Capítulo 17

AUTORIDAD Y TERROR EN LA ZONA INSURGENTE

EN el territorio controlado por los insurgentes no tuvo lugar una revolución como en la España del Frente Popular. Los militares estaban acostumbrados por su profesión a respetar jerarquías y a obedecer directivas centrales. Contaron desde el primer momento con el apoyo de los conservadores en materia social y de los intereses de la propiedad, para quienes, asimismo, el orden y la jerarquía eran principios aceptados. Tras el fracaso del pronunciamiento, los generales y sus partidarios civiles se dieron cuenta de que sería precisa la más estricta movilización de recursos para la conquista de dos tercios del territorio español. En la zona del Frente Popular, el estado de guerra no fue declarado hasta casi prácticamente el fin de la guerra civil. En la España insurgente, el estado de guerra fue proclamado el 18 de julio y mantenido sin excepción a partir de entonces.

Los transportes, los servicios públicos y el suministro de víveres funcionaron con eficacia. Los hombres de negocios de las principales ciudades formaron comités, que asignaron contribuciones financieras a los profesionales, y el personal administrativo y del comercio, y que hicieron colectas de ropas, víveres y medicamentos para el frente. Los militares habían triunfado en las provincias agrícolas menos pobladas. Su zona era fácil de alimentar; pero sufría de una continua escasez de mano de obra, agravada por la huida de miles de obreros y campesinos hacia las líneas republicanas o hacia montañas inaccesibles. Los precios y los salarios fueron congelados, a veces al nivel del 18 de julio (que era relativamente ventajoso para los obreros), a veces al nivel del 16 de febrero (que era ventajoso para los patronos). De ese modo se logró contener en parte la inflación, aunque, como es natural en tales situaciones, surgió el mercado negro, y muchas de las grandes fortunas de la España de la posguerra se fundaron entonces sobre fructíferas especulaciones de tiempo de guerra. Una gran proporción de los dirigentes sindicales fueron fusilados; se prohibieron las huelgas, y todas las tiendas y oficinas tuvieron que permanecer abiertas obligatoriamente, sin parar mientes en los deseos de sus propietarios.

En las comarcas de España que fueron dominadas inmediatamente por los insurgentes, el gobernador militar de tiempos de la Monarquía, o el capitán general, había ejercido siempre una autoridad superior a la del gobernador civil. Aunque se haya mencionado poco, una de las razones fundamentales por las cuales el cuerpo de oficiales odiaba a la República era el que los republicanos habían intentado establecer por primera vez la supremacía civil en el Gobierno español. El 18 de julio los generales se convirtieron en la primera autoridad civil así como militar, y las líneas tradicionales de la autoridad conservaron su fuerza. La mayoría de los jueces, notarios, guardias civiles y hombres de negocios se pusieron gustosos al servicio de los militares. Los funcionarios del Frente Popular fueron encarcelados, y los civiles partidarios de la rebelión ocuparon sus puestos. Virtualmente no fueron precisos otros cambios en la rutina administrativa.

Sin embargo, la organización de un Gobierno central presentó dificultades. Aunque los militares habían planeado y llevado a cabo la rebelión por su cuenta, estaban ansiosos por asociar a elementos civiles en las responsabilidades gubernativas lo antes posible. Pero Calvo Sotelo, que fue su principal colaborador civil, había sido asesinado. Lerroux y Gil Robles sentían deseos de ponerse a su servicio; pero si alguno de ellos hubiera penetrado en la España insurgente a finales de julio o en agosto de 1936, habría sido fusilado por falangistas o carlistas fanáticos. En la Pamplona carlista, el general Mola halló que el gobernador civil se mostraba muy poco dispuesto a colaborar y le dio un salvoconducto para que abandonara la ciudad. Del obispo de Pamplona, Marcelino Olaechea, nombrado durante la República, se sabía que estaba preocupado por las condiciones tanto materiales como espirituales de la clase obrera. Cuando Mola hizo su primera aparición en Burgos, los funcionarios civiles acudieron a saludarle, pero prudentemente dejaron en casa las insignias de su cargo.

En estas circunstancias los generales decidieron el 24 de julio formar una junta provisional a base exclusivamente de militares, y que incluía las principales figuras que se habían sublevado en el norte de la Península: Mola, Saliquet, Ponte, Dávila y Miguel Cabanellas. Queipo de Llano ya estaba estableciendo un principado independiente con base en Sevilla, y Franco se unió a la Junta de Burgos a principios de agosto. El general Cabanellas fue elegido presidente. Bien conocido del público por su barba blanca, era un hombre de carácter indeciso al que los otros podrían manejar fácilmente. Durante mucho tiempo había sido masón y republicano declarado, y fue una elección muy conveniente para los insurgentes en un momento en que, en diversos rincones del país, los oficiales aún trataban de que sus soldados se pusieran de parte de los sublevados con el grito de «¡Viva la República!».

Sin embargo, en los meses de agosto y septiembre, el verdadero poder político estaba en manos de tres generales: Mola, Queipo de Llano y Franco. La única cuestión que se presentaba era quién se convertiría en el jefe supremo. Mola había dirigido la conspiración y gobernaba en las provincias donde la rebelión gozaba de cierta aprobación popular. Era un hombre astuto, de gran inteligencia y energía, pero su pasado lo condenaba. Los monárquicos, aunque colaboraron con él en la preparación del alzamiento, recordaban resentidos su actitud hacia Alfonso XIII. Asimismo, había sido director general de Seguridad. Entre sus iguales tenía, por tanto, la reputación de ser «policía» más bien que «soldado», y en general, los autoritarios de la derecha o la izquierda jamás habrían querido entregar el poder supremo al jefe de la policía. El general Queipo de Llano había conspirado contra la Monarquía en 1930. Estaba emparentado con Alcalá-Zamora y fue asimismo jefe de su casa militar presidencial. Era una figura muy colorista, «el verdadero modelo de un general de división moderno» por sus maneras, atractivo para las masas, pero con rasgos ordinarios que lo hacían doblemente despreciable para la aristocracia: tanto por su pasado político como por sus modales.

El general Franco se destacaba muchísimo sobre sus rivales como militar nato, como el hombre que había entrenado a la fuerza militar más temible de España: el Tercio de extranjeros. Se contaban un sinfín de anécdotas referentes a su frialdad bajo el fuego enemigo y su crueldad al imponer la disciplina. Fueran verdad o no, formaron la base de un prestigio incomparable dentro del cuerpo de oficiales. Durante las etapas del planeamiento, Franco fue muy precavido, y no quiso comprometerse hasta el final, no aterrizando en el Marruecos español hasta asegurarse de que la sublevación había triunfado allí. Los románticos y los exaltados lo odiaban por sus cálculos; pero por estas mismas características el financiero Juan March, y los que representaban a los negociantes alemanes, portugueses y finalmente italianos, lo consideraban el más capaz de todos los jefes de la insurrección. Los compañeros del general Franco no olvidaban que éste se retiró de la sublevación de 1932 en el último momento, pero también tenían que admitir que su juicio sobre las realidades políticas había sido mucho más agudo que el de ellos. Franco no era monárquico ni republicano; pero cuando fue nombrado general por un favor personal de Alfonso XIII llegó a ser el de este rango más joven del ejército español, y los monárquicos esperaban que se inclinara hacia ellos al organizar el nuevo Estado.

El rápido avance del ejército de África se sumó al prestigio militar de Franco. A finales de septiembre los insurgentes hablaban ya de entrar en Madrid el 12 de octubre, Día de la Raza, y se convirtió en necesidad urgente el constituir un Gobierno más sustancial que la Junta de Burgos. El 29 de septiembre, la junta promulgó un decreto nombrando al general Franco «jefe del Gobierno» y de las operaciones militares. El primero de octubre el general Franco promulgó su primera ley, en la cual se refería a sí mismo como «jefe del Estado». En tiempo de guerra, pocas personas se fijan en los cambios ligeros de fraseología. Los generales Mola y Cabanellas protestaron violentamente en privado[263]. Los más observadores se dieron cuenta en seguida de las ilimitadas ambiciones del general Franco, y éste, junto con su hermano Nicolás como principal ayudante, hizo que todos los documentos siguieran refiriéndose a él como jefe del Estado, ya que no elegido por sus iguales, por la gracia de Dios, como después habría de ser acuñado en las monedas españolas.

El establecimiento de la autoridad militar estuvo acompañado en todas partes por el ejercicio masivo del terror. En Andalucía, el general Queipo de Llano se creó una especie de principado semiindependiente para sí mismo, a la manera del Cid o de los condottieri italianos. Con sagaz instinto comercial, aseguró la continuidad de las exportaciones de jerez, aceitunas y frutos cítricos, ganándose así la admiración de los hombres de negocios ingleses y manteniendo la afluencia de divisas para el tesoro insurgente. Estableció relaciones comerciales con Lisboa y llegó a rápidos acuerdos para la importación de motores Fiat y de productos químicos alemanes. Sus partidarios más leales recibían las necesarias licencias de importación, y todo el mundo recordaba que tenía que ser generoso con el jefe. Mientras tanto, sonriente, aconsejaba a los obreros, sobre los que ejercía una innegable fascinación, que se pusieran un salvavidas, como él llamaba a la camisa azul de Falange.

El 23 de julio anunció la pena de muerte para todos los que se declararan en huelga. El 25 requisó nueve de cada diez automóviles de Sevilla de un modo simple y expeditivo, con la siguiente orden: «Me dirijo a los taxistas de Sevilla para informarles que esta tarde, a las cinco en punto, deberán sin excusa presentarse en el Paseo de la Palmera, con todo su equipo, para que se haga un recuento exacto… Tras el recuento procederemos a poner en libertad al presidente y al vicepresidente del sindicato de taxistas, que ahora están detenidos». Mientras tanto, el día 24 decretó la pena de muerte para los marxistas en todo pueblo donde se hubieran cometido crímenes. El día 28 fue la pena de muerte para todo aquél que ocultara armas, y el 19 de agosto para los que exportaran capitales.

En la ciudad, los moros arrancaban arbustos en el parque para hacer fuego con que cocinar sus raciones, y todo el mundo, moros incluidos, llevaba medallas religiosas como signo de conformidad con el nuevo orden. Metódicamente, noche tras noche, todas las personas que se habían relacionado con los republicanos o las izquierdas eran buscadas y detenidas. La cárcel estaba atiborrada, y numerosos prisioneros tuvieron que permanecer varios días, vigilados por sus guardianes, en el patio de una escuela de los jesuitas. Era más peligroso ser masón que socialista. Las listas de condenados a muerte se leían entre la una y las tres de la madrugada, y las ejecuciones tenían lugar en los alrededores de la ciudad, pudiendo todo el mundo oír las descargas en las cálidas noches el verano. Paralelamente a la más o menos ordenada purga de políticos profesionales de acuerdo con las listas, había una represión menos formal de los trabajadores, la mayoría de los cuales habían pertenecido a la CNT, la UGT o los sindicatos comunistas. El jefe inmediato de la represión era el coronel Díaz Criado, que según todos los testimonios era un alcohólico y un sádico. Las jóvenes podían a veces aspirar a la salvación de las vidas de sus hermanos o novios acostándose con el coronel o sus ayudantes, y el coronel Díaz tenía compadres dignos de él en otras ciudades andaluzas: «don Bruno», el coronel de la guardia civil de Córdoba, y en Granada el capitán Rojas, el de Casas Viejas.

En los pueblos que rodeaban a Sevilla, las autoridades del Frente Popular respondieron a la toma de la ciudad por Queipo deteniendo a curas y terratenientes. En algunos de tales casos, después fueron fusilados todos los componentes del Ayuntamiento, aunque los prisioneros, al ser puestos en libertad, testimoniaran a los soldados, al entrar éstos, que no habían sido maltratados. Los oficiales, molestos porque algunos curas intercedían por las vidas de los «rojos», ordenaban que los dirigentes del pueblo fueran fusilados antes de que nadie pudiera interceder con súplicas. Durante toda la campaña de Andalucía y Extremadura, los insurgentes se enfrentaron con el problema de su pequeño número en un país hostil. Los razonamientos sobre un frente mal guarnecido proyectaban su sombra sobre los argumentos legalísticos de que las milicias eran guerrillas, que no tenían derecho a ser tratadas de acuerdo con las leyes de la guerra, y estos argumentos justificaban a su vez las ejecuciones sumarias del tipo que luego realizaron los alemanes en la Europa oriental y en Rusia, durante la segunda guerra mundial.

Mientras tanto, el retrato de Queipo de Llano apareció en todos los edificios públicos y el general comenzó la serie de sus asombrosas charlas por la radio, que le habían de hacer famoso en todo el mundo. Tras comentar las noticias de la guerra, invitaba a los cobardes «rojos» a enviar sus mujeres a Andalucía, donde los hombres eran hombres, y hacía alarde de detalles lascivos, sin duda producto de la imaginación, sobre las hazañas sexuales de los moros. En la zona nacionalista era considerado como un «tío listo y gracioso», un hombre francote, un soldado animoso quizá con demasiadas trazas cuarteleras en su vocabulario. En la zona republicana era mirado como arquetipo de la degeneración militarista y fascista[264].

En Castilla las autoridades fueron más discretas que en Andalucía y en general la población se mostró más dócil; pero prevaleció un sistema de terror parecido. En los pueblos los militares establecieron comités, que consistían normalmente en el cura, el o los guardias civiles y un terrateniente principal. Si los tres condenaban a un sospechoso, eso significaba la muerte; en casos de desacuerdo, una pena menor; y si se les otorgaba una patente de sanidad, los republicanos o socialistas podían mostrar su gratitud alistándose, o persuadiendo a sus hijos para que se alistaran en el ejército nacionalista. Castilla había dirigido un imperio mundial durante tres siglos, y en ella estaban muy desarrolladas las tradiciones de burocracia, jerarquía y obediencia. En las ciudades importantes los jueces presidían los consejos de guerra masivos, en donde los cargos principales eran los de marxismo y complicidad con el Gobierno del Frente Popular. En la mayoría de los casos no se alegaban delitos o actos específicos de violencia. Desde el momento de la detención, la confiscación de bienes era casi automática.

La mayoría de los condenados lo fueron a penas de prisión; pero noche tras noche, patrullas de la Falange o de la guardia civil visitaban los calabozos, y leían una lista de diez, quince o a veces veinte presos, los metían en camiones, los llevaban a las afueras de la ciudad y los fusilaban, dejando los cadáveres en la carretera para que a la mañana siguiente los viera todo aquél que pasara. Los servicios de Sanidad pusieron anuncios en la prensa pidiendo la ayuda de todos los médicos y farmacéuticos para poder enterrar los cadáveres, y recordando al público que no se hicieran tumbas cerca de los pozos. El general Mola dirigió un telegrama perentorio a las autoridades de Valladolid ordenándoles que escogieran lugares menos visibles para las ejecuciones y que enterraran a los muertos con más rapidez. Los problemas de identificación eran casi insolubles y, en muchos casos, los familiares tenían miedo de ir a identificar a los suyos. Un rasgo particular de la Falange en sus asesinatos era un tiro entre los ojos. Médicos que durante tiempo habían gozado de la confianza de las familias, ahora se encontraban con que éstas no les abrían de buen grado la puerta, temerosas de que hubieran venido por orden de la policía.

En Salamanca, Miguel de Unamuno, rector de la Universidad más famosa de España, aprobó al principio el levantamiento que pondría fin al desorden y a la fragmentación regional de la nación. Pero pronto vinieron amigos suyos de Granada con la noticia del asesinato del poeta García Lorca y de varios catedráticos universitarios; otros le contaron cómo habían huido de los pueblos de Andalucía en los cuales los revolucionarios habían matado a cuatro o cinco personas, para enterarse luego horrorizados de que el ejército de África había fusilado como represalia diez veces más. En los alrededores de Salamanca comenzaron a aparecer cadáveres arrojados en fosas, aunque no en tan gran número como en Zamora o Valladolid.

El 12 de octubre, Día de la Raza, en que se conmemoraba el descubrimiento de América por Colón y la expansión universal de la civilización hispánica que le siguió, se celebró una ceremonia en la Universidad. En el estrado se sentaron las autoridades universitarias, el obispo de Salamanca y doña Carmen Polo de Franco, esposa del recién nombrado generalísimo. En el curso de la ceremonia, uno de los oradores fue el general Millán Astray, primer jefe de la Legión, hombre que había perdido un ojo y un brazo en Marruecos. Mientras glorificaba el papel de Castilla y de sus ejércitos de conquistadores, sus partidarios situados en el fondo de la sala puntuaron sus frases con el slogan de la Legión: «¡Viva la muerte!». Unamuno, como rector, no pudo contenerse, y aludiendo burlonamente a la frase «viva la muerte», se volvió hacia el general y le dijo con sus mejores modos que el movimiento militar necesitaba no sólo vencer, sino también convencer. Y no creía que estuvieran capacitados para esta última tarea. Sólo la intervención de la señora Franco impidió que el enfurecido Millán Astray, que gritó: «¡Muera la inteligencia!», pegara a Unamuno[265]. Al día siguiente, cuando Unamuno entró en el casino para tomar su café, como todas las mañanas, le informaron que había sido expulsado del mismo, y poco después fue destituido como rector de la Universidad. Yendo a sentarse a su café favorito en el centro de la ciudad, siguió durante algunos días gritando su desafío a los bárbaros; pero sus amigos ya no se atrevían a sentarse con él. Se retiró a su casa, donde falleció, víctima de la pesadumbre, en diciembre.

El caso de Unamuno fue doblemente trágico. Era un intelectual liberal que siempre protestó contra los ataques a los derechos individuales. Pero en varios de sus textos literarios había glorificado asimismo la autoridad, la militancia y el autoritarismo de la Castilla histórica. Odió la relativamente benigna dictadura de Primo de Rivera porque impuso la censura y por su falta de dignidad; luego se inclinó hacia las izquierdas, y durante los dos primeros años de la República habló con frecuencia en la Casa del Pueblo. Pero hacia la celebración de las elecciones de noviembre de 1933, ya estaba diciendo que sólo el fascismo podría salvar a España[266]. Bajo variadas formas de retórica, era un hombre que creía en élites, en héroes, y que se burlaba de los parlamentos con sus turbios compromisos y sus «tratos». El mejor escritor en prosa y uno de los más grandes poetas de la España moderna, había dado alas inadvertidamente al tipo de retórica impaciente y desdeñosa, y a la actitud de las camisas remangadas que era característica de los jóvenes falangistas. En sus intervenciones en las Cortes, así como en sus discursos en público, a menudo careció de la moderación y del espíritu de compromiso que es absolutamente esencial para los políticos democráticos. Al final de su vida, este gran hombre era la víctima del maligno antiintelectualismo que él no supo reconocer inmediatamente como parte de la trama y urdimbre del movimiento insurgente.

En la intensamente republicana Galicia, la purga sangrienta empezó más lentamente que en las provincias vecinas. Durante varias semanas continuaron las huelgas parciales y las vacilantes negociaciones entre los funcionarios republicanos y los militares. El carlismo prácticamente no existía, y la Falange contaba con menos de 1000 adheridos durante la primavera. Los primeros «paseos» no tuvieron lugar hasta el 5 de agosto, y hasta mediados de septiembre no fue encarcelado un gran número de personas. Al principio, las esposas tenían la oportunidad de frustrar en parte a los ejecutores estableciendo una guardia de 24 horas ante las prisiones. Un rasgo particular de la purga en Galicia fue la ferocidad con respecto a los maestros y médicos. En toda España se tenía a dichos profesionales por izquierdistas, mientras que los abogados y profesores de humanidades eran tenidos en general por conservadores. Galicia era la más republicana de las regiones controlada inicialmente por los insurgentes, y esto quizás explica la persecución particular contra dichos profesionales, considerados «rojos» por definición. En las ciudades, las familias de las víctimas no se atrevían a llevar luto. En ciertos pueblos prácticamente mataron a todos los hombres que no pudieron huir a las montañas, y cuando se hicieron reclutamientos en Galicia, durante la guerra, se vieron aldeas en que rara era la familia que no estaba de duelo[267].

En Navarra, el triunfo de la sublevación fue un escape para el entusiasmo tanto tiempo reprimido de los carlistas. El carlismo había sido derrotado por tres veces en el siglo XIX, y en el siglo XX había llegado a ser una mera curiosidad histórica. El 18 de julio los carlistas montañeses descendieron de sus pueblos para empezar la Reconquista de España en nombre de la Monarquía católica y tradicional. Al mismo tiempo, tanto los jefes carlistas como el general Mola se daban cuenta de la fuerza de los nacionalistas vascos en muchos pueblos de Navarra. Mola dijo a los alcaldes navarros reunidos en asamblea que no vacilaría en fusilar a quienquiera que fuera sorprendido dando refugio a «rojos», cualquiera que fuera la razón. La prensa de Vitoria recordaba a sus lectores que los rehenes que estaban en la cárcel provincial pagarían con sus vidas cualquier locura sentimental con respecto al enemigo.

El fervor carlista y el odio hacia los nacionalistas vascos imprimieron un carácter particular a la purga en Navarra. Cuando el coronel Beorlegui se aproximaba a la ciudad de Beasain, se enfureció por el hecho de que la única resistencia procediera de un grupo de catorce guardias civiles. Hizo fusilar a todos por «rebelión», y luego mandó detener a varias docenas de individuos «sospechosos». Noche tras noche, desaparecían algunos de éstos, y el cura del pueblo, azorado, aunque impotente, explicaba a sus familiares, lo mismo que uno se lo explicaría a unos niños, que habían partido para hacer un largo viaje.

La religión jugó un gran papel en el territorio dominado por los carlistas. El 15 de agosto se celebraba anualmente en Pamplona la fiesta de la Virgen del Sagrario. A última hora de la tarde desfilaba una procesión, en la que los asistentes llevaban la imagen y las reliquias de la Virgen a través de las calles de la ciudad en dirección a la catedral. A la misma hora, dos pelotones de ejecución, uno compuesto por falangistas y otro por requetés, sacaron a un grupo de 50 o 60 presos políticos de la cárcel de la ciudad. La mayoría de los cautivos eran católicos, y entre ellos figuraban varios sacerdotes. Las víctimas iban esposadas y atadas, aunque no ligadas a una sola cadena, de modo que podían hacer sus confesiones relativamente en privado. Las patrullas esperaron impacientes a que los condenados terminaran de hacer sus confesiones, más prolongadas que de ordinario. Al ser fusilados los primeros de ellos, los restantes condenados fueron presas de un pánico histérico. Algunos hombres echaron a correr y fueron abatidos a tiros, como animales. Como empezara a oscurecer, los falangistas y los requetés tuvieron un violento altercado, y los primeros comenzaron a gritar que los «rojos» no se merecían que se les diera oportunidad de confesarse, mientras que los últimos insistían en que a los cristianos practicantes se les diera la posibilidad de hacer las paces con Dios. Para arreglar la situación, los sacerdotes dieron la absolución en masa a los restantes, las ejecuciones se llevaron a cabo, y los camiones volvieron a Pamplona, a tiempo para que los requetés se incorporaran a la procesión que estaba entrando en la catedral[268].

Una persecución igualmente macabra tuvo lugar en la isla de Mallorca, bajo los auspicios de un funcionario italiano fascista, que se llamaba a sí mismo el conde Rossi. Los acuerdos para la ayuda de Mussolini, que en el último instante provocaron los recelos del general Goded, incluían el control de las islas Baleares por los italianos mientras durase la guerra. Rossi llegó en avión pocos días después del alzamiento y destituyó al gobernador militar que había dejado Goded. Conducía su propio coche de carreras, llevaba una camisa negra adornada con una cruz blanca, decía a las damas de la alta sociedad de Palma que él necesitaba al menos una mujer cada día, y anunciaba la «cruzada» en los pueblos, rodeado del alcalde y el cura. En Mallorca ni el nacionalismo catalán ni el anarquismo eran muy fuertes; pero al igual que en Extremadura, fue necesario, al menos en una ocasión, quemar la enorme pila de cadáveres que quedaban después de una noche de trabajo.

En agosto los catalanes trataron de reconquistar Mallorca, y durante unas seis semanas sostuvieron una pequeña cabeza de puente cerca de Porto Cristo. Durante este período obligaron a un grupo de monjas que dirigían una escuela privada en el pueblo a ayudarles a construir un hospital y a actuar como enfermeras. Después de que los catalanes reembarcaran, los diarios de Palma publicaron una larga entrevista con la directora. Ésta, en tono humorístico, recordaba a un gigante sudamericano que apareció blandiendo una pistola y diciendo:

Hermanas, soy católico y comunista y volaré la tapa de los sesos al primer hombre que les falte al respeto.

Durante un par de días les ayudó a hacer las camas, a preparar vendas y a traer víveres, tiempo en el cual tuvo discusiones teológicas con la directora. Cuando llegaron las tropas nacionalistas, mataron a todos los heridos y, finalmente, al sudamericano. El novelista católico francés Georges Bernanos, que llevaba largo tiempo residiendo en Mallorca, discutió el artículo con su autor, que entonces publicó una nota explicativa en la que declaraba: «Algunas almas generosas creen en su deber de sentir repulsión por las necesidades de la guerra santa. Pero quienquiera que haga la guerra debe conformarse a sus leyes[269]».

Sin embargo, la virulencia de la purga en la España insurgente no puede ser explicada por las leyes de la guerra, aun cuando esas «leyes» omitan deliberadamente un trato humano para los heridos y prisioneros. Los insurgentes españoles luchaban para preservar los privilegios tradicionales del Ejército, la Iglesia y los terratenientes, grupos que habían vivido bajo una terrible tensión y miedo por los cinco años de dominación republicana. Tras la revolución de Asturias, se vio frustrado su deseo de una represión que acabara de una vez por todas con la izquierda liberal, marxista y anarquista. La sublevación militar del 18 de julio les parecía su última oportunidad de preservar una España en la que sus privilegios pudieran estar seguros. No hay clase de seres humanos más crueles que una clase dominante amenazada, que se cree una élite natural desde el punto de vista histórico, económico y cultural, y que se siente desafiada por una masa obstinada que ya no reconoce sus privilegios. La guerra no fue sólo una guerra civil, fue también una guerra colonial. Los jefes insurgentes sentían lo mismo que la minoría europea dominante en Argelia antes de 1962, y que los dominadores blancos de África del Sur. La zona del Frente Popular era la zona colonial rebelde que había que reducir.

Las ejecuciones en la España nacionalista no fueron obra de una plebe revolucionaria que se aprovechó del derrumbamiento del Estado republicano. Fueron ordenadas y aprobadas por las más altas autoridades militares. En ciertas provincias, como Segovia, fueron fusiladas relativamente pocas personas, hecho que puede atribuirse en parte a la falta de resistencia al levantamiento, y en parte a la decencia del jefe militar local. En Alsasua, el cura párroco, que era un social católico nombrado precisamente por sus conocidas simpatías hacia la clase obrera, se dirigió al general Solchaga en un esfuerzo para mejorar las condiciones de los condenados que había en la cárcel local. Tras pretender que no sabía nada de lo que el cura le decía, el general acabó la entrevista afirmando bruscamente que no se había fusilado a ninguno de los presos de aquella cárcel, absolutamente a ninguno[270]. Hombres como éste, y no los mozalbetes falangistas y requetés, eran los responsables de las grandes matanzas que se desarrollaban tras las líneas nacionalistas. A principios de noviembre, su fracaso en tomar Madrid hizo enfurecer a las autoridades militares, y con este motivo muchos oficiales republicanos que estaban detenidos desde julio fueron fusilados.

En todas las provincias había muchas personas para quienes los fusilamientos eran un espectáculo emocionante y muy satisfactorio. Los requetés de Pamplona hacían chistes sobre las damas aristocráticas que se levantaban al amanecer para presenciar una ejecución. El 25 de septiembre de 1936, el gobernador civil de Valladolid publicó una carta en El Norte de Castilla. Refiriéndose a la triste necesidad de los órganos de justicia militar de ejecutar las sentencias de muerte, y concediendo que las ejecuciones podían ser legalmente presenciadas por el público, recordaba, sin embargo, a sus lectores que su presencia en tales actos «decía poco en su favor y el considerar como espectáculo el tormento mortal de un ser humano, aunque estuviera justificado, daba una pobre impresión de la cultura de un pueblo». En esta carta, así como en noticias de prensa publicadas en Galicia en octubre, los funcionarios deploraban especialmente la presencia de mujeres jóvenes y de niños.

La situación de la Iglesia en la zona insurgente era completamente diferente de la que atravesaba en la zona del Frente Popular. En las primeras declaraciones públicas de las autoridades militares no había nada específicamente religioso. Sin embargo, las consignas de jerarquía y tradición indicaban que la Iglesia gozaría de una fuerte posición en el nuevo régimen, y los generales dieron por supuesta la colaboración de la Iglesia. El obispo de Salamanca se sintió aturdido cuando el general Franco requisó su palacio para establecer en él su cuartel general, no porque no simpatizara con el alzamiento, sino porque la Iglesia tenía que considerar que si los insurgentes eran derrotados, su situación en toda España empeoraría notablemente.

En conjunto, la Iglesia cooperó de buen grado. Los obispos y arzobispos aparecían en compañía de las autoridades militares en toda clase de ceremonias públicas. Daban su bendición a las tropas y proporcionaban confesores para las cárceles. En ocasiones, los curas párrocos intercedían por las vidas de ciertos individuos condenados a muerte; pero nadie ponía en duda los principios y el grado de extensión de la purga en sí misma. Se esperaba que los curas de los pueblos formaran parte de los comités locales de purga, y no eran ni más crueles ni más generosos que los otros miembros a la hora de votar castigos.

Cuando, a principios de noviembre, los habitantes de un pueblo de Navarra lincharon a 50 presos políticos, el obispo de Pamplona, Olaechea, dirigiéndose a una rama local de Acción Católica, suplicó a sus oyentes que no vertieran más sangre que la decretada por los tribunales[271]. También es difícil imaginar que el cardenal Ilundain, de Sevilla, aprobara de veras el régimen de Queipo de Llano. Pero el obispo y el cardenal, así como las demás jerarquías eclesiásticas de la zona nacionalista, ratificaron todos los actos públicos del régimen insurgente con su presencia y jamás hicieron críticas en público.

Para los católicos sensibles, la suerte de la Iglesia casi era peor en la zona insurgente que en la zona del Frente Popular. En Madrid y Barcelona, los católicos vivían una experiencia parecida a la de las catacumbas. Pero el sacrificio, e incluso el martirio, tenía sus compensaciones espirituales. En la zona insurgente el poder y el prestigio estaban del lado de la Iglesia. Cuando una señora de la aristocracia de Salamanca decidió trabajar en los comedores para niños de la Falange, porque le parecía que así haría algo humanitario, el cardenal Gomá le preguntó sonriente por qué se mezclaba con la canalla. En algunas parroquias, católicos de toda la vida, dejaron de ir a misa porque no podían soportar las fulminaciones semanales que se hacían desde el púlpito contra los «rojos». Georges Bernanos, dándose cuenta de que el arzobispo de Palma estaba perfectamente enterado de todo lo que él mismo sabía acerca del régimen del «conde» Rossi, escribió vitriólica mente acerca del «personaje al que los convencionalismos me obligan a llamar el obispo de Mallorca».

Ciertos elementos fueron comunes al terror en ambas zonas. Tanto los anarquistas como los oficiales de carrera eran capaces de «matar sin odio», convencidos de que sus enemigos no eran seres humanos en el mismo sentido que ellos, dispuestos a sacrificar generosamente sus vidas, así como las de sus familiares. Entre los participantes menos exaltados, la envidia constituyó un poderoso motivo. Mucha gente se dio cuenta de que se aproximaba la guerra civil, no porque hubiera una crisis política o económica insoluble, sino porque se palpaba el odio con que los obreros conscientes de su clase miraban a las mujeres bien vestidas, o los campesinos al notario de su pueblo. Los comités de purga revolucionarios e insurgentes, aunque escrupulosos en sus operaciones, estaban descubriendo constantemente las acusaciones más insensatas basadas en pura malquerencia. Entre los hombres de negocios y los profesionales de la clase media, algunos de los que habían tenido más éxito y ganaban más eran prominentes republicanos. Sólo porque eran inteligentes, hombres que se habían creado a sí mismos, y deseaban crear una sociedad más abierta a los cambios y con más igualdad de oportunidades de todas clases. Muchos de los que dirigieron las purgas en la zona insurgente eran los que en su vida habían cosechado menos éxito, los envidiosos de poca categoría que purgando a un «rojo» destruían de paso a un competidor.

Dadas las condiciones de la purga, la delincuencia juvenil floreció en ambas zonas. ¿Qué podía ser más embriagador que conducir autos requisados, usar armas de fuego, ver el terror mortal en los ojos de víctimas bien vestidas, y matar sin sentirse responsable personalmente, en nombre de una «operación quirúrgica», para limpiar a la sociedad de un «miembro gangrenado»? En la zona insurgente, los partidarios del levantamiento más conservadores se referían a la Falange como la «FAIlange» y «nuestros rojos». Entre los recién afiliados a Falange había sin duda un número considerable de elementos anarquistas y comunistas que «habían cambiado de camisa». En la zona del Frente Popular la Falange se infiltró fácilmente en las patrullas terroristas del ala izquierda[272]. Algunos de los chóferes de las patrullas de «paseos» en Levante resultaron ser falangistas y un cierto número de personalidades republicanas y socialistas fueron asesinadas en la zona del Frente Popular por los falangistas.

Parte del vocabulario de los «paseos», particularmente en la zona insurgente, donde fueron oficialmente dirigidos, indica un fanatismo rayano en la locura. Teólogos de ocasión ofrecían justificaciones doctrinales de los mismos. La revista Mundo Hispánico habló de purgar las zonas de la retaguardia a «cristazo limpio», es decir, a golpes de crucifijo, como curas fanáticos remataron a veces a heridos liberales durante las guerras carlistas. La purga debía asimismo extirpar la semilla, las semillas del marxismo, el laicismo, y así sucesivamente. Cada vez que los rojoseparatistas recibían finalmente su trozo de tierra, se refería sarcásticamente a ello como la reforma agraria. Eurípides, el poeta trágico griego, podría haber visto bandas armadas como las de su Bacchae asolando España durante el verano y el otoño de 1936; fanáticos autointoxicados asesinando a sus presuntos enemigos con la ilusión de que estaban realizando una operación de limpieza, de pureza religiosa. Sin duda, estas patrullas de ejecutores contribuyeron en gran manera a establecer la incuestionable autoridad de los jefes insurgentes sobre una población en gran parte hostil.