REVOLUCIÓN Y TERROR EN LA ZONA DEL FRENTE POPULAR
LA agitación de los meses de primavera minó gravemente la autoridad del Gobierno republicano, y el pronunciamiento del 17-20 de julio destruyó temporalmente la autoridad que le quedaba al Estado. La policía desapareció virtualmente de las principales ciudades durante los primeros días del alzamiento. Los elementos más activos del ejército y de la guardia civil apoyaban a los insurgentes, y el Gobierno se mostraba vacilante, a menudo con buenas razones, en confiar en las muchas unidades y oficiales aparentemente leales. Tras la rendición del general Goded, Luis Companys convocó en su despacho a los principales dirigentes anarquistas. Les dijo que habían salvado a Cataluña de la rebelión militar; reconoció que eran los amos de Barcelona, y que podían disponer de su poder como mejor les conviniera. Al mismo tiempo, esperó que recordaran los servicios que él y la Esquerra habían prestado a la clase obrera, y que aprovecharían su experiencia en el Gobierno en la lucha contra el fascismo y en ulteriores avances sociales[245]. Companys, como abogado de los sindicatos, había defendido a muchos de los hombres a quienes hablaba. En Madrid, el presidente del Consejo de ministros, José Giral, profesor de química, no tuvo tales contactos con los dirigentes de la clase obrera; pero muy bien pudo haber hablado de un modo similar, porque la situación en ambas capitales era la misma. Los obreros habían derrotado a la rebelión, y en sus manos estaba el poder político efectivo.
En la segunda mitad del año 1936, en el territorio que permanecía en manos del Frente Popular tuvo lugar la revolución social más profunda ocurrida desde el siglo XV[246]. Las principales características de tal revolución eran la pasión por la igualdad, y la afirmación de la autoridad local y colectiva. En Barcelona desaparecieron de las calles los sombreros de fieltro, símbolo del status de la burguesía. Los restaurantes de lujo y los hoteles fueron, o bien colectivizados o incautados por los empleados. Los salarios siguieron siendo los mismos. Los camareros usaban chaquetas blancas y servían con la misma cortesía y finura que antes, por los mismos precios; pero los clientes cenaban en mangas de camisa y la dirección obrera abolió las propinas. Todos los obreros llevaban armas, y en un país largo tiempo dominado por una policía brutal, estas armas, a menudo completamente inservibles, eran más importantes como símbolos de emancipación que como tales armas. La renta y los servicios públicos eran controlados por comités de vecinos que incluían un miembro de cada partido del Frente Popular, pero que, sin embargo, estuvieron completamente dominados los primeros días por los anarquistas. Las espaciosas mansiones particulares de los ricos que habían huido a Francia fueron convertidas en escuelas, orfanatos y hospitales. Pablo Casals donó 10 000 pesetas como socorro de guerra y organizó conciertos gratuitos (como había hecho antes de la guerra) en las barriadas industriales.
Los obreros se hicieron cargo de la mayoría de las fábricas. Algunos propietarios fueron fusilados, otros huyeron de la ciudad, y los hubo que siguieron trabajando en sus industrias incautadas, ganando el salario que se pagaba a los altos jefes administrativos e ingenieros. Los obreros no perdieron su sentido de las realidades prácticas. Los tranvías y autobuses, los servicios de agua y luz funcionaban normalmente. Los talleres de maquinaria y los garajes proseguían sus negocios como siempre, algunos de ellos preparándose asimismo para fabricar granadas, espoletas de obuses y corazas para carros y camiones destinados al frente. Los sombrereros pidieron a la Generalitat que informara al pueblo de Barcelona de la crisis existente en su industria. El personal técnico de las fábricas textiles envió vendedores a Francia y esperó ganarse el mercado ruso igualmente. Los obreros de la fábrica de champagne Codorniu hicieron lo mismo. Los salarios se elevaron en un 15 por ciento y las rentas se disminuyeron en un 50 por ciento en los pisos baratos. A todo el mundo se le aplicó un impuesto del 10 por ciento de su salario para el esfuerzo de guerra. Hubo una demanda extraordinaria en la venta de boinas, corbatas rojas, otros recuerdos de guerra y literatura pornográfica; pero las cuentas bancarias de ahorros también aumentaron rápidamente durante el mes de agosto. Los obreros se sentían orgullosos del rápido restablecimiento de la actividad industrial tras la semana revolucionaria del 19 de julio. Miraban con simpatía a la Unión Soviética; pero al mismo tiempo insistían en el control local antes que central de las fábricas colectivizadas y ponían énfasis en la intimidad que reinaba en las empresas predominantemente pequeñas de la industria catalana. La mayoría de los negocios individuales al detall fueron respetados. Walter Duranty, corresponsal del New York Times, que había sido testigo de las diversas fases de la revolución rusa, comparaba el espíritu de Barcelona en el otoño de 1936 con el de la Nueva Política Económica en la historia soviética[247].
En Madrid, los ebanistas, zapateros y barberos sindicados colectivizaron sus talleres y establecimientos. El Palace Hotel fue convertido en un orfanato, y durante el mes de agosto estuvo lleno hasta rebosar de niños que habían perdido a sus padres en la retirada de Andalucía y Extremadura. Los negocios propiedad de extranjeros fueron confiscados al principio. Muchos de ellos estaban incorporados a firmas puramente españolas para evadir los impuestos a los negocios que no eran propiedad de nacionales, y los propietarios los perdieron para siempre; muchos de los otros fueron devueltos a sus dueños en el transcurso del otoño. Aquí los sindicatos, al igual que en Barcelona y Valencia, abusaron de la repentina autoridad que tenían en sus manos, colocando el letrero de incautado en toda clase de edificios y vehículos; pero la insistencia en colectivizar toda la economía no era tan fuerte en Madrid como en Barcelona. Y por las calles podía verse a mujeres bien vestidas, de indudable origen burgués, así como dependientes de los comercios, que pedían donativos para ayuda médica, del mismo modo que antes habían pedido para ayudar a las misiones en el extranjero.
En todas las zonas rurales del territorio dominado por el Frente Popular tuvo lugar la correspondiente revolución, aunque sus características variaron mucho de pueblo a pueblo. Una vez más, la igualdad social y el control local fueron los impulsos por los que se guiaron más que por cualquier concepción organizada de la nueva sociedad que había de ser creada. Casi en todas partes las rentas fueron abolidas y los registros de la propiedad incendiados. En algunos casos, todas las tierras del pueblo fueron colectivizadas, mientras que en otros las tierras pertenecientes a propietarios que habían huido o sido fusilados fueron distribuidas entre la mayoría de los campesinos. A veces las tierras confiscadas eran colectivizadas, mientras que en otros lugares las relaciones de propiedad permanecieron intactas. Casi en todas partes los antiguos ayuntamientos fueron reemplazados por comités que incluían un miembro de cada partido del Frente Popular. En algunos casos esto supuso muy pocos cambios; si, por ejemplo, el anterior alcalde había sido un socialista o un republicano de izquierdas, se convertía simplemente en jefe del comité del pueblo y continuaba ejerciendo el mando como antes. Sin embargo, dondequiera que la CEDA o la Lliga Catalana habían ganado las elecciones de febrero, lo más probable es que el alcalde y los guardias civiles hubieran huido, estuvieran presos o hubieran sido asesinados, y nuevos hombres dominaron los comités.
En general, los métodos de trabajo y los salarios tendieron a congelarse. Los campesinos deseaban tierras e igualdad social; pero no eran teóricos. En conjunto, en el verano de 1936 la producción no fue alterada por la revolución, pero no hubo muchas iniciativas con respecto a un cambio en las prácticas económicas existentes. Los comités controlaban los salarios, así como la venta de la cosecha. Convirtieron las iglesias, cuyos altares habían sido frecuentemente incendiados en los primeros días, en mercados, o, si estaban cerca del frente, en hospitales. Algunos comités abolieron el dinero y proclamaron una «República» dentro de sus propios términos municipales. Los campesinos anarquistas consideraban el dinero, después de a la Iglesia, como la principal fuente de corrupción. En Cataluña, la larga tradición comercial e industrial impidió muchos excesos; pero en Aragón, Levante, Castilla la Nueva, Murcia y Andalucía, docenas de pueblos procedieron orgullosamente a abolir el uso del dinero en sus términos. El comercio local se hacía a base de vales o pagando en especie. Los salarios fueron revisados teniendo más en cuenta el número de familiares de un trabajador que su destreza o productividad en el trabajo. El dinero, que seguía siendo un mal necesario para el trato con el mundo exterior, fue confiscado por el comité y dado a los habitantes de los pueblos para compras específicas o gastos de viaje. El desprecio que sentían los campesinos anarquistas hacia el dinero era análogo al de los abstemios hacia las bebidas alcohólicas. Era algo tentador y pecaminoso, pero necesario en ciertas circunstancias. Más su uso debía ser estrictamente controlado, y hablando en términos idealistas, algún día sería eliminado por completo[248].
En las provincias republicanas de Guipúzcoa y Vizcaya, los nacionalistas vascos eran el elemento más fuerte en la política de los pueblos. Las tradiciones de autonomía local y cooperativismo en el uso de máquinas y en la recogida de la cosecha eran muy fuertes; pero no hubo oleada de colectivizaciones ni tal florecimiento de la propaganda anarquista como en el Éste y el Sur. En Asturias se renovaron las tradiciones de octubre de 1934. Los comités de los pueblos colectivizaron todo el comercio, servían comidas a cambio de vales en cocinas públicas y abolieron el dinero para todas las compras locales. Los pescadores de Aviles y Gijón colectivizaron su equipo, los muelles y las fábricas de enlatado[249]. Desde la Edad Media habían poseído sus botes de pesca de forma colectiva y estaban autorizados a disponer de parte del cupo de pescado para su trueque. Los pescadores de Cataluña, algunos de los campesinos montañeses de Aragón y del Maestrazgo, así como los agricultores de Valencia, tenían tradiciones colectivas similares; pero estos rasgos eran meras supervivencias de una economía medieval y a menudo iban acompañados de emociones políticas reaccionarias o izquierdistas[250].
En Asturias, sin embargo, la tradición política coincidía con la conciencia política contemporánea. Los mineros y los pescadores habían discutido durante años el desarrollo de la revolución soviética, las teorías de los escritores bolcheviques y trotskistas, así como de los anarquistas. Las formas revolucionarias del pensamiento marxista gozaban de mayor influencia en general entre el proletariado asturiano que en el de las otras provincias de España. Finalmente, en los secos distritos cerealísticos de la España central y meridional, la Federación de Trabajadores de la Tierra de la UGT dirigía unas 100 granjas colectivas calcadas de modelos soviéticos. Algunas de éstas ya fueron establecidas en 1934 y la mayoría de ellas funcionaron hasta el final de la guerra civil[251].
Las reacciones psicológicas del pueblo fueron tan variadas y originales como las formas de colectivismo. En un pueblo de Aragón, el terrateniente local era muy querido, y nadie le molestó tras la expropiación de sus fincas. El comité revolucionario establecido por la columna de Durruti abolió el dinero y se hizo cargo de todos los salarios y de la venta de la cosecha. Emplearon al terrateniente en su administración, y los campesinos iban a pedirle en secreto que llevara cuentas convencionales en pesetas, por si acaso la situación volvía a cambiar.
Los anarquistas predicaban la igualdad de los sexos; pero continuaron creyendo que la dignidad humana requería comedores separados para los hombres y mujeres trabajadores. A pesar de las apariencias exteriores, a menudo eran más conservadores en sus instintos sociales que la burguesía. Federica Montseny, la destacada dirigente anarquista catalana, confirmó a un visitante extranjero que los anarquistas se oponían verdaderamente al matrimonio convencional. Prosiguió explicando que ellos favorecían la unión libre. En vez de que los padres vendieran virtualmente a sus hijas a un esposo, al que las desposadas habían de prometer obedecer para siempre, los anarquistas eran partidarios de una unión libre basada en mutuo consentimiento y en la responsabilidad compartida. La señora Montseny no creía en el divorcio fácil; permitiría la práctica del control de nacimientos, pero no creía que las mujeres españolas quisieran evitar el tener hijos, y pensaba que los niños a menudo eran mejor educados en casa que en la escuela. Le preguntaron su opinión sobre los piropos, los cumplidos vigorosos y a menudo rudos que cualquier hombre desconocido dirigía a las chicas en la calle. Ella pensaba que a las mujeres siempre les gustarían los cumplidos, incluso en una sociedad igualitaria, y sonrió, incrédula, cuando su visitante le contestó que las mujeres de ciertos países se sentirían insultadas por el piropo[252].
Los resultados prácticos de la colectivización variaron grandemente para hacer un juicio general que abarque a todos ellos. Donde siguió habiendo disponibilidad de materias primas, donde los trabajadores eran hábiles y se mostraban orgullosos del mantenimiento de la maquinaria, donde una proporción razonable de personal técnico simpatizó con la revolución, las fábricas siguieron funcionando con éxito. Donde había escasez de materias primas, no había manera de encontrar piezas de repuesto; donde la rivalidad entre la CNT y la UGT amargó a los trabajadores, colocando las consideraciones políticas por encima de la eficacia en el trabajo, las fábricas colectivizadas fueron un fracaso. Igualmente, en el campo, hubo colectividades donde las máquinas fueron empleadas de modo inteligente y los problemas humanos se resolvieron con tacto, y hubo colectividades donde la ausencia de dirección inteligente condujo a la desmoralización de los campesinos y a una gran reducción de la producción. En los pueblos donde el dinero fue abolido hubo comités que demostraron gran agudeza en la venta de la cosecha y distribuyeron el dinero para todas las compras exteriores razonables, y hubo comités que simplemente quemaron o robaron los recursos en efectivo de su pueblo. El denominador común de todas estas situaciones fue la energía con que las gentes sencillas formaron comités, sustituyeron alegremente una autoridad central que apenas si habían respetado y llevaron sus propios asuntos de forma colectivista e igualitaria. Era un fenómeno que ya había ocurrido antes en la historia española, especialmente durante la resistencia contra Napoleón, en las comunidades carlistas durante la década de los 1830, y en las revueltas «cantonalistas» y «federales» de 1873.
Estas variadas revoluciones urbanas y rurales estuvieron acompañadas en diversas zonas por grados variables de terror. En Madrid y Barcelona los obreros fusilaron a todos los oficiales insurgentes que pudieron encontrar. Los oficiales más importantes tuvieron que enfrentarse a juicios sumarísimos que dictaron numerosas sentencias de muerte por rebelión militar. Fue un desagradable deber del Gobierno enteramente republicano de Giral el confirmar o conmutar estas sentencias. Confirmó la de los generales Goded y Fanjul y conmutó la mayoría de las otras.
En las grandes ciudades la purga principal fue realizada por iniciativa de los elementos del ala izquierda del Frente Popular. En Madrid, la CNT, la UGT y el Partido Comunista tenían sus propias listas de sospechosos. Claridad, Mundo Obrero y la prensa anarquista «exponían» diariamente las maquinaciones de los «fascistas» locales y pedían vigilancia contra los «enemigos de clase». Era más peligroso ser un conocido partidario de Lerroux o de Gil Robles que ser monárquico. Estos últimos jamás habían pretendido aceptar la República. Los primeros eran mirados como traidores, cuyos jefes habían saboteado los avances sociales de la República durante el período de 1934-1936, y que ahora habían aparecido en Lisboa, ofreciendo sus servicios al general Franco.
El nivel de los autoconstituidos comités de purga era inevitablemente muy tosco. No figuraban en ellos abogados. El acusado que era considerado culpable, para probar su inocencia tenía que buscar testigos en cuestión de horas. Si alguien encendía una luz de noche, ¿quién determinaba si es que estaba buscando sus cigarrillos o estaba haciendo señales a un avión enemigo? Si escuchaba radio Sevilla con el volumen demasiado alto, ¿no estaría tratando de desmoralizar al vecindario con las noticias de las victorias de los insurgentes? ¿Trataba de eludir la ridícula censura de las noticias de la prensa de Madrid? ¿O es que simplemente era duro de oído? La vida de las personas dependía del modo como tales preguntas fueran contestadas. Los comités tomaban muy en serio su trabajo. La CNT, la UGT y los comunistas se consultaban a menudo y confrontaban sus listas. Si un nombre aparecía en las tres, había una gran presunción de culpabilidad. Si aparecía sólo en una, el acusado sería benévolamente escuchado, y si se declaraba inocente, sería invitado a una ronda de copas y se le daría una guardia de honor a su regreso a casa. Los comités eran capaces de fusilar a los informadores falsos[253].
Mientras que en Madrid las organizaciones revolucionarias en general cooperaban entre sí, en las otras ciudades populosas la mutua rivalidad era un importante elemento de terror. En Barcelona, unos cuantos dirigentes laborales prominentes murieron como consecuencia de las escaramuzas entre la UGT y la CNT en los muelles del puerto. El POUM trotskista y el PSUC dirigido por los comunistas se dispararon entre sí de paso que disparaban contra los capataces reaccionarios. En Valencia y Málaga la sanguinaria lucha entre las facciones de la UGT, la CNT y los comunistas produjo algunos muertos.
Los individuos prominentes fueron víctimas de venganzas por ofensas reales o imaginarias. Un grupo de asturianos fue al hospital militar de Madrid para matar al general López Ochoa, que mandó las fuerzas militares en Oviedo en octubre de 1934. La verdad es que hizo mucho para limitar la severidad de la represión, pero los asturianos lo hacían responsable de sus sufrimientos. El 23 de agosto, tras un misterioso incendio en la cárcel Modelo de Madrid, los guardianes decidieron fusilar a unos catorce prisioneros prominentes. Entre los escogidos figuraban Melquíades Álvarez, anterior diputado por Oviedo, que alabó al general Sanjurjo tras la fallida sublevación de éste en 1932, y que en sus discursos en público se refirió a los socialistas como «traidores». También fusilaron a Fernando Primo de Rivera, hermano del fundador de la Falange; a Julio Ruiz de Alda, uno de los fundadores de la Falange; a Rico Avello, que era ministro de la Gobernación en 1933 cuando las izquierdas perdieron en las elecciones; al general Villegas y al exjefe de la policía de Madrid, Santiago Martín Báguenas, que habían tomado parte en el alzamiento en la capital de España, pero a los que el Gobierno Giral no había juzgado aún. En cada uno de estos casos los guardianes pensaron que estaban cumpliendo con la justicia revolucionaria, una justicia que el Gobierno no había ejercido por demasiado débil e indeciso. A finales de otoño se produjo un incidente internacional cuando fue asesinado el barón Borchgrave, el encargado de negocios de Bélgica en Madrid. Los asesinos jamás fueron identificados, pero el barón Borchgrave era en 1934 el representante de la casa Mercedes en España, y el auto en que iban los falangistas que mataron a Juana Rico era un Mercedes que pertenecía al señor Merry del Val. En Madrid había decenas de miles de obreros que recordaban el incidente, y que por lo tanto muy fácilmente pudieron incluir el nombre del barón en su lista.
Muchas ejecuciones estuvieron motivadas por represalias contra las incursiones aéreas del enemigo. En Málaga fueron fusilados unos 50 prisioneros tras la incursión del 23 de agosto[254]. Cuando la marina insurgente amenazó con cañonear San Sebastián, los funcionarios de la ciudad anunciaron que fusilarían a dos prisioneros por cada víctima de tal cañoneo. El España y el Almirante Cervera efectuaron un ataque que costó cuatro muertos, y en consecuencia fueron fusilados ocho rehenes. Dos incursiones aéreas sobre Bilbao el 25 de septiembre y el 2 de octubre llevaron al fusilamiento de un centenar de prisioneros[255]. En ambos bandos, lo más corriente era que tras un ataque aéreo se tomara venganza con los encerrados en las prisiones, y los aviadores se exponían a ser linchados si se veían obligados a lanzarse en paracaídas sobre territorio enemigo.
Los primeros tres meses de la guerra fueron el período de máximo terror en la zona republicana. Las pasiones republicanas estaban en su cénit y la autoridad del Gobierno en su nadir. En las principales ciudades, bandas de delincuentes juveniles requisaban automóviles, y se daban a sí mismos títulos dramáticos, como los Linces, los Leones Rojos, el Batallón de la Muerte y los Sin Dios, y efectuaban cada noche un promedio de diez a quince «paseos». En su origen, los autos habían sido incautados como parte de la lucha para aplastar la rebelión. Las víctimas eran en teoría fascistas importantes, y los comités revolucionarios presumiblemente los habrían condenado a muerte como tales. Pero muchas de las víctimas jamás fueron objeto de ni siquiera la forma más tosca de proceso revolucionario.
El 22 de febrero la amnistía puso en libertad a miles de delincuentes comunes confundidos con los presos políticos, y en los meses de primavera muchos de aquellos pistoleros hicieron acto de presencia ante jueces temerosos de condenarlos por mucha evidencia que tuvieran. Tras el 19 de julio podían añadir a su habitual criminalidad el lujo de «servir a la revolución», mientras que conducían autos y jugaban a hermanos mayores de los mozalbetes revolucionarios. Los sacerdotes eran los «enemigos de clase» más fácilmente identificables, y en las ciudades eran los más odiados. En las grandes ciudades fueron asesinados de 5 a 6000 sacerdotes y frailes, y, hablando en general, fueron las principales víctimas del gangsterismo puro[256]. La violencia revolucionaria en cambio dio una fácil oportunidad a la violencia contrarrevolucionaria. La Falange de Madrid y Valencia eliminó a un cierto número de personalidades republicanas y socialistas moderadas. Las grandes capitales como Madrid y Barcelona se prestaban para el anónimo que cubría todo tipo de delitos y que permitía asimismo a los asesinos el considerar su trabajo como algo impersonal. En ciudades meridionales como Málaga y Alicante, la ignorancia y miseria tradicionales de la población favoreció los más crudos instintos de los revolucionarios y los fascistas disfrazados.
El Gobierno sabía muy bien que el terrorismo desenfrenado destruiría todo aquello por lo que luchaba la República. Por la radio advertía repetidamente al pueblo que no abriera las puertas de noche, y que llamara a la policía inmediatamente si alguna banda visitaba un bloque de viviendas. En muchos casos, la llegada de un guardia de asalto, o simplemente la firmeza de un portero, bastaba para dispersar a un grupo desvergonzado de mozalbetes que de otro modo habrían cometido un asesinato. Miles de personas que se sentían amenazadas por sus relaciones políticas con las derechas buscaron refugios en las embajadas, con el consentimiento del Gobierno, que permitió a un cierto número de legaciones el alquilar edificios cercanos para poder extender su status de extraterritorialidad. Juan Negrín, Manuel de Irujo y otros funcionarios visitaban las cárceles de noche para proteger a los internados de un asalto de la plebe. El 10 de agosto Prieto habló por radio para condenar enérgicamente los «paseos» y la criminalidad desatada, y tras el fusilamiento de los 14 destacados presos de la cárcel Modelo recalcó aún más sus palabras, condenatorias de lo que no fuera lucha frente a frente.
Las fuerzas revolucionarias establecieron tribunales populares en las principales ciudades tras el 19 de julio. El Gobierno ejercía cierta influencia restrictiva sobre estos tribunales, mediante el nombramiento de magistrados moderados y valientes para que los presidieran: hombres como Mariano Gómez en Madrid y Rafael Supervía en Valencia. Éstos no podían contrarrestar el odio de clase, ni imponer un procedimiento impecable sobre fiscales y jurados poco entrenados; pero podían impedir flagrantes errores al considerar las pruebas, proteger a los testigos, aumentar la proporción de las sentencias a cárcel, y disminuir la proporción de penas de muerte. Muchos radicales y cedistas se sentían más seguros en la cárcel que en sus casas porque había menos peligro de que los tribunales les condenaran a muerte que de que les dieran un «paseo[257]».
Sería imposible averiguar cuántas personas inocentes sufrieron prisión, violencia, robo o muerte y cuántas fueron salvadas por la valerosa intervención de ciudadanos, funcionarios del Gobierno, o por el sentido de justicia de los comités revolucionarios. Con autos mal conducidos yendo de cualquier modo por las calles, ametralladoras asomando por las ventanas y slogans revolucionarios pintados en las puertas; y con miles de madrileños oyendo de noche los disparos en las afueras de la ciudad y viendo los cadáveres en las carreteras a la mañana siguiente, todo el mundo se daba cuenta del terror imperante. Por la lógica de los acontecimientos, a lo que se daba menos publicidad era a la resistencia que había contra él. A principios de agosto la CNT y la UGT amenazaron con fusilar a los informadores falsos. Empleados vengativos acusaron a sus patronos de ser «espías fascistas». Personas para las cuales el anticlericalismo era una religión acusaron a los sacerdotes de haber disparado desde las iglesias. Hay casos conocidos en que tras haber puesto en libertad al acusado, el comité se volvía entonces contra el informante y lo acusaba de falso testimonio[258].
A principios de agosto una patrulla anarquista penetró en uno de los colegios de los agustinos en Madrid. El Gobierno acababa de publicar un decreto prohibiendo los registros en los domicilios particulares. Una persona allí presente mostró una copia del decreto que aturdió un poco a los visitantes, mientras otro llamaba al Ministerio de la Gobernación. En pocos minutos llegaron unos guardias de asalto y obligaron a los anarquistas a retirarse. A petición propia, el hombre que habló con ellos en la puerta fue por varios días a la cárcel, como medida de precaución ante la posibilidad de un «paseo» por venganza. Los agustinos siguieron en su colegio sin ser molestados durante todo el resto de la guerra. En el colegio de los salesianos de la Ronda de Atocha, el Gobierno acuarteló un regimiento del Partido Comunista, La Joven Guardia. El regimiento y los frailes hicieron vida en común durante toda la guerra. Merece la pena decir que los salesianos tenían muy buena reputación entre el público, debido al gran número de becas que concedían y a su preocupación por la enseñanza dé hijos de obreros. Algunos conventos de monjas fueron transformados en hospitales, y muchas de las monjas continuaron sirviendo como enfermeras, mientras que los funcionarios republicanos tomaban como puntillo de honor, haciendo en ello hincapié, el que se les diese buen trato.
En Barcelona, durante los tres primeros meses de la guerra la situación fue similar a la de Madrid. Los sindicatos tenían sus listas de purga; sus gángsteres, y sus delincuentes juveniles de vocabulario anarquista efectuaban «paseos», mientras que los tribunales revolucionarios dictaban frecuentes penas de muerte; estos tribunales libertaron asimismo a muchos inocentes que tuvieron la presencia de ánimo para defenderse en una lucha contra corriente de jurados que los habían dado por culpables, hasta que ellos demostraron su inocencia. La Generalitat no podía oponerse abiertamente a los anarquistas; pero concedía pasaportes gratuitos a los miles de familias de la clase media amenazada. Los anarquistas controlaban los trenes y los puertos fronterizos con Francia; pero en el puerto había varios buques extranjeros, y el Gobierno les ayudó sin hacer ruido a que consiguieran pasaje en ellos.
La furia anticlerical fue mayor en Barcelona que en Madrid. La iglesia de los carmelitas de la calle Lauria había sido uno de los baluartes de los insurgentes el 19 de julio. Cuando los soldados se rindieron y salieron, la multitud prendió fuego al edificio para desalojar a los frailes. Una ametralladora fue situada frente a la puerta principal de la iglesia, y conforme los aterrorizados frailes iban saliendo, eran ametrallados[259]. Se puede decir que todas las iglesias de la ciudad fueron incendiadas. A veces hubo escenas de danzas macabras en torno a los cadáveres y los ataúdes violentados de las monjas ya hacía tiempo fallecidas.
La feroz persecución contra la Iglesia tenía varias causas. Por lo general, tanto en las ciudades como en los pueblos, los sacerdotes tenían cuidado de adular a las «mejores familias» y de compartir las opiniones políticas de los muy unidos aunque pequeños círculos dirigentes. El pueblo español jamás había aceptado como normal la práctica del celibato, y en muchos pueblos no permitían que sus hijas fueran a confesarse con un cura, a menos que éste tuviera una «sobrina» o un «ama», que era en realidad, con la aprobación de todo el pueblo, su mujer[260]. La Iglesia, al igual que el ejército español, había estado acostumbrada durante siglos a tratar a poblaciones coloniales, masas de indios o de individuos de las tribus de Filipinas, que podían ser embelesados o asustados con métodos muy simples. El pueblo español era en gran parte analfabeto; pero se mostraba resentido por los modales condescendientes de los sacerdotes, especialmente sabiendo, como sabía, que la Iglesia se había apresurado a oponerse a una extensión de la educación pública.
En el pueblo español germinaba un odio mortal contra una Iglesia tan condescendiente. En varias ocasiones ya fueron incendiadas las iglesias en el siglo XIX, al igual que en 1931 y la primavera de 1936. Todas las clases de la población creían fácilmente historias sobre la codicia, las orgías sexuales o las perversiones del clero. El 18 de julio por toda España corrió el rumor de que los curas disparaban contra el pueblo desde los campanarios de las iglesias. Con muy pocas excepciones, esto no fue nunca verdad, excepto en el territorio carlista. Los militares se habían mostrado tan poco dispuestos a confiar a la Iglesia sus planes como los partidos republicanos conservadores. Es probable que los militares ocuparan la iglesia de la calle Lauria considerándola una buena fortaleza de piedra, contando al mismo tiempo con la complacencia de los frailes hacia el alzamiento. Lo importante es el hecho de que la estimación pública por la Iglesia era tan baja, que el pueblo creía fácilmente que los curas estaban disparando contra los obreros. Desde luego, no había duda sobre el conservadurismo predominante de la Iglesia.
La Generalitat envió guardias civiles con vehículos para evacuar a los obispos de Tortosa y Gerona. Ofrecieron el mismo servicio al obispo de Barcelona; pero este último decidió permanecer en la ciudad de incógnito. El cardenal Vidal i Barraquer de Tarragona, que había sido un amigo discreto de la República, fue detenido por los anarquistas en Poblet. Mientras iba sentado en el asiento de atrás del auto, preparándose para una muerte segura, oyó decir a sus dos aprehensores que iban delante que a ellos no les agradaba matar a un hombre de su carácter y edad. Afortunadamente, los jóvenes no tuvieron que seguir adelante con el encargo. La Generalitat ya había enviado un coche de la policía que rescató al cardenal de manos de los anarquistas; los agentes de la policía lo escondieron entonces en una oficina gubernamental en Barcelona. El cardenal quería afeitarse y ponerse un cuello limpio, y marcharse a través del consulado francés o británico, para no dar a la propaganda la oportunidad de decir que un príncipe de la Iglesia había huido hecho un andrajoso a través de un consulado fascista; pero dadas las circunstancias, el único consulado a esos efectos era el italiano.
En las primeras semanas de la guerra, cada autoridad competente discutió la validez de las otras, y hubo numerosos casos como el del profesor García Morente, decano de la Facultad de Filosofía de Madrid. Fue amenazado con un «paseo» en septiembre, y pidió ayuda a su amigo Bernardo Giner, ministro de Comunicaciones. Este último le proporcionó una cama en una oficina del Gobierno mientras obtenía para él un pasaporte para abandonar España por Barcelona. A su llegada a Barcelona, el profesor vio los letreros indicando que ningún documento librado en Madrid era válido. Entonces fue a ver a su amigo el profesor Bosch Gimpera, rector de la Universidad Autónoma, que le consiguió un pasaporte de la Generalitat, con el que pudo pasar a Francia. Tuvo que dejar a su familia en Madrid y entonces escribió a su antiguo colega, el profesor Juan Negrín, ministro de Hacienda, pidiéndole que facilitara la emigración de su familia. Negrín mandó una patrulla de carabineros (la policía fronteriza que estaba a las órdenes del Ministerio de Hacienda) para que acompañara a la familia de García Morente hasta la frontera francesa[261].
Las revoluciones de los pueblos estuvieron asimismo acompañadas de varios grados de terror. En el sur de España, especialmente, los sacerdotes y los guardias civiles eran prácticamente siempre fusilados si se habían puesto de parte de los insurgentes; a veces fueron fusilados aunque no hubieran hecho nada el 18 de julio. En toda la zona dominada por el Frente Popular, los comités de los pueblos actuaban por su propia iniciativa, y es imposible generalizar los resultados. Algunos pueblos decidieron orgullosos o matar a nadie por «enemigos de clase», sino «reeducarlos», con tal que no sabotearan la revolución. En otros pueblos se advertía al cura y a los terratenientes que se marcharan, al menos por algún tiempo, no fuera a ser que elementos incontrolados decidieran lincharlos. En algunos pueblos se fusiló al cura, a los guardias civiles, a los principales terratenientes y a profesionales tales como notarios y los farmacéuticos, conocidos por ser partidarios del antiguo orden o tenidos por tales. En pueblos con varios miles de habitantes, el promedio de asesinatos era de 4 a 5, o de 35 a 40, tendiendo a ser mayor en Andalucía y en el sudeste que en Levante o Cataluña. A veces las ejecuciones eran llevadas a cabo por los comités locales, y en otras ocasiones por patrullas anarquistas venidas de otros sitios. En Aragón, la columna Durruti, en su marcha hacia Zaragoza, se ganó muy mala reputación entre los campesinos generalmente conservadores. Por otra parte, sin embargo, hay muchos testimonios de la intervención personal de Durruti para impedir el asesinato de terratenientes que no habían ayudado al alzamiento, pero que fueron condenados simplemente por ser conocidos católicos, monárquicos o partidarios de Lerroux. Los anarquistas sentían un respeto casi supersticioso por los maestros y médicos, y salvaron a muchos de ellos, aun cuando era público y notorio que los individuos en cuestión profesaban ideas reaccionarias[262].