Capítulo 18

EL ASALTO A MADRID

EL rápido avance del ejército de África y la continua desorganización de la zona del Frente Popular hicieron que los insurgentes, en septiembre y octubre, tuvieran la esperanza de una pronta victoria basada en la rápida conquista de la capital de la nación. Usando sus limitadas fuerzas aéreas, pero que no encontraban oposición, empezaron a bombardear Málaga y otros puertos republicanos, destruyendo así buena parte del equipo y las facilidades portuarias de la marina republicana. El 29 de septiembre el Canarias y el Almirante Cervera hundieron un destructor republicano y obligaron a otro a buscar refugio en Casablanca. A partir de entonces, los insurgentes dominaron sin disputa las aguas de la España meridional. A finales de agosto y durante septiembre, Mallorca se convirtió en una importante base aérea y naval, con equipo y bajo control italiano.

Mientras tanto, la Junta de Burgos reunía material para la marcha sobre Madrid. Durante el mes de agosto llegaron unos 50 aviones alemanes, y dos buques de carga, el Kamerun y el Wigbert, descargaron en Lisboa material de guerra de todas clases, siendo su transporte por tierra facilitado personalmente por el primer ministro Salazar[273]. El 5 de septiembre los pilotos republicanos informaron haber visto cazas Heinkel. A fines de septiembre Italia entregó dos pequeños submarinos a la flota insurgente y desembarcó en los puertos del Sur los primeros tanques, artillería y cañones antiaéreos[274]. En los primeros días de octubre, los bombarderos Junker y Caproni comenzaron una serie de frecuentes ataques contra aeropuertos y centros de suministro a lo largo de las carreteras de Madrid[275].

En la zona del Frente Popular era imperativo instalar un Gobierno que gozara de más amplio apoyo popular que el del profesor Giral, y para que creara un ejército de las diversas milicias. Francisco Largo Caballero era la única figura que concebiblemente podía unir las numerosas facciones de las izquierdas. Era el jefe idolatrado tanto de los obreros de la UGT como de los jóvenes intelectuales del Partido Socialista. Los comunistas estaban preocupados por su «infantilismo izquierdista», pero también contribuían a crear su fama de «Lenin español». Los anarquistas eran en su mayoría opuestos a participar en el Gobierno, pero Largo Caballero era el único dirigente de talla nacional con el que verosímilmente querrían cooperar. Los republicanos de izquierda habían estado en la cárcel con él en 1917 y en 1930 y lo conocían como colega en el Gobierno de Azaña. A Largo Caballero le habría gustado formar un Gobierno completamente obrero, basado en la UGT y la CNT; no podía ignorar al ala moderada de su propio partido, sin dividirlo irrevocablemente, y, sobre todo, la República perdería toda esperanza de apoyo por parte de las potencias democráticas si era nombrado un Gobierno «proletario».

El primer Gobierno de Largo Caballero, formado el 4 de septiembre, incluía 6 socialistas, 4 republicanos, 2 comunistas, un representante de los republicanos catalanes y otro de los nacionalistas vascos. Los principales socialistas moderados, Prieto y Negrín, estaban presentes junto con los seguidores de Largo Caballero. El Gobierno era así mucho más representativo de las fuerzas combatientes que lo había sido el de Giral; pero durante sus dos primeros meses en el cargo, Largo Caballero no tuvo más éxito que Giral en sus esfuerzos para resolver los enormes problemas de organización y suministros. La ciudad de Madrid, como su frente de guerra, estaban controlados por las milicias de los partidos. Dado que la autoridad del Gobierno no estaba bien precisada, cada partido acumulaba armas para protegerse de un posible golpe de los contrarios. La fusión de las juventudes socialistas y comunistas en abril, y la camaradería en las batallas de la sierra, en las que lucharon juntos, ayudaron a producir un espíritu de unidad entre las izquierdas. Pero la JSU era una organización tan sólo de estudiantes y de los obreros jóvenes más avispados y políticamente conscientes.

La poderosa burocracia de la UGT y los combativos jefes de la CNT no podían olvidar en unos pocos meses una amarga rivalidad de años, y ambos se burlaban de los comunistas, considerándolos virtualmente como recién llegados al movimiento sindical. Largo Caballero se encontró con que antiguos amigos suyos en el sindicato de la construcción se negaban a pedir a sus miembros que fueran a cavar trincheras tras su jornada de trabajo. Los milicianos apostados cerca de Madrid consideraban que el permiso para pasar el final de semana en casa era uno de los derechos del soldado. Las unidades de la UGT fueron acusadas de esconder armas de las que se apoderaron cuando el asalto al cuartel de la Montaña, y los anarquistas ocultaron las pocas ametralladoras checas y francesas de buena calidad, de las que sus camaradas se habían apropiado en la frontera francesa[276].

El mismo Largo Caballero había sido un decidido partidario del sistema de las milicias. Muchos dirigentes laborales españoles miraban al ejército profesional como al enemigo natural de las masas, y verdaderamente, uno de los factores que habían retardado los preparativos para la defensa de Madrid fue la desgana del Gobierno en utilizar los servicios de muchos oficiales que se habían declarado leales. Durante septiembre, el jefe del Gobierno se convenció de la insuficiencia del sistema de milicias. Había admirado mucho el papel jugado por el coronel José Asensio Torrado en los combates de la sierra, y ahora lo nombró comandante en jefe del frente central. En octubre promulgó una serie de decretos para la disolución de las milicias y la formación de brigadas mixtas. Las nuevas unidades incluirían las antiguas milicias de los partidos, soldados que estaban cumpliendo su servicio militar el 18 de julio y nuevos reclutas. Serían adiestrados por oficiales profesionales, y luego dirigidos por una combinación de dichos oficiales y los dirigentes más capacitados que hubieran surgido de las primeras escaramuzas en el frente de Madrid.

En aquel tiempo la unidad de partido más importante era el famoso Quinto Regimiento, organizado y dirigido por el Partido Comunista; pero a él se incorporaron muchos jóvenes apolíticos, que se sintieron atraídos por su espíritu superior, e incluso bastantes anarquistas, que habían acabado por reconocer la debilidad de sus propias unidades indisciplinadas. El Quinto Regimiento practicaba la disciplina militar. Le fue dado este nombre porque Madrid, antes de la guerra, había tenido en teoría sólo cuatro regimientos, y los comunistas fundaron por eso ahora el «quinto», como contribución suya a la defensa de la capital. Fue el componente más numeroso y eficaz en el frente de Madrid. A mediados de octubre ofreció disolverse en favor de las nuevas brigadas mixtas anunciadas, y Largo Caballero se halló en la extraña posición de recibir una más eficaz cooperación por parte de los comunistas que de los socialistas de izquierda y los anarquistas, sobre cuya lealtad había esperado basar su poder. Pero no se logró hacer casi ningún progreso en la reorganización de las milicias antes de que el ejército insurgente llegara a las puertas de Madrid.

Las propias limitaciones personales del jefe del Gobierno estorbaron la mejora de las condiciones en la zona del Frente Popular. Prieto era sin duda el ejecutivo más capaz del Partido Socialista; pero los ya antiguos celos y desconfianza de Largo Caballero fueron tales que destinó a Prieto a una marina y una aviación prácticamente inexistentes, e insistió en tener en sus manos, no sólo la presidencia del Gobierno, sino además el Ministerio de la Guerra. Todos los dirigentes sabían que los «paseos» estaban desacreditando rápidamente a la República, tanto dentro del país como en el extranjero; pero Largo Caballero pareció no encontrar a nadie mejor que al mediocre Ángel Galarza para actuar como ministro de la Gobernación. Algunas de las peores bandas pretendían estar compuestas de partidarios de Largo Caballero, y él era incapaz de condenar sus crímenes o bien no quería condenarlos. Los intelectuales y profesionales, que habían manifestado su lealtad a la República el 18 de julio, seguían marchándose a Francia o refugiándose en las embajadas.

Durante estos mismos meses la oleada revolucionaria comenzó a menguar en Cataluña. En agosto los anarquistas habían impedido que el Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC) entrara a formar parte del Gobierno de la Generalitat, y al principio rechazaron la invitación de Largo Caballero. Pero como los problemas de abastecimiento y suministro iban siendo cada vez más graves, y la experiencia adquirida en la administración de los pueblos, los puestos fronterizos y los servicios públicos había mostrado rápidamente a los anarquistas la insospechada complejidad de la sociedad moderna, su ingenuidad les permitió ser lo suficientemente flexibles para cambiar de opinión, y el 26 de septiembre se formó un nuevo Gobierno, en el que los anarquistas obtuvieron tres carteras y la Esquerra otras tres. El consejero de Orden Público pertenecía a la Esquerra, y La Vanguardia, órgano de la Generalitat, hizo un llamamiento para que se iniciara una campaña contra los confidentes y los terroristas. El consejero de Economía, Juan Comorera, del PSUC, procedió inmediatamente a tomar disposiciones contra las permutas y las requisas, y se convirtió en el defensor de los campesinos contra la revolución. El consejero de Justicia era Andrés Nin, jefe del POUM, quien a principios de septiembre anunció que la dictadura del proletariado existía en Barcelona. El día 27 el órgano anarquista Solidaridad Obrera justificó el fin de la dualidad de poderes en Cataluña, y el órgano del POUM, La Batalla, habló de un necesario período de transición y de cooperación con la burguesía liberal.

Estos principios de cambios en el cuadro de la política interna se vieron ensombrecidos por la situación internacional. El 8 de agosto Francia cerró la frontera al paso de material de guerra, esperando con ese gesto apresurar la aceptación de los planes de No-intervención por parte de las potencias favorables a los insurgentes. El 24 de agosto aceptaron la No-intervención «en principio». El 9 de septiembre el comité de No-intervención celebró su primera reunión. Los países representados eran Inglaterra, Francia, Rusia, Alemania e Italia; pero Portugal no había nombrado todavía un delegado. El Gobierno español se dispuso inmediatamente a presentar pruebas de la intervención italiana, alemana y portuguesa. Sin embargo, ni el Gobierno de Madrid ni la Junta de Burgos habían sido invitados a unirse al comité, y una de las primeras reglas de procedimiento adoptadas fue el requisito de que las alegaciones sólo podrían ser oídas si eran presentadas al comité por uno de sus miembros. En el curso de varias reuniones celebradas durante septiembre, se decidió que todas las discusiones fueran consideradas confidenciales, hasta que se decidiera por mutuo acuerdo publicar un comunicado, que todos los cargos fueran presentados por escrito a los gobiernos acusados y que habría que esperar a sus respuestas por escrito antes de proseguir las discusiones.

Mientras tanto, el Gobierno republicano se dirigió, desesperado, a la Sociedad de Naciones, cuya asamblea general habría de celebrarse el 21 de septiembre en Ginebra. Sin embargo, la Sociedad se negó a incluir el caso español en su agenda en fecha tan tardía. Álvarez del Vayo, ministro español de Asuntos Exteriores, pronunció un discurso ante la asamblea el 25 de septiembre, pero en vista de la simpatía, que sentía por los insurgentes el presidente de la asamblea, Carlos Saavedra Lamas, de la República Argentina, tuvo buen cuidado de no hacer acusaciones específicas contra las potencias que estaban interviniendo. El 30 de septiembre, España dio a conocer públicamente sus pruebas de la presencia de aviones italianos y alemanes en la zona insurgente, y de la descarga de material de guerra alemán en Lisboa durante el mes de agosto.

Finalmente llegó un delegado portugués a Londres el 28 de septiembre, y el comité eligió como presidente permanente al conservador británico lord Plymouth. El comité se sintió ofendido por la iniciativa del Gobierno español de apelar a la Sociedad de Naciones en lugar de esperar a los procedimientos ordenados y confidenciales que estaba elaborando. Durante el mes de octubre comenzó a examinar las acusaciones españolas. La mayoría de las pruebas se referían a incidentes ocurridos antes del 28 de agosto, fecha en que las potencias fascistas se habían comprometido, aunque con reservas que privaron a sus notas de todo sentido de compromiso efectivo, a no enviar material de guerra a España. El resto de las pruebas fue declarado poco convincente, ya que se basaba principalmente en informes de la prensa. Además, las tres potencias fascistas declararon que aquellas acusaciones carecían de fundamento, así que la aceptación de las pruebas habría significado declarar embusteros a los gobiernos acusados[277].

La Unión Soviética apoyó la postura del Gobierno republicano tanto en Ginebra como en Londres. Aunque se declaró de acuerdo en adherirse al comité de No-intervención, jamás ocultó su creencia de que sus reglas y procedimientos eran un simple intento para disimular la intervención fascista, y que la política conveniente sería el apoyo al Gobierno legítimo que se enfrentaba con una rebelión militar. Hasta el mes de octubre se limitó a enviar víveres y medicamentos; pero el 7 de octubre, y por dos veces después de dicha fecha, los estadistas soviéticos advirtieron que la Unión Soviética dejaría de considerarse obligada por el acuerdo de No-intervención, como hacían los otros gobiernos signatarios. En el transcurso del mes, una docena de buques soviéticos llevaron a España aproximadamente 400 camiones, 50 aviones, 100 tanques y 400 aviadores y tanquistas[278].

Como tenían que pasar por el estrecho de los Dardanelos, y navegar a lo largo del Mare Nostrum italiano, era imposible ocultar el tráfico soviético. Hacia mediados de octubre llegaron al comité de Londres los informes del espionaje y los reportajes de los periódicos. Fue muy instructivo observar lo convincentes que los miembros hallaban estos reportajes, mientras que habían rechazado las pruebas similares presentadas junto a las acusaciones del Gobierno español el 30 de septiembre. Lord Plymouth y el ministro de Asuntos Exteriores británico, Anthony Eden, hablaron de que había un país más culpable que Alemania e Italia. En cuanto a Portugal, el comité lo exoneró el 28 de octubre, pocos días después de que hubiera hallado pruebas de una violación cometida por los italianos y de tres violaciones soviéticas.

La desigual apreciación de las pruebas no sorprendió a nadie. A finales de octubre, tanto Italia, Alemania y Portugal como Rusia burlaban abiertamente los acuerdos. Las potencias fascistas sabían que Inglaterra simpatizaba con ellas, tanto más cuanto que un diplomático alemán en España informó el 16 de octubre que los ingleses en Gibraltar estaban suministrando municiones a los insurgentes, y que a él le proporcionaban información sobre los embarques soviéticos[279]. Pero ni Francia ni Rusia se salieron del comité. La primera estaba paralizada por el temor de ofender a Inglaterra. Los soviéticos aún esperaban lograr la política de seguridad colectiva, y estaban decididos a evitar un rompimiento con las potencias occidentales. Así, el comité de No-intervención siguió reuniéndose, proporcionando una caja de resonancia y un artilugio para salvar la faz a todas las potencias, las cuales, a excepción de Francia, no perseguían más que sus intereses nacionales tal como los entendían en relación con la guerra civil.

En la España del Frente Popular, el arribo de las primeras armas soviéticas produjo una tremenda impresión moral, y creó un sentimiento de gratitud que temporalmente barrió todas las sospechas de posibles motivos ulteriores. Pero en la acción de Stalin no había nada sentimental. El pago de las armas rusas quedó garantizado cuando el Gobierno de Largo Caballero, en la última semana de octubre, hizo embarcar más de la mitad de las reservas de oro del Banco de España en el puerto de Cartagena, en cuatro buques mercantes soviéticos sin escolta con destino a Odesa.

El jefe del Gobierno y su ministro de Hacienda, Juan Negrín, tuvieron varios motivos para realizar este acto. A mediados de septiembre el Gobierno daba por supuesto que perdería la ciudad de Madrid. Los círculos financieros internacionales respaldaban a los insurgentes. La República no tenía más poder financiero que sus reservas de oro, ni más aliado que México y la Unión Soviética. Habría sido posible depositar este tesoro (a $ 35 la onza el cargamento valía $ 578 000 000) en bancos franceses o suizos; pero eso supondría el riesgo de que en cualquier momento funcionarios de esos bancos pudieran reconocer al Gobierno de Franco o al menos lo congelaran hasta el final de la guerra. La insistencia de Stalin en que se le garantizara el pago coincidió así con la situación práctica de la República. Ni al presidente Azaña ni a la mayoría de los ministros les hizo mucha gracia el tener que enviar el oro español a Rusia; pero al menos se consolaban pensando que oficialmente sólo habían autorizado al jefe del Gobierno a hacer todo lo que él considerara necesario para proteger el control gubernamental sobre el oro. La responsabilidad de la decisión recaía, pues, en Largo Caballero y Negrín[280].

En septiembre Largo Caballero había rechazado la propuesta del republicano italiano Randolfo Pacciardi de formar una brigada de italianos antifascistas. En aquellos momentos el jefe del Gobierno se oponía a la utilización de tropas extranjeras; pero a mediados de octubre se hallaba desesperado y deseoso de utilizar todos los hombres entrenados que pudiera hallar.

La segunda mitad del mes de octubre fue testigo de una actividad febril en ambos bandos. Desde el 19 de octubre habían cruzado la frontera francesa de 8 a 10 000 voluntarios extranjeros. El 17 de octubre Largo Caballero estableció para ellos una base de entrenamiento en Albacete, bajo la administración de Martínez Barrio. El dirigente comunista italiano Togliatti (conocido en España con el sobrenombre de Ercoli) y el comunista francés André Marty eran en realidad los organizadores de las nuevas brigadas internacionales. En los últimos diez días del mes, varias docenas de oficiales rusos de Estado Mayor de alta graduación llegaron para ayudar a organizar la defensa de la capital. El día 24 fueron vistos en acción los primeros tanques rusos en las cercanías de Aranjuez, y el día 29 tomaron parte en un breve contraataque, coronado por el éxito, contra el flanco de los insurgentes en Illescas. Como siempre, los rusos tenían la manía del secreto, tanto contra sus aliados como contra sus enemigos. Nadie debía conocer la verdadera identidad de los oficiales rusos, y cuando dos alemanes antinazis tomaron fotos jubilosamente de los tanques soviéticos en Aranjuez, sus tripulantes rusos no sólo confiscaron la película, sino que luego trataron, aunque sin éxito, de que ambos hombres fueran expulsados de España a través de los buenos oficios de la GPU[281].

Las columnas que se apresuraban hacia Madrid desde el Sudoeste hallaron cada vez más resistencia. Las milicias siguieron cometiendo los mismos errores que habían cometido en Andalucía; pero mientras tuvieran municiones y edificios que defender, luchaban hasta la muerte. Tras ellos, entorpeciendo las carreteras que llevaban a Madrid, marchaban miles de familias campesinas que huían de sus pueblos. En la capital los problemas del abastecimiento y los transportes se vieron agravados por la llegada de los refugiados, que acampaban en los parques, en las estaciones del metro y en los confiscados palacios de los ricos. El día 20 de octubre el general Franco dio la orden general de que se tomara la ciudad. Al mismo tiempo el Gobierno estaba discutiendo cómo y cuándo debía marcharse sin provocar el pánico. El presidente Azaña se marchó el 22 de octubre, para lo que se dijo como una visita a los frentes. La mayoría era de la opinión de que sería más juicioso marcharse con relativa dignidad que no huir en el último momento, pero el jefe del Gobierno no pudo tomar una decisión. El 23 de octubre los Junkers bombardearon la ciudad, y el primero de noviembre un ejército de unos 25 000 hombres empezó a llegar a los suburbios occidentales y meridionales. Los aviones italianos dejaban caer octavillas pidiendo a los ciudadanos que ayudaran a la toma de la ciudad; «en caso contrario, la aviación nacional la borrará del mapa».

En realidad, los insurgentes no deseaban la destrucción de Madrid. Era la capital de España, y anhelaban establecer en ella su propio régimen lo antes posible; pero tampoco querían luchar por ella. Los milicianos habían demostrado siempre ser más diestros luchando entre edificios. Madrid estaba situado sobre unas alturas, y cualquier asalto procedente del Sudoeste o del Noroeste tendría que hacerse subiendo cuesta arriba hasta alcanzar la ciudad. De los 25 000 hombres que aproximadamente estaban bajo el mando del general Mola, unos 5000, organizados en cinco «columnas», como en la marcha a través de Andalucía y Extremadura, constituían la fuerza de ataque. El resto eran necesarios para el manejo del equipo y suministros, o para guardar los largos flancos que daban a territorio republicano. Mola sobreestimó el peligro para sus flancos, y este temor fue probablemente el resultado práctico más importante de los varios ataques lanzados con tanques rusos por el general Asensio, conforme los invasores se acercaban a la capital. Actuando según las teorías alemanas de guerra, Mola intentó aterrorizar a los habitantes de la ciudad y obligarles a la rendición con un bombardeo indiscriminado. Pero no disponía de unas fuerzas aéreas comparables a aquéllas que arrasaron las ciudades inglesas y alemanas durante la segunda guerra mundial, y sus incursiones, hechas cada día por una docena de aeroplanos, mataron a menos de 50 personas en cada ocasión[282]. El 2 de noviembre aparecieron cazas rusos por primera vez, y el día 5, obligaron a los bombarderos Junker a retirarse, de modo que en realidad sirvieron para reforzar la moral de los defensores de Madrid.

A principios de otoño el general Mola había hablado de sus «cuatro columnas» que marcharían sobre Madrid y de su «quinta columna» de partidarios que aguardaban dentro de la ciudad. Como exdirector general de Seguridad, Mola poseía dossiers muy detallados del personal político, comercial, industrial y laboral de Madrid. Simplemente por los resultados de las elecciones de febrero de 1936, sabía que el 45 por ciento de los habitantes habían votado por las derechas; además, un gran número de aquéllos que habían votado por el Frente Popular estarían disgustados y atemorizados por los «paseos». Era razonable suponer que la mayoría de la población daría buena acogida al ejército insurgente y que una determinada minoría ayudaría activamente a la conquista de la capital.

Sin embargo, miles de refugiados de todas las clases de la población habían hecho correr por la ciudad relatos de la feroz represión realizada en cada pueblo o ciudad ocupada por las tropas que avanzaban. El general Queipo de Llano había dado mucha publicidad a los moros a través de Radio Sevilla, y en España, el país que había necesitado ocho siglos de Reconquista, el uso de tropas marroquíes constituía no sólo una confesión de la impopularidad del alzamiento, sino un desafío a los sentimientos más profundos de la población. Los informes enviados por los periodistas portugueses y Jay Alien sobre lo ocurrido en Badajoz estaban presentes en la memoria de todos.

Los generales esperaban, gracias a su reputación de imposición por el terror, paralizar la voluntad de defensa en Madrid. Pero cometieron el mismo error psicológico de los alemanes que propalaron su fama de partidarios del Schrecklichkeit en vísperas de la primera guerra mundial. Antes de que los alemanes invadieran Bélgica, nadie habría podido decir que la opinión pública belga era profrancesa. Por el contrario, la mayoría flamenca era progermana en sus puntos de vista. Pero la burla, el engaño y la brutalidad con que los alemanes pensaron que iban a atemorizar a un pueblo, y que luego habían de ser rápidamente olvidadas, provocaron una voluntad indomable de resistencia. Las mismas características por parte de los generales de Burgos despertaron un mismo deseo de resistir, entre la mayoría de la población madrileña.

En los extremos meridionales y occidentales de la ciudad, que eran en su mayoría barriadas obreras, el pueblo levantó los adoquines del pavimento para formar barricadas e instaló ametralladoras y reductos en las ventanas de las casas. Los obreros de las industrias metalúrgicas fabricaban ahora granadas de mano en lugar de morillos. Los trabajadores del ramo de la construcción que no atendieron en septiembre el llamamiento de Largo Caballero para excavar trincheras desafiaban ahora el esporádico fuego de la artillería para construir una línea de fortificaciones en los accesos a la ciudad por el Oeste. Las esposas de los obreros dirigían cocinas de campaña para los campesinos refugiados y puestos de primeros auxilios para las víctimas de los bombarderos y de las agresiones esporádicas de los miembros de la quinta columna. Los oficiales de artillería colocaron sus escasas baterías en posición, para bombardear los puentes sobre el río Manzanares, cuyo curso pasaba muy cerca de los límites occidentales de Madrid. Los obreros se entrenaban febrilmente a las órdenes de docenas de oficiales de carrera leales a los cuales les había sido antes negada la confianza. Mientras el ejército nacionalista se preparaba para el asalto a la capital, esperando que la resistencia fuera mínima, la población se preparaba para defenderla calle por calle y casa por casa[283].

El Gobierno, sin embargo, no creía que la ciudad pudiera ser defendida. El 4 de noviembre, bajo la presión de este clima de crisis, los anarquistas consintieron finalmente en sumarse al Gobierno de Madrid. Cuando los cuatro nuevos ministros de la CNT asistieron al día siguiente a su primera reunión en el Gabinete, fue para oír la decisión de evacuar hacia Valencia. En la tarde del día 6, Largo Caballero entregó al general José Miaja el mando de la defensa de Madrid. El general Miaja había tenido una carrera militar normal, en ningún concepto distinguida. Su único valor en este momento era su probada lealtad republicana y la ausencia de cualidades que pudieran convertirlo en esencial para futuras operaciones del ejército republicano. Fue ascendido en agosto de 1932 como reconocimiento a su lealtad cuando la sublevación de Sanjurjo. Martínez Barrio lo nombró comandante de la región militar de Madrid en octubre de 1933, cuando la perspectiva de unas elecciones a las Cortes hizo imperativo designar a un oficial moderado, firme y leal. En la primavera de 1936 era de nuevo el general de la división de Madrid, y durante los meses en que la conspiración era evidente cooperó con los oficiales jóvenes de Estado Mayor leales a la República. El Gobierno lo envió al frente de Córdoba a finales de julio, y luego a Valencia, ambos ingratos nombramientos, en vista de la situación en ambas zonas; pero tales nombramientos sólo podían ser otorgados a un oficial absolutamente leal.

Cuando Largo Caballero lo nombró el 6 de noviembre, su primera reacción fue creer que el Gobierno quería que recayera sobre él el privilegio de rendir Madrid, y desde aquel momento no habría de haber buenas migas entre el jefe del Gobierno y el general. Los rumores de la salida del Gobierno casi provocaron el pánico en la ciudad. Pero en cuestión de horas la situación psicológica cambió completamente. A las siete de la tarde, después de que el Gobierno hubiera abandonado la ciudad, el general Asensio, ahora subsecretario de Guerra, entregó a los generales Miaja y Pozas dos sobres sellados conteniendo órdenes, y que no deberían ser abiertos hasta el amanecer. Los dos generales decidieron abrir los sobres inmediatamente, descubriendo entonces que a cada uno le habían dado el nombramiento del otro. Reunidos toda la noche en su despacho, Miaja organizó lo que todo el mundo creía un intento desesperado y suicida de resistencia, para ganar tiempo a fin de que mientras tanto se organizara un verdadero ejército en Levante. El teniente coronel Vicente Rojo, uno de los jóvenes oficiales más brillantes del Estado Mayor, asistido por el comandante Manuel Matallana Gómez, que era abogado así como militar de carrera, tenía que organizar las comunicaciones, los aprovisionamientos y la cadena de mandos para la defensa. El general Miaja advirtió a las varias docenas de oficiales reunidos que la mayoría de ellos probablemente morirían, y los oficiales comunicaron luego esto a sus soldados. La única orden general era la de resistir en todo el frente, sin retroceder ni un paso[284].

Las columnas atacantes iban mandadas por el general Várela. En la mañana del 7 penetraron en la Casa de Campo y prosiguieron su avance hacia los diversos puentes sobre el río Manzanares. Unos cuantos legionarios alcanzaron el puente de los Franceses, al oeste de la Ciudad Universitaria, pero fueron rechazados por el fuego de la artillería que disparaba desde el parque del Retiro. Patrullas aisladas penetraron en el puente de Toledo y en la calle de Ferraz, cercana a la cárcel Modelo, pero el fuego de fusilería y de ametralladoras les cortó el paso[285]. Durante todo el día los oficiales telefoneaban a Miaja para informarle que sus líneas se mantenían, pero que estaban escasos de municiones. El general les contestaba asegurándoles que las reservas y las municiones ya estaban en camino. En realidad no tenía reservas; pero los oficiales jóvenes olvidaban pronto lo que sin duda sabían que era una mentira. El 7 de noviembre la alta moral y combatividad de los jefes republicanos podía compararse a la que animaba a los jefes en campaña del ejército de África. Pero en este caso la base de la camaradería era la lealtad a la República. La mayoría de estos oficiales eran universitarios además de militares. Habían aprobado en líneas generales, sí bien no en ciertos detalles, las reformas de Azaña. Muchos pertenecieron a la UMRA y habían luchado en el cuartel de la Montaña y en la sierra. Habían compartido la experiencia del entrenamiento de las milicias y el regocijo de ver que toda la población se volcaba para ayudarles con víveres, informaciones y medicinas[286]. El general Miaja impartía sus órdenes a la población civil por radio, y la rapidez con que eran obedecidas daba medida del interés popular por la defensa. Mientras tanto, los cazas rusos impedían que los aviones alemanes bombardearan la ciudad y soltaban octavillas en las que se decía:

«Emulad a Petrogrado. El 7 de noviembre debe ser tan glorioso en el Manzanares como lo fue en el Neva».

Este mismo período crucial de 24 horas presenció la más terrible matanza de una sola vez cometida en la zona republicana durante la guerra. El Gobierno, al disponerse a marchar de Madrid, dejó órdenes de que los presos políticos de la cárcel Modelo fueran evacuados a Valencia. El ministro de la Gobernación, Ángel Galarza, que era miembro del ala caballerista del Partido Socialista, jamás pudo establecer un efectivo control sobre los guardianes de la prisión, la mayoría de los cuales se tenían por partidarios de Largo Caballero. Todos eran hombres con las ideas más elementales sobre la justicia, y algunos de ellos tenían largos antecedentes penales. Como parecía que la capital iba a caer en manos del enemigo, interpretaron las órdenes de evacuación a su modo. En dos noches sucesivas, el 6 y el 7 de noviembre, sacaron a unos 1000 internados de la cárcel Modelo[287]. En Paracuellos del Jarama y cerca de Torrejón (dos pueblos que estaban a unos kilómetros al nordeste de Madrid) habían preparado amplias fosas. Allí llevaron a sus presos de la «quinta columna», y al borde de aquellas enormes fosas comunes los mataron.

Durante todo el día 7, las líneas republicanas de defensa se mantuvieron. La moral era alta; los aprovisionamientos y las reservas de combatientes eran escasos. A las nueve de la noche un tanque italiano fue volado en la carretera de Extremadura. En uno de los cadáveres se halló una copia de la orden de operaciones del general Varela para la conquista de Madrid. En principio había sido prevista para el 7 de noviembre; pero debido al endurecimiento de la resistencia fue retrasada para el día 8. El coronel Rojo supuso que la orden era demasiado compleja para poder ser cambiada en el último momento, y trasladó sus mejores tropas a la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria, en las cuales, según la orden capturada, tendría lugar el ataque principal. En la mañana del día 8 llegaron telegramas al Ministerio de la Guerra felicitando al general Franco por su entrada victoriosa. Afuera empezó el supremo forcejeo entre los generales Varela y Miaja, entre el ejército de África y el pueblo en armas de Madrid. Oleada tras oleada de las tropas de Varela desafiaron el fuego de ametralladoras de los desesperados defensores, que estaban muy escasos de municiones, pero sabían muy bien lo que podían esperar de sus enemigos. Los alemanes bombardearon la Ciudad Universitaria, en preparación para el asalto de la infantería, mientras que los hombres de Varela se abrían camino hasta el cerro Garabitas, desde el cual podrían observar, y cañonear, a la ciudad. Una vez más las patrullas avanzadas alcanzaron los principales puentes, pero las ametralladoras les cerraron el paso. El coronel Rojo ordenó que las reservas desarmadas esperaran bajo cubierto, y mientras centenares de milicianos morían en sus puestos, los refuerzos se adelantaban para recoger sus fusiles. Cuando los marroquíes irrumpieron en dirección a la cárcel Modelo, el mismo general Miaja se trasladó al sector amenazado, desenfundó su pistola y gritó a los soldados que se retiraban:

—¡Cobardes! ¡Morid en vuestras trincheras! ¡Morid con vuestro general!

La brecha fue taponada y los marroquíes de la vanguardia resultaron muertos, mientras el coronel Rojo obligaba al general Miaja a retroceder hacia la relativa seguridad de su automóvil.

Mientras tanto, en la tarde del domingo 8 de noviembre, las primeras unidades de las brigadas internacionales llegaban a Madrid. Unos 3000 hombres, en su mayoría italianos y alemanes, muchos de ellos veteranos de la primera guerra mundial y de los campos de concentración fascistas, marchando con toda marcialidad y entonando himnos revolucionarios, desfilaron por la capital en pie de guerra. Por el momento, la acometida más peligrosa de Varela había sido la conquista parcial del cerro Garabitas. A los primeros centenares de internacionales se les ordenó acudir a la Casa de Campo, donde fueron mezclados con los milicianos en una proporción aproximada de uno a cuatro, y estos inmediatamente siguieron sus ejemplos de excavar «pozos de lobo», de cubrirse, y de ahorrar municiones. Al día siguiente, la mayoría de ellos pagaron el precio del esfuerzo nacionalista por romper las defensas de la capital en dirección a la Ciudad Universitaria.

Durante diez días la batalla prosiguió sin pausa. Madrid se convirtió de repente en el centro del mundo. Los mejores periodistas de todos los países seguían la lucha en la Casa de Campo y en la Ciudad Universitaria y gracias a anteojos desde las habitaciones de sus hoteles próximos a la plaza de España. En las calles podían comprobar el buen humor, la gracia y la dignidad que habían de convertir a casi todos ellos en campeones inmortales del pueblo español. Para los nacionalistas, haciendo caso omiso de las fuertes pérdidas y del peligro para sus flancos, merecía la pena hacer un supremo esfuerzo, porque la conquista de Madrid supondría el reconocimiento diplomático de las principales potencias y un éxito militar que supondría una rápida victoria en la guerra. Para los republicanos, el éxito de la defensa suponía las primeras buenas noticias, militarmente hablando, desde el 18 de julio. Para las oprimidas poblaciones de Galicia, Asturias y Andalucía significaba que la República no sería derrotada; y en todo el mundo, los antifascistas que habían visto a Hitler y a Mussolini ir de éxito en éxito sin que nadie les desafiara lanzaron la consigna: «Madrid, tumba del fascismo». De las trincheras, y por la radio, surgió la frase que se hizo famosa en 1916 en la defensa de Verdún: «No pasarán».

Los madrileños correspondieron del mismo modo a la admiración de los soldados y periodistas extranjeros. Los cafés eran una Babel de lenguas, y los españoles, al oír a alguien hablar en un idioma desconocido, se acercaban a él para abrazarle. «¡Vivan los rusos!», era el brindis que servía para las 20 nacionalidades representadas en las brigadas internacionales. Y si un checo o un polaco, no sabiendo ni una palabra de una lengua latina, se extraviaba en su camino, una docena de españoles lo acompañaban triunfalmente a su hotel o a su refugio subterráneo. En aquella semana, por primera vez, Cataluña envió un buen número de hombres (columnas de la Esquerra y de los anarquistas), que llevaban las armas automáticas francesas y checas que fueron pasadas libremente a través de la frontera hasta el 8 de agosto, y continuaron siendo introducidas de contrabando en cantidades variables desde entonces. En el Ministerio de la Guerra, los consejeros rusos, al darse cuenta rápidamente de la delgadez de las líneas nacionalistas y de que sus mejores tropas estaban a punto de agotarse, insistieron a Miaja y a Rojo para que lanzaran ataques de flanco. Pero los defensores de Madrid ya habían visto a demasiados milicianos muertos inútilmente al luchar en campo abierto, cosa para la que no estaban entrenados, y además tales milicias habrían sido completamente incapaces de coordinar los avances de los tanques y de la infantería recomendados por los rusos.

El 14 de noviembre, el famoso dirigente anarquista Buenaventura Durruti llegó con su columna de 3000 hombres. Habían dejado el frente de Zaragoza y olvidaron temporalmente su regionalismo, y sus rencillas contra los socialistas y los comunistas. Pidieron al general Miaja que los enviara a primera línea y le solicitaron un sector que deseaban guarnecer solos, para que nadie pusiera en duda su capacidad y valor. Se les asignó una parte de la Ciudad Universitaria, donde dio la casualidad que el general Varela estaba preparando un ataque local concentrado para el día siguiente. Durante varias horas los anarquistas se mantuvieron sobre el terreno; pero cuando el enemigo irrumpió en la Facultad de Filosofía y en la Escuela de Arquitectura, la columna dio media vuelta y emprendió la huida[288]. Los internacionales y el Quinto Regimiento les cortaron el avance, aunque sin poder evitar que los hombres de Varela entraran el día 17 en el Hospital Clínico.

Durante varios días, en los casi destruidos edificios universitarios, las fuerzas oponentes conservaban diferentes pisos, gritándose insultos a través de los muros y arrojando granadas de mano por las ventanas y los huecos de las escaleras. Durruti, enfurecido por la mala actuación de sus hombres, les exigió que hicieran sacrificios y que borraran esta vergüenza. El día 21 de noviembre murió en circunstancias misteriosas, en las proximidades del frente, al parecer a causa de un disparo que le hicieron por la espalda. Sus amigos practicaron un registro domiciliario, casa por casa, en busca del quintacolumnista o del anarquista disgustado que pudo haberlo matado, aunque sin éxito. Su cadáver fue llevado a Barcelona, donde se le tributó un entierro de héroe, siendo el cortejo fúnebre presidido por el gobierno de la Generalitat en pleno[289].

Mapa 4. El frente de Madrid a finales de Noviembre de 1936

La conquista del Hospital Clínico representó el máximo avance del ejército atacante. Aquel mismo día 17, los marroquíes irrumpieron de nuevo en dirección a la plaza de España, y una vez más el general Miaja se adelantó para alentar a los defensores. Pero el día 17 el poder ofensivo de las columnas de Varela estaba exhausto. Los nacionalistas combinaron sus últimos avances con un supremo esfuerzo para quebrantar la resistencia de la ciudad por medio de bombardeos. Aquella tarde cayeron en una hora 2000 granadas en el centro de Madrid. Fueron alcanzados hospitales y bocas del Metro. La metralla regó los espacios abiertos, como la plaza de España. Granadas incendiarias provocaron fuegos esporádicos en los barrios obreros y en las zonas residenciales, y aquella noche los bombarderos, en oleadas de diez o doce cada vez, guiados por los incendios, soltaron carga tras carga de bombas. Madrid carecía de refugios y apenas si tenía cañones antiaéreos. Los cazas rusos no podían ser utilizados con la misma efectividad durante la noche como durante el día. Es posible que aquella noche sucumbieran unas quinientas personas; pero en una ciudad de un millón de habitantes, estas muertes no producían otro efecto que el de enardecer la voluntad de resistir, y fortalecieron más que debilitaron la heroica moral de los defensores.

El 18 de noviembre Italia y Alemania anunciaron que reconocían al régimen de Burgos como Gobierno legítimo de España. En un principio, habían pensado hacer este reconocimiento coincidiendo con la esperada entrada de los nacionalistas en Madrid. Pero haciéndolo el día 18, constituía simultáneamente una declaración de que estaban dispuestos a conceder toda la ayuda necesaria al general Franco y una confesión de que la guerra sería larga. Era, sobre todo, un tónico para la decaída moral nacionalista. A finales de julio los generales insurgentes habían recibido la amistosa ayuda de las empresas comerciales inglesas y americanas con intereses en España y de los funcionarios de Gibraltar. En agosto y septiembre sus tropas escogidas de las columnas de África marcharon desde Sevilla hasta el valle superior del Tajo. Sus aliados les habían proporcionado aviones, cañones y tanques; pero las fuerzas de tierra que habían llegado a las puertas de Madrid eran todas unidades del ejército español, o voluntarios carlistas y falangistas. (Para los oficiales nacionalistas, los moros no eran extranjeros).

En Madrid supieron que la opinión mundial se había vuelto contra ellos. Los periódicos extranjeros, tanto liberales como conservadores, les acusaban de Schrecklichkeit. Si los industriales y los oficiales de marina ingleses eran sus amigos, ¿cómo es que el Gobierno inglés embargaba los envíos de material de guerra y que la opinión pública inglesa los condenaba? Como militares, no comprendían la complejidad de una sociedad industrial y democrática, y se enfurecían por lo que consideraban hipocresía y doblez. En Madrid se habían encontrado por primera vez frente a un enemigo pertrechado con equipo extranjero comparable al suyo. Chocaron con voluntarios de veinte naciones. Los moros, soberbios guerreros durante el avance pueblo a pueblo, estaban desorientados ante las calles y edificios de una ciudad moderna, y ante oponentes que no sólo eran tan valientes como ellos, sino adiestrados por las lecciones de la primera guerra mundial y la revolución rusa. Aunque dominaban Madrid gracias a su artillería y al cerro de Garabitas que a tan alto precio conquistaran, aunque habían logrado introducir una profunda cuña en la Ciudad Universitaria, aunque podían bombardear y cañonear la capital casi a su antojo, habían perdido sus mejores ímpetus y se sentían moralmente aislados.

El asalto a Madrid fue suspendido. Por razones de moral y de prestigio, el general Franco decidió mantener sus fuerzas en las posiciones más avanzadas que habían alcanzado, en vez de retirarlas a mejores líneas de asedio. Ambos ejércitos crearon un laberinto de trincheras y de alambradas. A unos cincuenta pies del perímetro occidental de la ciudad se gritaban insultos y se arrojaban granadas, hacían fuego esporádico con ametralladoras y morteros a las trincheras del adversario. Pero desde finales de noviembre de 1936 hasta el término de la guerra civil, las líneas en Madrid apenas si variaron más de cien metros en cualquier sector.