Capítulo 19

LA POLÍTICA Y LA GUERRA A PRINCIPIOS DE 1937

DESDE los primeros días de noviembre de 1936 hasta finales de marzo de 1937, Madrid constituyó el frente principal. Con raras excepciones, los nacionalistas conservaron la iniciativa militar en todas partes. En diciembre iniciaron pequeñas operaciones de tanteo, pero el 5 de enero lanzaron un fortísimo ataque al noroeste de la ciudad. Conocido a la vez por la batalla de la niebla o la batalla de la carretera de La Coruña, cortó dicha ruta y ganó para los nacionalistas algunas posiciones ventajosas desde el punto de vista táctico; pero acabó por agotamiento temporal, tras fuertes bajas por ambos bandos. La principal preocupación del general Franco en este período era el equipar una nueva fuerza ofensiva que reemplazara las unidades africanas y de requetés que habían sufrido más pérdidas en noviembre.

El 4 de diciembre, en el curso de una reunión del comité de No-intervención, Alemania e Italia rechazaron dos sugestiones franco-británicas: una con vistas a una mediación y la otra proponiendo que la No-intervención se refiriera a los voluntarios extranjeros así como a los envíos de armas. De esta manera reconocían francamente que pensaban ayudar tanto con armas como con hombres a la causa nacionalista. Un importante embarque de 3000 italianos abandonó su patria el 18 de diciembre. Entre esta fecha y finales de abril de 1937, la armada y la marina mercante italianas transportaron unos 100 000 soldados a España, de los cuales 70 000 eran italianos y el resto norteafricanos reclutados principalmente en las zonas montañosas de Marruecos[290]. Durante el mes de noviembre, Alemania formó la llamada Legión Cóndor: 5 a 6000 hombres especializados destinados a actuar con autonomía bajo mando alemán. Las unidades básicas eran 4 escuadrillas de bombardeo (48 aviones), cuatro escuadrillas de caza, una escuadrilla de reconocimiento (12 aviones), una escuadrilla de hidroaviones, 4 baterías de 20 mm. (4 cañones por batería), 4 baterías de 88 mm., y cuatro compañías de tanquistas totalizando 48 tanques[291]. Los voluntarios eran reclutados abiertamente en las bases de entrenamiento; los diplomáticos y los periodistas sabían perfectamente, pero no así el comité de No-intervención, que habían zarpado de Hamburgo; hacia finales del mes de diciembre la Legión Cóndor había llegado en su totalidad a Sevilla. Otra unidad extranjera, más importante por razones de moral que por su fuerza militar, era el batallón de unos 600 o 700 voluntarios irlandeses que se formó a finales de 1936[292].

En la España nacionalista las autoridades contaban a principios de 1937 con 30 000 soldados carlistas, y habían llegado a reclutar hasta 120 000 milicianos falangistas[293]. Tras el fracaso en la conquista de Madrid y ante la perspectiva de una guerra larga, el general Franco prestó más atención al futuro. En un discurso pronunciado el 19 de enero, con motivo de la conmemoración del sexto mes del alzamiento, dijo a sus oyentes que España había sufrido por causa de un intelectualismo equivocado y la imitación de los modos extranjeros. No definió la futura forma del régimen; pero declaró que el sufragio universal y la autonomía regional habían de terminar. España necesitaba escuelas, sanatorios y relaciones más justas entre el capital y el trabajo. Sería un estado católico, y se respetarían las otras creencias religiosas. El general evocó los períodos más importantes de la historia de España: la Reconquista y el reinado de Felipe II, de la casa de Austria; las guerras carlistas las veía como una lucha para mantener las tradiciones españolas contra las influencias liberales y europeizantes, y a la dictadura de Primo de Rivera como a la precursora de su propio régimen[294]. Se esforzó en indicar que se inspiraba en estos precedentes más que en el fascismo contemporáneo. Sus propuestas representaban una diestra combinación de los ideales de los dos grupos que le apoyaban más activamente: la Falange y los carlistas. Al mismo tiempo, no hizo concesiones demagógicas a las esperanzas de las masas izquierdistas. Por aquellos mismos meses la Falange lanzó una fuerte campaña de propaganda en favor de una eventual reforma agraria y de la separación de la Iglesia y el Estado. Sus impulsos idealistas se expresaron principalmente en la creación de comedores infantiles y orfanatos, y en el envío de enfermeras y medicamentos a los frentes[295].

Por aquel tiempo la principal tarea de los nacionalistas era la creación de unidades militares. Los alemanes pensaban que el ataque contra Madrid había sido mal dirigido y presionaron a Franco en enero para que aceptara un Estado Mayor combinado incluyendo a 5 oficiales alemanes y a otros 5 italianos[296]. Pero también entre los alemanes e italianos había diferencias. Franco y los alemanes eran partidarios de un plan para lanzar ataques envolventes contra la capital desde el Noroeste y el Sudoeste, impidiendo así que el ejército defensor pudiera trasladar sus mejores fuerzas a cualquiera de las zonas amenazadas. El ataque combinado, sin embargo, habría colocado a las recién llegadas tropas italianas bajo mando alemán, y los italianos pidieron un frente propio. Sin embargo, no se dejaba de reconocer que en noviembre los tanques rusos superaban a los Heinkel. Ambas potencias fascistas enviaron, pues, ahora su material de guerra más moderno, pensando en que ejercerían el control del mismo.

Después de la batalla de Madrid, la República procedió asimismo a reorganizar sus fuerzas militares. El Quinto Regimiento, que ahora contaba de 60 a 70 000 hombres, de los cuales casi una mitad eran comunistas, fue disuelto, así como las fuerzas de la CNT, que contaban con unos 30 000 hombres. Ambas unidades fueron la base para la formación de media docena de «brigadas mixtas», cuyos principales jefes eran los comunistas Líster, Modesto, Valentín González («El Campesino») y el anarquista Cipriano Mera. Las brigadas mixtas aceptaron el sistema centralizado de suministros y paga, y pasaron a depender del mando jerárquico de la Junta de Defensa del general Miaja. Sin embargo, los socialistas, comunistas y anarquistas prosiguieron con sus mutuas actitudes de recelo. Aunque aceptaron una reorganización formal de alto nivel, lograron resistir con éxito el intento de acabar con sus batallones y compañías. El ejército defensor de Madrid no se convirtió en realidad, ni mucho menos, en un crisol de sus diferentes componentes políticos.

En Albacete, bajo la dirección de Marty, se formaron dos brigadas internacionales más, con unos efectivos de unos 3000 hombres cada una[297]. Los voluntarios acudieron por centenares de todas las partes de la Europa central y occidental, de Inglaterra, Canadá y los Estados Unidos y, en menor número, de América latina. Muchos de ellos habían tenido que sacrificar buenas posiciones profesionales, a la tarea mucho más importante (para ellos) de derrotar al fascismo. La mayoría eran de origen burgués, aunque bastantes de ellos habían escogido el ser marineros o trabajadores industriales para poder escapar a las limitaciones de una existencia burguesa. Viniendo a España, la mayoría de ellos desafiaban los deseos, cuando no las leyes, de sus respectivos gobiernos, y por eso tuvieron que viajar con pasaportes falsos. La complejidad de sus motivos personales se refleja claramente en el siguiente pasaje de uno de los veteranos de las brigadas internacionales:

«Los hombres iban a España por diferentes razones; pero en casi todos los que encontré allí había una inquietud y una sensación de soledad común. En acción estos hombres luchaban como diablos, con la desesperación de unas convicciones aceradas; en sus conversaciones privadas siempre dejaban traslucir algo más. En cuanto a mí, sabía que los acontecimientos históricos de España habían coincidido con un impulso largo tiempo sentido para acabar con todas las enseñanzas que había recibido en mi juventud. Había dos razones importantes para que yo estuviera allí: lograr la autointegración y dirigir mis fuerzas individuales (tal como eran) hacia la lucha contra nuestro eterno enemigo: la opresión; y la validez de la segunda razón no quedaba menoscabada por el hecho de que sólo era ligeramente más débil que la primera, porque ambas formaban parte de una misma cosa. Para mí era necesario, a estas alturas de mi desarrollo como hombre, trabajar (por primera vez) en un cuerpo formado por otros muchos hombres; sumergirme en esa masa, no buscar ni la distinción ni la preferencia (el reverso de mis actividades en los últimos años), y de este modo lograr la autodisciplina, la paciencia y el desprendimiento generoso (lo opuesto a lo que se enseña a la clase media), y la construcción de un tipo de vida que engranara a la de los otros hombres y a los acontecimientos mundiales que los circunscribían. Hay mucha verdad en el viejo dicho: “Para una enfermedad desesperada, lo mejor es una cura desesperada”»[298].

Estos ardientes idealistas, que a menudo se habían sentido inadaptados tanto en sus vidas particulares como profesionales, vieron en la defensa de la democracia española una causa digna de sus energías. La mayoría de ellos no eran comunistas, aunque prácticamente todos admiraban el papel comunista en la organización de la ayuda internacional a la República. En París y Marsella se mostraron agradecidos al Partido Comunista francés, y a sus aliados socialistas y liberales, por la ayuda que les prestaron para cruzar de modo azaroso la frontera, a través de los pasos de montaña o los puertos pesqueros. En España compartieron con las juventudes socialistas y comunistas la convicción de que la era de la burguesía llegaba a su fin y de que el proletariado internacional estaba destinado a dirigir a la humanidad hacia un futuro mejor. Con tal fe y tal idealismo, no hacían preguntas cuando les quitaron sus pasaportes en Albacete, y aceptaron de buen grado el dominio de hierro del archiproletario André Marty, que como marinero había dirigido el amotinamiento de buques de guerra franceses enviados en 1919 a intervenir contra los bolcheviques. Y cuando algunos camaradas desaparecían misteriosamente de la base de entrenamiento, la mayoría de ellos aceptaba, aunque con ciertos escrúpulos, la explicación de que los «espías fascistas» eran expurgados de entre sus filas[299].

Durante esos mismos meses, el ministro de Hacienda, Juan Negrín, reorganizó a los carabineros, formando con ellos un cuerpo escogido, conocido humorísticamente como «los cien mil hijos de Juan Negrín» (aunque en realidad eran unos 20 000), formado con voluntarios, milicias incorporadas al ejército regular y carabineros que habían permanecido leales a la República. La Generalitat tenía su propio ejército, que andaba muy mal de armamento, tanto por las combinaciones de la política rusa como por las necesidades del frente de Madrid[300]. Las milicias locales siguieron conservando el control en gran parte de Levante y el sudeste, y el Gobierno reconoció a finales de diciembre el Consejo de Aragón dominado por los anarquistas, y que regía la zona donde las columnas de la CNT establecieron el comunismo libertario en agosto de 1936.

Una víctima destacada de la desunión política de ambas zonas fue José Antonio Primo de Rivera. El Gobierno de Azaña lo había encarcelado, junto con otros importantes jefes falangistas, en marzo de 1936. Trasladado a Alicante, pudo sostener libremente correspondencia con el general Mola antes del alzamiento. Durante las primeras semanas de la guerra, el gobernador civil de Alicante hizo sus cálculos cuando personalidades de la clase media huyeron a la zona insurgente. Uno de tales refugiados estaba convencido de que él podría, si se le daban facilidades, lograr que José Antonio fuera puesto en libertad de modo extraoficial. El general Franco y sus consejeros alemanes se mostraron tibios ante tales proposiciones, por razones políticas y técnicas. Sin embargo, permitieron al refugiado alicantino que, acompañado por varios amigos íntimos de José Antonio, visitara el puerto viajando en un buque de guerra alemán. El gobernador civil fue invitado a subir a bordo; pero en lugar de permitir que los españoles hablaran con él, el oficial alemán encargado los encerró en un camarote y habló él solo. El gobernador rechazó, desde luego, la idea de conducir su prisionero al buque alemán[301].

A principios de noviembre Alicante tenía un nuevo gobernador, también republicano, y el bombardeo de Madrid dio como resultado la demanda por la opinión de la ejecución del jefe de Falange, que ya llevaba tanto tiempo encarcelado. Juzgado el 13 de noviembre, se defendió él mismo, leyendo ante el tribunal editoriales de Arriba, órgano de su partido, en los que se diferenciaba claramente la Falange tanto de la extrema derecha como de los generales. También hizo notar que los insurgentes no habían hecho ningún esfuerzo para liberarlo, ni le habían nombrado para ocupar en el futuro ningún cargo en el Gobierno. Las pruebas concernientes a su papel en el alzamiento reflejaban las contradicciones de su espíritu. A veces ofreció milicias falangistas a Mola, como ofreció a Lerroux con ocasión de la revolución de Asturias. Pero había condenado la sublevación en la forma que había ocurrido, probablemente porque siempre había soñado con un verdadero «movimiento nacional», dirigido por los militares, pero con una amplia aprobación popular. El día 17 fue condenado a muerte, mientras que la prensa local elogiaba su conducta digna durante el proceso[302]. El gobernador hizo ejecutar la sentencia el día 20, sin esperar, como sabía que estaba legalmente obligado a hacerlo, a que el Gobierno la confirmara. La ejecución puso furioso a Largo Caballero, tanto por ser una estupidez política como una insubordinación. José Antonio dejó un testamento en el cual sugería un Gobierno ideal de unión nacional, incluyendo una mayoría de republicanos y un socialista moderado. Su muerte no fue anunciada oficialmente en la España nacionalista hasta finales de 1938, y para entonces ya había sido transformado en el santo patrón de una causa que jamás había aprobado en vida.

La reorganización de la zona republicana fue grandemente obstaculizada por factores ideológicos y personales. Largo Caballero había subido al poder como héroe de las masas, y deseaba basar su autoridad tanto en la UGT como la CNT, y cuando los anarquistas consintieron en participar en su segundo Gobierno, nombrado el 4 de noviembre, consideró esto como su mayor triunfo personal como educador del pueblo. Pero la CNT en su conjunto, así como buena parte de la UGT (precisamente aquéllos que eran más adictos a Largo Caballero), consideraban su propia participación en el Gobierno como una garantía de los cambios revolucionarios de descentralización y colectivismo de las primeras semanas de la guerra.

Largo Caballero, por otra parte, tan pronto como se convirtió en jefe del Gobierno, se dio cuenta de que era absolutamente necesario reconstruir la autoridad del Estado republicano y trabajar en estrecha cooperación con los liberales de la clase media. Las masas izquierdistas consideraban a Martínez Barrio virtualmente un traidor por sus esfuerzos para formar un Gobierno de compromiso el 18 de julio. Largo Caballero lo había puesto al frente de la nueva base de Albacete, para el entrenamiento de voluntarios extranjeros. Los obreros seguían creyendo, al igual que el jefe del Gobierno había una vez creído, que las milicias eran preferibles a un ejército regular. Largo Caballero nombró al general José Asensio Torrado como jefe del ejército del Centro. Cuando los anarquistas se quejaron de la disciplina, sobre la prohibición de hacer propaganda política y los castigos por ridiculizar las imágenes religiosas, Largo Caballero apoyó a Asensio. Mientras que algunos de sus presuntos partidarios continuaban dando «paseos», Largo Caballero aprobó los esfuerzos privados de sus ministros republicanos: Ruiz Funes, Giral, Irujo, Negrín y Bernardo Giner de los Ríos, para ayudar a las personas amenazadas a que abandonaran el país[303]. Pero o bien Largo Caballero no era lo suficientemente claro para explicar sus intenciones al público o estaba demasiado preocupado con los problemas cotidianos para hacer ese esfuerzo.

Como parte de la reconstitución del Estado republicano, Largo Caballero insistió puntillosamente en el reconocimiento de su autoridad. Su autoridad y su orgullo habían sufrido un rudo golpe cuando el Gobierno huyó de Madrid el 6 de noviembre. Se sentía profundamente celoso del general poco distinguido a quien él había dejado detrás para defender lo mejor que pudiera la capital que ya parecía perdida, y que de la noche a la mañana se había convertido en el nombre que se citaba en los brindis de todos los antifascistas del mundo. A mediados de noviembre obligó a Miaja a hacer un viaje militarmente inútil a Valencia, para poder darse la satisfacción de que el jefe de la Junta de Madrid supiera que seguía siendo un subordinado de la personalidad civil que era jefe del Gobierno. Ni Felipe II o los virreyes que gobernaban en México o en Lima se preocupaban más que Francisco Largo Caballero de que se les informase detalladamente de todo. Más de uno de sus colegas burgueses lo describió como un fraile sindical. Quería recibos por todos los cartuchos entregados a los desesperados defensores de Madrid. Cuando los internacionales decidieron acabar con los expedienteos y buscarse ellos mismos mantas en Albacete, el jefe del Gobierno, a través de Martínez Barrio, hizo que dichas mantas fueran devueltas al almacén, tras de lo cual fueron de nuevo entregadas con todos los requisitos. Los camaradas Togliatti y Marty a veces se preguntaban si estaban tratando con el «Lenin español» o con un antiguo maestro de escuela. Para Largo Caballero era una cuestión de honestidad, decoro y autoridad gubernamental. Afortunadamente para los republicanos, sus oficiales más capacitados no permitieron que las disputas sobre jurisdicción se interfirieran en su actuación. El coronel Rojo, en la zona de Madrid, y el general Asensio para el Gobierno en Valencia, crearon en los meses de diciembre y enero la primera infantería republicana capaz de luchar en campo abierto.

En la zona nacionalista, las dificultades para coordinar la cooperación italo-alemana obligaron al general Franco a acceder a la demanda italiana de un frente separado. Las nuevas tropas marroquíes y la Legión Cóndor estaban destinadas a una eventual reanudación de la ofensiva contra Madrid. Los primeros soldados italianos de infantería podrían entretanto participar en la toma de Málaga, en colaboración con las fuerzas españolas y marroquíes del general Queipo de Llano. La ciudad no era muy importante estratégicamente, ya que hacía tiempo que había sido considerada inútil como base naval; pero la campaña serviría de entrenamiento para los italianos y sería una victoria que compensaría del fracaso ante las puertas de Madrid.

La situación de Málaga era el prototipo de las peores condiciones existentes en la zona republicana. En la segunda semana de junio, la violencia laboral costó tres vidas humanas atribuibles a asesinatos: el de un concejal comunista del municipio, un delegado sindical socialista y el hijo de un jefe de la CNT, al que mataron accidentalmente en vez de a su padre. En las semanas posteriores al 18 de julio, las tiendas de la ciudad fueron saqueadas y se prendió fuego a los mejores barrios residenciales. En un buque prisión del puerto fueron retenidos unos 600 rehenes, siendo fusilados grupos de ellos cada vez que había una incursión aérea contra el puerto. Los comités de marineros de la flota y la administración de la ciudad estaban divididos por terribles rivalidades entre sus adheridos comunistas o de la CNT. Los camioneros de los sindicatos de Valencia o de Almería no se podían poner de acuerdo sobre la división del trabajo entre ellos para la entrega de los suministros que traían a Málaga, y uno de los puentes de la carretera costera principal estuvo sin que nadie lo reparara durante cinco meses antes de la caída de la ciudad. Como todas las ciudades republicanas, Málaga carecía de defensa antiaérea. Sus milicianos, en su mayoría anarquistas, no cavaron trincheras ni construyeron blocaos en las carreteras. En enero, el Gobierno envió a un oficial de carrera de confianza, el coronel Villalba, para que organizara la defensa; pero sin cañones que colocar en las alturas, sin municiones que dar a sus soldados, y sin la menor posibilidad de controlar las enconadas rivalidades políticas dentro de la ciudad, virtualmente no podía hacer nada[304].

Las fuerzas invasoras consistían en unos 10 000 moros, 5000 requetés y 5000 italianos, y artillería, y con el máximo de tanques y aviones que podían ser utilizados con un máximo de eficacia ante la virtual ausencia de oposición[305]. Los milicianos resistían ante el fuego de fusilería o de granadas; pero se desbandaban al ver los tanques, a los que no estaban acostumbrados. El 6 de febrero unas 100 000 personas iniciaron un desorganizado éxodo en masa a lo largo de la carretera de la costa hacia Almería. Los invasores aguardaron en las colinas durante tres días y luego entraron en la ciudad prácticamente sin disparar un tiro. Con ellos traían una lista interminable de personas que habían de ser ejecutadas: por haber sido dirigentes del Frente Popular, por saqueo, por responsabilidad en lo ocurrido en los buques-prisión, por participar en huelgas en los pasados años.

Los prisioneros fueron amontonados en el patio del Ayuntamiento, y fueron juzgados sin testigos por tres jueces militares y condenados a muerte por rebelión militar. Con los brazos atados con cuerdas, fueron sacados a la calle, cargados en camiones y llevados a las afueras de la ciudad[306]. Pelotones de ejecución italianos y españoles compartieron el trabajo. Las autoridades militares italianas se sintieron horrorizadas ante el número de ejecuciones y por las mutilaciones practicadas en los cadáveres de los ejecutados y de los heridos. El cónsul Bianchi pudo salvar a algunas personas de ser fusiladas, dado que gozaba de la buena voluntad de las personas conservadoras por haber protegido a muchos individuos destacados durante la dominación anarco-comunista en la ciudad. El general Roatta escribió al embajador italiano, Roberto Cantalupo, diciéndole que los italianos tenían órdenes de tratar a sus prisioneros con humanidad y que temían entregárselos a los españoles. Mientras tanto, durante unas dos semanas, la flota y las fuerzas aéreas nacionalistas bombardearon a placer las columnas de refugiados que huían por la carretera costera. Los buques de guerra alemanes también tomaron parte en el cañoneo, a veces en presencia de buques de guerra ingleses que no hicieron nada para impedirlo. Veinte años después, los camioneros aún hallaban los esqueletos de los que huyeron de Málaga en febrero de 1937.

El 2 de marzo el embajador Cantalupo recibió instrucciones para discutir con el general Franco las ejecuciones de Málaga, como cuestión moral que afectaba a la reputación tanto de España como de Italia. En la conversación que siguió, el general reconoció que Málaga era una ciudad intensamente «roja» y que los tribunales habían sido rigurosos. Confesó que no estaba en posición de controlar fácilmente los tribunales locales y sugirió que sólo el clero podía moderar las vengativas pasiones que se ventilaban en Málaga[307].

La marcha triunfal sobre Málaga coincidió con una ofensiva estratégica mucho más importante al sur de Madrid. Ambos bandos habían estado concentrando tropas en el valle del Jarama durante el mes de enero. El Gobierno de Valencia había escogido tal zona para lanzar un contraataque contra el flanco derecho del ejército sitiador de Madrid. Los nacionalistas planeaban una acción para cortar la principal carretera Madrid-Valencia, como modo de cerrar más el asedio y preparar el cerco final de la capital desde el Norte. La Junta de Madrid conocía bien el plan nacionalista; pero la zona del Jarama caía más bajo la jurisdicción del mando del ejército del Centro que del de Madrid, y Largo Caballero opinaba que mientras el Gobierno republicano no pudiera tomar la iniciativa militar sería incapaz de resolver sus problemas políticos. Debido a la continua tensión entre Madrid y Valencia, no había ningún plan coordinado para la ofensiva ni la defensiva, y ni siquiera estaban claramente definidos los límites entre el ejército de Madrid (Miaja) y el del centro (Pozas).

El general Orgaz, al mando táctico de las fuerzas nacionalistas, había concentrado hacia finales de enero a unos 40 000 hombres (en su mayoría africanos), apoyados por artillería antitanque, dos batallones alemanes que operaban con ametralladoras pesadas y tanques y aviones de la Legión Cóndor. La zona del Jarama era bastante llana. Con tiempo seco permitiría las rápidas maniobras motorizadas; pero las lluvias obligaron a Orgaz a esperar del 23 de enero al 5 de febrero para lanzar su ataque. La nueva infantería republicana falló al no fortificar las alturas, y como estaban pensando en su próxima ofensiva, no minaron los puentes del Jarama hasta después de que comenzara el ataque nacionalista. Pronto perdieron las colinas; los dos puentes principales, aunque volados, fueron minados de tal modo que uno volvió a caer sobre su sitio y el otro fue ligeramente debilitado por la pérdida de parte del maderamen.

Mapa 5. La batallas cercanas a Madrid en 1937: Jarama, en febrero; Guadalajara, en marzo; Brunete, en julio

Los tanques rusos refrenaron el avance durante breves períodos, pero los nacionalistas concentraron rápidamente el fuego de su artillería pesada y les forzaron a retirarse. Durante cinco días pareció como si los nacionalistas fueran a conseguir plenamente su objetivo. Pero tras las primeras pérdidas debidas a la ignorancia de la técnica militar, el ejército republicano, fortalecido con las brigadas internacionales 14 y 15, despuntó la ofensiva de Orgaz. El suelo duro y llano no permitía cubrirse, y sólo abrir trincheras poco profundas. Pero en tres meses de intenso entrenamiento, los soldados habían aprendido a mantenerse agachados, a moverse rápidamente, a disparar ráfagas cortas, y a mantenerse en contacto con sus oficiales. Ahora manejaban fusiles, morteros y ametralladoras tan bien como sus oponentes marroquíes. Al proverbial estoicismo español y su resistencia al hambre y al frío sumaban ahora el valor que anima a un ejército consciente de la causa por la que lucha.

El 12 de febrero unos 40 nuevos aviones rusos (15 cazabombarderos y 25 cazas) dieron a los republicanos la supremacía en el aire. Los cazabombarderos podían lanzarse en picado hasta una altura de 1000 pies para ametrallar a la infantería, y los «chatos», así llamados por la forma de su morro, demostraron ser superiores a los cazas Fiat italianos y como consecuencia obligaron a retirarse a los bombarderos de la Legión Cóndor[308]. Aquella noche (12 de febrero), el general Orgaz comprometió todas sus reservas, y varias compañías de británicos, polacos y españoles fueron despedazadas cuando intentaron conservar las posiciones clave que impedían que los nacionalistas cortaran la carretera de Valencia. Hacia el día 15 la ofensiva había perdido su fuerza. Al igual que en la batalla de la carretera de La Coruña, los nacionalistas habían ganado terreno, pero la victoria estratégica se les había escapado de las manos.

La lista de bajas del Jarama fue la más larga hasta entonces por diez días de lucha. Además, los moros últimamente reclutados trajeron con ellos la malaria. Durante semanas los hospitales de Madrid y Talavera estuvieron llenos de los heridos y de los enfermos de ambos bandos. Pero ahora, más que nunca, el tiempo era importante para el general Franco. Desde principios de noviembre hasta la batalla del Jarama, las pérdidas sufridas por el Tercio y los moros eran tales, que estas fuerzas de choque no podrían volver a constituir la vanguardia de una ofensiva nacionalista. También los republicanos habían perdido la flor y nata de las brigadas internacionales, pero el esfuerzo principal de la batalla del Jarama había sido soportado por tropas españolas que serían más fuertes cada semana que transcurriera.