantes. González Peña logró persuadir a la muchedumbre que no hiciera un linchamiento que inmediatamente desacreditaría a la nueva República[9]. En Barcelona el Gobierno provisional tuvo que enfrentarse con el desafío del nacionalismo catalán. El coronel Macia, apenas pasada la sorpresa de su victoria en las elecciones de Barcelona, proclamó por una emisora de radio (en idioma catalán) el Estado catalán y la República catalana, tras lo cual invitó cordial mente a los otros pueblos ibéricos a asociarse con Cataluña para la formación de una federación ibérica. Tres ministros del Gobierno provisional (Marcelino Domingo, antiguo republicano catalán; Nicolau d’Olwer, otro republicano catalán que era ministro de Economía, y Fernando de los Ríos, socialista, que era ministro de Justicia), se apresuraron a trasladarse a Barcelona para recordar al exaltado y anciano Macia que la nueva Constitución todavía no había sido redactada. Rogándole que tuviera paciencia y reconociera la necesaria autoridad central, lograron que diera su aprobación a una fórmula por la cual los catalanes someterían el proyectado Estatuto de autonomía a las Cortes. A cambio prometieron que las Cortes actuarían con el mínimo retraso posible. Para lograr este acuerdo temporal, los ministros de Madrid contaron en gran medida con los buenos oficios de Luís Companys, el jefe de más categoría después de Macià en la victoriosa Esquerra. Companys, abogado de los sindicatos y antiguo asociado de Marcelino Domingo, era un autonomista más que un separatista. Nombrado rápidamente gobernador civil de Barcelona, cooperó lealmente con las autoridades de Madrid durante las primeras y delicadas semanas del nuevo régimen[10].
Hablando en general, aunque el 14 de abril fue verdaderamente un día de celebración, lo cierto es que los españoles de todas las tendencias políticas dejaron escapar un suspiro de alivio cuando el día transcurrió sin que hubiera violencias. La atmósfera de las semanas siguientes fue una mezcla de euforia, incredulidad y ansiedad. Desde el extranjero, el rey aconsejaba a sus seguidores que aceptaran la nueva República, que reconoció había advenido por la voluntad del pueblo. La Iglesia recomendó respeto por las autoridades constituidas. Los anarquistas declararon que una República burguesa no era asunto suyo; pero no la atacaron.
En el Pacto de San Sebastián se había tratado tan sólo sobre la organización política y de la necesidad de convocar unas Corles Constituyentes. Pero muchos republicanos y todos los socialistas sabían que la República debía emprender una rápida acción en beneficio de las masas rurales si se quería que el nuevo régimen echara raíces fuera de la clase media urbana y la aristocracia del trabajo organizado. Francisco Largo Caballero, jefe de la UGT, se incorporó al comité revolucionario a fines de 1930, a pesar de la oposición de otros altos dirigentes, especialmente Julián Besteiro y Andrés Saborit. En Barcelona el coronel Macià permaneció en vela toda la noche del 14 de abril en un inútil esfuerzo para conseguir que Ángel Pestaña, el más moderado de los dirigentes de la CNT, aceptara un puesto en el Gobierno catalán[11]. Era evidente que la CNT en su conjunto, y una buena proporción de la UGT, no consideraban oportuno que los obreros participaran en el nuevo Gobierno republicano. Largo Caballero, presionado por el Comité revolucionario, que le recordó que la República no podría afirmarse sin la cooperación activa de la federación sindical socialista, convino por fin en aceptar la cartera de ministro de Trabajo, y se apresuró a mejorar la suerte de los campesinos. El 29 de abril, un decreto protegía a los pequeños propietarios rurales contra los juicios hipotecarios y el 8 de mayo se autorizó a las autoridades municipales a obligara los terratenientes a cultivar sus tierras baldías. El 28 de abril Largo Caballero anunció un decreto destinado a combatir el paro agrícola: no se podrían contratar trabajadores de otros municipios hasta que todos los obreros agrícolas de una localidad tuvieran trabajo. El 12 de junio el Gobierno extendió a los trabajadores agrícolas los beneficios de la legislación de accidentes del trabajo ya existente en la industria.
Estas leyes desafiaron un orden rural establecido que no había sido afectado directamente por el mero cambio de régimen. En las zonas rurales las elecciones estuvieron dominadas, como siempre, por los caciques; fuera de las grandes ciudades, España había votado en monárquico. Resultaron elegidos unos 22 000 concejales monárquicos contra 5800 republicanos; pero el 14 de abril todo el mundo, del rey para abajo, reconoció que sólo el voto de las grandes ciudades era lo suficientemente libre como para reflejar la opinión pública. Sin embargo, el nuevo Gobierno de Madrid tenía que tratar con ayuntamientos monárquicos en casi toda la España rural. Para poder llevar a la práctica sus decretos revolucionarios, Largo Caballero confiaba en los funcionarios de la Federación de Trabajadores de la Tierra. Él ya había actuado como consejero laboral durante la dictadura de Primo de Rivera. En 1926 el dictador estableció comités paritarios, comisiones mixtas que representaban por igual a los terratenientes y a los trabajadores agrícolas españoles, y la UGT utilizó esos comités para ampliar la organización del proletariado campesino. En abril de 1931 la Federación de Trabajadores de la Tierra contaba con unos 100 000 miembros. Su principal organizador, Lucio Martínez Gil, era un seguidor de Besteiro. Nadie conocía mejor que él la psicología primitiva de estos peones campesinos, en su mayoría analfabetos. Él y Besteiro se opusieron a la participación socialista en el comité revolucionario, precisamente porque temían una República prematura en la cual tendrían que compartir las responsabilidades del Gobierno antes de que la organización laboral hubiera adquirido la suficiente madurez. Los decretos de Largo Caballero en favor de los trabajadores campesinos enfrentaron a las fuerzas sociales rivales de pueblos y aldeas. Por un lado estaban los ayuntamientos monárquicos, que representaban a los terratenientes y contaban con el apoyo de la guardia civil y la mayoría de los abogados, farmacéuticos y sacerdotes; por el otro, las casas del pueblo, cuarteles generales de los obreros sindicados de las distintas localidades y una minoría de profesionales y sacerdotes que simpatizaban con las izquierdas. En los pueblos y aldeas, inevitablemente, las primeras semanas de la República provocaron un cierto ambiente de guerra de clases. La clase media liberal, que había votado por la República en las ciudades, estaba casi por completo ausente. Las fuerzas del antiguo régimen se enfrentaban a los inexpertos pero ahora militantes trabajadores.
La proclamación de la República también produjo una inmediata prueba de la buena o mala voluntad entre el nuevo régimen y la Iglesia católica romana. Los republicanos anunciaron su determinación de crear un sistema de escuelas laicas, introducir el divorcio, secularizar los cementerios y los hospitales y reducir en gran medida, si no eliminar, el número de órdenes religiosas establecidas en España. Por su parte, el Vaticano no imitó el ejemplo de la gran mayoría de los gobiernos del mundo reconociendo rápidamente a la República. Los obispos aconsejaron la obediencia a las autoridades establecidas, sí, pero asimismo justificaron el que no se las reconociera, basándose en que el Gobierno se llamaba a sí mismo «provisional» y que el rey se había limitado a ausentarse de España, sin abdicar[12]. En la primera semana de mayo, la prensa católica madrileña sostuvo un acre debate entre aquéllos que deseaban aceptar la República y los que insistían en identificar el catolicismo con la Monarquía. El Debate expuso el punto de vista de que los principios fundamentales católicos de familia, propiedad y orden social podían ser garantizados por las diferentes formas de gobierno. La Iglesia era eterna; las formas políticas, «accidentales». (El Debate era el órgano de la Acción Católica, y tras recobrarse de la primera sorpresa de la revolución, sus dirigentes se afanaron por defender los intereses materiales y espirituales de la Iglesia dentro del nuevo sistema político). El diario monárquico ABC, por otra parte, acusó a El Debate de cobardía y de contemporización, y afirmó sin rodeos que, al menos en España, sólo la Monarquía podía garantizar un orden social católico.
Mientras tanto, el Gobierno dio a conocer sus planes para la construcción de miles de nuevas escuelas primarias. El ministro de Instrucción Pública, Marcelino Domingo, era el jefe de un pequeño partido radical-socialista cuyo programa se inspiraba francamente en el de los radicales Jules Ferry y Clemenceau, prohombres de la tercera República francesa. El director de enseñanza primaria era Rodolfo Llopis, socialista, profesor de una de las escuelas normales del Estado. Según las normas existentes en abril de 1931, la enseñanza religiosa era obligatoria en las escuelas públicas. El 6 de mayo el Gobierno decretó que tal enseñanza dejaba de ser obligatoria, pero que sería ofrecida a aquellos niños cuyos padres lo solicitaran. Finalmente, durante la misma semana en que este decreto fue promulgado y en la que ABC y El Debate sostuvieron su polémica, el ABC vino publicando diariamente anuncios informando de la apertura de un Círculo Monárquico que tendría lugar en la mañana del domingo 10 de mayo.
El 7 de mayo los periódicos publicaran una carta pastoral del cardenal Segura, arzobispo de Toledo, primado de la jerarquía eclesiástica en España. Fue la primera declaración pública del cardenal desde la proclamación de la República. En ella se refería repetidamente a las graves conmociones y amenazas de anarquía a que España se veía expuesta. Aunque la Iglesia no se preocupaba de formas de régimen, deseaba expresar la gratitud de la Iglesia a S. M., por haber consagrado España al Sagrado Corazón de Jesús y por haber preservado las tradiciones y piedad de sus antepasados. Apeló a las mujeres de España para que organizaran una cruzada de oraciones y sacrificios para defender la Iglesia contra los muchos ataques a sus derechos. Recordó el ejemplo de Baviera en 1919, cuando la población católica salvó al país de una breve ocupación bolchevique, sugiriendo, por tanto, por su analogía, que el Gobierno provisional de la segunda República era de la misma categoría que el régimen comunista de la breve revolución bávara. Por ataques a los derechos de la Iglesia, el cardenal entendía la bien conocida determinación del nuevo régimen de separar la Iglesia del Estado, organizar un sistema de escuela laica e introducir el matrimonio civil y el divorcio. La publicación de esta pastoral coincidió con una oleada de oradores callejeros que pedían la expulsión de las órdenes religiosas, y protestaban contra la publicidad dada al recién organizado Círculo Monárquico.
En la mañana del 10 de mayo tuvo lugar una breve refriega frente a los locales del Círculo y por la ciudad corrió el rumor de que un taxista había sido muerto por un señorito monárquico. En la Puerta del Sol un orador pidió, entre otras cosas, la expulsión de las órdenes religiosas, la disolución de la guardia civil y la destitución del ministro de la Gobernación, don Miguel Maura. Maura ya había supuesto que habría desórdenes si se inauguraba el Círculo Monárquico y recibió informes que amenazaban con una huelga general para el lunes 11 de mayo. Por la tarde se reunió el Gobierno, que siguió reunido hasta horas avanzadas de la noche, Maura pidió permiso a sus colegas para llamar a la guardia civil. El Gabinete se negó; pero decidió reunirse a primeras horas del lunes para seguir de cerca los acontecimientos en todo instante. Antes de mediodía se recibió la noticia de que estaba ardiendo la iglesia de los jesuitas en la calle de la Flor. Maura amenazó con dimitir si no se le daba inmediatamente permiso para utilizar la guardia civil. El Gobierno se negó a ello y no quiso aceptar la dimisión de Maura[13].
Mientras tanto, 6 de los 170 conventos de Madrid fueron incendiados por pequeñas bandas compuestas en su mayoría de jovenzuelos. La policía, los bomberos y la multitud contemplaron esos hechos pasivamente y la única actividad organizada fue la de ayudar a la evacuación de las asustadas monjas al abandonar éstas los edificios. En las ciudades meridionales de Málaga, Sevilla, Cádiz y Alicante fueron atacados unos 15 conventos de la misma manera. Allí, como en Madrid, se prepararon taxis para la evacuación de las monjas, algunas de las cuales, al salir de sus conventos, se montaban en automóviles por primera vez en su vida. En Barcelona el coronel Macià durmió en la Generalitat para estar preparado por si se intentaba algo contra las iglesias y conventos de la ciudad. En Zaragoza y Valencia las organizaciones republicanas apostaron guardias ante la puerta de las iglesias cuando llegaron de Madrid las noticias de los incendios. Como fueron muy pocas las personas que atacaron los templos, con muy pocas también podían ser defendidos, como ocurrió en estas últimas ciudades[14].
En Madrid, el Gobierno cambió de postura el día 12. No sólo recibió Maura permiso para utilizar la guardia civil, sino que Alcalá-Zamora proclamó el estado de guerra en toda España y dio a Maura autorización para recurrir al ejército en la restauración del orden. España estuvo tranquila durante 48 horas. En conjunto habían sido atacadas unas dos docenas de iglesias. No se dio muerte a ningún sacerdote o monja; pero resultaron destruidos los laboratorios de la Escuela Industrial y Técnica de los jesuitas en Madrid y muchas obras de arte de diverso valor fueron pasto de las llamas.
Estos acontecimientos significaron un choque tremendo para la clase media española. Menos de un mes después de la instauración de la República, el país se vio forzado a meditar sobre los complejos principios del orden público y las actitudes religiosas que formaban la trama de su historia moderna. El populacho había quemado iglesias en Madrid en 1835 y en Barcelona en 1909. ¿Es que nada había cambiado en España? ¿Quiénes eran los incendiarios? Maura y la prensa gubernamental en 1931, como sus antepasados en las anteriores ocasiones, insistieron en que provocadores reaccionarios habían instigado odios elementales y pagados a los verdaderos incendiarios[15]. Las pruebas fueron siempre circunstanciales, nunca concluyentes. Durante los días que siguieron al 12 de mayo, la policía de Madrid y Barcelona recibió llamadas telefónicas anónimas advirtiéndoles que se iban a producir más incidentes, llamadas que en casi todos los casos resultaron ser falsas alarmas[16]. ¿Era una provocación de los monárquicos, de los anarquistas o de una insignificante minoría de lunáticos sin etiqueta política? Es difícil responder con seguridad. Más importante es la cuestión de por qué la población católica de España permitió que tales incidentes ocurrieran. El cardenal Segura se había referido a España como un país en que virtualmente toda la población profesaba la religión católica. Sin embargo, todos sabían que la asistencia a misa alcanzaba cifras muy bajas, especialmente en las grandes ciudades. Pero la mayoría de los españoles bautizaban a sus hijos, se casaban por la Iglesia y morían en el seno de la religión católica. Si un puñado de republicanos, sabiendo lo fácil que era desacreditar a la República, disuadieron o avergonzaron a los posibles incendiarios, ¿dónde estaban los millones de católicos que pudieron evitar todos los ataques, excepto los primeros que se produjeron por sorpresa? Ciertamente, entre la población urbana española había en gran medida tolerancia, aún más, secreta complacencia, por ver cómo se atacaba a la Iglesia.
¿Y cómo puede explicar uno la pasividad del Gobierno durante casi 48 horas? El ministro de Justicia calificó la carta del cardenal con la frase de «velada belicosidad». El Gobierno sabía muy bien que la apertura del Círculo Monárquico provocaría algaradas. Y también sabía que la República de 1873, así como los gobiernos liberales de 1812 y 1820, se desacreditaron por su incapacidad para mantener el orden público. Los padres españoles, incluso los republicanos, que habían sorprendido a sus hijos más de una vez peleándose o pegándose con otros chiquillos, tenían la costumbre de decir al ver aquello: «Esto es una República». ¿Por qué entonces se opusieron a la petición de Maura de llamar a la guardia civil, especialmente cuando el problema resultó no ser el simple mantenimiento del orden público, sino un ataque contra la Iglesia?
No cabe duda de que un factor importante fue la determinación de la mayoría de los ministros de que el nuevo régimen no comenzara su existencia disparando contra españoles. Mejor sería que algunos lunáticos quemaran algunas iglesias que no que la República ordenara a la guardia civil que entrara en acción. Los socialistas, especialmente, consideraban a la guardia civil como enemiga de la clase trabajadora, un enemigo peor, bien considerado, que la propia Monarquía. Los liberales opinaban que el pueblo español, aun en sus actos más deplorables, había sido más víctima que verdugo. La República debía dirigir al pueblo tan sólo por la persuasión. Y contra la idea de que los antiguos gobiernos liberales se desacreditaron por su fracaso en mantener el orden público, colocaron la certidumbre de que las masas odiarían a un Gobierno que recurriera a la guardia civil ante las primeras señales de un motín. Así que durante un par de días esperaron en vano que no fuera necesario tomar medidas represivas. Cuando estas esperanzas resultaron infundadas, concedieran a Maura los plenos poderes que había demandado.
Muchos españoles han exagerado la importancia de la quema de iglesias del 11 de mayo, viendo en estos sucesos nada menos que el origen de la guerra civil. Lo cierto es que el Partido Socialista, la UGT y los partidos republicanos de clase media, por anticlericales que fuesen, se unieron en su inequívoca condena de aquellos incendios. La pasividad de la población, católica o no católica, no puede ser atribuida a ningún Gobierno o ideología, y si en los años siguientes los principales problemas sociales y económicos de España hubieran sido mejor tratados, de los incendios del 11 de mayo sólo habría quedado un breve recuerdo en la historia.
En el tiempo en que ocurrieron, los sucesos endurecieron tanto a la Iglesia como a los anticlericales en las posiciones que ya habían adoptado. El Gobierno reprochó al cardenal Segura el haber provocado la violencia anticlerical y lo declaró persona non grata. El cardenal abandonó España el 13 de mayo, dirigiéndose a Roma y declarando que el Gobierno no quiso garantizar su seguridad personal. El 22 de mayo el Gobierno proclamó la completa libertad religiosa; también prohibió la exposición en las aulas de imágenes de santos, basándose en que besar dichas imágenes era antihigiénico. El mismo día dictó un decreto autorizando al ministro de Instrucción Pública a retirar los objetos de arte de los edificios religiosos si juzgaba que corrían riesgo de ser deteriorados. El 30 de mayo el Vaticano negó su placet al recién nombrado embajador republicano, Luis de Zulueta. Al día siguiente, en Madrid, el Gobierno suspendió temporalmente El Debate y ABC por sus violentas diatribas contra las recientes medidas gubernamentales.
El 3 de junio los obispos españoles enviaron una carta colectiva de protesta al presidente del Consejo de ministros. Entre otras cosas protestaban contra los planes de secularizar los cementerios y de separar la Iglesia y el Estado. Afirmaban que la libertad de cultos que acababa de decretar era una violación del Concordato existente y de las leyes fundamentales de España. Protestaban por la supresión de la enseñanza religiosa obligatoria y por los decretos que prohibían a los altos funcionarios civiles y militares participar en las ceremonias religiosas públicas. Una semana más tarde el cardenal Segura entró en España de incógnito. Su automóvil fue detenido por la policía en Guadalajara y fue escoltado hasta la frontera. El 14 de junio, católicos de las provincias del norte de España se reunieron en la plaza de toros de Pamplona para protestar contra la expulsión del cardenal[17]. Durante el mes de junio hubo incidentes aislados durante los cuales los ayuntamientos republicanos amenazaron con confiscar las escuelas católicas. Antes de la reunión de las Cortes Constituyentes la cuestión religiosa era el problema más amargamente debatido en la política española.
El Gobierno provisional inició también reformas militares antes de la reunión de las Cortes. El ministro de la Guerra, Manuel Azaña, era tenido sobre todo por un intelectual. En 1930 había sido elegido presidente del Ateneo, el club literario de Madrid. Pero Azaña, siendo periodista, había tenido ocasión de observar al ejército francés durante la primera guerra mundial y por aquel tiempo se interesó por la historia militar. Había llegado a creer, observando a la Monarquía española y la dictadura, que España necesitaba, sobre todo, un Gobierno de técnicos, hombres íntegros cuidadosamente entrenados. En 1931 el ejército español consistía en el esqueleto de 16 divisiones, a las que normalmente les habría bastado con ochenta generales; pero lo cierto es que había cerca de 800 y más comandantes y capitanes que sargentos. El primer problema era reducir el ejército a unas proporciones razonables sin ofender a un cuerpo de oficiales con espíritu de casta, que había sufrido repetidas humillaciones y que tenía una larga tradición de conspiraciones políticas y de pronunciamientos.
El 26 de mayo Azaña anunció la primera de sus reformas. Rebajó el número de divisiones de 16 a 8 y redujo a un año el tiempo del servicio militar obligatorio, eliminando el rango de capitán general. Esto último era una reforma tanto militar como política, ya que las capitanías generales eran una institución que databa de los tiempos coloniales y que permitía la subordinación de la autoridad civil en momentos de tensión o desórdenes. El rango más alto en tiempos de paz sería ahora el de general de división, uno para cada una de las ocho regiones militares en que se dividía el país, y sus funciones serían estrictamente castrenses. En 1930 había en el escalafón unos 26 000 oficiales. El nuevo ejército había de consistir en 7600 oficiales con 105 000 soldados en la península, y el contingente de África estaría formado por 1700 oficiales y 42 000 soldados[18]. Azaña ofreció a los oficiales sobrantes el retiro con toda la paga (el decreto aseguraba a todos aquéllos que aceptasen el retiro que serían promovidos a los sueldos que habrían recibido en el curso de la promoción normal en filas). En suma, el oficial profesional podía retirarse sin el menor sacrificio económico, presente o futuro.
Los círculos militares reaccionaron ante el decreto de Azaña con una mezcla de emociones. Casi todos reconocían que en el ejército había demasiados galones; pero muchos oficiales de carrera, orgullosos, opinaron que Azaña sólo quería destruir el cuerpo de oficiales por medio del soborno. Por otra parte, miles de oficiales hicieron inmediatamente toda clase de gestiones para asegurarse de que sus nombres figurarían en las listas de retirados. El 3 de junio el ministro anunció que todos los ascensos por méritos hechos durante la dictadura serían revisados y el 14 de julio, el mismo día en que habían de reunirse las Cortes, el Gobierno clausuró la Academia General Militar de Zaragoza. Estos dos hechos despertaron las sospechas de los oficiales más conservadores que eran antirrepublicanos. El primer decreto implicaba que los ascensos obtenidos en los últimos años de la guerra de Marruecos se debieron en gran medida a un criterio más político que profesional, e interpretaron la clausura de la Academia General como un golpe al espíritu de cuerpo del ejército, puesto que ésta era la única institución en la que los oficiales de las distintas armas se formaban juntos.
El cambio de régimen fue acompañado asimismo por una especie de pánico financiero. La peseta no había sido nunca una moneda muy fuerte y se fue depreciando lentamente bajo el mandato de Primo de Rivera. Sin embargo, el último Gobierno de la Monarquía logró obtener un préstamo de sesenta millones de dólares de una combinación de Morgan e intereses bancarios holandeses. El gobierno Aznar se había comprometido a restaurar la Monarquía constitucional y el banquero conservador catalán Juan Ventosa inspiraba confianza como ministro de Hacienda. Entre febrero y abril de 1931 la peseta comenzó a recobrarse.
En el Gobierno provisional no figuraba ningún experto en finanzas e Indalecio Prieto aceptó su nombramiento como ministro de Hacienda más bien por solidaridad que por verdadero entusiasmo por la tarea. Prieto era un periodista que se había formado a sí mismo y era propietario del importante diario El Liberal, de Bilbao. Era hombre muy inteligente y pragmático y tenía muchos amigos entre los principales negociantes vascos y catalanes. Pero Prieto era además un socialista, comprometido, como estaban todos los socialistas, a unas reformas que indudablemente resultarían caras. En todo caso, la combinación de un repentino cambio de régimen con el nombramiento de un socialista para ministro de Hacienda condujo a la inmediata cancelación del préstamo Morgan, a una fuga de capitales y a una baja del 20 por ciento, en el primer mes, de la cotización internacional de la peseta[19].
Prieto no era un hombre dispuesto a aplacar a los reaccionarios españoles o al mundo internacional de las finanzas, y requirió licencias gubernamentales para la compra de equipo extranjero y para la posesión de cuentas bancarias en monedas extranjeras. Amenazó con multas y confiscaciones a todos aquellos comprometidos en las fugas masivas de capitales. Negoció con la Unión Soviética la compra de gasolina a precios un 18 por ciento más baratos que los ofrecidos en el mismo período por las compañías petroleras británicas y norteamericanas. Insistió en el derecho a comerciar libremente con todos los países, y a principios de mayo reanudó las negociaciones con los mismos banqueros que habían preparado el crédito cancelado al gobierno Aznar[20]. Pero la quema de iglesias del 11 de mayo hizo que los bancos rompieran las negociaciones. Entonces él se dirigió al Banco de Francia, en el que depositó 257 000 000 de pesetas oro (unos veinte millones de dólares), como garantía de un préstamo destinado a respaldar la peseta contra una ulterior depreciación. En términos generales, en estas primeras semanas, los círculos financieros internacionales indicaron su falta de confianza y el mundo español de la riqueza, en una gran proporción, declaró la guerra a la República, con lo que el nuevo régimen se vio obligado a responder al desafío.
De acuerdo con el Pacto de San Sebastián, el Gobierno provisional pensó en celebrar elecciones lo antes posible para elegir unas Cortes Constituyentes. Para que estas elecciones fueran completamente libres y representativas, decretaron el 8 de mayo que podrían votar todas las personas mayores de veintitrés años, incluyendo a las mujeres y los clérigos. Para evitar que los caciques municipales dominaran la campaña, prescribieron que los diputados serían elegidos por provincias y no por municipios, asignando un diputado por cada 50 000 personas. Al mismo tiempo los dirigentes responsables temían que saliera elegida una cámara sin una mayoría trabajadora. En Italia, la falta de una tal mayoría había paralizado a menudo, y al final acabó por desacreditar, a la Monarquía parlamentaria, y el mismo problema se había presentado repetidamente en la experiencia de la tercera República francesa y en la joven República alemana. En España, sólo los socialistas poseían una organización de partido coherente. De aquí que el decreto del 8 de mayo pidiera la preparación de listas de coalición y estipuló que en cada provincia la lista mayoritaria recibiría el 80 por ciento de los escaños y la minoritaria el 20 por ciento. El procedimiento no era obligatorio y se hicieron complicados arreglos para distribuir los escaños allá donde varios partidos presentaban a los candidatos; pero el decreto evidentemente animaba a la formación de coaliciones y hacía teóricamente posible que una pequeña mayoría retuviera los cuatro quintos de los escaños.
Las elecciones fueron dispuestas para el 28 de junio y la campaña electoral despertó más interés y apasionamiento que ninguna otra de las celebradas hasta entonces en España. Los jefes conservadores estaban asustados por el aumento del radicalismo en una opinión pública largo tiempo reprimida. En Oviedo, el dirigente del Partido Reformista, Melquíades Álvarez, una figura prestigiosa de la oposición parlamentaria anterior a 1923, amenazó con retirar su candidatura si los «rojos» se interferían en la campaña de su partido. Amigos de Alcalá-Zamora le insistieron que aceptara un puesto en la lista de Valencia, porque era muy posible que las izquierdas lo derrotaran en la provincia de Córdoba, de donde era oriundo. En Levante muchos anarquistas estuvieron tentados de votar, a pesar de la abstención oficial de sus organizaciones. Sabiendo esto, los radicales de Alejandro Lerroux y los radicalsocialistas de Marcelino Domingo trataron de atraerse los votos anarquistas, con promesas demagógicas muchas de ellas de naturaleza marcadamente anticlerical, encaminada a esos fines electorales.
La campaña fue simultáneamente un estallido de pasiones largamente contenidas y una muestra de civismo, dependiendo de la personalidad de los candidatos y de la madurez de sus auditorios. En Cataluña, el País Vasco y Galicia, los candidatos pidieron la autonomía de sus respectivas regiones, a veces razonándola en bases económicas e históricas, a veces con demagogia chauvinista. Apenas si hubo candidatos confesadamente monárquicos; pero los candidatos agrupados en torno de la bandera de los agrarios eran considerados como tales, tanto por amigos como enemigos. Los oradores socialistas hablaron en favor de todo, desde un régimen liberal parlamentario hasta una dictadura del proletariado. En las zonas mineras y en las ciudades portuarias, los obreros militantes se hicieron oír en una campaña política casi por primera vez en la historia de España. Se opusieron muchas pegas y hubo algunas luchas callejeras. En las votaciones las izquierdas se beneficiaron indudablemente de la confusión que reinaba no sólo entre los monárquicos, sino incluso entre los moderados, que vieron a figuras como la de Alcalá-Zamora a punto de ser derrotadas.
Al analizar el resultado de las elecciones, se pueden dar tan sólo números aproximados. La mayoría de los partidos estaban muy poco organizados, y en el caso de las coaliciones, los dirigentes decidieron sobre la distribución de los escaños, y muchos personajes importantes representaban tendencias, pero no estaban afiliados formalmente a ningún partido. La expectación del cambio, la atmósfera de la campaña y las disposiciones de la ley electoral produjeron una fuerte victoria para la coalición de los republicanos de izquierda y los socialistas, que consiguió casi 250 escaños, de los cuales 120 eran socialistas y ochenta fueron atribuidos a los partidos de Manuel Azaña, Marcelino Domingo y Álvaro de Albornoz. Ésta mayoría izquierdista contaba asimismo con los votos de unos treinta republicanos catalanes de la Esquerra y de 20 republicanos federales de Galicia. Formando el centro de la nueva cámara había unos 100 radicales, seguidores del «republicano histórico» de Alejandro Lerroux. Los radicales eran a la vez antisocialitas y anticlericales y representaban en gran medida los elementos de la clase media que estaban resentidos con el orden antiguo, pero que carecían de programa propio. Unos ochenta diputados podían ser clasificados como de derechas: un grupo de treinta republicanos conservadores divididos entre los seguidores de Alcalá-Zamora, Miguel Maura y Melquíades Álvarez; otro de 25 agrarios, que representaban a los terratenientes de las zonas trigueras y Andalucía y considerados antirrepublicanos; unos diez diputados conservadores de la Lliga Catalana y 14 nacionalistas vascos, conservadores y fervorosos católicos[21].
Las nuevas Cortes estaban, pues, muy inclinadas hacia la izquierda e incluían muchos hombres sin experiencia política y bastantes que eran casi desconocidos de los dirigentes de sus respectivos partidos; pero hallábanse presentes todos los jefes conocidos de los partidos políticos organizados y tanto las opiniones conservadoras como izquierdistas regionalistas estaban representadas. La asamblea incluía también un grupo selecto de intelectuales sin partido que estaban ansiosos por contribuir a la construcción de una nueva España: el filósofo Ortega y Gasset, los distinguidos escritores Unamuno y Pérez de Ayala, el doctor Gregorio Marañón, los famosos juristas Felipe Sánchez Román y Ángel Ossorio y Gallardo. La representación del Partido Socialista incluía también algunos de los universitarios más prestigiosos de la nación: Jiménez de Ansúa, especialista de derecho penal en la Universidad de Madrid; Julián Besteiro, profesor de lógica en Madrid; Juan Negrín profesor de fisiología de renombre internacional y secretario de la Junta de la ciudad Universitaria que acababa de ser construida al noroeste de la capital. Aun reconociendo que la España conservadora se hallaba mal representada proporcionalmente, se puede decir con toda sinceridad que las nuevas Cortes incluían portavoces muy capacitados de todas las tendencias políticas y los más distinguidos representantes de las corrientes encontradas de la élite intelectual de la nación.